CAPÍTULO 20
Olarral, Navarra
Eduardo Laborda batió todos los récords: el viaje había durado menos de tres horas; poco menos, para ser sinceros. Su autoestima como conductor subía como la espuma desde que tomara como hábito acudir al castillo. Incluso comenzaba a disfrutar por aquel camino de cabras que tanto le enfureciera la primera vez que circuló por él, a paso tortuga, por cierto. Había conseguido ganar confianza al volante. La experiencia es un grado. También se encontraba más relajado ante la inminente visita, en total controversia con la última vez, envuelto en una maraña de nervios. Tampoco había atisbo, para su tranquilidad emocional, de sensación de traicionar a su madre. Se encontraba plácidamente sosegado, disfrutando del paisaje que en su última visita no pudo percibir.
Ascendió por el camino asfaltado que coronaba la montaña, acercándose a las nubes bajas que cubrían en su totalidad el cielo. Parecía acercarse tanto a ellas que podría tocarlas con la punta de los dedos. Pese al cielo gris y la aparente amenaza de lluvia o nieve, el entorno se encontraba despojado de nieve. En unos pocos días el manto blanco había dado paso al manto verde, inacabable. Tan sólo unos pequeños y aislados terrenos de color marrón desentonaban en la inmensidad de un verdor infinito. Multitud de flores de distintos colores adornaban los verdes prados, dotándolos de personalidad propia. «Qué pena que el día sea tan sombrío», pensó Eduardo, con una mueca de disgusto.
Al llegar a la cima una sombra de duda emergió poderosa. Aquellas puertas infranqueables del castillo estaban cerradas a cal y canto. ¿Habría olvidado su abuelo la cita? ¿Acaso entendió mal el día? Las preguntas se arremolinaron en su cabeza, como moscas en la mierda. También había una respuesta lógica: era normal que las puertas se encontraran cerradas. ¿O dejaba la puerta de su casa abierta cuando esperaba visita?
Se bajó del vehículo y giró la manilla de la pequeña puerta embutida en una de las enormes batientes de hierro. Empujó con fuerza pero no se abrió. Inspeccionó en busca de un timbre o algo parecido. Poco después de comenzar a exasperarse, encontró un pulsador sutilmente ocultado entre las piedras que conformaban la jamba derecha. Lo pulsó y esperó. Al cabo de un minuto, el ruido de los cerrojos descorriéndose alivió sus peores temores. Ante él apareció el rostro redondo y amable de un joven elegantemente vestido.
—Usted debe de ser el señor Eduardo Laborda, ¿verdad?
—Sí. Tengo una cita… —Sin dejar de terminar de explicarse, el joven desapareció y las colosales puertas comenzaron a abrirse totalmente.
—Entre el vehículo, por favor. Dentro estará más seguro —dijo solemne Daniel Cervera, uno de los guardaespaldas de Nicolau.
Eduardo no puso objeción alguna. Aparcó el coche al lado de la limusina blanca ya vista la vez anterior. Supuso que sería de su abuelo. Debía de ser excitante pasearse por las ciudades con una carroza semejante.
Eduardo ascendió las escalinatas con brío, el frío no daba concesiones en el día de hoy. Antes de llegar frente a la imponente puerta del castillo, sin tiempo a buscar el timbre, la puerta se abrió y el mayordomo le invitó a pasar con un gesto de mano cortés.
—Adelante, señor. Su abuelo le espera impaciente en el estudio. —Cerró la puerta y nuevamente le guio por aquellas escaleras ya conocidas.
Se preguntó cuántos pisos tendría el castillo, asomándose fugazmente por el hueco central que ascendía bajo la custodia de las escaleras de un mármol resplandeciente. Parecía continuar varios pisos más arriba. Después de acceder a la primera planta, en un silencio incómodo, fue guiado a través del enorme pasillo que comenzaba a memorizar vagamente.
El mayordomo se presentó ante su abuelo tras llamar sutilmente con los nudillos a la puerta. Eduardo se adentró en la estancia tras la reverencia adoptada por Damiá. La lámpara cercana a la chimenea estaba encendida. La tenue luz que penetraba por las ventanas era del todo exigua, aparentando más una hora cercana al ocaso. Sin embargo era alrededor de mediodía.
—No sabes cómo me alegra que me honres nuevamente con tu visita. Tenía dudas, la verdad —se sinceró Nicolau, con voz y gesto de agradecimiento. Le tendió la mano.
«Yo también las tenía», se calló a tiempo. Por no decirle que había estado seguro, durante un día entero, de que no acudiría. Eduardo se la estrechó, percibiendo un súbito y fuerte apretón por parte de su abuelo. Su traje de un azul oscuro y costosa tela tejida con el mayor de los mimos volvió a impresionarle. Eduardo pensó que debería desempolvar sus trajes olvidados en su armario para no desentonar tanto. Era un enamorado de los vaqueros y de camisetas estampadas, pero ahora se sentía incómodo con su vestimenta informal en ese escenario de grandiosidad que le rodeaba. Se sentó en el mismo sillón en el que lo hiciera hacía cinco días. Su abuelo se mantuvo de pie, alejándose unos pocos pasos.
—Pues aquí estoy —contestó jovial. La confianza seguía siendo más bien escasa, pero se sentía como en casa.
Nicolau asintió complacido.
—¿Vino blanco, para abrir el apetito? —preguntó extrayendo de una cubitera una botella, resbalando por su superficie lisa y transparente pequeñas gotas de hielo derretido.
Eduardo asintió con gesto de aprobación. La boca se le hizo agua con sólo imaginar la textura suave y fría de un buen vino blanco deslizándose por su garganta. Nicolau sirvió dos copas y se sentó frente a él. El tono amarillo dorado que el contenido de su copa mostraba le hizo relamerse antes de probarlo.
Nicolau paladeó su copa con placer manifiesto. Disfrutaba con ello.
—Imagino que indagarías sobre nuestro antepasado —dijo con convicción mirando hacia el retrato de Vlad.
