CAPÍTULO 23

Olarral, Navarra

Eduardo Laborda llegaba, una vez más, al pueblo pirenaico profuso en una naturaleza que tanto le fascinaba. Sin embargo, no estaba para deleites oculares. El viaje, largo, le había dado para meditar lo razonable y lo irrazonable, en un sinfín de especulaciones que potenciaron su capacidad imaginativa hasta límites fuera de lo común. Pese a todo, estaba fresco mentalmente, no así físicamente, que pese a la parada en un bar de carretera a reponer fuerzas, continuaba con un malestar y un cansancio excesivo, demoledor. Se comió un pincho de tortilla y bebió una Coca-Cola. No tenía apetito, pero sabía que su cuerpo se lo estaba pidiendo a gritos, suplicando incluso. La media hora que duró aquel descanso y la caliente, aunque seca, tortilla de patata le devolvió un poco a la vida. La noche había sido terrorífica.

Durante todo el viaje no había cesado de pensar en la acuciante promesa, juramento, para ser más exactos —su subconsciente le obligaba a redimirse de culpa—, que su madre le pidió que cumpliera. Ahora sospechaba que su abuelo podría tener secretos inconfesables, perversos tal vez. ¿Por qué si no su madre abandonó su hogar en cuanto cumplió la mayoría de edad, apartando de su vida para siempre a su padre? No obstante, había algo que no lograba descifrar. Si su abuelo, póngase el caso, raptaba a personas e incluso las asesinaba, ¿por qué su madre no iba a revelarle algo tan horripilante? ¿Por qué su madre no le alertó de su maldad? No tenía sentido. Algo ocultaban, tanto su madre como su abuelo, pero ¿el qué? Estaba dispuesto a averiguarlo, a llegar hasta el fondo de la cuestión.

Tampoco había dejado de recordar a los pobres chicos desaparecidos. Era espantoso, tan jóvenes, con toda la vida por delante. Rezó para que cuando llegara a Olarral pudiera confirmar que finalmente los habían encontrado. Tuvo esperanzas por ello, por ellos. Sabía lo cruel que puede ser a veces la vida; no respeta la juventud, ni a las personas bondadosas; la vida no respeta nada ni a nadie. Aunque peor era la posibilidad de que su abuelo tuviera algo que ver con aquello. Suspiró, sintiendo su alma sangrar. Esperaba estar equivocado. Deseaba quedar como un imbécil, como un demente con fantasías sobrenaturales. En este caso superaría a Jorge, su buen y paranoico amigo, del que con sólo mencionar a Drácula todo su ser se echaba a temblar. No pudo reprimir una risa prolongada al recordar su reacción al revelarle quién era su antepasado. Pero era su mejor amigo. Hacía un par de horas, sin ir más lejos, había recibido su llamada, sumamente preocupado por él. Con amigos así puede una persona caminar envuelto de dicha a lo largo de toda su existencia.

Atisbó a lo lejos la vaquería de la propiedad de su nuevo amigo Eder. También había dispuesto de tiempo para cavilar en él. Necesitaba un acompañante en su ardua y peliaguda tarea. No se sentía con fuerzas en adentrarse en un lugar donde sospechaba que podrían haber asesinado, o quién sabe Dios qué, a aquella pareja de turistas. Podría llamarle al móvil y decirle que tal vez él sabía dónde encontrar a esa pareja de desaparecidos. Decirle que indagarían en el castillo para averiguar dónde les arrancó el corazón y luego se los comió. No tardaría en verse apresado en una camisa de fuerzas, directo al manicomio. No podía contarle la verdad, ese era el problema. Pero no podía adentrarse solo en la fortaleza. Se estremecía con el mero hecho de pensarlo.

Desaceleró y aparcó a la entrada del terreno de la vaquería. No estaba el todoterreno blanco ni había vehículo a la vista. Se quedó inmóvil, con la mirada perdida en algún punto indefinible. Le necesitaba. Sólo debía encontrar la manera de… Chasqueó los dedos y su semblante sombrío se tornó en alegría desmesurada: una idea cobró fuerza en su mente. Su cerebro todavía tejía como una brillante modista de antaño. Le invitaría al castillo para enseñárselo, tal como él mismo le pidiera ayer. Pues bien, allí estaba, dispuesto a cumplir con sus deseos. Cogió el móvil que había dejado en el asiento del acompañante y buscó en la guía.

—¿Sí?

