CAPÍTULO 27
Tras desconectar la alarma se encaminaron hacia el estudio a coger la supuesta llave que abría el subsuelo. Eduardo marchaba delante intentando trasmitir serenidad, algo que le resultaba muy complicado. Estaba atenazado por los nervios, al igual que su compañero de fatigas. Eder había comenzado con una de sus habituales demostraciones en un torbellino de palabras enlazadas sin el menor atisbo de lógica o razonamiento común. Eduardo puso los ojos en blanco, le esperaba un recital. Su nuevo amigo parecía enloquecer cuando estaba nervioso.
Las expectativas eran máximas, reuniendo toda su atención en conseguir localizar la puerta y desentrañar la verdad. Quiso dejar los fugaces pensamientos que todavía le envolvían desde que comenzara a abordarlos una vez emprendió el viaje tras ser informado por Eder de la marcha de su abuelo y su séquito. Todavía estaba pendiente la charla con Gisela, sumiéndole en un estado de inquietud por cómo obraría finalmente su ángel. También meditó sobre el obstinamiento de su difunta madre por mantenerle alejado de Nicolau. Nuevamente creyó que ese hecho podría estar relacionado con el plan que ahora intentaban cumplir. Tal vez su madre conoció algún horrible acto que cometiera Nicolau, semejante a lo que ahora sospechaba Eduardo que podría haber consumado. Pero las dudas seguían imparables. ¿Por qué su madre le ocultaría algo así? La lógica le confirmaba de que ella le hubiera advertido de la maldad de Nicolau. Volvía a estar hecho un lío. Confiaba en que hoy diera un poco de luz al asunto, a sus acusadoras sospechas.
A pesar de asir una linterna, Eduardo prefirió encender las luces que borraran las tinieblas del piso inferior. No se vio con fuerzas de recorrer aquel lugar con el mortecino haz de luz de la linterna creando espectros a su paso. Ya tendrían tiempo de usarla en las mazmorras, si es que conseguían descubrir el acceso; si es que existía.
Eduardo abrió el joyero, mientras Eder se mantenía eternamente a su espalda, como perro fiel. Una exuberancia de joyas, posiblemente de su abuela, brillaron al contacto con la luz artificial. No tardó en encontrar lo que buscaba, sutilmente ocultado. Extrajo el objeto dorado, que refulgió con todo su esplendor. Era extrafino, de unos quince centímetros de largo por medio centímetro de ancho, con una forma oval en uno de sus lados, cercano a su extremo. No había ni el más mínimo rastro de muescas. Era perfectamente lisa en todos y cada uno de sus bordes. A pesar de esta incongruencia, ambos se quedaron prendados por su belleza. Sería lo más parecido a un lingote de oro en miniatura, pensaron al unísono. Pero sus alteradas almas no se podían permitir ni un momento de placidez, así que se marcharon con paso decidido a enfrentarse con la parte delicada del plan. Necesitarían de toda su argucia para descubrir la puerta, y no digamos para abrirla. Poseían la llave, o eso creían, pero ¿dónde deberían insertarla?
Llegaron al interior de la torre suroeste del castillo, donde supuestamente se encontraba la puerta secreta. Tras encender la luz, rastrearon todo el entorno a ras de suelo. El suelo empedrado parecía compacto y no revelaba un posible hueco bajo sus piedras. Las paredes tampoco ofrecían facilidades. Eran la mayoría de gran tamaño, con finísimas juntas entre ellas, algunas rellenas con algún tipo de mortero de aquella época. Recorrieron con los dedos cada línea que bordeaba las piedras, encontrando una uniformidad desesperante.
—¿Dónde cojones está?
—Tranquilo, hombre, la encontraremos. No hay que desesperarse —aseguró Eder, ante el estupor de Eduardo.
Su amigo no había cesado de divagar fruto de su nerviosismo, y ahora quería darle lecciones budistas. No quiso pronunciarse, debía calmar sus nervios. Y pensar.
—Necesitamos algo para golpear las piedras —dijo Eduardo tras reflexionar un momento.
—¿Quieres derribar la pared? —preguntó atónito.
—¡No! Por estos parajes debéis de ser muy brutos, por lo que veo —contestó asombrado—. Si las golpeáramos podríamos distinguir en cuál de ellas suena a hueco.
—Buena idea. —Ambos miraron en derredor. No había nada aparte de la escalera de caracol.
—Creo que vi un martillo en el cuarto trastero —anunció Eduardo mientras salía a la carrera en dirección hacia allí.
Eder se quedó contemplando aquellos muros. La tarea iba a ser mucho más peliaguda de lo que había imaginado. Se habían cerciorado de esconderla a conciencia. Ni siquiera conociendo su ubicación aproximada se veía capaz de descubrirla. Esperó que la idea de Eduardo resultara.
