CAPÍTULO 26

Las últimas volutas de humo ascendieron lentamente creando figuras ininteligibles en el viciado aire del estudio. Nicolau había sido respetuoso con su nieto, apagando el habano en el cenicero en cuanto el mayordomo anunció su visita.

Eduardo percibió un denso olor a puro mientras estrechaba la mano de su abuelo y se sentaba en el sillón que parecía tener grabado su nombre. También era costumbre paladear algún brebaje celestial. Se relamió de placer al observar a su abuelo servir vino blanco en ambas copas. Recordaba perfectamente el suave y cálido líquido deslizándose por su garganta. Se estaba acostumbrando a los malos vicios, pensó. Pero su mente vagaba por otros lares, no muy lejos de allí. Más bien vagaba por un piso más abajo. Su visita estaba destinada única y exclusivamente en descubrir la supuesta entrada secreta a las mazmorras.

Podía centrarse totalmente en su misión, tras haber conseguido encauzar el otro gran problema que se había causado él mismo: reconciliarse con Gisela. Después de cientos de llamadas a su móvil sin contestación, ella accedió a descolgarlo y a escuchar la sucesión de súplicas que emergieron imparables de su boca. Eduardo ya no dudaba en que estaba perdidamente enamorado de ella, ante su propia perplejidad por haber caído tan bajo. Su madre saltaría de alegría si continuara en este mundo. Aunque pensó, sin riesgo a equivocarse, que estaría saltando jubilosa allá donde se encontrara, tal era la alegría que su alma siempre había demostrado. Finalmente quedaron en verse un día próximo para aclarar posturas y liberar tensiones. No pudo estar más agradecido después de su desproporcionado y desacertado numerito. Se sintió aliviado por no perder a su ángel, a la mujer perfecta, a la diosa que había descendido al mundo terrenal para hacerle feliz. Y para resquebrajar y romper en mil pedazos su firme creencia de vivir una vida solitaria, sin ataduras, libre como el viento. Pero estaba enamorado como nunca lo había estado, y comenzaba a sufrir por ello.

Eduardo bebió un poco de su copa, paladeando con exquisito deleite.

—Debo reconocer que me sorprendió tu llamada. No esperaba tan pronta cita. Aunque he de asegurar que nada me enorgullece más —anunció Nicolau con satisfacción.

—Me encanta tenerte de anfitrión, sabes cuidar demasiado bien a tus invitados —aseguró con un gesto de complicidad.

—No eres mi invitado. Este castillo también es tuyo, debes recordarlo.

Eduardo asintió. «Podrías decirme el lugar de acceso a las mazmorras, en vez de tanta verborrea», se dijo manteniendo un rictus de cordialidad y disfrute, como un actor merecedor de un Óscar.

—Lo recuerdo, créeme. Por cierto, y cambiando de tema, todavía no han encontrado a los chicos desaparecidos. —Eduardo quería ver su reacción ahora que le tenía delante, sin velados aparatos telefónicos de por medio.

—Lo sé. Salen en las noticias a cada hora. Una tragedia, ciertamente.

Eduardo le observó como haría una leona a su presa justo antes de comenzar el ataque. En esta ocasión atisbó algo de sentimiento en sus palabras. Incluso, fugazmente, percibió pesadumbre; pero se desvaneció tan rápidamente como apareció. Lo que quedaba claro era que su reacción en persona no fue fría e indiferente como percibiera por teléfono hacía ya unos días.

—No me puedo quitar de la cabeza sus rostros. Y pensar que fuimos los últimos que les vieron con vida… —dijo Eduardo abatido.

—Sí, la vida a veces es caprichosa. No obstante, como tú bien me aconsejaste, llamé a la Policía para informarles de lo acontecido, pero parece que este hecho no ha ayudado demasiado.

Eduardo contó los días, en silencio. Nada menos que cinco días, cinco jornadas de búsqueda intensiva sin éxito alguno. Cada vez estaba más convencido de que en esas cuatro paredes estaban las respuestas a esa increíble nulidad de hallar los cuerpos. Y tampoco dudaba de que no estuvieran fiambres. La cuestión era: ¿dónde se ubicaba la dichosa puerta secreta?

—¿Y qué te dijeron? —preguntó Eduardo, intrigado por averiguar si realmente hizo esa llamada.