Eduardo siguió la mirada de su abuelo, topándose con la estremecedora imagen del rostro de Draculea que colgaba de la pared. No pudo evitar volver a sentir espanto. Aquella pintura era una auténtica obra maestra de la repulsión. Se acomodó en el sillón y se llevó la copa a la boca, no debía mostrar esos sentimientos.
—Sí, estuve navegando por internet —confirmó, sin apartar la vista de la copa. El vino era delicioso.
—Espero que te hayas recuperado de tanto horror con el que sus enemigos quisieron que se le recordara. Aquellos malditos panfletos que el rey Matías Corvino distribuyó por todo el mundo para encerrarle por traidor le granjearon una fama que no merece. Pero no podemos hacer nada. Sólo nos queda a nosotros, su familia, defenderlo a ultranza. —Su rostro severo y su mirada penetrante reafirmaba su exigencia.
Eduardo tuvo que volver a echar mano de la copa para solventar las dificultades. Hoy su abuelo se mostraba demasiado fervoroso. Comenzó a dudar de lo acertado de su decisión de acudir a la cita.
—Debo reconocer que me quedé prendado por toda su valentía y honor, así como por todas las heroicidades que se le atribuyen en la lucha contra los enemigos. —Era una manera de explicarlo. No del todo sincera, pero correcta. Sobre todo para su abuelo, al que le cambió radicalmente la expresión de su cara.
—Vaya, lo celebro.
Eduardo no dejó que continuase:
—Pero también es cierto que no se puede obviar su crueldad y salvajismo. Seguramente, tal como afirmas, se tergiversaron historias, pero hay tal alud de ellas que me resulta imposible que todas sean ideadas. —Eduardo sabía que desafiaba a su abuelo, pero no podía engañarse a sí mismo. Por mucho que admirara su patriotismo y su fiel servidumbre a la cristiandad, no podía negar la aversión que sentía ante sus bárbaras acciones.
El semblante de su abuelo se tornó lúgubre y, tal vez, ¿había percibido decepción? Eduardo miró en derredor, disimulando observar la estancia. No podía mantener su mirada.
—No lo podemos saber con certeza, esa es la realidad —afirmó Nicolau con un sorprendente tono sereno. Se levantó y se plantó delante del retrato del culpable de la controversia entre ambos. Se quedó inmóvil, con la mirada fija en el cuadro.
Eduardo bebió otro poco de vino. El frío líquido recorrió su camino hasta el estómago, sintiendo el calor que le producía segundos después. Estaba siendo su tabla de salvación.
—Comprendo lo dificultoso que debe de ser para un joven aceptar la Historia de un personaje tan controvertido —continuó Nicolau, sosegado, casi en susurros—. Yo lo acepté desde que tengo uso de razón. Mis padres se aseguraron de que así fuera, mostrándome el lado más admirable de él, obviando todo el torrente de mierda que se volcó sobre su figura. Yo enseguida quedé fascinado por sus hazañas y la perpetua lucha contra los enemigos de Cristo, y por esa aura que parecía envolverle. Un aura de supremo poder. No podemos juzgar a una persona que vivió hace cinco siglos, porque desconocemos totalmente aquella época. Pero sí puedo asegurar, al igual que la Historia constata, que fue traicionado por sus enemigos. Qué no narrarían para mancillar el nombre de su más odiado y enconado adversario.
Eduardo no había pestañeado siquiera. Se quedó escuchando la hipnotizadora voz de su abuelo, sin perder ni un ápice de su discurso. Sin duda, razón llevaba. Se puso en la piel de sus enemigos. Tenía la certeza de que aprovecharían la más mínima oportunidad para atribuirle los más horrendos asesinatos y las más crueles historias para vengar a aquel hombre de hierro que les martilleó sin descanso. Pero algo de verdad debía de haber en todas esas acciones con las que pasó a la eternidad. Y más de alguna, pensó convencido.
—Puedo asegurarte que entiendo lo que quieres decirme, y que incluso lo comparto, pero no puedo obviar mi reticencia —se sinceró Eduardo, deseando que su abuelo lo comprendiera y que pasara página. Su incomodidad le estaba resultando angustiosa.
Nicolau volvió a sentarse en su sillón, aparentemente cansado.
Eduardo percibió por primera vez el peso de su avanzada edad.
—Por cierto, Nicolau, si no es mucho preguntar, ¿cuántos años tienes? —Había encontrado una vía de escape a la molesta conversación, y de paso colmar su curiosidad.
Nicolau pareció confundido con la pregunta, aunque enseguida le mostró una serena y afable sonrisa.
—Ochenta y dos, hijo mío, ochenta y dos —confirmó con lástima, asintiendo repetidas veces, como si recordara un fallecimiento de una persona querida.
«¡¿Ochenta y dos años?!», pensó Eduardo incrédulo. Hubiera jurado que no pasaba de los setenta. Su aspecto era inmejorable. ¿Cómo había hecho para mantenerse con una salud de hierro y esquivar los efectos del inexorable paso del tiempo? Tras unos segundos de perplejidad, la posibilidad de que su abuelo hubiera pasado por una intensiva sesión de cirugía estética cobró vida en su razonamiento. Tenía una inmensa fortuna, al menos lo aparentaba, más que de sobra para pagarse un nuevo y rejuvenecido aspecto. El tema de su salud de hierro ya era otro cantar. Seguramente, pensó, su vida había sido condescendiente con él, envuelto entre algodones desde que naciera. Ahora la pregunta que se llevaba formulando varios días resonó con fuerza en su mente: ¿qué pasó entre su madre y él?
—No creo que me quede demasiado tiempo ya en este mundo —anunció Nicolau, con entereza y convencimiento.
Eduardo salió de su ensimismamiento. Tardó en concentrarse en sus palabras.
—No digas eso, nunca se sabe el futuro que nos depara la vida. Además, no puedes negar que tu salud es muy buena —apostilló Eduardo.
—Sí, debo admitir que he sido bendecido con una salud envidiable. Pero la edad no engaña al Altísimo.