Eduardo llegó corriendo con el martillo, con muestras de padecer un ataque de ansiedad. Su falta alarmante de oxígeno creaba esa semejanza. No pudo ni pronunciar palabra, y mucho menos alzar el martillo.
—Estás hecho una mierda —comentó con tono sombrío—. Y todo por una carrerita de nada… Vaya con Usain Bolt… —dijo entre risas.
Eduardo, doblado sobre sí mismo, intentaba recuperarse. Su estado físico era deplorable. No pudo contestar, pero sí pensar: «Mira quién fue a hablar, la tortuga humana».
Eder Beramendi le arrebató el martillo con facilidad y se puso manos a la obra. Piedra a piedra comenzó con su laboriosa tarea. Por suerte eran de gran tamaño, reduciéndose considerablemente el número. Comenzó con la pared norte, la que en teoría debería albergar la puerta, orientada hacia las mazmorras que deberían estar justo debajo de la construcción del castillo. Al menos era lo más lógico. Empezó golpeando en la esquina oeste, y fue desplazándose hacia su derecha, en línea con el primer tramo de escalera que se alzaba encima de su cabeza. Poco tardó en toparse con un sonido ligeramente diferente, casi imperceptible, pero que no escapó a su agudo oído. Eduardo ni siquiera se percató de ello, levemente recuperado.
—¡Aquí hay algo, tío! —exclamó Eder intensamente alterado.
—¿Estás seguro? Yo no distingo nada. —Eduardo luchaba por recuperar la normalidad en su respirar. Aunque la repentina exclamación de su amigo no le ayudaba.
Eder volvió a comprobar con varios golpes más. No tenía duda, ahí sonaba tenuemente hueco. Se puso a golpear como un loco las piedras próximas, percibiendo el desigual sonido en una piedra más, la que lindaba por debajo de la primera piedra que descubriera. El resultado eran dos piedras disímiles, de un metro ochenta de altura por un metro de anchura aproximadamente, que se alzaba a ras de suelo. ¡Las medidas de una posible puerta! Aunque había algo que no encajaba. La forma no era la esperada. Eran dos piedras de tamaños y formas desiguales, pero sobre todo con bordes que no contenían ni un centímetro en línea recta. Eduardo frunció el ceño. Además, las piedras encajaban perfectamente en esa aparatosa construcción. Deberían de pesar toneladas.
—Creo que esa no va a ser la puerta —aseguró Eduardo, negando con la cabeza repetidamente.
—No seas cenizo, ¿quieres? Es la puerta secreta perfecta. Ahora sólo hay que encontrar la ranura para esta llave. —Eder se mostraba jubiloso, confiado, analizando cada junta que bordeaba ambas piedras.
Eduardo se acercó, no muy convencido, pero deseoso de que su amigo tuviera razón. Eder, mientras tanto, cogió la linterna y alumbró directamente a poca distancia del muro, intentando vislumbrar la ranura metálica que debería existir. Repasando lentamente las juntas con el haz de la linterna, con una minuciosidad de cirujano, distinguió un minúsculo brillo, justo en el momento en que comenzaba a dudar de su existencia. Se esforzó en mirar a través de la fina junta vertical, de unos dos milímetros de abertura, no pudiendo ver con claridad. Pero el haz de la linterna hacía brillar algo microscópico en el fondo de la junta. ¿La ranura de la llave? Eder estaba con la adrenalina recorriendo velozmente sus venas.
—¡He encontrado algo! —Eder se mostraba eufórico—. Dame la llave —balbuceó presa de sus nervios.
Eduardo no tardó ni un segundo. Se la entregó y esperó expectante, con un nudo en la garganta. Eder asió la llave dorada y la orientó hacia el reflejo que había visto al contacto con la luz de la linterna, a unos veinte centímetros del suelo y un poco apartada de la imaginaria puerta, en una junta próxima a esas dos grandes piedras. El extremo opuesto al lado ovalado, el que debería insertar, comenzó a temblar descaradamente a causa de su mano trémula. Parecía el típico borracho pretendiendo introducir la llave en la cerradura de su casa tras un día de desmadre etílico. Tuvo que asirla con las dos manos, incapaz de acertar en la fina junta. Tras introducirla apenas cinco milímetros, la llave topó con algo. Eder movió la punta con sutileza, intentando encajarla perfectamente, recreando en su cabeza una imaginaria cerradura. Tras varios intentos, la llave se introdujo deslizándose suavemente, con un rozamiento metálico mínimamente sonoro.
Eduardo observaba boquiabierto el discurrir de la llave dorada a través de la imaginaria ranura. Aguantó la respiración, esperando que el muro se abriera. Tras unos diez centímetros penetrando con facilidad, en el momento en que la forma ovalada llegaba a la altura de las piedras, un chasquido sordo les sobresaltó, a la vez que el muro pareció ceder. Se quedaron estupefactos, catatónicos, observando cómo esas dos grandes piedras, aparentemente unidas entre sí, se habían desplazado unos pocos centímetros hacia el interior del muro. Habían descubierto la puerta secreta.