—Me ametrallaron a preguntas por teléfono. Después tuve que acudir a comisaría, tanto yo como toda mi servidumbre, para prestar declaración. Parecíamos unos delincuentes. En mi vida me habían tratado tan vulgarmente. —Nicolau irradiaba odio por los cuatro costados.

Eduardo se quedó perplejo. O era tan buen actor como él, o decía la verdad. Aunque la comparación le dejó a la altura del betún. Esa sí sería una actuación merecedora de un Óscar, y no su paupérrima interpretación. Risas aparte, no le quedaba duda de que su abuelo llamó a la Policía. En ese mismo instante creyó en su inocencia, en que todo había sido producto de su delirante imaginación, pero enseguida comprendió que su abuelo no se arriesgaba por informar a la Policía de que dio cobijo a los desaparecidos. ¿Cómo iban a encontrar esos infelices las mazmorras? Ni siquiera registrando el castillo con un perro bien amaestrado. «Esa sería una buena idea para encontrar las mazmorras», pensó convencido. Pero él no tenía un pastor alemán bien adiestrado que olfateara el rastro de… ¿De qué? Carraspeó y alejó todas esas tonterías de su cabeza. Debía concentrarse en buscar una excusa para merodear por la planta baja. Dar un paseo en solitario a su antojo había sido hasta el momento la única excusa que su maltrecho cerebro ideara.

—Por cierto —retomó la palabra Nicolau—. ¿Qué tal va tu pequeño negocio?

«¿Pequeño?». Eduardo no se había sentido tan ofendido jamás. Ese diminutivo había tocado su fibra sensible, había herido su orgullo. No era comparable con su multinacional, pero era un negocio más que respetable, y le había costado mucho esfuerzo conseguir hacer realidad su sueño. ¿Quién se creía que era para desprestigiar de una manera tan natural y asquerosa?

—Mi negocio va viento en popa. Y estoy muy orgulloso de haber creado y mantenido durante siete años una tienda de informática humilde pero entregada a sus clientes. —Mantuvo la serenidad.

—Siento si te he ofendido, no era mi intención. A veces miro a las personas desde una altura que tal vez no deseo. —Bebió un poco de su copa—. Celebro que te vaya bien, pero si quisieras podrías tomar las riendas de la multinacional que poseo. Al fin y al cabo eres mi nieto, y la heredarás tarde o temprano. Así podría, mientras todavía mantenga un mínimo de lucidez, enseñarte todos los entresijos de ese mundo tan maravilloso y cruel al mismo tiempo.

Eduardo se quedó mudo. Ahora le ofrecía el oro y el moro. Toda una multinacional. Su abuelo parecía dispuesto a envolverle en un sinfín de tesoros, en una grandiosidad material inabarcable a su mente. Sus ojos centellearon de vanidad, de arrogancia. Debía apartar todos esos pensamientos impuros de su mente. Estaba aquí para cumplir una misión, pero su abuelo parecía siempre distraerle de la realidad, de su realidad.

—No sé qué contestar. Me abrumas con tus peticiones. Todo a su tiempo, abuelo. —Eduardo, por primera vez, le llamó «abuelo». Tragó saliva. Lo había pronunciado inconscientemente, pero esa excusa no le alejó de una súbita sensación de malestar. Se percató de que su abuelo ya no le caía tan bien como antes.

—Y qué me dices de nuestro famoso antepasado —inquirió Nicolau—. ¿Ya le has perdonado?

Eduardo se mantuvo en silencio. No comprendía muy bien sus palabras.

—¿Perdonarle?

—Sí, de todos los horrores que la Historia le atribuye.

—No soy quién para perdonarle. Además, ya es un poco tarde para eso, ¿no? No creo que le importe lo que piense.

—Pero a mí sí —dijo con severidad—. Para mí fue un héroe, y me duele que mi propio nieto le aborrezca.

«¿Tanto se nota?», pensó Eduardo, incómodo ahora. Hasta hoy había hecho todo lo posible por disimularlo, pero su abuelo parecía demasiado inteligente como para engañarle.

—Bueno, creo que no soy devoto suyo, la verdad —se sinceró. Una cosa era disimular y otra muy distinta mentir. Y deseaba estar un día entero sin pronunciar falsedades. Aunque estaba convencido de que hoy no sería ese día.

