CAPÍTULO 19

Zaragoza

Eduardo Laborda caminaba con aire distraído al encuentro con su mejor amigo. Habían pasado cuarenta y ocho horas desde su cita en el castillo y sentía una urgente necesidad de hablar con Jorge sobre las últimas e impactantes noticias. Acababa de cerrar la tienda de informática y se encaminaba al piso de su amigo, mientras el frío se dejaba notar en la noche zaragozana. Una noche, por otra parte, tranquila, con una reverencial ausencia de viento. Pero Eduardo no se percataba de su entorno, ensimismado en sus pensamientos. Podrían desfilar cien bailarinas exóticas a su lado sin reparar en ellas. Su cabeza, en plena ebullición, descifraba y rumiaba toda la información recibida sobre su linaje y el inquietante personaje histórico del que descendía.

Aquel lunes, nada más regresar a su casa después de la visita al ostentoso castillo familiar, dominado por la premura de indagar en internet, comenzó la investigación sobre su legendario antepasado. Pudo constatar, en el torrente de páginas web que encontró con información sobre Vlad Draculea, que todo lo relatado por su abuelo no era pura invención, ni una burda farsa para embaucarle, sino una realidad. Pero también pudo confirmar todas las barbaries que se le atribuían, destacando por encima de todas su famosa forma de matar a sus enemigos y traidores: el empalamiento. Incluso se contaban numerosas anécdotas, crueles y despiadadas, que formaban parte de su Historia. Falsas o no, exageradas o no, eran repulsivas. De colofón, pudo extraer un párrafo donde revelaba los distintos métodos de condena y tortura aparte del empalamiento. La gran variedad y el salvajismo eran la nota predominante. Eduardo sintió su estómago revolverse, la bilis ascender fugazmente hasta el paladar, dejándole un mal sabor de boca y un ardor en el estómago.

Llegó al portal y pulsó un botón del portero automático. La voz inconfundible de su amigo, distorsionada a través del altavoz, contestó jovialmente. El calor que le golpeó al cruzar el umbral hizo percatarse de la gélida noche. Era curioso que, después de media hora caminando por la calle, se diera cuenta ahora. Subió al ascensor con brío y esperó impaciente a que hiciera su trabajo lo más rápidamente posible. Cuando se abrieron las puertas, en el cuarto piso, Jorge le esperaba apoyado en el vano de la puerta de su vivienda con una sonrisa sincera de bienvenida y enfundado en una camiseta de baloncesto amarilla de sus queridos Lakers.

—Abran paso a su señoría —exclamó divertido Jorge.

Eduardo sonrió y bajó la cabeza un momento, casi avergonzado.

—¿Qué tal la visita a su castillo, señoría? —preguntó Jorge, recreándose en su broma. Eduardo le envió, aquel mismo lunes, un mensaje al móvil informándole de esa decisión.

—Espera que te cuente… —contestó entre tímidas risas.

Accedieron al piso de Jorge, instalado en su vida de soltero desde los veintiséis años. Los noventa metros cuadrados de aquel piso siempre le parecieron a Eduardo insuficientes para una vivienda, aunque de momento sobrara espacio para su único habitante. Se sentaron en el acogedor salón, en el único sofá de la sala, uno junto al otro.

—Bueno, cuéntame, ¿qué tal el castillo? —Su ansiedad por conocer todos los detalles rivalizaba con la que sentía Eduardo por revelarlos.

—No te lo puedes imaginar… Es algo espectacular, mágico, grandioso, enorme… No sé, es difícil expresarlo con palabras.

El entusiasmo y la fascinación en las palabras de su amigo no pasaron inadvertidas para Jorge Salas.

—A ver cuándo me invitas a tu castillo —afirmó serio.

—No es mi castillo, tontín —respondió Eduardo con una indomable y amplia sonrisa.

—Se te ve a la legua que te has quedado prendado.

—Eso es cierto. Pero ya sabes mi juramento —afirmó con rotundidad y cara de circunstancias—. Además, no sabes lo mejor.