Tras unos momentos profundamente extasiados, se miraron enigmáticamente, indecisos. ¿Tenían que esperar alguna señal divina para proseguir?
—Iré yo delante —anunció Eduardo cogiendo la linterna, con un tono de voz titubeante. Era su castillo, su obligación, pese a temblarle todo el cuerpo al imaginarse acceder al subsuelo. Qué sabe Dios lo que podrían encontrar allí. Eder, por su parte, no estaba mucho mejor que él, parecía temeroso.
Eduardo empujó la puerta con cautela, la que apenas movió. Era muy pesada. Puso más énfasis en sus movimientos y las dos piedras acopladas fueron desapareciendo en la negrura interior, abriéndose en arco, como una puerta sujeta por goznes. Un hedor a azufre y moho les sacudió. Se adentró con la linterna encendida, atisbando una escalera de piedra que descendía hasta perderse en las tinieblas. Enfocó la puerta secreta. Tendría un metro de espesor, con ambas piedras incrustadas en un marco interior de hierro más pequeño y de considerable grosor, con unas enormes bisagras reforzadas a lo largo de su parte derecha. Debía de pesar una tonelada. Dos diminutas ruedas de hierro sujetadas en el extremo inferior del marco soportaban el enorme peso de la batiente. Observó el mecanismo interior que la llave accionaba, poseyendo tres poderosos cierres. Realmente era una obra de arte.
—¿No hay un interruptor de luz? —preguntó Eder con un hilo de voz.
Eduardo se cercioró de ello. Ni rastro de luz eléctrica. Lo que sí atisbó fueron candelabros anclados a los muros. Con este descubrimiento se desvaneció la posibilidad de luz eléctrica, como había presumido. No sabía nada de mazmorras, pero había intuido que necesitaría una linterna.
Enfocó hacia las escaleras descendentes y comenzaron a bajar. El hedor, una vez acostumbrados, no era muy fuerte, y el interior aparecía pulcramente limpio. La humedad y el frío eran palpables. El vaho de su respiración podía verse con nitidez. El techo del pasadizo era bajo, aunque podían caminar de pie con suficiencia; tendría un par de metros, no más. La anchura estaría cercana al metro y medio. Era angosto, claustrofóbico, sobre todo para dos aterrados jóvenes. La escalera se componía de veintiséis escalones, marcando un perfecto eco a cada pisada. Pocos metros después de descender, una tenue luz procedente del muro atrajo su atención: una raquítica abertura cerca del techo.
—Debe de ser uno de los respiraderos —dijo Eder, sin dejar de mirar hacia atrás. Por algún motivo presentía que alguien les sorprendería por detrás, exactamente lo contrario que pasaba por la cabeza de Eduardo, aterrado ante lo que podrían encontrarse en las tenebrosas mazmorras. El silencio era terrorífico, envuelto en una oscuridad casi total.
Avanzaron por el corredor, mientras Eduardo se preguntó si pasarían por allí aquellos pobres chicos asesinados. En ese momento su cerebro recuperó fugazmente sus funciones, hasta ahora agarrotadas como todo su cuerpo. La existencia de esas mazmorras acrecentaba sus sospechas, parecía confirmar sus peores temores. ¿Qué encontrarían allí? Rezó para que el destino no les deparara ninguna desagradable sorpresa.
Llegaron a un punto donde el pasadizo se dividía en dos. Un curso seguía recto y el otro, continuaba hacia su derecha. Eduardo alumbró a ambos lados, intentando vislumbrar inútilmente sus destinos.
—¿Recto o derecha? —preguntó en susurros Eduardo, temeroso por despertar al diablo que podría habitar como aseguraba el folclore de esa comarca.
—Pues no lo sé. Sólo espero no ir directos hacia el fantasma que vive aquí.
—¿Fantasma? —El vello se le erizó—. ¿Qué cojones dices?
—Que estoy muerto de miedo, joder…
—Pues cállate y no me asustes más de lo que ya estoy —volvió a susurrar.
Sin mediar palabra, Eduardo se dirigió hacia su derecha. El haz de la linterna seguía sin abarcar tanta oscuridad. Tras varios metros de anodino corredor, sin que por ello consiguieran sosegarse lo más mínimo, se adentraron en una estancia tenuemente iluminada, abriéndose ante ellos las paredes y el techo, filtrándose un poco de luz. Tenía una amplitud considerable. Había tres gruesas columnas de piedra que soportaban el peso del techo abovedado. La tenue luz parecía procedente de los conductos de dos respiraderos, ambos en la pared este, lo cual relajaba un tanto la descomunal tensión por tanta inquietante oscuridad. Los candelabros sin vida se distribuían anclados a los muros. La estancia parecía completamente vacía, a excepción de algo cercano a la pared sur que no podían vislumbrar con claridad.