Nicolau se removió en su asiento a la vez que un gruñido leve y continuado acompañaba cada movimiento.

—No sé qué hacer contigo. Tienes una fuerte personalidad, y admiro esa cualidad, pero debes abrir tu mente más allá de la información que puede leerse en internet. —Suspiró con claros síntomas de agotamiento—. Si pudieras percibir su grandeza —murmuró mirando el cuadro del retrato de Vlad.

«Sólo percibo espanto», dijo para sí, estremeciéndose al ver su retrato fugazmente. No comprendía cómo su abuelo podía observarlo con tanta veneración y admiración. ¿Acaso no percibía la maldad pura en ese rostro moldeado por el diablo?

En el momento en que Nicolau hizo ademán de continuar, llamaron a la puerta. No era el mayordomo, de eso podía estar seguro Eduardo. Los golpes carecían de sutileza. Uno de los guardaespaldas, Daniel, creía recordar Eduardo que se llamaba, irrumpió en el estudio. Su gesto amable y su pelo prácticamente rapado al cero hicieron que no tuviera dudas en recordarlo.

—Siento la interrupción. Sólo tardaré un minuto —se disculpó Daniel Cervera.

Eduardo le siguió con la mirada. Se detuvo frente a uno de los numerosos armarios que cubrían casi la totalidad de las cuatro paredes. Abrió una especie de joyero de considerables dimensiones y labrado en una profusión de pequeñas piedras preciosas de brillantes y diferentes colores que descansaba en un anaquel. Extrajo algo que destelló poderosamente al contacto con la luz solar que penetraba por las ventanas. Cerró el joyero y se marchó decidido hacia la puerta, mirando furtivamente a ambos. En la mano pudo ver, dificultosamente, un metal dorado tan largo como un bolígrafo, extrafino, brillando con fulgor. ¿Sería de oro puro? ¿Y qué demonios era eso? Desestimó que se tratara de una joya o de algo muy valioso. Si no, ¿qué significado tendría que un guardaespaldas lo cogiera como si tal cosa? Debía de ser algo más práctico, más útil, más prosaico. ¿Pero qué? No había visto nada parecido que se asemejara a ese objeto. Una fugaz idea pasó veloz por su mente, arrasando su cordura. ¿Sería la llave de la puerta secreta? La verdad era que no se parecía a ninguna llave. Era muy larga y fina, sin dentado, al menos no pudo apreciarlo. ¿Y si realmente lo era? Una angustia voraz aniquiló su tranquilidad. Debía averiguarlo, debía marcharse de allí ahora mismo y seguir al guardaespaldas. Pero no podía salir corriendo y abandonar a su abuelo de una forma tan extravagante y sospechosa. Tenía que pensar. Ahora no valía la excusa de necesitar un paseo en solitario, estaban inmersos en una conversación.

Nicolau se levantó del sillón, convertido en inconsciente cómplice de sus intereses. Era el momento idóneo para escapar. Pero necesitaba una excusa. Abrió su mente como la boca de una ballena dispuesta a tragarse todo lo que encontrara a su paso.

—Debo ir a… —Quiso pronunciar a continuación «cuarto de baño», mientras se levantaba de su asiento, pero no era una buena excusa. No podría bajar al piso inferior y buscar a Daniel y su misterioso objeto. Pero se encontraba de pie, inmóvil, con su frase incompleta, con la necesidad de salir disparado tras los pasos del guardaespaldas. Carraspeó un par de veces, sudando por la situación.

—Debo hacer una llamada importante —dijo tras encontrar una brillante idea. Sabía que en el castillo no había una buena cobertura.

—Oh, claro. Tendrás que bajar al vestíbulo o a la sala de espera, allí hay buena cobertura. En este piso no conseguirás hacer la llamada —aseguró Nicolau, un tanto contrariado con la inesperada reacción de su nieto. Pensó que tal vez acabara de recordar algo pendiente, de ahí su repentina urgencia.

«¡Ni yo mismo lo hubiera dicho mejor, abuelo!», pensó mientras su alma daba saltos de alegría. Podía darlos sin temor, el techo era muy alto. Una risotada invadió su ser, a punto de traspasar los muros de su garganta.