—¿Eder? Hola… soy Eduardo. Te llamaba porque acabo de llegar al pueblo y he pensado que era un buen momento para enseñarte el castillo —dijo con el corazón acelerado, no muy convencido. Al otro lado de la línea oyó masticar con ímpetu. Miró su reloj de pulsera y una sombra mortuoria cruzó por su mente. La había cagado. Eran poco más de las dos de la tarde, posiblemente estaría inmerso en abastecer su colosal cuerpo.

—¡Oh, sí! —balbuceó, sin parar de masticar—. ¿Por qué no vienes a mi casa y comes con nosotros? Acabamos de empezar.

Eduardo se quedó mudo. No creía que fuera una buena idea acudir a su casa. Las preguntas acerca del castillo por parte de su mujer podrían incomodarle. No quería que saliera a relucir el tema de los chicos desaparecidos, no podría disimular su azoramiento. Además, no tenía ni el más mínimo atisbo de apetito. Por otra parte, parecía no haber metido la pata hasta el fondo, como había pensado en un principio por pillarle en un momento un tanto crítico. Eder parecía entusiasmado con su ofrecimiento.

—No, gracias. He comido algo por el camino y no tengo apetito —se excusó, sin tener que recurrir a mentiras piadosas. No supo qué más decir. Dudaba en si esperarle allí o en el castillo. Eder se adelantó:

—Si quieres, en cuanto coma, acudiré al castillo. ¿Te parece bien?

—Perfecto. En eso quedamos entonces —respondió con una amplia sonrisa que su interlocutor no pudo ver.

Aparcó el coche en el interior de la fortificación, después de cerrar las puertas de entrada, a salvo de miradas indiscretas. No quería que nadie advirtiera de su visita. Subiendo la colina se había cruzado con un coche de la Policía Foral. Era una mala señal. Todavía estarían buscándolos. No había querido preguntar por ellos a Eder tan directamente, podría sospechar de algo. Sacó la nota que su abuelo le entregara con los ocho dígitos que desactivaban la alarma mientras ascendía por la escalinata. Soplaba una suave brisa que sacudió levemente el papel entre sus manos. La brisa gélida cortaba la circulación de su rostro.

Se detuvo frente a la puerta, dudando unos instantes. Miró por encima de ambos hombros, temeroso. «Parezco a Jorge», pensó, maldiciendo a continuación por el miedo que repentinamente le acució. También influía el hecho de que podría no saber manipular la alarma, algo que todavía le aterraba más. Si sonaba la alarma, su abuelo descubriría su visita, y por nada del mundo quería que tal cosa sucediera. Respiró hondo y miró una vez más el papel con los ocho números anotados. Volvió a mirar a su espalda. ¿Y si esperaba a Eder? Sin duda ayudaría a templar sus nervios. Pero ¿cuánto tardaría? ¿Una hora? ¿Más? Su bufido resonó en la tranquilidad del paraje. Tras unos instantes indeciso, inmóvil, volvió al interior de su coche a esperar a Eder. Se sorprendió de su escasa valentía, y de su insulso recelo a entrar en el castillo. A pesar de todo, prefirió quedarse donde estaba, ahora más convencido incluso. Allí estaba a salvo. ¿A salvo de qué? Rio amargamente. Tuvo la certeza de que su amigo Jorge le había insuflado su «amor» y «devoción» por el conde Drácula.

Casi una hora después, al borde de un ataque de nervios, recordando a Almodóvar, su móvil cobró vida: Eder le llamaba. Por fin había terminado con su abundante ingesta y esperaba al otro lado de los muros. Eduardo salió de su refugio, rápidamente, y caminó a su encuentro. Le abrió las puertas para que se adentrara con el todoterreno. Lo aparcó junto al suyo.

Eder Beramendi se bajó del vehículo admirando todo a su alrededor.

—Vaya pasada —dijo con extremada lentitud. Tras unos momentos hipnotizado, se volvió hacia su amigo—. Te pedí que no tardaras mucho en enseñármelo, pero no ha pasado ni un día —exclamó con alegría.

—Bueno, estaba aburrido y me ha apetecido venir otra vez a disfrutar del aire puro y la tranquilidad —mintió forzosamente Eduardo.

—Acabarás viviendo aquí, lo intuyo.

Eduardo sonrió forzosamente. Si supiera que había sido incapaz de entrar solo.

Se encaminaron a la puerta, Eduardo con el dichoso papelito en la mano.