Eduardo se removió en el sillón de un cuero tan suave al tacto que era una delicia acariciarlo. Se sentía con fuerzas de preguntar por el motivo de la ruptura con su madre, pero no sabía si sería el momento adecuado. No pretendía nuevamente interrumpir bruscamente una conversación. Podría aparentar una falta de respeto insultante. Por otro lado, la desconfianza que sintió por hablar de ese tema durante la primera visita, ya no la experimentaba. Necesitaba respuestas. Tan sólo escucharlas de su boca, sin crear un falso escenario basándose en sus palabras, que podrían no ser fidedignas.
—La verdad es que, a veces, el mal llega cuando uno menos se lo espera. Sin ir más lejos: el caso de mi madre —dijo Eduardo, siguiendo la corriente, pero con astucia para comenzar la conversación que anhelaba.
—Sí, hijo, sí. Y tan joven que era… —Su voz pareció quebrarse al final. Su semblante melancólico no dejaba lugar a dudas. Todavía sentía su pérdida.
Eduardo tenía la certeza de que fuera lo que fuese el motivo de aquella enemistad, su abuelo no había dejado de lamentarse e incluso arrepentirse de lo sucedido.
—Hay algo que no puedo dejar de preguntarme —anunció Eduardo, un tanto tímido—. Mi madre nunca dio su brazo a torcer en mis deseos de saber el motivo de vuestra ruptura. —Dejó la frase ahí, que calara en Nicolau. Estaba expectante en su reacción.
Nicolau asintió más para sí mismo que para su nieto, con un leve y súbito gemido, con la cabeza gacha.
—Tu madre era una santa —dijo con voz queda—. Ahora puedo confirmar que, a pesar de nuestras diferencias, ella no traicionó a su familia, llevándose nuestro secreto a la tumba. Eso la honra. Ni siquiera a su propio hijo le confirió ningún detalle. Una santa, Eduardo, una santa —su voz volvió a quebrarse, en esta ocasión más notoriamente. Agachó la cabeza y se pasó una mano por el rostro.
Eduardo carraspeó sutilmente, disimulando no percatarse de su bajón emocional. Se mantuvo en silencio por si su abuelo se dignaba a continuar.
—Tu madre y yo —continuó Nicolau, rehecho levemente, con la mirada perdida— tuvimos una discusión que se nos fue de las manos, ambos fuera de control. Una discusión acalorada donde tu madre puso punto y final a nuestra relación. Todavía no tenía la mayoría de edad, pero juró y perjuró que se marcharía de casa en cuanto la cumpliera. Y así lo hizo. No sirvió de nada mis súplicas ni mis explicaciones, no entrando en razones. Nunca podré olvidar el día en que se marchó de mi vida. Supe a ciencia cierta, en aquel mismo instante, que no obtendría su perdón jamás. Y, muy a mi pesar, no me equivoqué. Siempre he estado ahí, a su sombra, dispuesto a hablar, a reconciliarnos, pero todo mi esfuerzo ha sido en vano. —Se mostraba martirizado.
Eduardo sólo pudo sentir lástima por su abuelo. Deseó que hubiera tenido el perdón de su madre. Seguía sin saber el motivo, pero ninguna persona debía pasar por lo que su abuelo, supuso, y era elocuente, pasó.
—Intuyo que no podré saber el motivo de esa discusión —aseguró más que preguntar, con voz queda.
—Ahora que sé que tu madre no reveló lo sucedido, no puedo traicionar su memoria, Eduardo, espero que lo comprendas —confirmó con su habitual tono grave y poderoso, con la mirada acerada. Volvía a ser él.
Eduardo asintió, comprensivo y decepcionado. De todas formas, también aliviado por no escuchar posibles mentiras o palabras hirientes. Aquel mutismo de su abuelo le honraba, convenciéndole todavía más de su bondad. Era algo innegable. Pero debería asumir la resignación que sentía ante esa falta de respuestas. Lanzó una mirada furtiva a su abuelo, el cual parecía ensimismado. Bebió un poco más de ese brebaje reconfortante. Desde luego, su abuelo tenía clase, tanto con la bebida como con la comida, siempre de una exquisitez primorosa.
‡ ‡ ‡
Después de deleitarse con un banquete propio de sultanes, sin desmerecer en absoluto al que disfrutara hacía unos días, su abuelo cumplió su promesa.
—Ven, te mostraré el castillo. Coge tu abrigo.
Eduardo se levantó con dificultad de la silla, pese a la ilusión que sentía. Se había vuelto a dar un atracón. «Como siga visitando con regularidad a mi abuelo, mi panza va a moldearse extremadamente», pensó, maldiciendo su nulo poder de voluntad. Le siguió, abandonando el enorme comedor. Enorme: ese parecía el denominador común del castillo. Accedieron al omnipresente pasillo, en dirección hacia el estudio.
—Primero quiero que veas los balcones que ordené construir durante las reformas —anunció su abuelo.
Eduardo estuvo a punto de meter la pata. Poco faltó para que de su boca emanara la conversación mantenida con Eder el día que indagó las inmediaciones del castillo, comentándole aquellas reformas. No quería que su abuelo supiera de aquella visita.
—¿Hubo reformas? —rectificó a tiempo.
—Oh, sí. Como puedes observar, el interior sufrió unas severas reformas, hará unos ocho años. El exterior se restauró hace treinta años. —Nicolau se detuvo al llegar a las puertas enfrentadas donde en una de ellas se encontraba el estudio. Sin embargo, se perfiló delante de la opuesta, la de aluminio.
Eduardo había quedado como un tonto. Aquella profusión de materiales modernos de altísima calidad que cada centímetro cubría el interior del castillo sólo podía haberse logrado después de una reforma.