Bajó corriendo las escaleras, como nunca en su vida había hecho. Parecía un gamo; un poco gordo, eso sí; y un poco fondón; y algo más que un poco torpe. El gamo se desvaneció al instante y se transformó en una de esas vacas lecheras que su amigo Eder ordeñaba. La imagen se recreó nítida en su mente, soltando una repentina e insostenible carcajada que retumbó estruendosamente. Tenía los nervios a flor de piel. Llegó al vestíbulo sin aliento, casi sin pulmones, creyendo que los expulsaría en una de esas extremas exhalaciones. Le quemaban como dos trozos de acero al rojo vivo. No había ni rastro de Daniel.

Había tardado demasiado en reaccionar, en librarse de su abuelo y salir corriendo detrás del guardaespaldas que asía un objeto indescifrable. Pero ahora lo importante era encontrarle. Ese objeto dorado podría ser la llave que abriera la puerta secreta. Rápidamente se deslizó hacia la sala de espera, era improbable que el acceso se encontrara en la cocina. La sala estaba desierta. La luz se filtraba por la ventana dejando un haz de sutil belleza al reflejo con el mármol. Pero no estaba para exquisiteces como aquella. Volvió tras sus pasos y cruzó el vestíbulo a toda velocidad, entrando en la cocina como un huracán. La servidumbre al completo, a excepción de los guardaespaldas, se encontraba de cháchara, a la vez que preparaban el festín. Eduardo se detuvo en seco. Debía mostrar un sosiego que estaba a años luz de sentir. Sonrió forzadamente en su intento por disimular.

—Estoy dando un paseo… —logró decir, con los nervios atenazándole. La cruzó pausadamente, simulando despreocupación. Al llegar al pasillo, resopló aliviado. La cocina quedaba totalmente descartada como posible ubicación de la puerta secreta. El problema era que sólo quedaban dormitorios y el cuarto de baño. ¡Y el patio! Abrió la puerta a su lado y un gélido ambiente hizo estremecerse. A pesar de ello recorrió con la mirada cada recodo del patio, sin encontrar nada sospechoso. Aunque una pregunta le turbó: ¿qué esperaba encontrar? Si el guardaespaldas había accedido a las mazmorras, no dejaría la puerta abierta. Debería esperar a que regresara de las cavernas. Pero ¿dónde? Cerró la puerta y entró al calor del castillo, temblando de frío. Tendría que esperar en el lugar adecuado, atento a su reaparición. Desde el pasillo, en una posición estratégica, controlaba todos los dormitorios —a excepción de uno—, la cocina y el patio. Fuera de su campo de visión tan sólo quedarían un dormitorio y el cuarto de baño, pero podría aguzar el oído para identificar la procedencia exacta de la puerta secreta al cerrarse. Sin embargo, todavía quedaría algo fuera de su alcance: desde esa posición perdía totalmente la opción de vigilar el vestíbulo y la sala de espera. Todo un dilema.

Tenía que actuar rápido, decidirse, para no perder las escasas posibilidades de pillar in fraganti a Daniel. Suspiró sumamente indeciso. La ansiedad comenzaba a devorarle. Al echar la vista hacia el final de un lado del enorme pasillo se percató de que se había olvidado por completo de los accesos a las torres. Se golpeó violentamente la frente con la mano, reprochándoselo. Caminó con largas zancadas hacia la torre noroeste del castillo. Abrió la puerta y ante él apareció la imponente escalera de caracol. Se quedó inmóvil, escuchando con detenimiento. Silencio. Cerró la puerta y se encaminó hacia la torre noreste, para la cual debía recorrer una U completa para llegar hasta ella. Tampoco encontró nada aparte del silencio. Vuelta para atrás. Pensó en la torre principal, pero por ahí había descendido sin tropezarse con Daniel. Además, era un lugar demasiado transitado para esconder una puerta secreta. Cruzó nuevamente la cocina con supuesto aire ensimismado, ante las miradas inquisitivas de las criadas y el mayordomo, los cuales saludaron tímidamente con sendas reverencias. Eduardo respondió con un silencioso gesto de cabeza, aderezado por una sonrisa cordial. Cruzó a toda velocidad el vestíbulo y se introdujo en la sala de espera. La puerta de la torre suroeste se hallaba en un recoveco. Se acercó hasta ella y se puso lívido. La llave no estaba en la cerradura. Todas las puertas de las torres, tanto las que daban a la planta baja como las que se encontraban en las otras dos plantas, albergaban llaves en el interior de cada cerradura. Este hecho despertó todas sus sospechas. «Al otro lado se encuentra el guardaespaldas», pensó rotundo. Puso la oreja pegada a la puerta de aluminio: no se escuchaba nada. Accionó el pomo con suavidad, con cautela, muy despacio, sin hacer ruido alguno. Después empujó sutilmente la puerta. No cedió. Puso más ímpetu, con el rostro deformado por conseguir no hacer ruido. Nada. La puerta estaba cerrada con llave. Allí ocurría algo raro. Su certeza fue abrumadora: el guardaespaldas había accedido a las mazmorras. Qué mejor sitio para ubicar una puerta secreta que el interior de los muros de una torre.