Jorge le miró con el entrecejo fruncido. Esperó a que decidiera proseguir. Últimamente su amigo era una caja de sorpresas.

—Mi abuelo me reveló de qué alcurnia desciendo —dijo titubeante. Se rascó la mejilla, con su vista centrada en algún lugar del suelo.

Jorge Salas pensó si no habría alguna mancha en las baldosas, mientras su desesperación se acentuaba.

—Espero que te decidas a contármelo antes de Año Nuevo —recriminó.

Eduardo enarcó las cejas, sonriendo nuevamente. No era fácil decir algo así, y comenzaba a disfrutar del misterio que estaba exasperando a su buen amigo. Abrió la boca para confesarlo pero en el último momento se reprimió, incapaz de pronunciar las palabras que en su mente se formaron. Su amigo se mostraría escéptico con toda seguridad.

—Joder, Edu, ni que fueras a revelarme un secreto de Estado.

—Ojalá fuera algo tan trivial —masculló divertido.

Jorge Salas se removió inquieto en el sofá. Si realmente poseían un castillo, ahora vio con claridad la posibilidad de que descendiera de algún importante personaje medieval.

—Mi abuelo me aseguró que soy descendiente directo de Vlad… Draculea —soltó de sopetón, vacilante en la última palabra pronunciada.

Jorge se sobresaltó en un primer instante, con los ojos como platos. Se quedó estupefacto durante un momento, incapaz de articular palabra, paralizado, como si el tiempo se hubiera detenido.

Eduardo, tras unos segundos, no pudo reprimir una risa queda.

—Te has quedado de piedra, ¿eh? Ni siquiera a mí me afectó tanto —recordó, aunque las dudas le asaltaron. Esperaba que su abuelo, al revelarle aquella información, no vislumbrara en él una reacción similar.

—Pero… eso… ¿puede ser verdad? —Jorge seguía en un estado catatónico.

—Bueno, no puedo saberlo a ciencia cierta. Sí que es verdad que posee un cuadro muy antiguo pintado con el rostro de Vlad. Deberías verlo, no te deja indiferente —aseguró, con una mirada enigmática.

—Pero… ¡joder!, tío. —Jorge parecía haber regresado después de ser inducido por alienígenas. Se rascaba el cuero cabelludo constantemente y movía la cabeza de un lado para otro, como si buscara algo en el suelo.

Eduardo se divertía viéndole en un estado de incomprensibilidad al que nunca había asistido. Jorge, finalmente, volvió en sí, mirándole con ojos inquisitivos.

—Puede ser un bulo, al fin y al cabo —anunció.

—Podría ser, sí, aunque no tendría mucho sentido —recapacitó en voz alta.

—Sería una manera de alentar tu curiosidad y convencerte en tu decisión de que aceptes a tu abuelo.

—Si realmente mi abuelo quisiera embaucarme, creo que hubiera sido más fácil con otro personaje menos abominable. ¿No crees?

Jorge se quedó pensativo, con la mirada clavada en la suya, sin parpadear siquiera.

—Eso es cierto —confirmó finalmente—. La sola idea de imaginarme en ese castillo donde habita el conde Drácula me pone los pelos de punta. —Se estremeció y todo su cuerpo convulsionó fugazmente.

—No existe el conde Drácula, idiota.

—¿Ah, no? Si hasta poseía un castillo. Lo que no me cuadra es la ubicación. ¿Qué hace su castillo en España?

—No fue su castillo. Por lo que pudo contarme mi abuelo, vivió toda su vida en Rumanía. Fue su hija, quien escapando de las guerras instauradas allí, vino a parar a este país. Aunque en internet no he encontrado ninguna información sobre este hecho, ni siquiera de la existencia de una hija.

—Bueno, tal vez fuera una hija que mantuvo en secreto. En aquellos años sería algo muy sencillo de encubrir.

—Visto así, podría ser —confirmó meditabundo Eduardo.

—Por cierto, ¡enséñame los dientes! —urgió fuera de sí Jorge, levantándose y alejándose unos pasos, temeroso.