Nicolau, enfundándose un abrigo compuesto de forro polar, abrió la puerta y una tenue luz inundó su cuerpo. Era un balcón que daba a un patio interior, embutido en el castillo. Eduardo, imitando a su abuelo, se adentró detrás de su anfitrión en el balcón de considerables dimensiones, el cual ocupaba casi la totalidad de la pared. Se apoyó en la barandilla, divisando el patio y las paredes del castillo. Había otro balcón justo enfrente, y otros dos idénticos en el piso de arriba. Por lo que pudo ver, el castillo poseía dos pisos más la planta baja.
El patio era rectangular, de trece por dieciocho metros. Las paredes mostraban la misma robustez que el resto de la fortificación, compuesta por enormes piedras solapadas a la perfección. El suelo parecía ser el original, a salvo de las reformas, empedrado con esmero, y adornado con diferentes plantas florecientes, radiantes. Desde esa posición se podían atisbar dos de las inmensas y poderosas torres.
Se quedaron en silencio, como si hubieran pactado no molestar sus sentidos. Eduardo respiró el aire puro, cargado de humedad. El cielo estaba cubierto de una frondosa masa de nubes negras, amenazantes.
—Parece que va a caer una buena —anunció Nicolau, como si pudiera leer sus pensamientos.
Eduardo asintió preocupado. Tenía pensado regresar a casa esa misma tarde, cuando acabara de mostrarle el castillo. Sólo esperaba que la nieve no hiciera acto de presencia hasta que se hubiera marchado, si no, peligraría su vuelta al hogar.
Nicolau le guio a través de la inmensidad del castillo, mostrándole cada estancia. En esa planta, aparte del estudio, el comedor y el salón principal, donde Eduardo ya había estado, poseía otro salón algo menos ostentoso, pero que seguía cumpliendo con las leyes instauradas en aquella morada: lujo y amplitud. Al igual que los dos baños instalados en diferentes pasillos.
Subieron a la segunda planta, donde Eduardo comprobó que la escalera continuaba su ascensión varios metros más.
—¿Adónde da esta escalera? —preguntó intrigado.
—Después te lo enseñaré —respondió enigmático.
En la segunda planta, aparte de los dos balcones y de los dos baños idénticos a los del primer piso, estaban los dormitorios. Había dos principales, iguales: cama de matrimonio que sugería un descanso placentero, televisión de pantalla plana anclada al techo, con armarios grandes de madera de nogal, mesillas a cada lado de la cama, una cómoda y una mesa pequeña con dos sillas a su vera. Un par de ventanales velados por cortinas blancas y elegantes de seda. Pero no fue el lujo en cada detalle lo que más le sorprendió, sino la amplitud, algo que tampoco debía de haberle pillado por sorpresa. Pensó que su amigo Jorge no percibiría demasiada diferencia si se instalara en uno de aquellos dormitorios como vivienda, no desentonando con su reducido piso en el que vivía. Había otros tres dormitorios, de dimensiones más reducidas pero aun así grandes, con camas dobles.
Abandonaron el segundo piso y ascendieron por la escalera.
—Te mostraré lo mejor —aseguró confiado Nicolau.
Le siguió por aquella escalera que parecía no tener fin. Eduardo comenzó a jadear. No estaba acostumbrado a tanto esfuerzo físico. Sus pulmones, acostumbrados a una respiración calmada, protestaron con ímpetu. Intentó no delatar su emergente falta de oxígeno, silenciando en lo posible sus gemidos; observó a su abuelo, que marchaba tan campante, un hombre que casi triplicaba su edad. Sintió una vergüenza sobrecogedora.
Después de una eternidad, Eduardo vio aliviado la puerta que ponía fin al inacabable tramo de escaleras. Nicolau giró la llave que se encontraba insertada y la abrió. Un golpe gélido de viento les saludó con ímpetu. Habían llegado a la cumbre de una de las torres. Las paredes, repletas de almenas, se alzaban metro y medio, en un espacio cuadrangular de unos veinticinco metros cuadrados. Se asomó por uno de los huecos que dejaban aquellos dientes gigantescos. La perspectiva era brutal, las vistas abrumadoras.
—Estamos en la torre principal. Desde aquí puede otearse el horizonte hasta casi extinguirse —anunció Nicolau.
Eduardo se quedó boquiabierto. Parecía estar en lo alto de la atalaya que dominaba el mundo. La meseta montañesa de los Pirineos se divisaba con toda claridad, pese a la mortecina luz que precedía al ocaso. Buscó la ubicación de Olarral, pero no podía verse desde allí. El castillo se alzaba los suficientes metros lejos de la ladera que, sumado a la arboleda que la cubría, hacía imposible ver el pueblo. Era una pena, le hubiera gustado. No dejaba de impresionarse por tan impagable vista. La naturaleza, en todo su esplendor, se abría paso a sus pies hasta perderse en la infinidad del horizonte, el cual se anexaba con el cielo, un cielo tremendamente encapotado.
—¿A cuántos metros estamos del suelo? —preguntó Eduardo, asomándose hacia abajo.
—Las torres tienen treinta metros de altura —contestó Nicolau orgulloso.
Eduardo silbó, aunque el ulular del viento lo silenció. Desde esa altura, sumado a la montaña, creyó ser el hombre más poderoso del mundo. Se sintió superior.
—Me gusta estar aquí, divisar el entorno. Aunque hoy, la verdad, el día no invita a ello. Creo que se prepara una tormenta. —Nicolau arrugó la frente al mirar hacia el cielo.
El frío era intenso, y las nubes, tan cercanas desde su posición, eran una maraña compacta y gruesa tan negras como el hollín. El viento soplaba con fuerza, racheado, cambiando de dirección constantemente.
—Es maravilloso —dijo Eduardo en alto para sí mismo, obviando la inminente tormenta.
Eduardo no dejaba de cambiarse de pared, admirando todo el entorno a su alrededor. El castillo se veía majestuoso. Las otras tres torres se alzaban poderosas, idénticas a la principal, delimitando los bordes del castillo, como feroces guardaespaldas. Un trueno sonó a su espalda, cercano, sobresaltándole.
—Parece que se prepara una noche movidita —lamentó Nicolau.