Miró alrededor, inquieto, con el corazón asomando por su garganta. Tuvo que tragar varias veces para que no saltara a través de su boca. No obstante, era el sitio perfecto para corroborar sus sospechas sin despertar recelos. Se encontraba en la sala de espera, lugar propicio para sentarse cómodamente y hacer la fingida llamada telefónica. Miró su reloj. ¿Cuánto tiempo llevaba ausente de la compañía de Nicolau? Estimó que unos diez minutos, no más. Por ahora no era un problema, pero desconocía cuánto tardaría en salir de su madriguera el guardaespaldas. Los nervios seguían aumentando, aunque hacía escasos momentos hubiese jurado que eso no fuese posible.

Miró su reloj por enésima vez, sujetando el móvil para dar credibilidad a su estancia en esa desértica sala, removiéndose en su asiento a cada segundo, con los pies martilleando el suelo constantemente, en una sinfonía más propia de una actuación de claqué. Aunque su zapateo no tenía orden ni concierto. Después de una eternidad, que en realidad fueron unos quince minutos de tortuosa espera en un asiento que parecía tachonado de clavos, un ruido sordo proveniente del otro lado de la puerta de la torre le sobresaltó. Aguantó la respiración, con el rostro demudado, concentrado en ese sonido. No parecía procedente de la puerta de arriba de la torre, más bien venía de abajo, a ras de suelo. Y había sido lo más parecido a una puerta. Una puerta pesada y grande. Seguidamente, el pestillo de la puerta que daba a la sala de espera se oyó claramente deslizarse, el guardaespaldas estaba a punto de aparecer en su campo de visión. Aferró el móvil con una fuerza sobrehumana, como si su vida dependiera de ese pequeño aparato, y comenzó a pulsar en la pantalla táctil con simulada atención. Alzó la vista unos segundos después, aparentando desinterés. A Daniel se le había unido otro guardaespaldas, al que no recordaba su nombre. Era alto y atlético, con su distintiva cicatriz en la mejilla izquierda. Ambos saludaron con evidente tensión en sus rostros.

—Es difícil encontrar cobertura aquí, ¿verdad? —preguntó Daniel, recobrando su habitual rictus de amabilidad.

—Sí, es algo molesto, la verdad.

El guardaespaldas de la cicatriz mantenía un semblante malhumorado mientras colocaba la llave en la cerradura interior. El objeto dorado brillaba en la mano de Daniel, que intentaba ocultarlo descaradamente. Cruzaron la sala y desaparecieron por el vestíbulo. Tenía la certeza de que acudirían al estudio a devolver el objeto a su lugar. Su abuelo preguntaría por él. Llevaba alrededor de media hora ausente. Debía volver, su misión, la de hoy al menos, había terminado con un rotundo éxito. O eso era lo que quería creer. Sintió un repentino deseo por echar un vistazo, pero sabía que no encontraría nada. Ya lo había registrado días atrás. Además, corría el riesgo de que le descubrieran indagando, y desde hacía unos momentos escuchaba voces en el vestíbulo. Se levantó raudo y se encaminó al encuentro con Nicolau.

—Te estaba esperando. La comida está lista —anunció Nicolau en cuanto regresó su nieto—. Espero que hayas podido realizar la llamada —inquirió Nicolau expectante.

Eduardo, en su ascensión por la escalera, se había topado con las criadas. Ahora entendía el motivo.

—Sí, sí, aunque debo admitir que he tardado en encontrar el lugar perfecto —contestó Eduardo con cara de resignación.

