CAPÍTULO 21
Zaragoza
Sara Collado, su secretaria, llegaba unos minutos tarde, como era habitual. Como también lo era su perfume a tabaco, que impregnaba fácilmente el vacuo olor de la tienda. Era una fumadora compulsiva que, desde que se instalara la nueva ley del antitabaco, debía salir a la calle cada media hora a fumar un cigarrillo si no quería verse abocada a una crisis nerviosa.
—Buenos días, jefe —saludó con energía.
—Hola, Sara. —Eduardo arrugó la nariz ante la vaharada a tabaco que recibió de súbito. Pensó que por mucho que lavara a conciencia su ropa, no podría deshacerse de ese olor, incluso, posiblemente, ni siquiera su piel. Sería como acostarse con un gran paquete de tabaco con vida propia. Este pensamiento le dejó sumido entre brumas momentáneamente, haciendo un esfuerzo por quitárselo de la cabeza lo antes posible. Detestaba ese olor tan arraigado.
—¿Qué tal el fin de semana?
La pregunta ayudó a Eduardo a desembarazarse de ese pensamiento arisco.
—Muy bien, la verdad. Ha sido genial —confirmó con entusiasmo, falso, por otra parte. Lo hubiera sido si hubiera disfrutado de la compañía de Gisela. Pero la realidad le decía que llevaba sin verla desde el jueves. Demasiados días. Cuatro, para ser exactos. Ayer, poco después de regresar del castillo, la llamó, pero se encontraba en Figueres con unos amigos. Sintió una cuchillada en su alma. La imagen de Gisela riendo y tonteando con algún viejo amigo le asfixió por momentos. ¿Qué hombre no utilizaría todos sus trucos para acostarse con ella? ¡Dios! Un dolor insoportable pareció emerger de lo más profundo de su ser. Los celos se lo estaban comiendo vivo, con hambre voraz.
Ahora, casi veinticuatro horas después, había conseguido mantenerse cuerdo, aunque todavía estaba sufriendo los últimos coletazos de una noche apocalíptica. No cesó de dar vueltas a su creencia de que Gisela estaría llevando al paraíso sexual a otro hombre, al que ella quisiera, tan increíblemente atractiva como era. ¿Y qué esperaba?, era una mujer libre. Era su amante, tal como él quería, tal como ambos querían; nada de ataduras. Entonces, ¿por qué demonios estaba tan celoso? La respuesta fue apabullante, originada por su subconsciente. ¿Enamorado? ¿Enamorado yo? Esta posibilidad todavía fue más dolorosa que la supuesta aventura con algún viejo amigo. El miedo se apoderó de él. No podía ser. No podía estar enamorado. Tenía constancia de que sería muy fácil caer a los pies de una mujer como aquella, pero creía que podría mantenerse a flote, lejos de esos sentimientos. La noche discurrió espantosamente lenta y con aquellos pensamientos taladrando su tranquilidad emocional en una incansable sucesión.
—Pues no tienes muy buen aspecto —objetó Sara, con el entrecejo fruncido y mirada inquisitiva.
Eduardo carraspeó y disimuló tecleando algo en el ordenador, concentrado en la pantalla, sin dignarse a contestar ni a hacer el más mínimo comentario. Por el rabillo del ojo vio a Sara, tras unos segundos inmóvil esperando la contestación que no llegó, sentarse tras su mesa de trabajo. No se le había ocurrido excusa alguna, y tampoco se vio con fuerzas para hablar de nada, de nada en absoluto. Era como si hubiera estado toda la noche haciendo footing.
Sara suspiró y se olvidó del poco respeto en el día de hoy por parte de su jefe. Pensó que tal vez se emborracharía ayer, mostrando ese aspecto tan desfavorecido, generosamente hablando.
Eduardo se repantingó en su silla giratoria, frente a la pantalla del ordenador invisible para él. Se mantenía desorientado, con la mente puesta en ninguna parte. La puerta de la tienda se abrió y apareció ante sus ojos un fantasma: Álvaro Sastre, su comercial. Al parecer, debía de haberse perdido, dando señales de vida por tan remoto lugar. Casi nunca se dejaba ver por la tienda.
—Buenos días, Eduardo —dijo un jovial Álvaro, aunque enseguida su semblante cambió—. Joder, jefe, tienes un aspecto horrible.
—No esperes que te conteste —afirmó cantarina Sara, con retintín.
—Si pensáis darme la mañana, mejor os marcháis a vuestra casa, ¿vale? —contestó irritado, de malas maneras. No era su intención, pero estaba con un humor de perros.
—Tranqui, jefe, tan sólo ha sido un comentario. Todos tenemos días de resaca. Aunque la tuya parece que ha sido de órdago… —La sonrisa pícara del comercial emergió poderosa.
