CAPÍTULO 22

Jorge Salas circulaba con su coche por las atestadas calles céntricas de Zaragoza. Como casi todos los lunes, disfrutaba de su día de fiesta laboral. La dirección del hotel le mantenía ocupado el resto de la semana, sobre todo los fines de semana. Su vida, por tanto, discurría a contra corriente. Mientras él trabajaba sábados y domingos, el resto del mundo aprovechaba para escapar de la monotonía y refugiarse con sus amigos en cenas o salidas esporádicas a algún lugar lejos de su ciudad. O, simplemente, acudían al cine o a algún bar donde reunirse con las amistades o con la novia. Tampoco le importaba en demasía, ya no tenía veinte años. Su vida marchaba tranquila, demasiado, tal vez. Y lo más preocupante, sin pareja. Después de la dura ruptura con su ahora exnovia, había comenzado un romance con una chica atractiva, pero sabía que sería algo pasajero. No sentía que fuera la mujer de su vida, la mujer con la que compartiera su existencia. Era simplemente un pasatiempo, una transición. Comenzaba a impacientarse. ¿Dónde se había metido su media naranja?, si es que existía. ¿Dónde estaba el amor de su vida? Había superado los treinta y todavía no la había encontrado. Era una edad más que suficiente para tener hijos, y él ni siquiera tenía una relación estable.

Ensimismado, se dio cuenta de que había llegado a su destino. Aparcó el coche lo más cerca posible de la tienda de informática que poseía su mejor amigo, aunque acabó estacionando más lejos de lo esperado. Quería que su amigo le contara todos los detalles del fin de semana alojado en el castillo de los horrores. Sabía que el sábado, debido a una tormenta, debió pasar la noche en el castillo. Eduardo le envió un SMS contándoselo. Le informó de que llovía a mares y que los relámpagos centelleaban poderosos en la oscuridad de la noche. Jorge no pudo evitar sentir pánico. ¿Su amigo estaba loco, pernoctando en el castillo de Drácula? Se echó las manos a la cabeza. Le llamó, pero no había cobertura suficiente. Le contestó en un SMS diciéndole que se mantuviera despierto toda la noche, con ojo avizor, y que atrancara la puerta del dormitorio interiormente. Posiblemente su amigo se echara a reír al leer su mensaje, pero él estaba de los nervios. Se imaginó a Eduardo confinado en el castillo, toda la noche, en un lugar perteneciente al rey de los vampiros. Un escalofrío le estremeció. Quiso quitarse ese pensamiento lo antes posible si no quería tener pesadillas en mitad de la noche. Al día siguiente, domingo, se encontraba demasiado ocupado para llamarle e indagar, así que en cuanto tuvo cinco segundos de su precioso tiempo le envió un SMS conciso: «¿Todavía sigues vivo?». Su respuesta no tardó en aparecer en la pantalla de su móvil, una respuesta, por otra parte, un tanto extraña: «A medias».

Cruzó la calle y vio, en el exterior del edificio, a la secretaria de su amigo, fumando y hablando por teléfono. Ella le vio y le saludó con una sonrisa amplia. Jorge hizo un leve gesto con la cabeza. Al entrar vio a Fernando atendiendo a un cliente, y para su frustración, la mesa donde debía estar sentado su amigo estaba desierta. Más le sorprendió, sin embargo, encontrar en la tienda al comercial. En sus más de cien visitas al negocio de su amigo, probablemente podría contar con los dedos de una mano las veces que le había visto. Se encaminó hacia él.

—Hola, ¿está Eduardo?

—No, se ha marchado —contestó sin apenas levantar su mirada del portátil en el que tecleaba con entusiasmo.

—¿Sabes si tardará mucho en volver?

—No lo sé. No me ha dicho nada. Posiblemente Sara lo sepa —contestó buscándola con la mirada.

—Vale, gracias. Le preguntaré. —Maldijo por lo bajo. «Qué casualidad que no esté», pensó. Se moría de ganas por conocer la experiencia vivida por su buen amigo en una noche de tormenta al cobijo de esa siniestra morada. Esperó a que Sara diera por terminada su conversación vía telefónica y entrara en el local. Paseó mínimamente observando desinteresadamente los equipos informáticos que llenaban el expositor central. Reparó en que el comercial le miraba fijamente, con mirada penetrante.

—Tú eres amigo de Eduardo, ¿verdad? —preguntó el comercial.

—Sí —contestó con apatía.

—Sabía que te conocía de algo —confesó con seriedad—. Por cierto, menuda juerga os corristeis ayer, ¿eh? —Una sonrisa pícara asomó en su rostro.

—¿Una juerga? —contestó perplejo—. ¿Yo? —No tenía ni la menor idea de a qué se refería.

—Ya veo que tú no sabes nada —dijo sin perder la sonrisa.

—Saber… ¿el qué? —preguntó Jorge cada vez más confundido.

—Que tu amigo ayer debió de montarse una juerga. No veas el careto que tenía hoy. Tenía una resaca de tres pares de cojones. Yo creo, para serte sincero, que se ha marchado a casa a dormir la mona.

«¿Ayer estuvo de juerga? Será cabrón…», pensó Jorge, irritado. Posiblemente él no hubiera podido acompañarle anoche, pero le molestó que no se dignara ni en llamarle.

—Yo me alegro por él, porque llevaba mucho tiempo sin divertirse. Ya sabes, por su madre y todo eso. Llevaba años recluido en casa por culpa de los cuidados a su madre —aseguró muy serio el comercial.