—Es el problema de estos gruesos muros. Bueno, espero que tengas apetito. —Nicolau le guio al comedor.

Comenzaron a degustar las ya típicas exquisitas variedades culinarias, mientras Eduardo divagaba ensimismado. Su amigo Eder tenía razón, el castillo albergaba mazmorras. Estaba deseoso por encontrar la puerta. Sabía su ubicación aproximada, y la de la llave, sólo faltaba que su abuelo y su séquito se marcharan y regresaran a Barcelona. Entonces tendría tiempo para encontrarla. Por otra parte, parecía la confirmación de que la pareja de turistas desaparecida podrían haber abandonado este mundo en el interior de esas mazmorras. El estómago hizo ademán de expulsar todo su contenido y esparcirlo por la mesa como confeti de Navidad. Tragó saliva con todas sus fuerzas, reprimiendo las arcadas. No podía creer que su abuelo, un hombre aparentemente afable, pudiera cometer un acto tan atroz. Quiso sacarse esos turbadores pensamientos de encima, quería aparentar naturalidad y sobre todo bienestar, no quería crear sospechas en su abuelo. Además, seguían siendo conjeturas. Aunque la existencia de las mazmorras ahora le parecía más que real. Ese sonido a ras de suelo, seco, sordo, evidenciaba que algo se cerró, un algo que a la vista humana no existía, tan sólo una escalera de caracol hacia el infinito.

—Te veo preocupado —anunció Nicolau, sacando de sus pensamientos a Eduardo.

Eduardo se percató de su mutismo prolongado.

—Sí —dijo titubeante—. La llamada que he realizado no ha sido muy… halagüeña —inventó sobre la marcha, y es que alguna excusa que diera credibilidad tenía que exponer.

—Oh, espero que nada grave. —Nicolau arrugó la frente, con semblante amable.

—No, no. Temas de mi negocio.

—Si puedo ayudarte en algo…, lo que sea —afirmó con expectante deseo por ayudarle.

—No hará falta. Me las arreglaré —contestó con una tímida sonrisa. Parecía haber funcionado su excusa.

—Como quieras. De todas formas, sabes que estoy a tu disposición para lo que haga falta. —Se tomó unos segundos, después carraspeó—. Incluso si es por tema económico.

—Te agradezco tu ofrecimiento, pero no será necesario —contestó cordial. Eduardo sólo deseaba escapar de allí y esperar a que el castillo se quedara deshabitado. Pasaron unos momentos en que el único sonido era el continuo tintineo de los cubiertos—. Es una pena que deba marcharme tan pronto. Me hubiera gustado pasar unos días aquí… —se lamentó, en una nueva mentira. Al final iba a acabar gustándole esa tendencia.

El rostro de Nicolau se demudó.

—Cómo, ¿debes marcharte ya?

—Me temo que sí. Pero no tardaré en volver, lo prometo. —En un principio era una falsedad más, pero se dio cuenta de que era una verdad aplastante, aunque sí muy distinta de como su abuelo lo interpretaría. Volvería muy pronto, pero él solo, y a cometer una acción que a su abuelo no le gustaría lo más mínimo.

—Sí que es una lástima… Pretendía volver a la carga con nuestra charla sobre nuestro controvertido antepasado. Me he prometido convencerte en borrar tu reticencia sobre Vlad. —Una mirada enigmática centelleaba con fuerza.

—No dudo en tus dotes. Pero no te resultará fácil —advirtió Eduardo pudiendo recobrar una cierta tranquilidad en su apariencia.

—Lo sé, lo sé. Eso lo hace más apasionante.

—Por cierto, imagino que te quedarás unos días más por aquí —comentó con simulado desinterés, mientras su corazón galopaba sin reservas. Era una información clave. Necesitaba saber cuándo podría indagar, descubrir la puerta secreta, desentrañar la horrible posibilidad de si había asesinado a aquellos pobres chicos.

—Pensaba hacerlo, pero tu marcha me obliga a regresar a Barcelona. Últimamente tengo un poco desatendidas mis obligaciones.

Eduardo se alegró de su marcha. Bebió un poco más de vino tinto, reserva de 2005, de color rojo violáceo, profundo y vivaz con visos azulados. El sabor, muy afrutado, con aromas intensos a ciruela, deleitó una vez más a Eduardo. Su abuelo sabía de vinos, no cabía la menor duda.