—Tú eres tonto —exclamó despectivo, irritado.

—Ey, tío, que has estado en la morada del puto Drácula. Y aún encima eres descendiente directo —dijo realmente perturbado—. Enséñame los dientes ahora mismo —obligó con determinación.

«Pero a este qué le pasa», se dijo malhumorado.

—No puedo creer que estés hablando en serio. ¡Estás acojonado!

—¿Y qué quieres? ¿Tú sabes el terror que de niño me infundía Béla Lugosi?

—Lo recuerdo, lo recuerdo —sonrió con aire ausente. Qué tiempos aquellos…

Jorge aprovechó para observar detenidamente, con vehemencia, los dientes de su amigo que asomaban al sonreír. Pareció quedarse más tranquilo.

—Hostia, Jorge. Me estás dejando de piedra. Ya eres un poco mayorcito para no creer esas historias de vampiros, ¿no?

—No bromees que no estoy de humor. Nunca me han gustado esas historias. Lo sabes bien.

Eduardo sabía perfectamente el terror que le producía, incluso a sus treinta y un años, cualquier película o novela relacionada con vampiros y, sobre todo, con Drácula en particular. Incluso conocía su fobia. Aunque, en esta ocasión, no entendió su temor en algo tan serio.

—Esto es la vida real, Jorge, no una película de terror.

—No, no. Es mucho peor que eso. Como tú bien has dicho, esto no es ficticio. Estamos hablando de un personaje histórico famoso por sus apetencias yugulares.

—Venga, ¡no me jodas! —protestó Eduardo—. Todo eso fueron invenciones para dar vida al personaje ficticio. De verdad que me estás preocupando…

—Ya sé que el conde Drácula no existe, pero soy incapaz de dominar mi repulsión —se sinceró Jorge—. Pero, aparte de las invenciones fantasiosas, debes admitir que empaló a miles de personas, por lo que sé.

—Sí. Indagué por internet y descubrí que se le atribuyen entre cuarenta mil y cien mil asesinados de esa manera o por mediación de otro método de tortura —anunció con pesar.

—¡Joder! ¡Ni el puto Hitler! —Se estremeció ante el número desorbitado de muertes a manos de aquel monstruo. Miró a su amigo con severidad, con el rostro desencajado—. Si no te conociera tan bien, me marcharía de esta ciudad para siempre sin decirte mi destino.

Eduardo enarcó las cejas, sorprendido pero a la vez comprensivo. La repulsión que creaba un personaje tal no era para menos. De ahí su convicción de no confesar a nadie más su secreto.

—A pesar de todo, te entiendo perfectamente. Pero sabes que no tengo maldad, ni siquiera un poquito —aseguró convencido, mirándole inquisitivamente.

—Lo sé, pero yo que tú me guardaría ese secreto al resto de los mortales —aconsejó muy serio.

—También hay que ser justos con él, y decir que en Rumanía todavía se le considera hoy en día un héroe nacional. Fue un heroico defensor de los intereses e independencia de su país, y un dueño justiciero —anunció Eduardo con orgullo, recordando haberlo leído en internet, corroborando las palabras de su abuelo.

—¡Una hermanita de la caridad!, va a resultar que fue —protestó con énfasis. A Jorge no se le escapó el significado real del último comentario. Intuyó que su amigo, a pesar de los pesares, sentía una especie de admiración por su sanguinario antepasado.

—No intento defenderle, sólo intento hacer justicia. También hizo cosas buenas…

—Sí… —titubeó Jorge—. Recuerdo haber leído que organizó un festín en una de las casas a las afueras de la ciudad e invitó a pobres, ladrones, tullidos, leprosos, enfermos y pordioseros. Cuando hubieron terminado de atiborrarse de comida y de vino, tu misericordioso antepasado se presentó con su guardia y les preguntó a todos los allí reunidos si querían una vida sin privaciones ni preocupaciones y que todos los días se dieran festines como aquel, a lo que ellos respondieron que sí. Vlad ordenó a sus soldados que cerraran la casa y que la prendieran fuego con ellos dentro. —No pudo evitar mirarle con odio. Aquella imagen la tenía grabada a fuego en su mente desde el día que la leyera. No podía quitarse de la cabeza la agonía que debieron de sufrir aquellas pobres gentes, de por sí maltratados por la vida.

