CAPÍTULO 24
Zaragoza
Después de una frugal comida cocinada por Susana Vélez, la incansable y eterna mujer que contratara para cuidar de su fallecida madre y que todavía mantenía por agradecimiento y cariño, Eduardo Laborda subió al salón principal en busca de descanso. Se sentó en su sillón y puso música de fondo. Seguía con el runrún de lo acontecido en el día de ayer. No había podido esclarecer nada revelador por internet en lo concerniente a la ubicación del acceso a las supuestas mazmorras. En cuanto regresó de Olarral, pasadas las diez de la noche, después de tomarse unas cervezas en un bar de aquel pueblo en compañía de Eder, se sumergió en la Red en busca de cualquier dato que pudiera encontrar. Pero no consiguió absolutamente nada. Su nuevo amigo, Eder, no dejó de afirmar que existían unas mazmorras en ese castillo, aunque sus limitados cerebros no hubieran conseguido descubrirlas. Eder se mostraba enigmático ante la posibilidad de descubrirlas, atrás dejó los momentos de tensión y miedo mientras indagaron en el majestuoso castillo.
Apoyó su cabeza en el respaldo del sillón, cansado. A pesar de haber dormido como un bebé, todavía arrastraba algo de cansancio por la noche terrorífica que sufrió hacía dos días a causa de sus celos y por toda la tensión vivida en el día de ayer en el castillo. Demasiada adrenalina y aflicción para su mortal cuerpo. El timbre de la puerta sonó. Su esperada visita había llegado. Había llamado por teléfono a su fiel amigo para contarle las últimas noticias, tal como le prometiera ayer, y Jorge le aseguró que acudiría en cuanto tuviera un momento libre. Al parecer, ese momento había llegado.
Se sentaron en sus lugares predilectos, sin tumbarse como en otras ocasiones, ansiosos y concentrados por desempañar sus respectivas funciones: Eduardo para explicar sus avatares concienzudamente y Jorge, para escucharle con atención.
—Ayer fue un día de locos, te lo aseguro —comenzó Eduardo. Sabía que la historia que contaría calaría hondo en su amigo, pudiendo dejarle consternado, o algo peor. En poco tiempo saldría de dudas. Pero necesitaba contárselo, despejar sus dudas, escuchar sus consejos. Además, Jorge parecía tanto o más interesado que él mismo.
—Pero ¿tú estás bien? —Jorge le miraba con profunda severidad.
—Sí, estoy bien —dijo titubeante. No sabía muy bien a qué venía esa pregunta. Recordó que en el día de ayer le llamó haciéndole esa misma pregunta en más de una ocasión—. El domingo lo pasé mal por Gisela… Tema de celos. Infundados, tal vez. Pasé una noche horrible —aseguró Eduardo, creyendo que ese podría ser el motivo de su insistente preocupación.
—¡Ah, bueno! Yo creí que podría tratarse de algo peor. —Jorge se quedó aliviado. Después de un chequeo exterior exhaustivo, parecía que su amigo seguía entre los vivos, no habiendo caído en las garras del conde Drácula. Por otra parte, sonrió hacia sus adentros por ver a su amigo sufrir por una mujer. No por el hecho de sufrir, evidentemente, sino porque su amigo cayera en esa trampa como cualquier ser humano. No imaginó escuchar de su boca algo así. Pero no estaba por la labor de indagar en ese asunto. Ya habría tiempo en otra ocasión. Ahora estaba intrigado por lo acontecido en los últimos días en relación con su abuelo.
—Puede ser mucho peor que unos insignificantes celos —anunció Eduardo, quitándole importancia a su aparente enamoramiento, sellándolo herméticamente en algún rincón de su cuerpo.
Jorge se quedó atónito, removiéndose en su asiento, inclinándose hacia delante y apoyando los codos sobre las rodillas.
—¿Qué ha ocurrido? No empieces con tus típicas demoras creando misterio si no quieres verme subirme por las paredes.
—El sábado, como bien sabes, pasé la noche en el castillo por culpa de una tormenta que te hubiera dejado sin respiración.
—Lo que me hubiera dejado sin respiración es pasar la noche allí —interrumpió Jorge, con un escalofrío helado en su alma.
Eduardo sonrió. Sabía perfectamente que no exageraba lo más mínimo.
—El caso es que en medio de la tormenta aparecieron dos turistas, que estaban de acampada, pidiendo cobijo. Pasaron la noche allí al no remitir la tormenta, mostrándose mi abuelo reacio a dejarles marchar en aquellas circunstancias. Cuando me levanté ya se habían marchado. —Se tomó un momento de descanso, sabedor de que su amigo saltaría del asiento en cuanto prosiguiera. Tragó saliva y se humedeció los labios. Su amigo le miraba con una expectación abrumadora, como si estuviera viendo un partido de sus queridos Lakers en la última y decisiva jugada del partido—. Ayer, en la tienda, navegando por internet, encontré un artículo referente a la desaparición de esos turistas. —Desvió la mirada de su amigo y se acomodó en el sofá. Esperó a que este reaccionara.