Más lo lamentaría Eduardo, que sintió urgencia por marcharse cuanto antes. Un relámpago iluminó poderoso el cielo. Ambos se estremecieron.
—Será mejor que volvamos dentro —sugirió Nicolau.
Eduardo asintió enérgicamente, asustado. El sonido del trueno retumbó con poderío antes de llegar al refugio del interior del castillo. Pareció vibrar el suelo a sus pies. Unas gotas tan gordas como pelotas de tenis comenzaron a caer pausada y ruidosamente sobre el suelo de la torre. Cerraron la puerta tras de sí, aliviados. Eduardo nunca había sentido miedo durante una tormenta, pero en esta ocasión, mientras estuvo indefenso poco antes en el exterior de la torre, a tanta altura, sintió pánico. Ahora comenzaba a sosegarse. Lo que no podía saber con certeza era si la tormenta sería pasajera o duraría demasiado tiempo como para regresar a su casa.
Mientras llovía a cántaros y tronaba con fuerza, Nicolau terminó por enseñarle la planta baja, donde la servidumbre residía. Los materiales eran de menor calidad y los cinco dormitorios y el baño de tamaño usual. Aparte del vestíbulo y la sala de espera, que mantenían el lujo del resto del castillo, la cocina era de considerables dimensiones y dotada de la más alta tecnología. También pudo constatar que desde la planta baja se accedía a todas las torres, todas ellas independientes, y comprobó, tras abrir su abuelo la puerta de una de ellas, que poseían escaleras de caracol de piedra, tal y como fueron construidas originariamente. Después le presentó, apresurado, a los que fueron encontrando por el camino: nada menos que cuatro guardaespaldas, dos criadas, una cocinera y un mayordomo.
—El castillo es espectacular. Una pasada… —dijo Eduardo ante la atenta mirada de su abuelo.
—Celebro que te guste. Ahora también te pertenece. —Nicolau le dedicó una sonrisa y mirada indescifrable.
Eduardo se giró para huir de su mirada, carraspeando incómodo.
—Bueno, creo que por hoy es suficiente —anunció.
—Pero ¿cómo, te marchas? ¿Con esta tormenta? —preguntó atónito Nicolau.
—Tal vez ya haya pasado —contestó, rezando para que así fuera. Protegidos por los gruesos muros y por dos pisos sobre sus cabezas, el sonido de la tormenta había desparecido por completo. Nicolau miró a través de la ventana de la sala de espera, que daba a la parte frontal del castillo.
—Está cayendo agua a mares —advirtió.
Eduardo vio llover con una fuerza inusitada, relampagueando continuamente, iluminando la oscuridad reinante en trazos fantasmagóricos. O mucho cambiaba, o debería pernoctar allí. No es que tuviera reparo en ello, pero le hubiera gustado pasar la noche entre los brazos de su ardiente amante.
—Subamos arriba, es hora de un tentempié. —Nicolau mostraba una alegría inédita para Eduardo. Este, sin embargo, no compartía el mismo entusiasmo.
«Más comida no», pensó, protestando en silencio. No podría ingerir ni una simple aceituna. En ese instante un sonido estridente inundó la sala de espera. Ambos se miraron incrédulos. Eduardo porque no sabía su procedencia y Nicolau, por la sorpresa.
—¿Quién será en medio de esta tormenta? —preguntó Nicolau.
Eduardo, después de unos segundos recapacitando, llegó a la conclusión de que alguien estaba pulsando el timbre al otro lado de los muros.
Nicolau se apostó en la ventana, con Eduardo detrás, observando el urgente caminar de uno de sus guardaespaldas, protegido debajo de un paraguas y una chaqueta impermeable. Había encendido unos focos exteriores que iluminaban con suficiencia la parte delantera del castillo. Llovía torrencialmente. Tras abrir la pequeña puerta, distinguieron dos figuras que rápidamente traspasaron el umbral, siguiendo a continuación al guardaespaldas. Cargaban grandes mochilas a sus espaldas e iban con chubasqueros que cubrían sus cabezas.
—¿Les conoce? —preguntó Eduardo.
—No —afirmó tajante—. Les ha debido de pillar la tormenta. Aunque dudo que sean del pueblo.
Nicolau les recibió en el vestíbulo, acompañado de su nieto. Eduardo les vio entrar chorreando agua en abundancia. El sonido podía escucharse con claridad, como perro orinando en el suelo. Incluso sus botas de montaña parecían estar inundadas de agua en su interior, el sonido de cada pisada lo delataba.
—Perdone, señor —anunció Daniel Cervera—, pero he creído conveniente dejarles pasar sin su previo consentimiento. Hace una noche de perros.
—Está bien, Dani —contestó Nicolau, sin reproche alguno—. Intuyo que no son ustedes de por aquí —dijo dirigiéndose a sus nuevos huéspedes.
Eduardo vio que eran dos jóvenes, de unos veinticinco años, hombre y mujer.
—No, somos santanderinos. Estamos de turismo por estos maravillosos terrenos. Le agradecemos enormemente que nos haya dejado refugiarnos. Es la peor tormenta que he vivido en mi vida —afirmó con profusa gesticulación el joven—. En cuanto cese nos marcharemos —aseguró muy serio.
—Oh, no se preocupen, no molestan. Pueden quedarse el tiempo que necesiten. De verdad. Ahora, por qué no se secan, están empapados.
—No queremos molestar, señor.
—No es ninguna molestia. ¡Van a pillar una pulmonía! Daniel, encárgate de proporcionarles toallas y de que puedan cambiarse.
—Ahora mismo, señor.
—Es usted muy amable. Muchísimas gracias por su hospitalidad —agradeció enérgicamente el joven.
Ambos turistas desaparecieron detrás del guardaespaldas, dejando un reguero de agua que Eduardo tardó en dar credibilidad. Era como si llevaran instalado un grifo que no dejara de emanar agua. Por otro lado, no cesaba de ver gestos buenos en su abuelo. Tal vez era para ganarse su confianza y su cariño, pero no podía negar su más que aparente bondad.