Eduardo Laborda bajó la cabeza. Sí, él también lo leyó dos días atrás. Y como aquella, otras muchas de la misma crueldad y salvajismo. Pero ¿qué había de cierto en aquellos hechos? Su abuelo había hablado de traición, de que sus enemigos tergiversaron los hechos para fines propios.

—Imagino que habrás enterrado nuevamente a tu abuelo para siempre —dio por hecho Jorge.

Esta afirmación de su amigo sorprendió a Eduardo. Esquivó su mirada acerada de ojos verdes. ¿No había acudido allí en busca de consejo? Pues bien, ya tenía lo que quería.

—Sinceramente, todavía no lo sé.

Jorge soltó un bufido. No podía creerlo.

—Pero ¿cómo puedes tener dudas? ¿Acaso quieres pertenecer al clan de los chupasangres? —Jorge negó varias veces con la cabeza, incrédulo.

Eduardo puso los ojos en blanco. «Ya empezamos con los vampiros», pensó. A su mente le vino el recuerdo de las palabras de Eder Beramendi. Sólo faltaba contarle a Jorge la leyenda que rodeaba aquel castillo para que acabara tirándose por la ventana.

—Además —prosiguió Jorge—, recuerda a tu madre. Ella abandonó a su familia, ¿recuerdas? —Su rostro se iluminó como lo haría una poderosa bombilla de bajo consumo; despacio pero al final radiante—. ¿Y si lo hiciera al conocer quién fue su encantador antepasado? —Asintió unas cuantas veces, con una expresión en su rostro que parecía que hubiese descubierto una cura para el cáncer.

—No creo. ¿Qué más da que un antepasado de hace cinco siglos fuera Vlad Draculea? Por esa razón no se marcharía de casa, ni enterraría para siempre su relación con su padre.

—Yo sí que lo hubiese hecho —masculló convencido.

—Tú eres un capullo —protestó Eduardo—. No tiene ningún sentido.

—Tal vez tu abuelo sea de la misma calaña —sugirió susurrando, como temeroso por pronunciar aquellas palabras.

—No. No le conozco bien, pero se ve a la legua que no es mala persona. Además, no he visto ninguna persona empalada por aquella zona —confesó divertido.

Jorge lo miró con severidad.

—No deberías bromear con esas cosas…

—Joder, tío, estás que no te conozco. ¿Dónde has dejado tu sentido del humor? No me lo digas: han perdido los Lakers.

—No, ni siquiera han jugado. Pero te tomas a broma algo muy serio. Tu madre rehuyó de su padre, tu abuelo. Y tienes un antepasado que por las noches se convertía en vampiro. ¿Y tú qué haces en vez de seguir los sabios consejos de tu madre?: rendirte en los brazos del conde Drácula, y en su propia morada.

—Deberías haber sido guionista de cine —dijo con una sonrisa falsa. Las palabras de su amigo calaron hondo. Recordar el juramento hecho a su madre le oprimió el pecho. Le costaba respirar. Una desazón monumental le invadió por momentos. Dudaba de que Vlad tuviera relación alguna con la ruptura de su madre con su familia, pero su amigo tenía razón. ¿En qué demonios estaba pensando? Ya había satisfecho su curiosidad. Ya sabía de qué alcurnia descendía. Ahora, debía poner punto y final. Pero antes debía inculpar a su amigo de su desliz. Tenía que liberarse del arrepentimiento que sentía en estos momentos, y qué mejor forma de hacerlo que colgarle el muerto a Jorge—. Parece que lo has olvidado, pero fuiste tú quien me aconsejó que aceptara su invitación.

—Sí, para que conocieras tu verdadero linaje. Pero no podía imaginar, ¡por nada del mundo!, que descenderías de papá murciélago —dijo consternado, con aspavientos.