—A ver si hay suerte con la alarma. Nunca la he utilizado. —Sintió la necesidad de compartir su preocupación. Necesitaba ayuda.

—¿Todavía no habías entrado? —preguntó atónito.

Eduardo carraspeó, incómodo. «He sentido pánico por encontrarme a algún fantasma con colmillos afilados», tuvo ganas de decirle, pero se calló.

—He estado hablando por teléfono con un amigo, y repasando unas notas… —contestó en voz baja. No dejaba de soltar falsedades por su boca. Y no le encontraba ningún placer, precisamente.

Eduardo abrió la puerta con la llave y se adentró en una oscuridad inquietante. Buscó frenéticamente el panel, el cual encontró rápidamente, cercano al marco. No sabía el tiempo que tenía antes de que sonara la maldita alarma. Abrió la pequeña tapa y ante él aparecieron las teclas numeradas y una pantalla digital. No veía un carajo. Eder, por gracia divina, pulsó el interruptor de la luz, rompiendo de un plumazo la oscuridad. La pantalla marcaba una cuenta atrás: restaban cuarenta segundos. Tecleó con pulso trémulo los ocho dígitos y la cuenta se detuvo, emitiendo un pitido y unas palabras de bienvenida en la pantalla. Respiró tranquilo. Eder le miraba con gran atención.

—Pareces un ladrón que acaba de esquivar el momento crítico de un robo —anunció Eder divertido.

—Ni que lo digas… —masculló, mirando alrededor—. ¡Voila! —exclamó con aparatosos gestos—. Estás en el interior del extraordinario castillo. Este es el vestíbulo.

Eder se recolocó las gafas, silbando de admiración.

—El suelo debe de valer una pasta gansa.

Eduardo asintió enérgicamente, el brillo del mármol deslumbraba. Pero su mente vagaba por otros lares. Una abrumadora inquietud dominaba su ser. Intuía que en cualquier momento alguien malévolo, sin poder ponerle rostro ni identidad concreta, irrumpiría atacándoles brutalmente. Seguramente, pensó, ocurrirá cuando accedamos a los pisos de arriba. Rápidamente se encaminó hacia su izquierda. Se percató de que hacía frío, leve, pero frío. «La calefacción estará apagada».

—Te enseñaré la sala de espera. —Abrió la puerta y se apresuró a pulsar el interruptor de la luz. La sala estaba desierta. ¿Qué esperaba, encontrarse a un fantasma leyendo una de esas revistas que poblaban la mesa pequeña de cristal opaco?

—Lo reformaron a conciencia. Y con gusto. —Eder paseaba con calma, con minuciosidad.

—Pasaremos a la «diminuta» cocina —anunció Eduardo. El temor que sentía en el interior del castillo había borrado su mayor preocupación. Ahora, por arte de magia, lo recordó—. Por cierto, he oído que han desaparecido dos personas en la comarca.

—¡Madre mía! —exclamó Eder al acceder a la cocina—. ¿Diminuta? —preguntó con ironía—. Mi mujer mataría por una cocina así —afirmó, con los ojos saltando en todas direcciones.

Eduardo se mantuvo con un rictus lúgubre, a la expectativa, ansioso por conocer las últimas noticias sobre la pareja de santanderinos. Pero su nuevo amigo parecía absorto en los electrodomésticos y demás aparatos de la más alta tecnología que cubría gran parte de la enorme cocina.

—¡Sí! —exclamó Eder, de repente, como salido de un trance, pareciendo recordar el comentario de Eduardo—. Así es. Llevan desaparecidos desde el sábado. Una tragedia, lo intuyo. Siguen buscando, pero nada. Es como si se les hubiera tragado la tierra —afirmó conmovido.

Eduardo no pudo evitar mostrar un gesto de repugnancia. Durante el viaje albergó alguna esperanza de que los hubieran encontrado, pero ahora se desvaneció por completo tal posibilidad. Siguió haciendo de guía sin poder ocultar su desazón.

—La planta baja es para la servidumbre. Cinco dormitorios y un cuarto de baño —anunció Eduardo. No esperaba encontrar ninguna pista en esa planta. Pero continuaba examinando cada centímetro por si encontraba sangre seca o algo raro.

—Vaya, tiene hasta servidumbre. Perdón: tenéis —recalcó Eder, sin malicia alguna.

Eduardo hizo un esfuerzo por sonreír, insuficiente, por lo visto, dada la mirada inquisitiva que Eder le dedicó.