—Has venido expresamente a tocarme las narices o qué —dijo en un tono más cordial.
—No, pero si llego a saber que me recibirías con tanto cariño, vendría más a menudo —confirmó entre risas.
Sara soltó una carcajada.
—Ya —balbuceó Eduardo—. Bueno, y a qué se debe el honor de tu visita. ¿Un aumento de sueldo, tal vez?
—No te diría que no —contestó al instante, como si la tuviera preparada de antemano.
—Pues no sueñes despierto —concluyó tajante Eduardo.
—No me había hecho ilusiones, la verdad. He venido a recoger un equipo y a hacer unas fotocopias. —Se sentó en su escritorio, perpetuamente vacío, colocando su portátil y abriéndolo. Al instante se sumió en su trabajo.
Eduardo le miró indisimuladamente, como hipnotizado por una poderosa fuerza sobrehumana que emanara de su ser. Era un par de años más joven que él, alto y delgado, impecablemente aseado y vestido, con el pelo abundantemente engominado. Sabía que era risueño y extrovertido, y, sobre todo, mujeriego, a pesar de tener novia. Posiblemente esa pobre chica poseería una cornamenta de exagerado volumen.
Volvió a concentrarse en un punto imaginario de la pantalla de su PC, con la mente alarmantemente desconectada. Tras varios minutos así, donde no se molestó ni en atender a dos clientes, debiendo hacerlo Fernando, su mano derecha, abrió el navegador y se decidió a abandonar su mutismo cerebral, repasando las noticias más destacadas del panorama nacional. Una noticia reparó inmediatamente su atención:
«Dos personas desaparecidas en las inmediaciones de Olarral».
El artículo adjuntaba las dos fotografías con los retratos, de un tamaño aceptable, concentrándose en ellas. No dio crédito a lo que vio: dos jóvenes, hombre y mujer, los mismos a los que su abuelo diera cobijo en el castillo hacía dos días en medio de aquella brutal tormenta. El estómago le dio un vuelco, el corazón se desbocó. Qué pobres chicos. Habían acabado perdiéndose en la inmensidad del terreno, en aquel sinfín de montañas enlazadas unas tras otras, con sus laderas envueltas en frondosas arboledas. Siguió leyendo el artículo, y algo le dejó trastornado. La noticia aseguraba que desconocían su paradero desde el sábado al mediodía, cuando hablaron por teléfono con un familiar. «Esa fue la última vez que pudieron contactar con ellos. En el día de ayer —confirmaba la noticia—, no pudieron contactar con los móviles que ambos jóvenes poseen, encontrándose fuera de cobertura. La tremenda tormenta que el sábado sacudió la comarca podría ser la culpable, tanto del colapso de las líneas telefónicas como de la desaparición». También mencionaban la furgoneta, que seguía aparcada en Olarral desde el jueves.
Su cabeza parecía no estar dispuesta a barajar las posibles variantes que este hecho presentaba. Tardó un poco en poder concentrarse. Al parecer, él era el último que les había visto, al igual que su abuelo y la servidumbre. ¿Qué les había ocurrido tras abandonar en la mañana de ayer el castillo? Lo más sorprendente era el tema de los móviles, incapacitados ambos. También sabía que no habían sufrido las consecuencias de la tormenta. ¿Qué habría podido suceder? Las preguntas se le arracimaban en la cabeza, incapaz esta de dar un poco de luz al asunto. Recordó al mayordomo comentarle que los turistas se marcharon temprano, antes de que el propio Damiá se levantara. Que un tal Cosmin les acompañó hasta los muros. El mismo guardaespaldas que acompañó a su abuelo a dar un paseo. Al recordar a su abuelo, un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Una idea emergió con fuerza, no pudiendo desprenderse de tan siniestra suposición: ¿y si su abuelo tenía algo que ver con este suceso? Al instante resonó en su cabeza la leyenda del castillo, las misteriosas desapariciones que desde hacía siglos sufría la comarca. «Oh, Dios mío. Que no sea verdad lo que estoy pensando». Un acaloramiento demoníaco le dejó pálido. Todo coincidía: aquella misma noche de sábado, mientras él dormía profundamente, les arrancaron los corazones para comérselos. Después destruyeron los teléfonos móviles. Se estremeció y sintió un leve mareo, fugaz, temblándole las manos a continuación.