Eduardo no pudo evitar reírse. Todas las tinieblas instaladas apenas unos segundos atrás se disiparon.

—¿Papá murciélago? —Las carcajadas resonaron por todo el bloque de pisos.

Incluso Jorge se atrevió a reír. Parecía volver al mundo real.

—Espero que no vuelvas a ese maldito castillo —dijo en tono más jovial, retornando el tema.

—Pues el sábado estoy invitado a comer…

—¡No vayas…! Haz como estabas haciendo al principio: rehuye de él. No estás obligado a mantener una relación cordial con tu abuelo.

Eduardo vio la claridad. Se alegró enormemente de haber acudido a su fiel amigo en busca de consejo. Lo había obtenido. Enterraría nuevamente a su abuelo, al castillo familiar y a aquel personaje histórico y sanguinario. Era hora de marcharse a casa, tal vez Gisela acudiría en busca de sexo libertino.

‡ ‡ ‡

Después de cenar solo y comprobar que hoy su diosa no iba a descender a la Tierra para fornicar como una loca con un simple mortal, decidió no dedicar ni un minuto más a la trama familiar. No merecía la pena. Había tomado la decisión correcta, la misma que su madre no cesó de hacerle jurar. Su madre… Una explosión de anhelo surgió de lo más profundo de su ser. En todos estos días de locura y frenesí con Gisela y de mantenerse enfrascado en su linaje, el castillo y todo lo que rodeaba a su familia, había mantenido al margen la pérdida de su madre. Ahora no pudo retener un torrente de sentimientos y pensamientos que le martirizó. Cuánto echaba de menos a su madre. Con lágrimas en los ojos, la recordó en sus años dorados, antes de caer en los tentáculos del cáncer, cuando se paseaba por la casa con aquel aire de felicidad y vigorosidad que tanto le reconfortaba. La imaginó con una de sus imborrables sonrisas, mirándole con un amor infinito, con una bondad que levantaba su ánimo incluso en los momentos más difíciles por los que había pasado en su adolescencia. Aquellos momentos inseparablemente juntos quedaban ya lejanos, en los que creía ser el hijo más afortunado del mundo, donde las risas no cesaban y su compañía le embargaba de dicha. Suspiró con un dolor en su interior tan grande que creyó ahogarse. Las lágrimas corrían sin impedimento por sus mejillas como pequeñas cataratas, terminando en un sollozo desgarrador.

Lloró con rabia, con ansia, como si disfrutara de su desdicha, sabedor de que necesitaba soltar toda su ira y aflicción que fue acumulando en silencio durante los últimos años; no debía dejarse nada en el interior. La casa estaba tan vacía sin ella… Era como si una multitud se hubiera marchado, como si el alma de la casa hubiera muerto junto a ella. La verdad era que llevaba años sin su madre, su verdadera madre, no aquella mujer postrada en la cama, agonizante día y noche, perturbando la tranquilidad del hogar. El Señor no sólo se la había llevado antes de tiempo, sino que se había asegurado de torturar a ambos durante años. ¿Por qué tuvo que verla apagarse poco a poco mientras su cuerpo y su alma se debilitaban hasta extremos horrendos? ¿Por qué tuvo que soportar aquel martirio, aquella aflicción insoportable por verla consumirse lentamente?

Eduardo abrió los ojos, velados por el llanto, sin dejar de maldecir en silencio. Su madre había sufrido lo insufrible, eso lo sabía con certeza. Y él había tenido que vivir soportando ese dolor que le transmitía, aquellos incesantes y espeluznantes lamentos en plena madrugada que arañaban el silencio como las garras afiladas de una fiera clavándose en su carne, provocándole un dolor indescriptible. ¿Por qué? No se merecían tanta crueldad. Ni su madre ni él.

Eduardo volvió a entregarse a los sollozos, dispuesto a continuar así hasta el amanecer.