—Estás muy raro hoy —dijo al tiempo que visitaban una de las habitaciones.

Eduardo reflexionó sobre su proceder. Deseaba contarle la naturaleza de su viaje, de su visita al castillo, pero recelaba. Tal vez podría hacerlo de una forma sutil.

—Es por esos chicos desaparecidos. ¿Recuerdas la leyenda que me contaste acerca de este castillo? —Eduardo había movido ficha en su tablero de ajedrez. Preparaba una jugada maestra.

Eder se quedó un momento en silencio, estático, mirándole fijamente, inescrutable.

—¿Piensas que puede tener alguna relación? Es sólo una leyenda. Historias de hace siglos.

—Lo sé, pero estoy un poco… con la mosca tras la oreja.

Eder enarcó las cejas. Entraron en el último dormitorio.

—Simularé que no te he escuchado.

—¿Por qué no? —preguntó Eduardo, sabedor de que su acompañante comenzaba a creer que estaba loco.

—Creo recordar que te conté que en los últimos cincuenta años tan sólo ha habido dos desapariciones, y desde que tengo uso de razón, ninguna. Algo que puede entrar dentro de lo normal en un paraje tan abrupto y extenso. Además, tú mismo estuviste el sábado aquí —remarcó Eder.

—¿Y si te dijera que los dos desaparecidos pasaron la noche del sábado entre estas cuatro paredes? —Jaque mate.

Eder se quedó atónito. Se recolocó las gafas y dio muestras de perder fugazmente la compostura.

—¿Es eso cierto? No me estarás tomando el pelo…

Eduardo negó con la cabeza, con semblante mortuorio.

—Joder. Será mejor que me lo cuentes todo.

Eduardo le explicó todo lo concerniente a la pareja de turistas. No se dejó ni el más mínimo detalle. Sintió que se quitaba un enorme peso de encima.

—¿Estás seguro de que son las mismas personas? —preguntó con los nervios a flor de piel.

—Sí, vi sus fotografías. ¿Entiendes ahora mis sospechas?

—Joder, Eduardo. Tienes que llamar a la Policía.

—Ya lo ha hecho mi abuelo. Les habrá informado de lo ocurrido el sábado.

—¿Y cómo estás tan seguro?

Eduardo se quedó de piedra. No había pensado en esa posibilidad. Después de tanto cavilar y rumiar sus opciones, ahora se vio totalmente superado por las circunstancias.

—No lo sé. Me aseguró que lo haría —dijo avergonzado, intentando escapar de su propia insensatez.

—Si es tu abuelo el culpable de las desapariciones, tal y como sospechas, es inverosímil que se haya puesto en contacto con la Policía —concluyó Eder.

Eduardo, cabizbajo, no podía más que confirmar las conjeturas de Eder. Pero no podía hacer más de lo que estaba haciendo.

—¿Y qué quieres que haga? ¿Que llame a la Policía y les diga que mi abuelo es el culpable de las desapariciones, basándome en la leyenda que rodea al castillo?

Eder no contestó. Se limitó a recolocarse las gafas una vez más y a masajearse su barba de pocos días, reflexivo.

—Por eso he venido aquí —continuó Eduardo, con un tono de voz mucho más sereno—, para indagar. Para encontrar cualquier prueba o evidencia de que hayan sido asesinados. —La última palabra salió de su boca por inercia, apenas audible. Le costó horrores pronunciarla.

Eder puso los ojos como platos.

—¿Asesinados? Ey, ey, ey, para el carro. Me estás asustando, ¿sabes? —Eder comenzó a mirar alrededor, tenso—. ¿Seguro que no hay nadie más en el castillo?

—En teoría estamos solos.

—¿En teoría? Joder, estoy muerto de miedo.

—Ya somos dos.

Comenzaron a ascender por la interminable escalera, mientras Eder no dejaba de cavilar en alto, incluso de desvariar. Se mostraba muy nervioso. Era como si un duendecillo demoníaco se hubiera apoderado de su cuerpo. A Eduardo no le hacía ningún bien, ya de por sí atacado por los nervios y el temor. Sus pisadas resonaban poderosas, haciendo eco en la extensa escalera, rompiendo el silencio. Eduardo comenzó a sentir dolor a cada pisada de ambos, dolor en el alma por despertar los demonios que por el castillo pudieran vagar. Llegaron a la puerta del primer piso. Eduardo se quedó frente a ella, indeciso, con la mano a medio camino del pomo. El pánico le inundó. La imagen de un ser maligno al otro lado del umbral, acechando, esperando con un gran cuchillo en la mano. Eduardo se volvió hacia Eder, encontrando, inexplicablemente, algo de paz, de tranquilidad —por fin se había callado—, en plena controversia con su semblante, tan pálido como el suyo.