‡ ‡ ‡
La tormenta cesó, al menos los relámpagos, pero el agua seguía cayendo con una fuerza descomunal, un auténtico diluvio. ¿Sería el fin del mundo en esta ocasión, o habría nuevamente algún Noé embarcando en su barco a personas y todo tipo de animales y plantas? Lo que sí pudo confirmar Eduardo es que hoy pasaría la noche en el castillo, en «su» castillo, acompañado de su abuelo y de los dos turistas que tampoco pudieron abandonar su salvador refugio. Y de la servidumbre, por supuesto. Ahora, los cuatro, disfrutaban de una reconfortante cena, sobre todo la pareja santanderina, calados hasta los huesos hacía apenas un par de horas.
—Ha sido una suerte encontrarnos cerca del castillo. Dudábamos en que se encontrara habitado. —Raúl, que así se llamaba el turista, relataba los hechos con entusiasmo—. Llevamos tiendas de campaña, pero la lluvia era torrencial, y la tormenta sobrecogedora. Estela estaba aterrada.
Estela asintió varias veces con los ojos como platos.
—Cuando he visto abrirse la puerta ha sido como si escapara de las garras de un león. No podía aguantar ni un minuto más bajo aquella tormenta donde los relámpagos surcaban el cielo alrededor nuestra con una magnitud descomunal. —Estela todavía expresaba su pavor.
Eduardo la observó disimuladamente. Era bajita y delgada, esmirriada como espárrago a medio crecer. Pero era guapa y parecía simpática. Había algo en ella que despertaba en Eduardo una leve atracción. Todavía intentaba descubrir con certeza el qué.
—Es algo extraordinario poseer un castillo —aseguró Raúl, con los ojos refulgiendo fascinación, dando buena cuenta del asado.
Eduardo no sabía si eran pareja. Desde luego, había un considerable contraste. El joven que tenía delante estaba entrado en carnes; bastante, por cierto. Posiblemente, pensó, debería de colocarse ella encima de él en el acto sexual, de lo contrario quedaría sumergida en el colchón, asfixiada con toda seguridad. No pudo reprimir una carcajada que a punto estuvo de exteriorizar. Carraspeó y se llevó una mano por el rostro para ocultar la expresión jubilosa de su cara.
—Descendemos de una familia aristócrata —contestó Nicolau, embriagado por la petulancia—. ¿Así que están pasando unos días por estas tierras?
—Sí. Nos encanta la naturaleza. Paisajes como este. Nos gusta acampar y sentirnos libres —dijo Raúl, sin parar de comer.
—Comparto vuestros gustos, aunque yo ya no estoy para caminatas, y mucho menos para acampadas —aseguró el anfitrión, que parecía a gusto con la velada—. Eso sí, mantengo mi paseo matutino.
Eduardo se percató de un tic en la nariz de Raúl, que comenzó a ponerle nervioso. No se había dado cuenta hasta ahora, y maldita la hora. Las criadas iban y venían en su procesión de platos, mientras el mayordomo supervisaba el trabajo. Eduardo se alegró de aquella improvisada visita, alejando la conversación favorita de su abuelo: Vlad. Parecía empecinado en convencerle de que no era el monstruo que la Historia narraba. Él podía comprender a su abuelo, irritado ante la posibilidad de que su propio nieto repeliera a su antepasado, pero comenzaba a parecerle excesivo su ímpetu.
Entre miradas furtivas a la invitada, Eduardo comprendió el origen de su atracción. Con toda claridad lo vio en esta ocasión. La chica poseía una sonrisa preciosa, hechizante. Por su cabeza pasó fugazmente la posibilidad de poseerla esa noche, esperanzado porque Raúl tan sólo fuese un amigo. Su miembro viril estaba con ganas de marcha. Esto le sorprendió. Gisela le exprimía al máximo en cada sesión intensiva, que solía ser un día sin otro. Precisamente hoy le tocaría, ayer su diosa no dio señales de vida. Era curioso que antes, que pasaba meses sin sexo, no lo echara en falta en demasía, y ahora, colmado como estaba, parecía hambriento. No obstante, el pensar en Gisela le hizo, irremediablemente, compararlas a ambas. Sin ánimo de ofender, Estela no llegaba ni a la altura del talón a su diosa. Era como comparar su tienda de campaña con aquel castillo. No había color. Pero su sonrisa…
—Por cierto, ¿sois pareja? —preguntó Nicolau.
Eduardo le miró. Su abuelo se había adelantado. A pesar de su edad, estaba con ganas de darle un revolcón a aquella jovenzuela.
—Somos novios —contestó un confundido Raúl.
«Te has quedado sin postre, abuelo».
—Lo decía por los dormitorios, por si querrían dormir en habitaciones separadas. Intuyo que no —dedujo Nicolau con sonrisa pícara.
—Bueno, todavía esperamos regresar esta noche al pueblo. Allí tenemos la furgoneta.
—Tonterías. Os quedaréis a pasar la noche aquí. Además, seguramente continuará lloviendo a jarros —dijo con severidad Nicolau.
Nadie se atrevió a contradecirle.
Después de la cena, aduciendo cansancio, Eduardo se retiró a su suite presidencial. Nicolau le ofreció uno de los dormitorios principales. Se tumbó encima de la cama todavía vestido, realmente estaba agotado. Encendió el televisor de cuarenta pulgadas y buscó algún canal interesante. Mientras estuvo en la torre, pudo divisar un par de antenas parabólicas, lo que hacía presagiar que estaría a disposición de innumerables canales. Se acomodó en la confortable cama de matrimonio, con un edredón de un tacto muy agradable. Qué placer. Recordó todo lo que había dado de sí su visita. Quedaba claro que se sentía cómodo en compañía de su abuelo, al que poco a poco veía con mejores ojos. El detalle con los turistas sólo podía hacerlo un hombre bueno, lo mismo que el hecho de no traicionar la memoria de su madre no revelando el motivo de su ruptura. Se resignó al no poder saberlo, pero intuyó que tanto su madre como su abuelo tenían algo de culpa en aquel desagradable desenlace. Inevitablemente le hizo recordar el juramento a su madre. Se convenció de que todavía no lo había roto, antes de que la angustia se apoderara de él. Recordó las palabras de Gisela, incluso las de su amigo, cuando todavía desconocía el personaje del cual descendía, que le aconsejaron acudir a la cita con su abuelo. También quiso olvidarse de su famoso antepasado, el cual le había sembrado de dudas en su proceder. ¿Qué podría haber afectado este singular personaje histórico para que su madre enterrara para siempre a su padre? Posiblemente, nada. No encontraba lógica alguna. Sin darse cuenta, sus ojos fueron cerrándose, envuelto en una calma total.