Jorge asintió, con evidentes muestras de pensar lo mismo. Pero no podía creer que el muy golfo se marchara de juerga sin invitarle. Le mataría, seguro. Lo que no pudo imaginarse es con quién se había ido de fiesta. Dudaba que fuera solo. Entonces recordó a la amante que tenía. ¿Fue con ella de juerga? Se quedó extrañado. Le costaba creerlo. No tardó en encontrar una posible respuesta. Tal vez aquel careto que mencionaba el comercial no fuera por un exceso de alcohol, sino de sexo. Sabía, por boca de su amigo, que aquella diosa, tal como él afirmaba, era insaciable en la cama, dejando a su amigo para el arrastre cada vez que pasaban la noche juntos.

—¿Seguro que era resaca de alcohol? —preguntó entre tímidas risas Jorge.

El comercial le miró como si hubiera visto un extraterrestre.

—No te entiendo.

Jorge no quería desvelar las intimidades de su amigo, así que se quedó pensativo, indeciso.

—Quiero decir, por ejemplo, si tenía ojeras y se le veía cansado pero en el fondo… estaba radiante. —Jorge imaginó una noche intensiva de sexo y los posibles efectos secundarios.

—¿Radiante? —preguntó confundido, con el entrecejo fruncido—. Tan radiante como una flor marchita —concluyó circunspecto.

Jorge levantó las cejas y puso cara de circunstancias. Le mataría, en cuanto le viera. Se había ido de juerga sin él. Ante la fastidiosa espera, salió de la tienda para preguntar a la secretaria, que seguía fumando, posiblemente con el segundo o tercer cigarrillo seguido, aunque, por suerte, había despegado el móvil de su oreja.

—Hola. El comercial me ha dicho que Eduardo se ha marchado. ¿Sabes si tardará en regresar?

Sara le sonrió con efusividad al verle.

—Se ha marchado de viaje. Posiblemente, ha dicho, no regrese hasta mañana —anunció sin dejar de sonreírle.

—¿De viaje? —Jorge se quedó contrariado. Su amigo llevaba años sin salir de la ciudad. Ni siquiera por motivos que su negocio exigía había abandonado Zaragoza, a excepción de sus últimos viajes a Navarra. Sabía que ahora, una vez terminada la grave y fatal enfermedad de su madre, volvía a ser libre.

—Sí. Aunque no me ha confirmado nada más. Tan sólo que se marchaba. Se le veía con prisa —confirmó Sara, con una insistente sonrisa que estaba poniendo de los nervios a Jorge.

Él se quedó ensimismado. «¿Anoche de juerga y hoy de viaje? Tal vez tenga razón el comercial, y se haya marchado a casa argumentando esa excusa». Saldría de dudas enseguida. Acudiría a casa de su amigo. Allí le mataría, no valdría ninguna excusa. Cuando se disponía a despedirse de la secretaria, percibió en ella una mirada y un semblante un tanto extravagantes. ¿Se le estaba insinuando? Pudiera ser, sabía de la atracción que despertaba en el sexo opuesto. Esquivó su mirada y disimuló que centraba su atención en algo importante al otro lado de la calle.

—La verdad es que se encontraba muy raro —continuó Sara, contoneándose disimuladamente—. Primero su aspecto era horrible, y después se ha puesto muy pálido. No sé, la verdad, estoy un poco preocupada.

Jorge comenzaba a estar incómodo ante lo que parecía ser un amago de baile erótico por parte de la secretaria en mitad de la calle. ¿Qué estaba fumando esa mujer? Pero enseguida se centró en el último comentario, dejándole trastornado. ¿Acaso su amigo se estaba convirtiendo en vampiro? La palidez era su seña de identidad. Se marchó rápidamente de la compañía de su admiradora colgada, apesadumbrado y atemorizado. El maldito conde Drácula había clavado sus afilados colmillos en su amigo, de eso no cabía la menor duda. Ahora habría acudido a la llamada de su amo, al castillo. Soltó un gemido como si mil chinchetas se hubieran clavado en su cuerpo. Se lo había advertido. Ahora era demasiado tarde.

Acudió a casa de Eduardo a toda velocidad, como si pilotara un Fórmula Uno. Estaba angustiado ante esa idea. Realmente no podía creer que fuera verdad, pero no conseguía desembarazarse de todas esas divagaciones. Tras llamar tres veces al timbre, confirmó que su amigo no se encontraba en casa. Supuso que otra vez habría viajado al castillo. Cogió el móvil con mano trémula y marcó su número.

—¿Jorge? —preguntó al descolgar Eduardo—. Perdona, pero ahora no puedo hablar. Estoy conduciendo. Ya te pondré al día —aseguró con urgencia en su voz.

—Pero… ¿estás bien? Tu secretaria me ha dicho que no tenías buen aspecto.

—He pasado una noche muy mala por culpa de Gisela. Te lo contaré todo, de verdad.

Jorge se quedó más tranquilo. ¡Gisela era la culpable!

—Vale, vale. ¿Seguro que estás bien? —preguntó todavía receloso.

—Joder, Jorge, que sí, que estoy bien. Luego hablamos. Adiós. —Colgó seguido, sin dar tiempo a contestar a Jorge Salas.

Jorge respiró aliviado, aunque un tanto contrariado. ¿Qué esperaba que le dijera? ¿Que se estaba convirtiendo en vampiro? Se le escapó una risa prolongada. Su paranoia con el conde Drácula venía de su infancia, llegando hasta extremos insospechados, alarmantes incluso. Soltó un bufido ante su irritante y preocupante terror por ese personaje de ficción. Entraba dentro de lo normal que lo padeciera de niño, pero ya era todo un hombre.

Se dejó caer en el asiento de su coche, decaído. Puso rumbo a su casa, con un desagradable agrio sabor en su boca. Esa paranoia tan arraigada a veces le sacaba de quicio, le crispaba profundamente. Sabía que era algo incontrolable, y tenía nombre: fobia. Encendió la radio y puso las noticias, intentando evadirse de una súbita languidez moral.