‡ ‡ ‡

Estaban sentados uno frente al otro, a punto de degustar los manjares y exquisiteces de un Burger King. Mientras esperaban que su cena estuviera preparada, Eduardo ya se relamía, y no sólo por la hamburguesa doble y las patatas fritas que engulliría en breve, sino por lo que devoraría después, cuando llegaran a su casa. Era jueves, y llevaba dos días enteros sin probar su dulce y suave piel. No había problema, hoy recuperaría el tiempo perdido.

En los últimos días había empezado a darse cuenta de cuánto deseaba a Gisela. Pero no era sólo deseo sexual, sino un sentimiento más profundo. Pensaba a todas horas en ella, en qué haría, si pensaría en él, y en todas esas chorradas. No estaba enamorado de ella, al menos era lo que quería creer, pero comenzaba a sentir una vacuidad interna en su ausencia. Su creencia parecía tambalearse. Toda aquella palabrería y consistencia de ser un solterón eternamente se estaba resquebrajando poco a poco. La vida le ponía a prueba, pensó. Con una mujer perfecta como aquella, su mundo podía venirse abajo en cuestión de segundos. Mantenía su convencimiento de que sería más feliz solo, sin ataduras, sin compromiso, dueño y señor de cada uno de sus segundos, de cada uno de sus actos y pensamientos. Pero en el fondo de su ser algo incontrolable y desconocido se abría paso entre tanta charlatanería. Cualquier hombre en el mundo estaría dispuesto a cualquier cosa por tener a Gisela a su lado, una mujer de una hermosura insultante, prohibitiva incluso.

Eduardo nunca se cansaba de admirarla. Tenía la certeza de que si la expondrían en un museo, los hombres lo colapsarían cada día y cada minuto, sin distinción de edades ni religión ni procedencia.

—¿Ya has decidido lo que harás el sábado? —preguntó Gisela después de mantener una pequeña conversación trivial.

Eduardo enarcó las cejas, titubeante. Hacía dos días, en una apasionada noche de sexo, le comentó, superficialmente, su encuentro con su abuelo. Seguía ocultándole la existencia del castillo y, por supuesto, la identidad de su recién revelado antepasado. También le comentó la segunda invitación de su abuelo. Aquel día en que volvió a compartir cama con su amante de otro planeta todavía estaba indeciso, más bien a favor de acudir a la segunda cita, pero la charla con su amigo en el día de ayer le sacó de toda duda.

—No, va a ser que no —contestó tajante.

El rostro de Gisela mostró una sorpresa comedida. Su mirada incisiva intentaba leer sus pensamientos.

—El martes parecías dispuesto a lo contrario —afirmó.

—Estaba en duda. Ahora lo tengo claro. Creo que es mejor que sigamos siendo dos desconocidos.

—No te entiendo, la verdad. Sé que me ocultas algo, que no te lo reprocho, ni quiero saber qué es, pero aun así, no te entiendo. Es la única familia que te queda. Y la familia, Eduardo, es lo más importante. —Sus palabras destilaban una sinceridad y una certidumbre que dejaron a Eduardo tambaleándose.

Bajó la mirada, entrelazó las manos apoyadas sobre la mesa, jugueteando con los dedos, implorando porque anunciaran su turno para recoger sus hamburguesas y desviar el tema de su cabeza. No podía dar lugar a las dudas nuevamente. Ahora no.

—Yo no tengo a nadie —continuó Gisela ante el mutismo de Eduardo—. Toda mi familia ha muerto, y no sabes qué desdichada me siento. Daría cualquier cosa por estar en tu lugar. Quiero decir, por descubrir un día que tengo un abuelo al que desconocía su existencia, y que me pide conocernos y establecer una relación que siempre debió existir. —Suspiró melancólica.

Eduardo resopló, sorprendido por escuchar su propio bufido. No era su intención que ella lo oyera. La miró furtivamente, dudando en si lo habría interpretado como una protesta. Parecía absorta en sus pensamientos, con aire sombrío. La verdad era que no sabía gran cosa sobre ella. Tan sólo lo esencial. Se mantenían distantes en sus vidas privadas, contándose mutuamente banalidades. De hecho, él se sentía a gusto así. Aparte de ser la mujer perfecta, también lo era como amante. No hacía preguntas incómodas, mostrándose inteligente en ese aspecto, intuyendo cuando se adentraba en terreno prohibido. Eduardo intentaba hacer lo mismo.

