CAPÍTULO 2
Zaragoza, once meses después
Eduardo Laborda regresaba a casa del trabajo. Un día más dejaba de lado los pormenores de su negocio en pos de hacer compañía a su madre. Ya lo había tomado como rutina: acudía a primera hora a su empresa para reunirse con Fernando, su hombre de confianza, quien le ponía al día. Eduardo le explicaba las directrices a seguir, después charlaba un poco con los otros empleados, en plan ameno y jovial, y se marchaba hasta el día siguiente. En pocas ocasiones tardaba más de tres horas.
Hoy no era una excepción. Ya no recordaba con exactitud cuándo comenzó este hábito, aunque estaría cercano a los cuatro años. Por suerte para él, la tienda de informática de la que era propietario y que inauguró hacía siete años seguía viento en popa, por lo que podía permitirse ese lujo cada día.
Tras el paseo matutino —la tienda no se encontraba lejos—, se sentía mejor, el aire libre purificaba y despejaba su mente. Silbando alguna canción que el estribillo se negaba a abandonar su cerebro, entró en casa. La tranquilidad y el silencio que se respiraba fueron una sorpresa, y una bendición. Su madre debía de tener un buen día. Este hecho le alegró el alma. Decidido y risueño entró en el antiguo estudio de la planta baja, reformado ahora en el dormitorio de su madre.
—Hola, cariño —dijo su madre con voz clara y poderosa, embutida en el interior de la cama por una manta y el edredón, asomando tan sólo la cabeza.
Eduardo se sorprendió al verla tan fuerte físicamente. Sí, esta mañana tenía muy buen aspecto.
—Hola, mamá —contestó en tono jovial, con una enorme sonrisa dibujada en su cara. Verla así hacía que su corazón, habitualmente en un puño, se expandiera y latiera alegre en todo su esplendor. Le dio un sonoro beso en la mejilla, y ella le cogió la mano, con ternura—. ¡Te veo muy bien! ¿Qué tal has desayunado?
—Muy bien, hijo, hoy tenía apetito. Estoy mejor que nunca.
Ambos se rieron con ganas, con satisfacción, con una alegría inmensa en su interior.
Elvira padecía cáncer de páncreas. Cuando se lo diagnosticaron ya se encontraba en un estado avanzado, ya era demasiado tarde. No había posibilidad de extirpación quirúrgica de todo el tejido tumoral. Elvira, por aquel entonces con cuarenta y nueve años, inició un tratamiento paliativo, para mejorar la calidad de vida. Los médicos le dieron un plazo de cuatro años de vida; a día de hoy, habían transcurrido cerca de cinco años y medio.
—Perfecto… Qué alegría me das. ¡Qué alegría verte así! —exclamó eufórico. No era habitual, sobre todo últimamente, que su madre estuviera sosegada, sin dolores.
Eduardo se sentó en el sillón a la vera de su madre. Era el único mueble que había resistido a la reforma. Quiso dejarlo allí para estar cómodo en las largas horas que pasaba al lado de su madre. Estuvieron charlando sobre las novedades de su negocio, sobre las noticias nacionales e internacionales, sobre el clima de aquella mañana.
Para él era una satisfacción inmensa acompañarla, ofrecerle su cariño, su tiempo, su dedicación, en pos de que su transición hacia la muerte inminente fuese menos traumática. Prácticamente no hacía vida social, manteniéndose al lado de su madre eternamente, postrada en la cama. A él no le importaba, le gustaba quedarse en casa. También influía el hecho de sentir que lo más importante en su vida era hacerla feliz hasta su último aliento. Bastante había sufrido ya, la pobre.
Entre esas cuatro paredes vivía Elvira desde hacía unos años, cuando la cruel enfermedad, empeorando día a día, hizo que tuvieran que instalarle un catéter para drenar la bilis, aparte de un bajón físico considerable. No obstante, ante la incredulidad de los médicos que la trataban, seguía con vida, superando con creces las expectativas. Cada vez los dolores que sufría eran más fuertes y más frecuentes, y su vida cada vez carecía más de sentido, sin embargo, no perdía la ilusión por vivir y seguía luchando enconadamente por estar un día más junto a su hijo, disfrutar de su compañía, de las pequeñas grandes cosas que ofrece la vida.
«Aquí está una vez más, sentado a mi lado, como si el mundo exterior no existiera. Tan sólo él y yo. Yo y él», pensó, mientras le oía hablar con dedicación. Cada vez que pensaba en él se le llenaban los ojos de lágrimas.