Jorge Salas se quedó petrificado, con la boca abierta, con los ojos como platos tan inmóviles como él. Tras unos segundos con ese cómico semblante, se llevó las manos a la cabeza y se recostó lentamente en el respaldo, con un semblante de desesperación que dejó helado a Eduardo.
—Virgen del amor hermoso —exclamó consternado, incapaz de quedarse quieto en su asiento, poseído súbitamente por el mal de San Vito.
«¿Virgen del amor hermoso?», pensó Eduardo divertido. No pudo reprimir una risa.
—¿De qué te ríes? —preguntó Jorge irritado. No podía creer que le hiciera gracia algo así, más todavía si se confirmaba sus peores sospechas—. Ese maldito conde Drácula asesina a esos pobres turistas, y tú te partes de risa.
—No ha sido por eso, idiota. Me ha hecho gracia tu expresión. Nunca la había oído. Y no empieces, por favor, con tu paranoia del conde Drácula.
—¿Y qué les ha ocurrido entonces? —preguntó con mirada acerada, acusadora.
—No lo sé, pero desde luego no ha intervenido Drácula —aseguró con vehemencia—. Ayer indagué en el castillo. Mi abuelo me dio las llaves para que acudiera allí cuando quisiera. Registré el castillo entero en busca de algún indicio relacionado con la desaparición, pero no encontré nada.
—¿Merodeaste por el castillo tú solo? —Jorge se levantó como un resorte, caminando sin rumbo por el salón, con las manos nuevamente en la cabeza—. ¡Estás como una cabra, tío! ¿Cómo puedes hacer algo tan insensato? Sobre todo después de conocer esa noticia, de suponer que los asesinaron en el castillo.
—No te lances, que no han asesinado a nadie, y menos en el castillo. Te acabo de explicar que no he encontrado nada. Además…
—¿Y qué esperabas encontrar —interrumpió Jorge exaltado, en el momento en que su amigo le quería explicar que no indagó solo—, sus cuerpos pudriéndose en una habitación? Se habrán deshecho de ellos. O peor aún, se habrán convertido en vampiros. ¡Dios santo! —Un gemido aterrador salió de su boca. Era peor que ver todas las películas de Drácula a la vez, mucho peor, esto era algo que podía ser real, muy real.
—Tranquilízate, ¿quieres? Te va a dar algo… —protestó un preocupado Eduardo. Nunca había visto a su amigo en un estado tan alarmante. Su fobia parecía abocarle a una crisis nerviosa. Se levantó y fue en su ayuda. Le rodeó los hombros con el brazo y le intentó calmar.
Jorge estaba pálido, respiró hondo unas cuantas veces, recobrando mínimamente la compostura.
—Anoche tuve una pesadilla. Y ahora esto… Voy a sufrir pesadillas durante un mes —se lamentó.
—Lo siento, Jorge, es culpa mía. Si llego a saberlo no te cuento nada —se disculpó Eduardo, apesadumbrado. Por nada del mundo hubiera supuesto que le afectaría tanto. Su amigo se había convencido de que el dichoso conde Drácula deambulaba por aquel castillo.
—No es culpa tuya. He sido yo el que se ha mostrado interesado en saber lo ocurrido —dijo sincero, recobrando gradualmente el color de sus mejillas—. No quiero que vuelvas a ese castillo, ¿me oyes? Drácula no existe, lo sé, no hace falta que me lo asegures, pero esos turistas… Algo les ha ocurrido, y nada bueno. Y tu abuelo parece el culpable, siento decírtelo. —Le dedicó una mirada furtiva. Su amigo no parecía haberse sentido ofendido.
—Eso mismo pensé yo. Pero sólo son conjeturas, Jorge. Puede ser que se hayan perdido de verdad, que hayan sufrido algún accidente, no es algo descabellado, ni mucho menos. El hecho de que pasaran la noche en el castillo puede ser algo anecdótico, una mera casualidad en lo referente a la desaparición.
Jorge le miró largo rato a los ojos. Ni su amigo se creía tal afirmación. Lo podía ver en su mirada, en su semblante, pero no dijo nada al respecto. Prefirió quedarse callado y no comenzar nuevamente con una conversación que reavivara sus miedos. Asintió lentamente por toda contestación.
Eduardo percibió que Jorge deseaba zanjar el tema. Decidió cumplir sus deseos. Aunque también estaba preocupado por su estado.
—Te voy a preparar un café, te sentará bien. ¿O prefieres alguna otra cosa?