—En menuda encerrona me has metido —comenzó a balbucear Eder una y otra vez.

Eduardo se sintió con fuerzas de abrir la puerta. La abrió despacio, como si pudiera romperse. La oscuridad era total, a excepción de la franja de luz que se colaba de la escalera. No había nadie esperándoles. Encendieron la luz del pasillo y avanzaron en silencio. La tensión era palpable, el miedo sofocante. De vez en cuando Eduardo se reía de sí mismo. No podía creer que estuviera tan aterrado por nada. Porque esa era la realidad: no había nada ni nadie allí que pudiera crearles esa sensación de miedo atroz que sentían. Al menos en teoría. Pero el supuesto asesinato cometido en esa fortificación dejaría sin habla al más valeroso. A esto había que añadir que el castillo perteneció a la hija de Vlad Draculea. Si le contara esto a su aterrado acompañante. Un hombre de una apariencia física demoledora, que posiblemente terminaría temblando como un niño si le confesara tal cosa. Se convenció, y de paso intentó hacer lo propio con Eder, de que estaban buscando una pista sobre el supuesto asesinato, en un lugar totalmente deshabitado en estos precisos instantes. Pero sus palabras no lograron tener su efecto en ninguno de ellos, manteniéndose con el corazón en un puño mientras llegaban al salón principal. Eduardo resopló. Eder se mantenía detrás de él, como perro faldero, con el semblante de pura tensión. No se escuchaba ni el zumbido de un mosquito. Abrió la puerta con suma cautela. Otra vez esa inescrutable oscuridad. Todas las ventanas del castillo se encontraban cegadas totalmente por sus correspondientes cortinas opacas. Tras escrutar con severidad, confirmaron que no había nada revelador.

—¿Y si es cierto que les arrancan los corazones y se los comen? —preguntó consternado Eder—. ¿Y si nos sorprende aquí ese monstruo y corremos la misma suerte?

—Tranquilízate, ¿quieres? No me pongas más nervioso de lo que ya estoy. Te recuerdo que no son más que leyendas. —Eduardo intentaba trasmitir una calma que no sentía.

—Yo ya no sé qué pensar. Estoy acojonado.

—Por cierto, hay que intentar no tocar nada, ¿de acuerdo? —advirtió Eduardo. No quería que su abuelo dedujera que había estado allí.

Tras indagar en el salón, comedor y ambos baños, llegaron ante la puerta del estudio. Eduardo tragó saliva con dificultad. Allí se encontraba el retrato de Vlad. Volvió a sentir pánico por abrir la puerta. Si había un lugar donde podría encontrarse ese ser maligno que tanto le estaba aterrorizando, era allí, en el estudio, a la vera del estremecedor retrato de Vlad, con su semblante capaz de trasmitir espanto. El miedo se instauró ferozmente en su interior. No se veía capaz de abrirla, de enfrentarse a la imagen del retrato. Se dio cuenta de que sólo le esperaba eso: el retrato. Nadie más. Ningún devora corazones. Ningún vampiro.

Abrió la puerta con ímpetu. Oscuridad. Un olor ya conocido le dio la bienvenida, el perfume de su abuelo se percibía vagamente y se mezclaba con un leve aroma a habano, como ocurriera en el salón principal. Aunque aquí era algo más perceptible. Titubeó en adentrarse en las tinieblas, temeroso por encontrárselo sentado en su sillón. Encendió la luz antes de sufrir una crisis nerviosa. Nadie. Se adentraron, Eduardo esquivando deliberadamente el retrato de su antepasado. Rezó para que Eder no lo viera, o, en el peor de los casos, no lo reconociera. Después de unas cuantas vueltas por la estancia, no encontraron nada. Eder ni siquiera levantó la vista del suelo, concentrado en hallar cualquier rastro de sangre o prenda que pudiera pertenecer a los desaparecidos. Habían terminado con la primera planta. Ya sólo faltaba el segundo piso, donde Eduardo tenía constancia de que la pareja de jóvenes había dormido en una de las habitaciones. Allí podrían encontrar algo. Pero antes, deberían acceder a cada dormitorio, aventurarse en cada estancia donde abrir la puerta era una auténtica prueba de valor.