Eduardo y su enorme perro faldero se acercaron con el corazón en un puño. Parecía una mesa de piedra, o algo por el estilo, desnuda. Conforme se fueron acercando sus semblantes fueron deformándose de puro horror. ¿Era una tumba? Eduardo tragó saliva dificultosamente. Los pasos se fueron acortando, se volvieron exageradamente pausados, mientras corroboraban sus peores pesadillas.
—Es una tumba… —susurró Eduardo, apenas audible. Maldijo gritando en su fuero interno todo lo que no podía exteriorizar.
Eder no se despegó de la espalda de su compañero, tan encogido que apenas se le distinguía detrás de Eduardo, pese a ser una mole.
—¿Quién estará enterrado aquí? —preguntó Eder con voz queda.
—Prefiero no saberlo… —Eduardo no podía concebir el significado de una tumba allí abajo. Una única tumba. ¿Qué tenía de especial para hallarse en las mazmorras? O ¿qué no tenía de especial? Además, era de considerables dimensiones y de piedra esculpida. ¿Descansaría el diablo que habitaba en el castillo? Su mejor amigo, Jorge, hubiera asegurado al instante que se trataba del conde Drácula. Se estremeció al pensarlo. No creía en esas historias, pero algo le aprisionaba el pecho sin piedad. Un terror inimaginable le invadió, y se obligó a acercarse un poco más para indagar sobre la identidad del cadáver que descansaba en las catacumbas del castillo.
La tumba, pegada al muro en diagonal, era de un color grisáceo claro, como el hormigón, con ostentosos relieves ininteligibles en los laterales y una losa muy gruesa y aparentemente pesada con una gran cruz labrada y unas letras a los pies de la misma. Se acercó mientras divisaba un dibujo en relieve en la pared frontal de la tumba: un dragón con la cola enrollada al cuello, formando un círculo, con una enorme cruz sobre su lomo. Había visto ese dibujo en alguna parte, pero no recordaba dónde. Su cerebro era incapaz de pensar con coherencia. Se detuvo a medio metro a los pies de la tumba. Las medidas eran generosas, de metro y medio de altura; un metro y veinte centímetros de ancho; y tres metros de largo. Parecía la tumba de un rey antiguo.
—¿Qué nombre está inscrito? —preguntó Eder, asomándose tras el hombro de su compañero.
Eduardo enfocó las letras inscritas en la losa, no dando crédito. Se quedó mudo, inmóvil, incapaz de reaccionar.
Eder leyó sin despegarse de la espalda de Eduardo. Era como si detrás de su amigo estuviera totalmente protegido.
—Vlad III Draculea… —susurró Eder con lentitud. Dio un respingo al asimilar el nombre al que pertenecía aquella tumba—. ¡Virgen del amor hermoso! —exclamó sin levantar la voz.
Esta vez Eduardo no se rio de su original expresión. Ni siquiera le escuchó. Su mente estalló en una multitud de pensamientos, de reflexiones, de imágenes ya vividas. No comprendía nada. Su abuelo le comentó que Vlad no pisó este castillo, que fue su hija quien, escapando de las continuas guerras que asolaban Rumanía, se hizo con esta fortificación. ¿Entonces qué demonios hacía enterrado Vlad aquí? No tenía sentido. Su mente prosiguió. Recordaba haber leído en internet que la tumba en el monasterio de Snagov, donde se le creía enterrado, estaba vacía. ¿Pero cómo llegó hasta aquí?
—¡Eduardo, vámonos de aquí! —susurró desaforadamente.
Eduardo despertó de su trance. Se volvió hacia su amigo y contempló su semblante desencajado por el terror. Aquel coloso estaba tan asustado como él, o más.
—Tranquilízate, ¿quieres? —pidió con tensa calma, en susurros—. No es más que una tumba.
—¡La tumba del conde Drácula! Por lo que más quieras, vámonos. Voy a mearme encima…
Eduardo se giró nuevamente. Otra vez aparecía aquel nombre tan odiado. Era como si Eder Beramendi se hubiera mutado en Jorge Salas.
—Drácula no existe. Así que tranquilízate.
—Eso creía yo, que no existía. ¡Pero aquí tienes la prueba! Su tumba en las mazmorras de un castillo. —Desde hacía rato no levantaban la voz, pese a los deseos de gritar hasta que estallasen las cuerdas vocales.
Eduardo examinó la losa con atención, recorriéndola con la luz de la linterna.
—La losa está sellada. ¿Lo ves? No se ha movido nunca —aseguró, intentando convencer a su amigo, y a sí mismo. Su alma sobrecogida temblaba como un flan.