Irrumpió en la habitación Susana, interrumpiendo la amena charla. Se encargaba de cuidar a Elvira, aparte de hacer la comida y la limpieza del hogar. Quería informarse de las apetencias gastronómicas de Eduardo en el día de hoy. No es que acostumbrara a tener exigencias con la comida, sino que a la criada le gustaba complacer, en la medida de lo posible, a sus jefes.
Susana Vélez era ecuatoriana, de cincuenta y cinco años, sirviendo a las órdenes de Elvira y Eduardo desde hacía tres años. Para ellos era perfecta para ese trabajo: humilde y atenta, muy educada y servicial, aparte de buena persona. Pero había algo todavía más valioso para desempeñar un trabajo tan delicado y sufrido como cuidar a una persona agonizante: la gran amistad que había surgido entre ellas. Esto hacía que Susana se desviviese por Elvira, por amor, por cariño, como verdadera amiga.
Cuando ambos volvieron a quedarse a solas, Eduardo se levantó de un brinco y se acercó a la cómoda, donde reposaban varios libros. La miró con una tímida sonrisa de complicidad. Elvira asintió entusiasmada. Era la hora de la lectura.
Si de costumbre su madre disfrutaba de un buen libro, hoy más todavía; se encontraba sosegada, sin dolor, con fuerzas, de buena gana. Hacía ya tiempo que le costaba horrores leer; la vista se le cansaba, el texto se volvía borroso, parecía como si una telaraña creciese bajo sus párpados. Eduardo, desde entonces, no dudaba un instante en leer para ella. Cogió el libro, una novela romántica, la pasión de su madre, y lo retomó donde lo dejaron ayer. Siempre leía para ella con parsimonia, para que no perdiera el hilo. Él disfrutaba haciéndolo, sabedor de que el sentimiento era recíproco. Hacía recesos en la lectura cada cinco o seis minutos, para que pudiera saborearla al máximo, lo que él aprovechaba para mirarla inquisitivamente, deseoso de ver un gesto de complacencia, un brillo en sus ojos, algo que le confirmara que durante esos momentos olvidaba la cruda realidad, deleitándose con una buena novela. Hoy no iba a ser la excepción, y nada más hacer un alto en la lectura, los ojos de Eduardo buscaron con ahínco esa expresión que tan bien conocía. Y ahí estaba, sus ojos refulgían como poderosos focos, emanando una felicidad inmensa, totalmente contraria a lo que el cáncer obliga a su víctima, sobre todo si es irreversible.
«Ojalá yo haya heredado tu fuerza interior, tu aplomo», pensó Eduardo, casi con lágrimas en los ojos al poder todavía hacerla sentir viva. Atrás quedaban muchos días de sufrimiento, momentos de inaguantable existencia donde veía padecer a su madre dolores terribles, gimiendo, agonizando, pidiendo clemencia. Esos momentos eran los peores para él, incluso prefería que el Señor se la llevase consigo, acabando de una vez esa tortura emocional para él, y física y mental para su madre.
Quiso sacarse ese pensamiento que le sobrecogía el alma, que le había sorprendido inesperadamente ahora, volviendo a mirar a su madre con detenimiento, con ansia. Una sonrisa iluminaba su rostro. Esto ayudó a Eduardo a que recobrara definitivamente la serenidad después de ese pensamiento turbador, y prosiguió con la lectura.
Su vida, a los treinta y un años, transcurría en torno a su madre. Como si de un marinero se tratase, ella era el faro costero con el que guiarse. Atrás había quedado la ilusionante y satisfactoria vida del propietario de un negocio en auge, en constante prosperidad, abriéndose camino en el competitivo mundo de la informática. Aunque la tienda era un punto de apoyo importante en su vida, sobre todo para desconectar, lo había dejado bastante de lado. Le era imposible mantener la serenidad fuera de casa, lejos de su madre. No podía pensar en otra cosa que no fuera el estado de su madre, en cómo se encontraría, si le necesitaría. Para Eduardo era insufrible. Los fines de semana se encerraba en la habitación con ella, aunque esta se lo reprochara en multitud de ocasiones. Prefería estar con ella mil veces antes que cualquier otra cosa en el mundo, por tentadora o maravillosa que pudiera ser.
Llegaba el momento de otro receso en la lectura, de otra mirada inquisitiva, de una nueva alegría del alma. No podía creer que hoy su madre se encontrara tan bien. Era como si hubieran retrocedido en el tiempo un par de años, cuando la enfermedad todavía dejaba un poco de libertad y autosuficiencia a su madre. Quiso recordarla en su estado de plenitud, cuando su cuerpo fuerte y sano la llenaban de vigorosidad, cuando el pelo castaño oscuro brillaba con fuerza bajo el sol y unos grandes ojos de color avellana llenos de vida, intensos, preciosos, trasmitían vitalidad y dicha. Siempre la recordaba así, incluso en su niñez, cuando todavía estaría padeciendo la muerte de su marido, fallecido a los tres años de nacer él.