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Después de dormir a pierna suelta durante toda la noche, envuelto en aquel tacto suave y reconfortante que la cama le brindó, se levantó necesitado de una ducha caliente. Extrañado, volvió a comprobar los dígitos de su reloj de pulsera. Marcaba las nueve y cuarto de la mañana. No acostumbraba a dormir del tirón tantas horas. Descorrió las cortinas del ventanal, el sol alumbraba con fuerza, aunque pudo distinguir varias masas de nubes blancas esparcidas en el cielo azul. El día se presentaba ideal para conducir de regreso a su casa. Admiró el entorno a través del cristal, mucho más bonito con el sol bañando la vegetación de un verde intenso. Desayunaría y se marcharía. Primero, la ducha.
Después de saborear una ducha bien caliente en el baño presidencial que alojaba el dormitorio, dudó en lo que hacer a continuación. ¿Debería esperar a que alguien llamara a la puerta? ¿Debería salir y presentarse…? ¿Dónde? Una bombilla se iluminó en su interior. Podría bajar a la planta baja, a la cocina, donde encontraría a la servidumbre. Allí le orientarían. Recogió sus cosas en la maleta que trajo, ¡gracias a Dios!, por si surgían imprevistos, como así había sucedido.
Accedió al pasillo en forma de H y buscó la puerta de las escaleras. Fue coser y cantar. Las bajó al trote, el descanso y la ducha le habían dejado como nuevo. Pocos escalones después, sin embargo, decidió ralentizar el paso, el resuello comenzaba a agobiarle. «Parezco un viejo», pensó Eduardo irritado. Llegó a la planta baja y atravesó el vestíbulo, llegando a la cocina. Su memoria parecía mejor de lo que creía. Encontró a la cocinera y al mayordomo departiendo alegremente, aunque poco duraron sus semblantes joviales.
El mayordomo se puso firme, como un soldado ante un coronel.
—¿Señor? ¿Puedo ayudarle en algo?
—Quisiera saber si mi abuelo todavía duerme —preguntó con suavidad. Le incomodaba verle así, tan tenso.
—No, señor. Su abuelo ha salido a dar su paseo matutino, como es su costumbre cuando se encuentra en estos parajes.
Eduardo sólo pudo gruñir por toda contestación. ¿Y ahora qué? ¿Le esperaba para desayunar?
—Me ha pedido que le diga que puede usted desayunar ahora, si es su deseo. Podrán almorzar juntos después —informó un inmóvil y erguido Damiá, con su habitual cortesía.
«¿Aquí no paran de comer?», se dijo asombrado.
—Desayunaré ahora. ¿Cuándo regresará mi abuelo?
—No creo que tarde, salió hace más de una hora.
Eduardo no pudo reprimir un semblante de admiración. ¡Joder con el viejo! Madrugaba y paseaba durante más de una hora. Él, desde luego, no se parecía en nada a su vigoroso abuelo, el cual rebosaba vitalidad.
—¿Los turistas también se marcharon ya?
—Así es. Muy temprano, al parecer. Incluso antes de que yo me levantara.
Eduardo asintió levemente. Era el último en amanecer, el más vago. ¡Qué coño, era domingo!
—Me lo confirmó Cosmin, que fue el que les acompañó a la salida —continuó el mayordomo, impertérrito.
Eduardo se quedó un tanto contrariado. ¿Cosmin? ¿Y quién demonios era ese? Imaginó que sería uno de los guardaespaldas.
Después de un desayuno ligero, tan necesitado tras los excesos culinarios del día anterior, salió al aire libre. Bajó las escalinatas y se detuvo, mirando a su derredor, aspirando con fuerza y deleite aquel aire puro tan lleno de fragancias. La lluvia del día anterior había dejado un aroma a hierba fresca que le dejó anestesiado durante un minuto. A continuación avanzó por la gravilla, el resto del terreno aparentaba haberse convertido en un barrizal. Deseaba ver el paisaje. Se encaminó con aire decidido a las grandes puertas del amurallado.
Afuera de la fortificación obtuvo la certeza de su amor por la naturaleza. Se sentía tan sumamente bien rodeado de esas frondosas arboledas, todo tipo de vegetación, pájaros trinando, una paz inconmensurable. Todo era belleza y tranquilidad para sus sentidos, para su alma. Hacía frío, pero no tanto como en el día de ayer. El sol calentaba, aunque perezosamente. Paseó un poco por el camino asfaltado, observando cada minúsculo detalle con interés. Qué fascinante era todo aquello. Los insectos correteaban por los troncos y por el suelo plagado de vegetación. El lugar estaba lleno de vida; algo que desconocía, que nunca se había detenido a pensar. Solamente podía escucharse el lenguaje de la naturaleza, ningún sonido mundano que perturbara tanta perfección.
—¡Eduardo!
Eduardo se sobresaltó. Miró en dirección de donde provino el grito, encontrándose con la figura de su abuelo y la de un guardaespaldas ascendiendo el camino, a escasos metros de su posición.
—Qué susto me has dado —dijo entre risas quedas.
Nicolau, un tanto jadeante, se paró ante él. Con un gesto le ordenó a su guardaespaldas que siguiera adelante. Eduardo le saludó con la cabeza, respondiendo de igual forma Cosmin, el inseparable guardaespaldas de su abuelo.