Eder siguió el haz, observando con vivacidad. Parecía sellada, tal como su amigo afirmaba. Pero no consiguió serenarse lo más mínimo. Se trataba del puto Drácula. Cada tres o cuatro segundos giraba su cabeza en todas direcciones. Estaba atemorizado, terriblemente atenazado por las tinieblas que le envolvían, y por el inquietante descubrimiento.
Eduardo recobró la lucidez y comprendió dónde había visto ese dibujo del dragón, con toda nitidez. Era la insignia de la Sagrada Orden del Dragón, donde su antepasado que yacía en esa tumba fue un miembro destacado. Este hecho le confería una mayor veracidad al hecho de que pudiera hallarse los restos de Vlad en la tumba.
—Esto debe de ser alguna broma pesada de tu abuelo —murmuró Eder—. Si no qué cojones iba a hacer aquí la tumba de Drácula…
—Qué pesados con el conde Drácula. Este que yace aquí fue una persona real, de la Edad Media. Seguro que habrás oído hablar de él: Vlad el Empalador.
Eder se quedó meditabundo unos instantes.
—Ya sé quién es —dijo finalmente, lúgubre—. Sí, algo leí sobre él. Pero ese hecho no me tranquiliza nada. Sinceramente, no sé quién es peor. Si mal no recuerdo, aquel salvaje y descerebrado mató a miles de personas inocentes de forma horrible.
Eduardo asintió, sin sentir esta vez la necesidad de salvaguardar el nombre de su antepasado, como había ocurrido en alguna ocasión. Ese sanguinario asesino era indefendible, pese a lo obstinado de su abuelo.
—¿Y puede saberse qué hace aquí? —prosiguió Eder—. Aparte de aterrorizarnos, claro.
Eduardo se deslizó hacia los lados, con lentitud. Sopesó la posibilidad de contarle la verdad. Poco cambiaría ya la situación.
—Es antepasado mío —anunció, sin mirarle siquiera, siguiendo con su exploración.
Eder no supo si reír o llorar. ¿Estaba bromeando? La situación no invitaba a ello. Le miró fijamente, esperando una sonrisa o un gesto que le delatara. Nada. Su semblante se veía tan atemorizado como lo estaba él.
—La madre que me parió… —Eder se quitó las gafas y se pasó la mano por la cara—. Debería matarte ahora mismo. ¿Por qué no me lo dijiste?
—¿Y qué querías que te dijera? «Soy descendiente directo de Vlad el Empalador». Me hubieras tomado por loco. O por algo peor…
—No sé por quién te hubiera tomado, pero sí sé que no estaría aquí ahora mismo. De haberlo sabido, por nada del mundo me hubiera metido en el reino de los vampiros, ¡por Dios!
—Ya ves que no hay vampiros… ¡tontolaba! Qué obsesión tiene la gente con vampiros y el conde Drácula.
Eder continuó sin perder de vista su entorno con una precisión de relojero suizo. Más valía que su amigo tuviera razón. El corazón palpitaba con una fuerza que sus sienes parecían a punto de estallar. No podía quitarse el terror de encima. Eran los peores momentos de su vida, sin lugar a dudas. Vio a su compañero agacharse a la derecha de la tumba, enfocando el suelo.
—Mira esto —anunció. Después pareció titubear—. Parece… sangre —dijo finalmente, sin convicción.
Eder se agachó a su lado. Una mancha extensa y de un color oscuro parecía teñir el suelo de piedra. Pasó el dedo y se quedó pensativo.
—Desde luego si no es sangre, es lo más parecido. Y sé bastante de esto. Tengo una vaquería y he debido sacrificar varias vacas a lo largo de los años, y el rastro que deja la sangre seca es inequívoco, semejante a esto —confirmó sin alterarse más de lo que ya estaba.
Eduardo siguió mirándole fijamente después de acabar su explicación, sin parpadear. Eso significaba algo, pero no sabía qué. «Sangre seca al lado de la tumba. Al final van a tener razón mis amigos y va a existir realmente el conde Drácula», pensó con una sensación de desmayo que fue en aumento. Se apoyó en su amigo y se levantó con dificultad. Respiró hondo con ímpetu. Su cerebro necesitaba aire fresco, puro.
—Podría ser el lugar donde asesinaran a los turistas… —intuyó Eder, horrorizado.
—¿Al lado de la tumba? No puede ser…
—No es una tumba cualquiera, Eduardo. Tal vez tu abuelo le regaló una de sus acciones preferidas en vida. —Pese a la repugnancia que sintió, no ocultó lo que pensaba.
Eduardo no quiso dar rienda suelta a su imaginación. Esa realidad que les envolvía superaba cualquier ficción. Lo que sí confirmaba, si era sangre la mancha que habían visto, es que su abuelo era un asesino. Se santiguó imaginariamente. Aunque el miedo seguía dominándole, sentía una inmensa repugnancia por su abuelo, semejante a su antepasado que a escasos centímetros yacía. Un rechazo que su madre le obligó a mantener y que él se saltó a la ligera. «Perdóname, mamá. Tú me avisaste, pero no te hice caso. Peor aún: rompí mi juramento». No sabía si su madre podría perdonárselo; desde luego él no. Nunca. Lo vio con una claridad que por momentos esa estancia lúgubre pareció desvanecerse.