Ascendieron por la escalera hacia la última planta. Eder continuaba con su particular retahíla de cientos de posibilidades a cual más excéntrica sobre el futuro inmediato que les esperaba. Ni Stephen King podría maquinar de una forma tan brillante y a la vez tan fabulada. Eduardo comenzaba a exasperarse, escucharle no ayudaba en absoluto a sacudirse todo ese temor instaurado desde que accediera a la fortificación. Por otro lado, estaban llegando al momento cumbre. Lo presentía. Los dormitorios de la «realeza» e invitados. No tenía ni la más remota idea de qué podría encontrar, pero bastaría un detalle, por insignificante que pareciera, para corroborar que habían sido secuestrados o asesinados. Otra vez padeció el dichoso nudo en la garganta. Se preguntó cómo se había metido en una situación tan escabrosa, tan irreal, tan típica en películas hollywoodienses.

Eduardo se plantó delante de la puerta. Eder respiró hondo, poniendo fin a una demostración excepcional de imaginación sin límites. La paz los envolvió. Incluso Eduardo sintió alivio por haber llegado a la odiosa y tenebrosa puerta; un minuto más escuchando divagar a Eder y se hubiera vuelto definitivamente loco, si no lo estaba ya.

El silencio era sepulcral. Respiró hondo, imitando a su compañero. Bien pensado, el segundo piso era un lugar idóneo para cualquier espectro demoníaco. Se estremeció imperceptiblemente. Volvió a sorprenderse de su elevada turbación mental. Demasiado cine de ciencia ficción con personajes malévolos. Demasiado tiempo vivido con su mejor amigo, el cual no hubiera desentonado para nada en ese ambiente. Una risa amarga inundó su interior. Jorge no hubiera accedido al castillo ni aunque le esperara dentro la más inmensa fortuna. Se hubiera desmayado con sólo imaginarse cruzar el umbral.

Volvió a observar la puerta. Miró por encima del hombro a su asustado acompañante, el cual parecía no respirar siquiera. Otra vez la imagen de un ser maligno y espeluznante apostado al otro lado de la puerta se reprodujo en su mente con odiosa claridad, atenazándole. Su imaginación le estaba traicionando, abocándole a un estado de ansiedad si no conseguía sosegarse en breve. «¡Dios!», maldijo para sí cuatro veces seguidas. Sopló dos o tres veces, como si con ello espantara a esos aterradores espectros que le taladraban la mente sin compasión. Accionó el pomo de la puerta y esta se abrió con un silencioso y suave movimiento de sus goznes. Nuevamente, la oscuridad. Como era de esperar, no había nadie apostado al otro lado de la puerta; se encontraban en la más absoluta realidad. Tras encender la luz del pasillo, se encaminaron hacia los tres dormitorios menos lujosos. En uno de ellos pasaron la noche los desaparecidos. Se internaron en el primero. Lo registraron a conciencia. Todo se encontraba en un alto estado de pulcritud, sin conseguir nada revelador. Lo mismo ocurrió con los otros dos dormitorios. Eduardo sintió una decepción enorme. Creyó que podría encontrar algo que revelara sus peores sospechas. Tal vez, su mente divagadora había originado todo este caos mental.

—No hemos encontrado ni un carajo. No sé cómo he podido creer semejante disparate. Y lo peor de todo es que lo he pasado fatal. Casi me cago encima —protestó Eder.

Eduardo no supo qué contestar. No obstante, todavía faltaba por registrar el dormitorio de su abuelo. Eduardo pareció tambalearse al considerar esta opción. Pero no podía irse con las manos vacías sin haber registrado todas y cada una de las estancias. Sabía que, una vez de vuelta a la tranquilidad de su casa, los remordimientos le atacarían si no desempañaba bien esa ardua tarea que Dios sabe quién le había encomendado.

—Falta el dormitorio de mi abuelo. Vayamos, te va a encantar —dijo buscando fuerzas para desempañar la última misión.