—Un café es precisamente lo que necesito —contestó con una tímida sonrisa. Lo había pasado fatal, pero parecía recobrarse poco a poco. Nunca pudo imaginar una situación tan dramática e histérica por culpa de su odiado personaje de ficción, y a una edad tan adulta; por primera vez en su vida lo había sentido con fuerza, corpóreo, real. Y no era para menos: el personaje medieval con el que Stoker se basó para crear a Drácula resultaba ser antepasado de su mejor amigo, el cual tenía un abuelo, hasta entonces secreto, que poseía un castillo. Los dioses habían conspirado contra él, decididos a torturarle.
‡ ‡ ‡
De vuelta a casa después del trabajo, en una fría noche invernal, se preparaba para recibir a su amante. Se dio una ducha caliente que le reconfortó, sumido en sus pensamientos. No había dejado de pensar en Jorge desde que este se marchara a su trabajo hacía unas horas, medianamente sosegado pero sin haber abandonado totalmente la palidez. Todavía se encontraba trastornado por la reacción tan inesperada y traumática de su amigo. Él no sufría ningún tipo de fobia y le costaba comprenderlo, le costaba admitir su exorbitada reacción, aunque intentaba no despreciar sus miedos. Sabía del potencial del cerebro humano, capaz de inducir en la persona un miedo irracional y totalmente incomprensible. Sentía lástima por su amigo, sabedor de que posiblemente le esperara una noche de pesadillas con Drácula. Se sintió mal consigo mismo, con su poco tacto, con su egoísmo. No había pensado en las consecuencias al contarle sus problemas. ¿Pero cómo demonios iba a imaginar que se pondría así? Sabía que desde pequeño había sufrido pesadillas, pero lo vivido hacía unas horas superaba cualquier racionalidad. Por otro lado, no pudo contarle sus sospechas de la existencia de las más que probables mazmorras, no avanzando en su intento por encontrar respuestas. Sin embargo, súbitamente, mientras atendía a un cliente en la tienda, obtuvo inesperadamente una idea brillante. Estaba obcecado en conseguir la manera de averiguar si realmente existían unas mazmorras en el castillo, cavilando imparable en pos de lograrlo. Cuando menos lo esperaba, una idea se abrió paso entre su velado cerebro, castigado por tanto estrujarlo en las últimas horas.
En cuanto terminó de atender al cliente, cogió rápidamente su móvil y movió ficha. Llamó a su abuelo para concertar una nueva cita, para seguir conociéndose y hablar sobre sus antepasados. Nicolau se mostró encantado con ello. Eduardo había usado sus armas, mintiendo una vez más. Últimamente no dejaba de hacerlo, aunque no de una manera gratuita, sino casi por obligación, para sus fines, para desentrañar la verdad. Con esa nueva visita podría espiar a su abuelo o a sus guardaespaldas para intentar averiguar el acceso a las mazmorras, tan convencido como estaba Eder de su existencia. Él, a pesar de una cierta reticencia, no descartaba tal posibilidad. Pero sobre todo necesitaba constatar si su abuelo era un asesino, el responsable de aquellas desapariciones. Eso era realmente lo que le atormentaba. Pasado mañana sería el día señalado. No tenía muchas esperanzas en conseguir algo positivo, dada la dificultad que entrañaría sorprenderles en el momento en que accedieran a las mazmorras, si es que existían realmente. Otra vez sintió que perdía la cordura. Nuevamente se sorprendió de su hilarante imaginación, de sus enrevesados pensamientos. Pero necesitaba respuestas, necesitaba saber qué había de cierto en sus sospechas que acusaban a su propio abuelo de la desaparición de aquella joven pareja santanderina. Necesitaba respuestas sobre el motivo de la ruptura insalvable por parte de su madre con Nicolau. Necesitaba deshacer aquella madeja de dimensiones desproporcionadas que había tejido gradualmente en su cabeza.
El timbre de la puerta le sacó de su ensimismamiento. Gisela se había ofrecido para preparar la cena en su casa, por lo que no le sorprendió su temprana llegada. Abrió la puerta y allí estaba, con una sonrisa radiante. Él no tanto. Atrás había quedado la fascinación y el hechizo por verla. ¿Por qué? Porque seguía celoso, porque seguía enfadado con ella por haberse liado con otro. Maldijo en su interior, su mente parecía divagar a destajo. Aunque sentía una necesidad acuciante por aclararlo. Pero debería ser cauteloso, sensible, era un tema peliagudo.
—Vaya, ¡cuánto tiempo! —exclamó Eduardo, incapaz de reprimir su irritación.
Gisela le miró con el entrecejo fruncido, borrándose la sonrisa al instante.
—Ya veo que me has echado de menos… —masculló.