Se levantó, tambaleante, y acudió al cuarto de baño. Puso todo su empeño en que sus dependientes no se percataran de su estado, ya había tenido suficiente anteriormente. Se lavó la cara con agua fría varias veces y se echó agua al cuello. Resopló como un tren de vapor, rítmico y continuado. Bebió un poco de agua del grifo. Volvió a resoplar. ¿Podía ser cierto lo que su perturbada imaginación había recreado? La noche en vela, mortificado por sus pensamientos, tal vez fuera la causante de su espantosa fantasía. Resopló unas cuantas veces más. Se encontraba realmente mal, incluso percibió unas leves náuseas. Volvió a poner su boca debajo del grifo, bebiendo un poco, apartando el gusto amargo y aplacando las tímidas náuseas.
Se sentó tras su escritorio, rehecho parcialmente. Se obligó a pensar en que había desvariado. ¿Su abuelo un asesino despiadado? Antes de que riera interiormente de forma amarga, pensó en que si así fuera no distaría mucho de su antepasado, el famoso Vlad Draculea. Rápidamente se desembarazó de esa idea. Debía pensar como una persona lúcida, de forma razonada. Seguramente se habían perdido, tal y como aseguraban en la noticia, quedándose sin batería sus móviles. Al fin y al cabo, no era tan descabellado. De hecho, descabellado era lo que había pensado anteriormente. Soltó un bufido ante su imaginación y su perturbación. Volvió a culpar a la noche en vela y su angustioso sufrimiento mental.
Pensó en que debería llamar a la Jefatura de Policía e informar de sus conocimientos al respecto. Podrían ser de utilidad. Sin embargo, algo le hacía rehuir de sus obligaciones como buen ciudadano. Sentía cierto temor porque pudieran declararle sospechoso de las desapariciones. Era una estupidez, lo sabía, pero por algún motivo tenía esa certeza. Desentrañando cómo obrar, tuvo la genial idea de pasarle el muerto a otro. A su abuelo. Le llamaría inmediatamente y le comunicaría la noticia, obligándole a que fuera él quien avisara a la Policía. Se puso manos a la obra.
Cogió su móvil y buscó en la guía. Ahora se sintió con suerte al haberse intercambiado los números con su abuelo en el día de ayer, aunque en aquel momento no le hiciera ninguna gracia contentar la exigencia de su abuelo.
—¿Eduardo? —contestó Nicolau con signos de sorpresa.
—Sí, espero no molestar —se disculpó titubeante.
—¡Oh, no, por supuesto que no! Nada me complace más que charlar con mi querido nieto. —El entusiasmo de su abuelo era elocuente, incluso a través del auricular.
—Te llamaba por un suceso trágico —anunció conmocionado Eduardo.
Unos mínimos segundos de silencio crearon un ambiente tenso.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Nicolau, exaltado.
—¿Recuerdas los dos turistas que pasaron la noche del sábado en el castillo? Han desaparecido —confirmó con tristeza.
—Oh. ¿De verdad?
A Eduardo le sorprendió la frialdad de su contestación. Una total ausencia de sentimiento y de sorpresa, como si fuera algo trivial.
—No te preocupes —continuó Nicolau—, los encontrarán. Seguramente se habrán perdido. El terreno es enmarañado y muy extenso.
No percibió preocupación alguna en su comentario, desinteresado, y aparentemente forzado en trasmitir algún tipo de emoción.
—Me consta que están buscándolos por la comarca. He leído que suponen que podrían haber sufrido algún daño a causa de la tormenta. Pero sabemos, tanto tú como yo, que no fue así.
—No, desde luego. Pero como te he dicho antes, se habrán perdido. No tardarán en encontrarlos —aseguró con su habitual tono poderoso.
—Puede ser que estés en lo cierto, y todo quede en un susto, pero creo que deberías informar a la Policía. Somos las últimas personas que les vieron. Y podría ser de gran ayuda para la Policía la información de dónde y cuándo se les vio por última vez —afirmó Eduardo rotundo.
—Desde luego. No había pensado en ello. La noticia me ha dejado un tanto contrariado —dijo vacilante.
Eduardo, por alguna razón, esperaba una contestación más evasiva, pero se encontró de sopetón con su conformidad.
—Entonces… ¿llamarás a la Policía? —preguntó con voz queda, un tanto avergonzado. Podría haberlo hecho él—. Pensaba hacerlo yo, pero he creído conveniente que fueras tú, el propietario, quien lo hiciera —mintió piadosamente.
—Sí, lo haré ahora mismo. Aunque recuerda que, ahora, tú también eres propietario del castillo —dijo con tono triunfal.
Eduardo gruñó por toda contestación, no queriendo entrar en debates por algo que no se había atrevido a hacer él mismo.
—Bueno, entonces te dejo —se despidió Eduardo, zanjando cualquier atisbo de conversación. Colgó tras escuchar la amable despedida de su abuelo.
Se quedó aliviado por confirmar la colaboración de su abuelo en poder dar un poco de luz al suceso, esperanzado porque la información pudiera ayudar en la búsqueda y todo acabara en final feliz.