Eduardo abrió la puerta con delicadeza, como si su abuelo se encontrara durmiendo y temiera despertarle. Alargó la mano para pulsar el interruptor de la luz, pero a medio camino se detuvo. Un sonido leve les dejó petrificados. Aguantaron la respiración, con los cinco sentidos puestos en la oscuridad que invadía cada rincón del dormitorio. Podrían haber continuado sin respirar durante horas, totalmente ajenos a la muerte que les provocaría. ¿Y si allí se encontraba ese ser maligno, dispuesto a arrancarles el corazón? Eduardo encendió la luz antes de que el terror le hiciera desplomarse en el suelo. El dormitorio estaba vacío, en un estado impecable. Eder no admiró la suntuosidad de cada detalle, inmerso en un estado casi catatónico.

—¿Puede saberse el origen de ese sonido que hemos escuchado? —preguntó Eder, exaltado.

—No tengo ni idea —respondió entre susurros. No había una respuesta lógica. Pensó que podría tratarse de la imaginación, movida por esa excesiva tensión que llevaban sufriendo desde hacía ya demasiado tiempo. Tampoco allí encontraron nada.

Descendieron por las escaleras, más sosegados, como si todo lo ocurrido hubiera sido un mal sueño, una pesadilla para ser más exactos. No pronunciaron ni una palabra. Para Eduardo todo había acabado. Se sintió mal por haber pensado tal disparate. ¿Qué le empujó a considerar algo tan sumamente retorcido? Nunca antes se había comportado de una manera tan irracional, tan preocupante incluso. Se encontraban a pocos peldaños para llegar a la planta baja cuando Eder rompió el silencio y el ensimismamiento de Eduardo:

—Nos estamos olvidando de registrar lo más importante —advirtió circunspecto, con el semblante en pura concentración.

Eduardo se detuvo y se giró.

—¿El qué? —preguntó arrugando la frente.

—Las mazmorras —anunció triunfal y sombrío al mismo tiempo.

Eduardo se quedó mirándole fijamente, con la mirada penetrante, totalmente inmóvil, como araña esperando su presa. En un primer momento quiso protestar ante la estupidez de su propuesta, pero luego rumió sus palabras. No era descabellado que el castillo poseyera unas mazmorras. ¡Todos los castillos las poseían! Aunque él lo desconocía.

—Hemos visitado todas las estancias de la planta baja, y no hemos encontrado ninguna puerta que dé a las mazmorras —replicó muy seguro. Era cierto.

—Has comentado que hay puertas que suben a las otras torres. Tal vez en una de ellas esté el acceso a las catacumbas —aseguró Eder, frotándose su impecable afeitada cabeza.

Podría ser, pensó Eduardo. Su abuelo le había enseñado el acceso a una de las torres, aparte de la principal. Todavía restaban otras dos.

Las registraron sin encontrar nada. En ellas se alzaban escaleras de caracol hacia el cielo, ausentes de cualquier tipo de puerta o acceso al subterráneo.

—Estoy seguro que debe haber mazmorras. Es un castillo del siglo XV. —Eder parecía firme en esta creencia.

—Eder, lo puedes ver tú mismo. No hay ningún acceso.

—Salgamos fuera.

Ambos salieron al sol invernal. Eder dejó atrás, por primera vez, a su guía, y descendió las escalinatas, caminando bajo las enormes paredes del castillo, observando con minuciosidad en busca de un acceso a un piso subterráneo. Eduardo vio algo que no había visto hasta entonces. Era extraño, pero sus ojos no se habían percatado de ello en sus anteriores visitas. Apartado del castillo, junto a la muralla, había una edificación pequeña, de ladrillos y tejas rojas, confirmando que se había construido no hacía muchos años. El tejado era pronunciado, de una sola vertiente. Se encaminó como hipnotizado.

—¿Eder, has visto eso? —preguntó sin mirarle, sin detenerse, caminando con paso firme.

—¿El qué? —oyó decir a su espalda.

Por su apariencia, podría decirse que se trataba de un trastero o algo así. La puerta era de aluminio galvanizado. Se percató de que poseía cerradura. ¿Dónde podrían guardar la llave?

—¿Qué es? —inquirió Eder al llegar a su altura.

Eduardo dio un respingo.

—¡Qué susto me has dado! No lo sé. Parece un trastero. —Instintivamente, probó a abrir la puerta, convencido en que se encontraría cerrada. Se sorprendió, estaba equivocado. La batiente se abrió con facilidad. Para no variar, la oscuridad en su interior era absoluta.

—Sería muy extraño encontrar aquí el acceso a las mazmorras, pero sí podríamos encontrar algo interesante en relación con los desaparecidos —auguró Eder.