—Es un tema un poco complejo. Además, debes recordar el juramento que hiciera a mi madre —anunció Eduardo.

—Lo sé, y te honra por tu parte. Yo también estaría un tanto desconcertada en mi manera de proceder, pero recuerda que ella ya no está aquí. Tu vida sigue y no tienes por qué estar obligado a cumplir un deseo de otra persona, aunque sea tu madre. No dudo en que ella quería lo mejor para ti, pero eso es algo que debes decidirlo tú, con tus propias experiencias. —Gisela seguía mostrándose un tanto tímida en su tono de voz, como avergonzada por darle consejos. Lo que sí evidenciaba era su ímpetu por abrirle los ojos, por compartir sus pensamientos, para que no pudiera cometer un error que podría acabar arrepintiéndose toda su vida. Esa era la sensación que Eduardo palpaba de sus sinceras palabras.

El número de su tique fue anunciado por megafonía. Acudieron a por las hamburguesas. Lo que hacía dos minutos le tenía ansioso por hincarle el diente, ahora no era más que un espejismo. Su apetito debió de marcharse con alguno de los clientes que abandonaron el local una vez saciados. Una inesperada angustia se apoderó de él. Se sentó con desgana y paseó la mirada por su bandeja. Para él fue como si estuviera vacía, como si la hamburguesa doble y las patatas fritas fueran meros objetos decorativos. Las dudas en su proceder eran tan grandes que creyó que acabarían volviéndose corpóreas.

—Joder, Gisela, me has quitado el apetito, ¿sabes? Vuelvo a estar en un mar de dudas, y todo gracias a ti —se sinceró, maldiciendo por lo bajo.

Gisela se quedó mirándole un momento, inmóvil, con el entrecejo fruncido y no pareciendo comprenderle.

—Si tienes tantas dudas es porque el juramento te tiene maniatado, si no, no le darías ni un segundo de tu tiempo en considerarlo —recalcó Gisela. Después prosiguió con sus mordisquitos pausados a la hamburguesa, con sutiles modales que desentonaban en un lugar como aquel. Sólo le faltaba pedir cubiertos.

Eduardo había recibido un gancho de derecha en su estómago. La verdad ofende, y duele como el peor de los males. Bebió un buen trago de su cerveza, falta le hacía. Cogió una patata frita y se la metió en la boca, indiferente, ensimismado, ¿o debía decir apaleado? Le siguieron unas cuantas patatas más, hasta que su apetito reapareció. La angustia había desaparecido. Las dudas, no. Pero algo había en su interior que le abría la puerta a la posibilidad de acudir a su cita con su abuelo. No podía obviar la fascinación que sintió el lunes al indagar por internet sobre su antepasado, una fascinación fugaz al descubrir la parte buena de su Historia: por momentos Vlad fue invencible en su desigual lucha contra los otomanos, que le doblaban e incluso le triplicaban en el número de guerreros. También leyó que había sido miembro de una orden secreta para combatir a los enemigos de su país, de Cristo y del papa. Devolvió la honradez y la justicia a su país en una época donde el delito campaba a sus anchas.

Toda esa información le embrujó, mirando con otros ojos a su legendario antepasado, aunque sin obviar, ni un ápice, su salvajismo y crueldad, algo que odiaba. No obstante, como su abuelo explicara y él bien sabía, la Historia, como se ha podido demostrar en ocasiones, está llena de verdades y farsas.

Tal vez acudiría el sábado al castillo. Con el mero hecho de recordarlo, la vanidad se disparó, inconscientemente para Eduardo, pero tan real como la vida misma. Poseer tal monumento, poder pasearse por su grandeza. Un cosquilleo en su estómago, delicioso, le obligó a deleitarse en aquel pensamiento.