—Percibo que te gusta el entorno —aseguró con satisfacción.
—Me encanta. Es algo tan distinto a las ciudades… Aquí se respira un sosiego y una pureza que consigue colmar mi alma de dicha. —Eduardo se mostraba verdaderamente apasionado.
—Me alegra saberlo. Tenía pensado algo, y ahora lo tengo claro. —Una sonrisa enigmática fluyó—. Vayamos dentro. En breve almorzaremos. —Nicolau inició su marcha hacia el castillo.
—Oh, no, gracias. Mi estómago pide un receso. Además, debo irme ya.
Nicolau mostró desilusión.
—No quiero retenerte, pero había pensado en almorzar juntos y tener una de esas charlas tan interesantes y controvertidas que nos llevamos entre manos.
Eduardo supo al instante a qué se refería: Vlad, y su interminable conversación.
—Lo siento, pero debo marcharme ya —se disculpó optando por un tono tajante, que no dejara lugar a dudas de sus supuestas obligaciones. Aunque, realmente, no tuviera que hacer absolutamente nada.
Atravesaron las murallas y se encaminaron hacia la escalinata.
—Espero que haya sido de tu agrado mi compañía —inquirió Nicolau, con mirada incisiva. Esperaba deseoso su respuesta.
—Por supuesto, eres un gran anfitrión —confirmó sincero.
—¿Subes a por tus cosas?
—No, ya las recogí antes.
—Oh. Espera un momento, debo darte algo. —Nicolau subió las escalinatas con brío y desapareció en el interior del castillo.
Eduardo se quedó esperando, apoyado en el capó del coche, intrigado. ¿Qué podría ser?
Al cabo de un par de minutos, como mucho, reapareció su abuelo, con algo pequeño y brillante en la mano.
—Ten, aquí tienes —le ofreció Nicolau, tendiéndole un par de llaves—. Son las llaves del castillo, de «tu» castillo —afirmó con un atisbo de sonrisa en los labios y una amplia sonrisa en sus relampagueantes ojos.
—Pero… —titubeó— no puedo aceptarlas.
—¿Por qué no? Es tu castillo. Una llave abre la pequeña puerta del amurallado y la otra, la del castillo.
Eduardo se quedó girando las llaves en su mano, pensativo, indeciso. ¿Qué podía hacer? Aceptarlas daría a entender que también aceptaba a su abuelo. No aceptarlas no debiera de crearle problemas, aunque supuso que a su abuelo no le gustaría tal rechazo.
—Así podrás venir cuando quieras a disfrutar de la naturaleza, sin tener que pedirme permiso. Cuanto tú desees.
Nicolau había dado en el clavo. Eduardo pensó en las palabras de su abuelo, que calaron hondo. Podría venir a admirar el paisaje, el castillo, solo, sin permiso de nadie, con total libertad. Era su castillo.
—Me las quedaré —dijo finalmente, dando fin al continuo girar de las llaves entre sus manos.
Nicolau explotó de alegría.
—Gracias —titubeó Eduardo.
—No hay de qué. —Nicolau sacó una pequeña libreta de su cazadora y un bolígrafo, anotando algo—. Por cierto, se me olvidaba. Aquí tienes la clave de ocho dígitos que desactiva la alarma. Está nada más entrar. Si quieres te enseño su funcionamiento.
—No, no hace falta —contestó con el único pensamiento de marcharse.
—Espero que nos veamos pronto. —Nicolau le tendió la mano, estrechándosela con fuerza.
Eduardo asintió por toda contestación.
Descendiendo la colina con su Seat se cruzó con un par de caminantes, posiblemente del pueblo, paseando en un día apacible de invierno. Sentía un tipo de euforia, de júbilo, que le desconcertó. Las llaves eran las culpables. Ahora poseía un castillo, ni más ni menos, en un lugar mágico, donde podría vivir el resto de su vida sin echar de menos absolutamente nada de su Zaragoza. Ensimismado en esos pensamientos, atisbó a una cuadrilla de caminantes que ascendían la colina, los cuales le sonaron vagamente familiares. Los observó con detenimiento mientras desaceleraba un poco, el camino era angosto. No podía creerlo.
—¡Eder! Esto sí que es casualidad —saludó jovialmente.
—Sí que lo es —contestó Eder Beramendi—. Aunque acostumbramos a pasear los fines de semana por este camino. ¿Qué, vienes de visitar nuevamente a tu abuelo?
—Sí. He pasado la noche. Ahora regreso al otro mundo, a la ciudad.
Eduardo se fijó en sus acompañantes. Las dos niñas que tan bien conocía correteaban sin cesar; dos personas mayores, hombre y mujer; y una mujer joven, posiblemente su esposa, de proporciones poderosas.
—Vaya, vaya. Al final te va a gustar la vida aburrida de los pueblos —comentó Eder sonriente—. Si quieres podemos ir a tomar algo, invito yo.
—De verdad que no, Eder, te lo agradezco, en otra ocasión, te lo aseguro. —Por alguna razón que desconocía, quería llegar a casa cuanto antes. Comer cualquier cosa y tumbarse en su sofá, despatarrado, rumiar las últimas veinticuatro horas, encontrar respuestas a todo lo que le estaba sucediendo en relación con su abuelo. Sentía que todo estaba ocurriendo demasiado deprisa.
—Vale, como quieras.
—Por cierto, dame tu móvil, así podré llamarte y quedar con tiempo y ganas.
—De acuerdo. Así podrás llamarme para enseñarme el castillo —dijo guiñándole un ojo.
Se intercambiaron los móviles y quedaron en verse en una próxima ocasión, sin mucha demora, a ser posible. Eduardo se dijo convencido que no tardaría muchos días en regresar, ahora que podía acudir sin la necesidad de una invitación por parte de su abuelo, y, sobre todo, sin su presencia, haciendo menos traumática su visita. Recordó todos los quebraderos de cabeza que había sufrido en torno a aceptar o no sus invitaciones.