—Pasaremos la noche aquí —continuó Nicolau—, ya no estoy para hacer el viaje de ida y vuelta en el mismo día. Mañana temprano, descansados y con la mente despejada, regresaremos al campo de batalla.

Era la mejor noticia que podía recibir. Sentía una necesidad imperiosa por descubrir las mazmorras. Dominó su excitación por seguir mostrándose natural y sosegado ante su abuelo, que no debía sospechar ni remotamente sus pensamientos.

‡ ‡ ‡

Eduardo no tuvo que llamar por teléfono a Eder; encontró su todoterreno aparcado en la entrada de la vaquería. Se bajó del vehículo presuroso, ansioso por desvelarle sus recientes y triunfales descubrimientos. Se sentía como un niño que acaba de encontrar un cachorro abandonado, exultante y jubiloso por enseñárselo a sus amigos.

—¡Eduardo! —exclamó alegre al verle. Eder Beramendi sabía de su visita al castillo, se lo dijo por teléfono hacía dos días. Fue a su encuentro.

—No te lo vas a creer, pero he conseguido averiguar dónde está la puerta secreta —informó a punto de desmayarse por la emoción.

Eder abrió los ojos tanto que parecieron rebasar el tamaño de sus gafas.

—¿Y dónde está? —preguntó exaltado.

—En una de las torres. Aunque no sé su ubicación exacta. Habrá que rastrear bien entre las juntas de las piedras.

Eder parecía ensimismado, con un semblante enigmático.

—Te lo dije, te dije que había mazmorras. —Seguidamente su entusiasmo se borró de su cara—. ¿Y sabes cómo se abre esa puerta? —preguntó sin un ápice de optimismo.

—Sí —confesó triunfal—. Y sé dónde se encuentra la llave. Aunque no es tal. Es dorada, muy larga y fina.

—¡Eres la hostia! No sé cómo diablos te las has arreglado para conseguirlo… —Eder se mostraba ahora asombrado. Su amigo había hecho un trabajo digno del mejor espía.

—Mañana a primera hora se marchan. Será nuestro turno. Porque, tú también vendrás —inquirió con esperanza. Recordó el miedo que pasó hacía dos días registrando el castillo. Las mazmorras podrían ser espeluznantes—. Necesito tu ayuda e inteligencia para descubrir la puerta y abrirla, que no será nada fácil, intuyo.

—Por supuesto que iré. Pero ya hablaremos de todo ello en mi casa. Te quedarás a dormir…

—Creo que no. He pensado que lo mejor es marcharme a casa. Si me quedo aquí podrían descubrir que he pernoctado en el pueblo. Y no quiero que sospechen lo más mínimo. Bastante me ha costado engañar a mi abuelo. He sudado tinta china… —afirmó con vehemencia, tenuemente victorioso.

—Bueno, un poco exagerado que pudieran descubrirte en el pueblo, pero imagino que no está de más ser cauto.

—Hombre precavido vale por dos, Eder —dijo en tono grave, arrogante. Parecía a su abuelo. Carraspeó molesto ante esa idea—. Entonces mañana te llamo… Aunque podrías estar alerta para comprobar cuándo se marchan. Así estaría más tranquilo, y podría venir antes sin temor a cruzarme con ellos.

—De acuerdo, estaré vigilando. Por cierto, me he enterado de que han abandonado la búsqueda de los desaparecidos. Han peinado toda la zona sin encontrar ni rastro —informó apesadumbrado.

Eduardo no pudo reprimir un exabrupto. No podía evitar sentir horror por una noticia tan desgarradora, y más teniendo en cuenta que su abuelo podría ser el culpable. Mañana saldría de dudas. Se sorprendió al desear, fugazmente, encontrar evidencias de sus muertes en aquellas mazmorras. Era como si quisiera a su abuelo encerrado de por vida en una celda tras ser acusado de ambos asesinatos. Otra vez estaba divagando con desenvoltura. Comenzaba a enojarle esa facilidad para imaginar toda serie de situaciones horrendas. Sólo eran conjeturas disparatadas. Aunque existieran las mazmorras, algo que parecía darlo por hecho, no significaba que su abuelo fuera un asesino de turistas. Detuvo todo ese torrente de pensamientos que acabaría, en un tiempo no muy lejano, volviéndole loco de remate.