Poco quedaba ya de esa mujer en la plenitud de su vida. Ahora estaba demacrada, esquelética, completamente calva, muy débil, sufriendo fuertes dolores epigástricos, padeciendo ictericia. Su aspecto era, para él, desgarrador, hiriente hasta términos incomprensibles.
La voz de su madre le sacó de su ensimismamiento.
—Ay, cariño, con lo que me hubiera gustado verte con una novia decente…
«Ya empezamos», se dijo Eduardo, viéndose en esa tesitura casi a diario. Resopló, cansado ya de ese comentario.
—Ya no hay mujeres decentes, mamá —contestó ingeniosamente, vocalizando exageradamente «decentes». Una pequeña broma que intentaba que sirviera para zafarse del asedio de su madre.
Elvira sonrió sin desviar la vista del televisor, apagado, de cuarenta y dos pulgadas de pantalla plana anclado a la pared, con la mirada perdida.
—Pues claro que las hay. A montones. Con lo bonito que es compartir tu vida con otra persona. Qué vas a hacer tú solo en casa, con lo dura que puede llegar a ser la soledad. Hazme caso, hijo mío —aseguró, con convencimiento, incluso con profunda preocupación.
«¡Que Dios me coja confesado! Esto se está poniendo feo…», pensó Eduardo, poniendo los ojos en blanco.
—Ya sabes que a mí me gusta la soledad. Y estoy muy bien soltero, muy feliz y contento. Y sobre todo inmejorablemente bien. Por tanto no hay discusión alguna —quiso zanjar cuanto antes, cerrando cualquier atisbo de duda en su madre. Y había sido del todo sincero. Era muy feliz así: soltero y sin compromiso.
—Pero no puedo culparte —prosiguió Elvira, indiferente a la explicación de su hijo—. Estás encerrado conmigo día y noche, cómo vas a conocer a una chica. Te he repetido mil veces que hagas vida normal, que no malgastes tu juventud por mí. Para eso contratamos a una asistenta.
Eduardo volvió a resoplar, la conversación estaba adquiriendo unos tintes tan negros como unos nubarrones amenazantes de tormenta. Eso es lo que era para Eduardo: una tormenta de granizo, y sin un posible resguardo a la vista.
—El tratamiento parece que está haciéndote chochear, mamá. Incluso estás hablando sola.
—Todavía recuerdo a Andrea. —Seguía sin parecer escucharle—. Era tan buena chica… y hacíais tan buena pareja… Creo que hubieras sido feliz con ella. Siempre lo creí. Pero tú, en cambio, la dejaste. —Meneó la cabeza con parsimonia, incrédula recordando lo sucedido.
«Lo que faltaba, ¡Andrea! Pero qué le pasa a esta mujer hoy. —Comenzó a resoplar y a removerse en el sillón, inquieto—. Y no para… Parece un disco rayado».
Andrea había sido la única relación sentimental seria, que duró unos tres años, conociéndola mientras estudiaba en la Universidad de Zaragoza. De eso hacía ya unos ocho años.
—Mamá, ¿me has oído lo que he dicho? Pareces un loro —dijo irritado.
—Sí, cariño, sí, te he oído. Pero es que no creo que seas consciente todavía de tu… equivocación. —Antes de que fuera reprochada por su hijo, continuó—. Pero bueno —suspiró profundamente—, es tu decisión, y ya eres mayorcito.
—Amén —soltó en tono grave, todavía extasiado ante el torrente de importunidades con la que su madre había sido capaz de obsequiarle.
Apremiado por la urgencia de que pudiera seguir con esa conversación, retomó la lectura de la novela, leyendo con avidez inconscientemente; estaba con los nervios a flor de piel. Su cerebro todavía rumiaba las palabras de su madre, no dejándole serenarse.
El cuerpo rechoncho y bajito de Susana, con un trasero enorme y desproporcionado, apareció en el umbral. Era la hora de tomarse la medicación. Esperó tranquila a que Eduardo acabara de leer, interesándose por las palabras que emanaban claras y melodiosas. Él había conseguido calmarse y volvía a leer con parsimonia.
—Auméntale la dosis, Susana, que hoy chochea en exceso —aconsejó muy serio, nada más terminar de leer.