—Ya hemos visto suficiente, marchémonos de aquí —recomendó vehementemente Eder.
—Esto no es suficiente para alertar a la Policía y acusar a mi abuelo de las desapariciones. Todavía queda un pasadizo por recorrer. —Se sorprendió al oírse pronunciar esas palabras. Deseaba correr, salir de esa pesadilla, pero necesitaba desentramar la verdad. No sabían a ciencia cierta si la mancha era sangre, ni siquiera si sería humana. Debían seguir su tenebroso camino. Sintió lástima por Eder, que parecía a punto de sufrir un paro cardíaco. Abrió la boca para decirle que se marchara, si eso era lo que deseaba, pero su egoísmo fue más fuerte, manteniéndole la garganta inactiva. No podría indagar solo ese espantoso lugar. Cerró la boca antes de que le traicionara y regresó sobre sus pasos, con la linterna temblando en su mano.
—En vaya embolado me has metido. Ojalá no te hubiera conocido, joder…
Las palabras de Eder sonaron sinceras, pero Eduardo no podía reprocharle nada. Era el causante de su situación, de una situación que debería haber librado él solo. O mejor aún, no debería haber existido. Su juramento le obligaba a rechazar a su desconocido abuelo. ¿Cómo había podido ser tan despreciable? Rompió el juramento hecho a su madre en el lecho de muerte con una facilidad pasmosa, indigna. Una mezcla de hirientes sentimientos se agolparon en su ser, más parecido a un cóctel molotov. Estallaría en cualquier momento. Si no moría de miedo antes.
—Esas malditas leyendas eran verdaderas —balbuceó Eder—. Lo único que espero es que el diablo que habita este castillo esté durmiendo en estos momentos, y que tenga un sueño profundo. Incluso me alegraría oírle roncar…
—Deja de decir estupideces, Eder —dijo en un tono cortante, en consonancia con el ambiente.
—Me tranquilizaría saber que duerme plácidamente, eso es todo —continuó Eder, indiferente a la queja de su amigo—, o infernalmente, mejor dicho. O como…
—¡Quieres callarte de una puta vez! —interrumpió el torrente que se avecinaba. Sus desenfrenadas insensateces estaban consiguiendo exasperarle. Comenzaba a arrepentirse de no haberle dejado marchar, casi prefería seguir solo en aquella terrorífica pesadilla. ¿Dónde estaba ese hombre extremadamente tranquilo que conoció?; parecía un volcán en plena erupción. Regresaron al angosto y claustrofóbico corredor con el vaho de sus respiraciones acompañándoles.
—Deberíamos avisar a la Policía, que registraran ellos —sugirió Eder, en un intento por convencer a su tenaz y demente acompañante de abandonar ese asqueroso lugar.
—No puedo hacer eso sin hallar pruebas. Es mi abuelo, ¿entiendes? Puede que el terror que sentimos nos lleve a decisiones prematuras. Imagina que todo fuera producto de nuestras mentes divagadoras.
—¡Y un cuerno! ¿Insinúas que la tumba es producto de mi imaginación? —replicó iracundo Eder.
—No, no estoy diciendo eso. La tumba es real. Pero nuestras conjeturas sobre el culpable de las desapariciones sí. No puedo acusar a mi abuelo sin fundamentos. ¿No lo entiendes?
—Está la tumba de Drácula, ¿quieres más pruebas que esa?
Eduardo puso los ojos en blanco. Otra vez las absurdas afirmaciones desprovistas de sentido común. «Ay, Señor, dame fuerzas para aguantar este peso sobrehumano que has dejado caer sobre mí, para aguantar a estos mentecatos que tengo como amigos», se dijo agotado por las circunstancias.
—¿Tú crees, Eder, realmente, que por una miserable tumba donde hay inscrito el nombre de Drácula, la Policía va a acusar de vampirismo y asesinatos a mi abuelo? Y piensa antes de contestar, por favor, si no quieres que te dé un codazo en las costillas.
Mientras, llegaron al cruce del pasadizo; Eduardo giró a la derecha sin vacilación. Eder gruñó pero no contestó. Por el contrario, farfulló interminablemente en una retahíla ininteligible que puso nervioso, más todavía, a Eduardo.
—¿Puedes mantenerte en silencio durante un segundo; durante un mísero segundo? Vas a exasperar hasta a las ratas… —dijo furioso, sarcástico.
—Soy yo el que debería estar furioso contigo, jodido embaucador. —Volvió a aparecer la ira en Eder, producto de su incontrolable e insoportable miedo.
«Ay, Señor, qué cruz me haces llevar a cuestas…», se dijo Eduardo.