—Pues claro que te he echado de menos —confirmó con tono reconciliador—. Han pasado cinco días sin saber nada de ti.
—Bueno, no somos novios. Es normal. Aunque intuyo reproche en tus palabras —dijo con severidad.
Eduardo conocía muy bien su fuerte carácter. Era su único punto mejorable, dándole un toque terrenal a su ser. Debería lidiar como Paquirri en una de sus tardes gloriosas. Pero se sentía dolido, enormemente engañado. Su imaginación era la culpable, convenciéndole de que se había acostado con otro. Otra vez sintió un pinchazo profundo en su corazón.
—No esperaba que tan pronto te cansaras de mí.
—¿Qué quieres decir con eso? —Gisela dejó sobre la mesa de la cocina las bolsas de plástico con los alimentos que pretendía guisar, si es que su amante dejaba sus niñerías aparte—. ¿Me reprochas que haya tardado cinco días en volver a caer rendida en tu cama? —Comenzaba a exasperarse.
—Lo que no me esperaba es que te follaras a otro. ¿No soy lo suficientemente bueno en la cama? —Los celos le nublaban el cerebro, incapaz de comportarse de una manera racional. No había atendido a su intención de indagar sutilmente aquella sospecha, y lo había soltado de sopetón, sin tacto alguno, como niño que suelta su cometa inconscientemente en medio de una poderosa ráfaga de viento.
Gisela se quedó estupefacta. Se cruzó de brazos, sin decir palabra, mientras su semblante trasmitía una furia que no tardaría en liberar. Eduardo se preparó para la tormenta que se avecinaba.
—Serás cabrón. Me estás follando, sin compromiso alguno, ¿y tienes la desfachatez de aleccionarme con juicios morales? ¿Tú? ¿Te crees dueño de mi persona, de mis actos? ¿Crees que soy tu esclava? ¿Tu puta, tal vez? ¿Eres mi chulo, acaso? —gritaba iracunda—. Eres un maldito hipócrita. Vas de tipo duro, que no quiere relaciones estables, y sin embargo estás enamorado de mí. ¿Y qué haces en vez de confesármelo? Nada. Sin embargo, no dudas en atribuirme hechos infundados, que hieren profundamente mis sentimientos. —Bajó la mirada al suelo y negó con la cabeza varias veces—. Me has decepcionado enormemente, Eduardo. Te creía distinto, pero veo que estaba equivocada —concluyó en un tono más sosegado.
—Yo… —farfulló Eduardo, plenamente consciente de su metedura de pata, de su excesivo e incontrolado comportamiento punzante, basándose en su imaginación perturbadora. Últimamente parecía abonado a divagar con facilidad, hasta extremos que rayaban con la demencia—. Lo siento, Gisela, no era mi intención, de verdad. No sé qué me ha pasado. Los celos me han jugado una mala pasada. Perdóname, por favor —suplicó.
—Espero que sepas preparar lo que he traído —dijo mirando a las bolsas de plástico, comenzando a marcharse seguidamente—. Que aproveche —dijo con voz queda, triste, al pasar a su lado, sin detenerse, sin mirarle siquiera.
—Joder, Gisela, no te vayas, por favor. Hablemos. —Cuando pronunció la última palabra, la puerta de la entrada se oyó cerrarse de un portazo.
Eduardo se sentó en un taburete, con un nubarrón sobre su alma, con una melancolía tan profunda que parecía sufrirla desde hacía días, meses incluso. Su ángel había regresado a su hábitat natural, a su mundo al lado de los dioses, dejando atrás a un mortal estúpido e idiota, que no era otro que él mismo. Se maldijo varias veces en una retahíla que no parecía tener fin. Cómo había sido tan necio, tan imbécil. No podía creer que hubiera actuado de una manera tan irracional, tan pasional, tan descerebrada. No se culpó por haber creído que se había acostado con otro hombre, sino por echárselo en cara sin la más mínima prueba de ello y sin el más mínimo derecho. Eran amantes, totalmente libres de sus actos, tal como él pretendía, como siempre había querido. Pero el amor le había sorprendido, llamando a su puerta, a una puerta que se encontraba cerrada con llave. No sabía cómo, pero aquel ángel había conseguido abrirla de par en par, y ahora se sentía indefenso, aunque, para ser más exactos, eso sería hacía apenas unos minutos, porque ahora sentía una pena nunca antes experimentada: la había perdido, no tenía la menor duda. Lo que le faltaba a su precario estado de ánimo, últimamente exaltado con regularidad. Pero no se quedaría ahí sentado como un pasmarote, arrepintiéndose eternamente. La llamaría día y noche, suplicando su perdón. Gracias a este último pensamiento encontró renovadas energías, esperanzas por recuperarla. Confiaba en su indulgencia. Rezó por ello.