—¡Eduardo! —le recriminó la criada, con suavidad.
Se levantó del sillón, dejó el libro sobre la cómoda y cruzaba ya el umbral cuando la voz de su madre escuchó a su espalda.
—Espera, Edu, tenemos que hablar.
Eduardo se volvió con el ceño fruncido.
—No pensarás seguir dándome la tabarra.
—No. Ven, siéntate. —El rostro se tornó sombrío.
Eduardo regresó al lado de su madre, esta vez sin sentarse en su sillón, sino en el borde de la amplia y confortable cama que presidía la estancia. No tenía ni la menor idea de qué podría ser, pero intuyó que podría estar relacionado con su muerte. Con sólo pensarlo los pelos se le pusieron como escarpias.
Esperó a que su madre, ayudada por Susana, tomara la medicación. La asistenta trajinaba sobre la mesilla, donde no había espacio libre, buscando el medicamento que debía administrarle. Aparte de una lámpara y varios fármacos que rebosaban la mesita de noche de madera de nogal, había una radio de bolsillo, un vaso siempre lleno de agua en eterna disposición y un termómetro.
Elvira bebió un poco de agua con dificultad, sosteniendo el vaso con mano trémula, ayudada por Susana, que con una mano se aseguraba de que el vaso no se le cayera y con la otra, le sostenía levemente levantada la cabeza. Debía atiborrarse de fármacos cada día, por prescripción médica. Aparte de la quimioterapia, ingería otros medicamentos para contrarrestar las deficiencias de su páncreas. Junto con la radioterapia todo esto hacía que el camino hacia la muerte fuera más prolongado y menos insufrible.
—Ya está, Elvira, muy bien. ¿Quieres que te traiga ahora la comida? —dudó Susana, ante la presencia de Eduardo por la llamada de su madre.
—No, tengo que hablar con mi hijo. Ya te avisaré. Gracias.
Susana asintió y se marchó, sonriendo a Eduardo. Existía una gran confianza y complicidad entre los tres. Para ellos era como de la familia.
Elvira buscó la mano de su hijo, que no tardó en encontrar. Eduardo, sentado levemente girado hacia ella, la miró fijamente, con los párpados entornados. Ella apretó su mano con fuerza y su mirada se tornó penetrante, lo que hizo que Eduardo bajara la vista y se detuviera en sus manos enlazadas.
—¿Qué ocurre, mamá?
—Ay, cariño, qué habría sido de mi vida sin ti… —Un suspiro hondo y entrecortado salió de lo más profundo de su ser. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—No te pongas sentimental, por favor. Hoy deberías disfrutar del regalo que has recibido del Cielo. El dolor te ha dado una tregua, incluso has recuperado el sonrosado de las mejillas —se sinceró. Ella debía aprovechar en recargar fuerzas y mantenerse alegre, dentro de lo posible.
Elvira desvió la mirada al frente, hacia la negrura del televisor apagado.
—Esto es sólo un pequeño momento de calma, un preámbulo a la tempestad. —Su mirada volvió a clavarse en los ojos de su hijo, quien la miraba con gesto de extrañeza, no pareciendo comprender muy bien sus palabras—. El final está cerca, hijo mío, lo presiento —aseguró con una entereza que hasta ella misma se sorprendió.
Eduardo desvió la mirada, con unas ganas enormes de llorar, que contuvo como pudo. El corazón se le anudó en la garganta, le resultaba costoso tragar saliva. No quería dar pie a una llorera a dúo, a padecer unos sentimientos más propios de haberse consumado ya la tragedia. Con todas sus fuerzas intentó serenarse, haciendo acopio de valor para alentar a su madre. Se aclaró sonoramente la garganta.
—Todavía sigues con vida, a pesar de que los médicos te habían enterrado hace más de un año, superando todas las previsiones, incluso las más optimistas.
Su madre acarició el dorso de su mano con el dedo pulgar, ensimismada.
Unos momentos de silencio se apoderó de ambos.
—Ya sé que en más de una ocasión te he hecho jurarlo, pero necesito recordártelo una vez más —cambió de tema. Era el asunto que deseaba abordar. Volvió a quedarse ensimismada, en silencio.
Eduardo, después del mal rato que había experimentado con las dolorosas palabras referentes a la proximidad de su muerte, intentaba poner orden en su cabeza. Enseguida cayó en la cuenta de qué se trataba. Ella, en varias ocasiones, sobre todo desde que le diagnosticaran el cáncer, le obligó a jurar y perjurar que durante el resto de su vida se mostraría inflexible al deseo de acercamiento por parte de su abuelo materno. Eduardo no le conocía, ni siquiera le había visto una sola vez.