—Será mejor que nos tranquilicemos… —susurró Eduardo, deseoso de que la paz regresara entre ambos, nuevamente aterrado ante el desconocimiento de lo que les esperaba en aquellas tinieblas que se sumergían todavía más en la profundidad de las mazmorras.
Pasaron al lado de otro conducto de respiración, alumbrando mortecinamente un pequeño espacio del corredor, tan pulcro como el resto del subsuelo que habían recorrido, y acompañados por los interminables candelabros sin vida. La humedad se introducía en sus cuerpos como gérmenes voraces, devorando el calor corporal lentamente, pero sus mentes perturbadas por torrentes de recreaciones espectrales y vampirescas les mantenían alejados de cualquier sensación térmica.
Avanzaban en silencio, Eder parecía haber callado milagrosamente. Eduardo se volvió para corroborar sin aún seguía allí o finalmente había huido despavorido. Seguía allí, seguramente mudo a causa de su profundo miedo. El angosto pasadizo, envuelto en paredes y techo de piedra, se mantenía perfectamente recto, limpio y tenebroso. El silencio era sepulcral. Sólo se escuchaban sus propias y aceleradas respiraciones, las inconsistentes pisadas y los devastadores latidos de sus corazones que martilleaban las paredes.
Atisbaron el final del corredor en la lejanía, ayudados por una luz mortecina que se filtraba por alguna de las paredes. Posiblemente se trataba de otro respiradero, el tercero, como bien sabían tras descubrirlos días atrás en las fachadas este y oeste del castillo. Las sombras que allí emergían parecían indicar que se acercaban a una nueva estancia, o bien que el pasadizo giraba a la derecha. Pronto lo descubrirían. Lo que sí experimentaron fue una leve sensación de que su terror disminuía al percibir un poco de claridad en la distancia. Cuánto darían porque los candelabros cobraran vida e iluminaran las espeluznantes mazmorras. Eduardo todavía rumiaba, difusamente, dado su estado de máxima exaltación, el significado de la tumba de Vlad allí, a miles de kilómetros de su país, el que le vio morir, y donde la Historia creía enterrado. Pero las respuestas no parecían llegar, su mente parecía negarse a trabajar en una rebelión en toda regla.
Su acelerado corazón subió una velocidad más en su peculiar caja de cambios, revolucionado como el motor de una potente motocicleta. El reducido corredor dio paso a una estancia, donde las paredes y el techo se perdían en la inmensidad de la oscuridad. Se intuía más grande que la otra estancia, bastante más. El barrido de su linterna enseguida se topó con barrotes de hierro a su izquierda, en la pared norte de la fortificación.
—¿Es una cárcel? —susurró atónito Eder, que parecía regresar al mundo de los vivos, aunque el entorno dictara en su conciencia todo lo contrario.
Eduardo alumbró con más énfasis y distinguió al menos dos espacios enrejados, más parecidos a celdas que a cualquier otra cosa, pese a que el tamaño era considerable. Se acercaron y pudieron observar con claridad que había tres celdas, de gran tamaño, distribuidas a lo largo de la totalidad de la pared norte, unidas entre sí por un enrejado herrumbroso, al igual que la parte frontal, donde se hallaban las puertas, abiertas de par en par. Los barrotes, que ascendían hasta el techo, eran gruesos y cilíndricos. También distinguieron un camastro de hierro en cada una de las celdas.
—Creo que era habitual que las mazmorras poseyeran estos… estas celdas —afirmó Eduardo. Al menos eso creía él. No es que fuera un erudito en castillos medievales, pero tenía esa inconsciente creencia. No por ello dejó de sentir un escalofrío, imaginando a la infortunada pareja santanderina encerrada allí, en un lugar más cercano al infierno que a otra cosa.
El resto de la estancia parecía hallarse desierta. Al fondo de la sala se percibía una de esas mortecinas luces que penetraba por un conducto de respiración.
—Deberíamos entrar a echar un vistazo —sugirió Eduardo—. Sería el sitio idóneo para haber retenido a esos pobres chicos. Tal vez encontremos algo.
—¿Estás loco? Yo no entro ahí por nada del mundo. Imagínate que una vez dentro nos cierran la puerta… —El rostro de Eder era la viva imagen del espanto. Siguió con su liturgia de mirar cada tres segundos en derredor, con el alma tan encogida que podría evaporarse.
Eduardo suspiró resignado. Necesitaba indicios que le reafirmara en la convicción de llamar a la Policía. Pero su pánico instalado en cada poro de su piel le obligaba a mantenerse fuera del alcance de esas fauces metálicas. Se acercó al enrejado de la primera celda, la más cercana a su posición, sin atreverse a entrar. Eran rectangulares, bastante más anchas que profundas. No vislumbró nada extraño, ninguna prenda o trozo de tela que pudiese confirmar que los desaparecidos habían estado allí retenidos contra su voluntad.