Poco duró, sin embargo, su fugaz y repentino sosiego. A su mente vino la aparente indiferencia de su abuelo por la noticia. El convencimiento de que había intentado evidenciar, torpemente, una sorpresa y un impacto que no sentía. ¿Acaso no tenía sentimientos? Sí, sabía con certeza que los tenía. Le había visto en varias ocasiones derribado por lúgubres sentimientos, melancólico. Tal vez sólo estaba concentrado en algo relacionado con la multinacional, incapaz de percibir el profundo drama de un suceso como aquel.
Intentó distraer esos pensamientos, pero al instante se veía acosado por ellos. La posibilidad de que su abuelo estuviera ocultando algo se hacía cada vez más corpórea. La leyenda que le contó Eder sobre el castillo, su castillo, volvió a sembrarle de dudas, de angustia, incluso. Reprimió el pensamiento que hacía unos pocos minutos le había obligado a ir al cuarto de baño a refrescarse la cara: la imagen de su abuelo comiéndose el corazón de aquellos chicos volvió a revolverle las tripas, pese a su intento de apartarla de su cabeza rápidamente, algo que consiguió finalmente. Pero esto le dejó trastornado, inquieto. ¿Y si su abuelo era el culpable de sus desapariciones? Tenía la certeza de que no les habría arrancado el corazón, como la leyenda afirmaba, pero comenzaba a sospechar que todas aquellas desapariciones en la comarca, aunque ocasionales en los últimos cincuenta años, tal como asegurara su amigo de Olarral, podrían tener algo que ver con su linaje. ¿Pero el qué? ¿Asesinato? No veía capaz de que ese hombre de avanzada edad y sumamente afligido por una ruptura imperecedera con su hija, su madre, fuera capaz de hacer algo semejante. ¿A qué fin lo haría? Su pregunta se diluyó como una gota de agua ante un poderoso sol veraniego. ¿Quién podría adentrarse en una mente perturbada de un asesino y extraer conclusiones sensatas de sus horribles actos? Se pasó una mano por el rostro a la vez que resoplaba por enésima vez esa mañana. Además, si estuviera en lo cierto, su abuelo no desentonaría con su sanguinario antepasado. Se estremeció al ver tan espantosamente real la posibilidad de que Nicolau fuera un asesino y el causante de la desaparición de los dos turistas santanderinos.
Intentó convencerse de que era presa de su terrible imaginación, causada por su noche en vela y su aflicción por imaginar con extremada y dolorosa nitidez a Gisela en los brazos de otro hombre; aunque en los brazos, precisamente, no. Su mente vagaba en algo mucho más pornográfico. Se dio cuenta de que su imaginación no tenía límites.
Se quedó pensativo, más sereno, con la mente lúcida. ¿Qué podía hacer? En ese preciso momento dos llaves brillaron bajo la luz del sol invernal de Olarral: en su mente apareció con fuerza las llaves del castillo en el momento en que su abuelo se las entregaba. «Ahora también es tu castillo». Su cabeza comenzó a funcionar a pleno rendimiento. Podía acudir al castillo por cuenta propia, ocultándoselo a su abuelo. Indagaría, rastrearía si hacía falta. Buscaría posibles respuestas, y, sobre todo, saldría de dudas si todavía no había perdido la cabeza. «La culpa la tiene Gisela. Me ha dejado en un locura transitoria», pensó, maldiciendo por lo bajo. Incluso maldijo el día en que la conoció. Los celos que había sufrido intensamente la noche anterior, y que todavía sufría, aunque ahora parecían darle una tregua, le hacían desvariar, al menos es lo que quería pensar.
Recogió sus cosas del escritorio y se levantó de un brinco. Se marcharía ahora mismo a Olarral, a su castillo, a salir de dudas, a acallar sus fantasiosos y dementes pensamientos. No podía quedarse de brazos cruzados ante esa abrumadora incertidumbre que le estaba corroyendo las entrañas. Incluso pensó en llamar a su amigo Jorge y pedirle que le acompañara y que le ayudara a indagar en el castillo. Pero sabía que su amigo no accedería por nada del mundo. ¿Cómo iba a convencerle de visitar la «morada del conde Drácula»? Antes se suicidaría. Sabía el terror que le infundía aquel personaje de ficción. Adentrarse en ese castillo sería para su amigo como ir al matadero.
Descartado su amigo, no le quedaba más remedio que afrontarlo en soledad, aunque se le ponía los pelos de punta al imaginarse allí solo en la inmensidad del castillo buscando pruebas de dos asesinatos. «¡Por todos los santos! ¿De verdad que estoy pensando esto seriamente?». No creyó que tardara mucho tiempo en ser recluido en un centro psiquiátrico. No estaba en sus canales.