—En cuanto muera, ten por seguro que tu abuelo vendrá. Querrá clavar sus garras en tu vida. No consientas que lo haga, no caigas en sus trampas, ni siquiera consientas el mero hecho de tener una charla informal con él. —La seriedad en su rostro trasmitían nítidamente la importancia en cada palabra.
—Nunca ha querido saber nada de mí, ¿por qué iba a hacerlo ahora? —Para él esa persona no existía, nunca había existido. No conocía absolutamente nada de su vida, ni siquiera había visto una fotografía suya. No había conseguido sonsacar a su madre más información al respecto, y pensó que quizás ahora estaría dispuesta a explicarle algo más sobre su misterioso abuelo. Su madre, al parecer, no había querido, por nada del mundo, una reconciliación, y le había mantenido siempre apartado de él. No conocía los detalles de los motivos de la decisión de su madre de empezar una nueva vida lejos de su padre. Para Elvira era como si hubiera muerto, e hizo que para su hijo y su marido fuera como si nunca hubiera existido.
—Para sus fines, cariño, para sus horribles fines. —El rostro se tornó sombrío una vez más, cerrando los ojos con fuerza como queriendo deshacerse de imágenes que deseara borrar inmediatamente—. Recuerda siempre que se trata de una persona que atesora una maldad infinita, aunque pueda parecerte bondadosa y buena persona. Rehuye de él, siempre, y no caigas en sus argucias. Recuérdalo, porque no se rendirá con facilidad. Intentará por todos los medios conocerte, ganarse tu confianza, tu amistad, recuperarte como nieto.
—Lo sé, mamá, me lo has repetido muchas veces. Pero ¿nunca piensas contarme lo que pasó entre vosotros? —preguntó con un rayo de esperanza. Tenía constancia de que algo muy malo sucedió, algo que desconocía, pero también consideraba que exageraba en exceso. Culpó a que todavía estaría presa del rencor y de la ira.
—No. Me prometí que nunca saldría de mi boca nada relacionado con mis antepasados. Incluso tu padre se fue a la tumba sin saberlo. Júramelo, Eduardo, júramelo una vez más —suplicó, con el rostro desfigurado por la angustia y el temor que la invadían.
Eduardo tragó saliva con dificultad, ante la preocupación, incluso ansia, que transmitía su madre. La miró decidido a los ojos, y desde lo más profundo de su corazón, complació a su madre:
—Lo juro, mamá, lo juro por mi vida, si es necesario.
Elvira cerró los ojos y suspiró de alivio. Parecía que se hubiera quitado un enorme peso de encima. Estaba exhausta.
—Diré a Susana que te traiga la comida, la necesitas. Y ahora olvídate de todo, y no te amargues ni te tortures con pensamientos turbadores. ¿De acuerdo?
—Sí, hijo, sí. Descuida. —Le dedicó una sonrisa sincera, que tranquilizó a Eduardo. Comió con apetito, algo sumamente extraño. Parecía haber dado un esquinazo momentáneo a sus males físicos. Las comidas eran ligeras y frecuentes a lo largo del día, conteniendo una rica fuente de proteínas. «Dieta saludable y nutritiva… Tengo que mantener la línea…», pensaba en alguna ocasión, cuando el dolor le daba tregua, riendo para sus adentros.
Eduardo Laborda subió a la primera planta, a su estudio, todavía dándole vueltas al tema de su abuelo. Su madre siempre se ponía muy seria en lo referente a él, incluso parecía trastornarse. Lo único que sabía, por boca de su madre, es que en cuanto cumplió la mayoría de edad se marchó de casa, sola, instalándose en Zaragoza. Y que pese a todo, después de las infructuosas maniobras de su abuelo para retenerla, le entregó una gran cantidad de dinero para asegurar su porvenir. «No fue una ruptura tan violenta, ni movida por un impulso incontrolable», pensó convencido, aunque desde el total desconocimiento. Sería difícil con tan sólo dieciocho años, sola, rodeada de desconocidos, comenzar una nueva vida en una ciudad que desconocía por completo. Supo que continuó los estudios en la universidad y que un año más tarde conoció a Andrés, casándose después de tres años de noviazgo. Vagamente recordaba a su padre. También sabía que la madre de Elvira murió en el parto. Elvira era hija única.
Eduardo quiso olvidarse de todo aquello y concentrarse en su negocio, tenía trabajo. «Además, no creo que se acerque por esta casa. Ni que quiera conocerme ya a estas alturas».