Eduardo se animó a pensar lo mismo. Tal vez no estaba tan loco como hacía escasos minutos creía. Buscó el interruptor de la luz a ambos lados del marco interior de la puerta, sin éxito. «Dónde demonios está», maldijo por lo bajo, furioso por no encontrarlo. Sacó su teléfono móvil y utilizó la pantalla como improvisada linterna. Alumbraba poco, pero lo suficiente.

—¿No hay luz eléctrica? —preguntó incrédulo Eder.

—Parece que no.

—Esto es un trastero, y grande, por cierto —comentó Eder, pegado literalmente a Eduardo, que marchaba alumbrando con su teléfono móvil.

El miedo volvió a instaurarse en Eduardo, mientras caminaba a pasos extremadamente cortos. La luz que proyectaba era fantasmal. Se intuían formas espectrales a la exigua luz del celular. Este sí que era un lugar idóneo para su ya conocido ser maligno. Podría salir de cualquier rincón, acechando desde las sombras. El terror le embargó totalmente, dando un paso atrás. Su espalda golpeó con algo, soltando un grito. Se volvió presa del pánico y se encontró, a la luz que proyectaba su celular, con el rostro aterrorizado de Eder. Eduardo pronunció una retahíla de maldiciones que hubieran derrotado a cualquier adversario, por malvado que este fuera.

—Mira, una caldera de calefacción —anunció Eder, tras haberse repuesto ambos levemente.

Eduardo ya la había visto. Aparte de este nuevo descubrimiento sólo habían encontrado trastos viejos. Aunque fue revelador:

—Entonces hay luz eléctrica. Debe haber un interruptor en alguna parte.

Lo encontraron poco después, un tanto apartado de su ubicación lógica. Ambos maldijeron por no haberlo encontrado antes. Una bombilla cobró vida, borrando de un plumazo las tinieblas. Encontraron dos bicicletas de montaña y unos sacos apilados. Eduardo se acercó y comprobó que contenían sosa cáustica. «¿Para qué utilizarán esto?», se preguntó confundido. No encontró ninguna respuesta lógica. Pero tampoco reparó más en ello. Lo importante era encontrar cualquier rastro de los desaparecidos, y no lo consiguieron.

—Yo sigo pensando que debe haber un acceso a las mazmorras —aseguró Eder, abandonando el cuarto trastero y reanudando su búsqueda a través de las paredes del castillo—. ¿Ves eso? —preguntó poco después, exaltado.

Eduardo, que seguía los pasos de Eder, un tanto despreocupado al no creer que encontrarían lo que su acompañante buscaba con tanto afán, dirigió su mirada hacia donde señalaba Eder. En la pared este del castillo, una fina abertura se abría a unos cuatro metros de altura. Eder se separó de la pared para mirar con mayor perspectiva.

—¿Y qué tiene que ver eso con las mazmorras? —inquirió un confundido Eduardo.

—Tal vez nada, pero resulta curioso. Desde el interior no lo hemos visto. —Se distanció todo lo que pudo, distinguiendo un enrejado y una malla embutidas en esa pequeña abertura rectangular de unos treinta centímetros de largo por quince de alto—. Mira, hay dos más iguales, más allá.

Eduardo vio, en efecto, dos más. A lo largo de la pared este del castillo se distinguían tres aberturas idénticas, con el mismo enrejado y la misma malla.

—Parecen respiraderos —dijo Eduardo sin estar muy convencido.

—¿De un piso subterráneo tal vez? —confirmó más que preguntar.

—¿Tan altos? No tiene sentido.

—Sería la forma más lógica de ocultar la existencia de mazmorras, por su ubicación y porque apenas se distinguen si no observas con detenimiento.

Eduardo no discutió tal razonamiento. Era posible.

—¿Y dónde demonios está el acceso? —preguntó Eduardo abatido.

—Me parece que demasiado oculto para unos pobres infelices como nosotros.

Bordearon toda la edificación del castillo, sin encontrar el deseado acceso. Lo que sí pudieron encontrar fue, en la pared opuesta, otras tres aberturas idénticas.

—Más respiraderos —anunció Eder—. Estoy convencido, Eduardo, de que tienen que guardar relación con las mazmorras. ¿Para qué si no unos respiraderos tan altos habiendo ventanas en cada piso? Pondría la mano en el fuego.

—El problema es que no hay ni rastro del acceso. Y eso convierte tus palabras en conjeturas —dijo un abatido Eduardo.

Era hora de marchar, de regresar a casa, de vuelta al mundo real.