—En esa pared hay algo —advirtió Eder a su espalda, en uno de sus innumerables barridos oculares, interrumpiendo a Eduardo de su temerosa inspección.
Eduardo, con un escalofrío en la nuca, se giró con el haz de luz enfocando donde Eder percibió formas en la oscuridad. Divisaron un objeto grande junto a la pared sur que no consiguieron identificar. Justo al lado, sí que pudieron reconocer unas cadenas que colgaban del muro. Se acercaron lentamente, corroborando sus peores sospechas. Dos cadenas gruesas y oxidadas poseían esposas antiguas y grilletes.
—Esto sólo pueden utilizarlo para torturar, Eduardo. ¡Debemos avisar a la Policía de inmediato! —exclamó con voz comedida.
—Probablemente la utilizaran en la Edad Media, Eder —recriminó. Era impensable que su abuelo lo utilizara para torturar hoy en día.
—¿Y qué me dices de eso? —preguntó con voz quebrada, señalando el objeto que vislumbraron anteriormente y que parecían haber olvidado.
Eduardo, a escasa distancia, pudo verlo con claridad. Sólo necesitó unos pocos segundos para reconocer el objeto. Su consternación sobrepasó límites insospechados. Era un potro de tortura. A pesar de la creencia de que esos aparatos de tortura fueran instalados y usados en la Edad Media, en una época gloriosa para los torturadores, no pudo evitar horrorizarse. Su ser cada vez estaba más trastornado, más castigado por los continuos azotes que sufría su frágil alma. Era la peor pesadilla vivida, una pesadilla que debería haberle despertado ya. Pero era real, ahí radicaba el problema.
—Es un potro de tortura… Joder, tío… Tu abuelo es un monstruo.
Eduardo, embotado en sus pensamientos, no escuchó el comentario de su acompañante. Bajó la cabeza, derrotado por toda esa vorágine de sentimientos flagelantes. Entonces divisó, en el suelo, debajo de las cadenas, una mancha. Se agachó impulsivamente, enfocando con vehemencia. Pasó el dedo por encima de la piedra oscurecida por la mancha y se lo acercó a los ojos.
—Parece sangre seca. Y más reciente —dedujo Eduardo con entereza.
Eder se agachó tan rápido como si hubiera encontrado un filón de oro.
—Sí, tiene una tonalidad más viva. Es sangre reciente, no hay duda —confirmó poseído por una devastadora exaltación—. Así que sólo lo utilizarían en la Edad Media, ¿eh? —dijo sarcástico. Ahora era presa del horror. Aquella sangre de pocos días parecía revelar que los turistas desaparecidos fueron asesinados allí mismo, tal vez torturados. Eder creyó volverse loco—. Yo me voy de aquí ahora mismo. ¡Esto es el infierno! Voy a llamar a la Policía.
Eduardo no podía estar más de acuerdo. Sus peores presagios se habían visto superados con creces. Su abuelo era un asesino, tal vez tan sanguinario como su antepasado, el cual descansaba en su sueño eterno en esas mismas mazmorras.
Eder, desesperado, no conseguía señal en su teléfono móvil.
—¡Joder, no hay cobertura!
Antes de que le dirigiera una mirada de apremio, Eduardo se dirigió hacia la salida con paso veloz. Sabía que en esas catacumbas no conseguirían línea para llamar a la Policía. Necesitaban salir al exterior, a la calle. Una vez allí, él mismo se encargaría de telefonear a las autoridades e informar de lo que acababan de encontrar. No acusaría a su abuelo de las desapariciones, ya se encargarían ellos de comprobar el ADN de la sangre encontrada al lado de los instrumentos de tortura. Fugazmente pensó en la posibilidad de que no fuera sangre, de que los agentes no encontraran ni la más mínima prueba de que la pareja de turistas hubieran sido retenidos o asesinados en esas mazmorras. Sería vergonzoso. Una sombra de duda se apoderó de él. Pero duró poco. Era sangre, ¿qué si no iba a ser aquella mancha de color carmesí al lado de grilletes, cadenas ¡y un potro de tortura!?
Pocos peldaños antes de terminar la ascensión abandonaron las tinieblas y emergieron a la protección de la luz, que se filtraba poderosa por el umbral de la puerta secreta, la cual se mantenía abierta de par en par. Eduardo cruzó primero, topándose con una figura imponente a unos pasos de distancia. Se encontró con los acerados ojos de un guardaespaldas de su abuelo. Su semblante arisco y la fina cicatriz en la mejilla izquierda le hizo, esta vez sí, recordar su nombre: Sergio. Su amenazador rostro se conjugaba a la perfección con el arma que asía en la mano con la que les encañonaba. Eduardo tragó saliva. No daba crédito. Les habían sorprendido con las manos en la masa. ¿Qué sería de ellos ahora?