CAPÍTULO 18
Barcelona
«Hay que ver lo que cambia el carácter de un hombre para conseguir llevarse a la cama a una mujer», pensó Nicolau Medina. Sergio Nogués, uno de sus guardaespaldas, no cesaba en su empeño de engatusar a Leandra, la criada brasileña. Ante ella se mostraba risueño y educado, aunque también hacía gala de una mano demasiado larga. En cuanto la extrovertida y sensual Leandra se descuidaba, este aprovechaba para palpar fugazmente sus nalgas.
Nicolau observaba intrigado a la parejita mientras comía en la mansión. Aquella misma mañana, temprano, había abandonado el castillo con su séquito al pleno, acudiendo al edificio de su multinacional para ponerse al día y gritar algún que otro improperio a sus empleados. Ahora comía plácidamente en su residencia, acompañado a la mesa por sus cuatro guardaespaldas. Detestaba comer en soledad, sobre todo desde que su segunda esposa falleciera, dejándole completamente solo en el mundo. Sí, así se sentía él: tan solo como un perro abandonado.
Leandra Faría apareció con el postre, sirviendo a los comensales, ganándose una palmada en el trasero de su más ferviente admirador. Leandra le dio una colleja, sin miramientos, que a Sergio no le importó en absoluto. Había merecido la pena. Sus ojos, desorbitantes, seguían ese cuerpo de curvas mareantes, refulgiendo pasión.
Nicolau supuso que si cualquier otro ser humano osara levantar la mano a Sergio Nogués, acabaría con su vida de inmediato. El guardaespaldas de cicatriz en la mejilla era un hombre de muy mal carácter, malhumorado, acostumbrado a blasfemar con asiduidad ante cualquier anomalía. Por otra parte, le comprendía perfectamente. La joven había sido muy bien dotada. Aunque, seguramente, pensó, Sergio todavía no la habría escuchado canturrear. Aquella cantante de opereta perdía todo su encanto cuando daba uno de sus conciertos mientras hacía sus labores en soledad. Por todos los santos… toda su belleza y sensualidad se evaporaban en el mismo momento en que su canto de gallo mareado cobraba vida. Se rio para sus adentros. Estaba de buen humor. De muy buen humor.
Tras el postre y el café, con el habano todavía humeante entre sus dedos, se retiró a la soledad del estudio. Se sirvió una copa de whisky de malta, sentándose en su sillón. Suspiró, no sabía si de cansancio físico o psíquico, o de ambas cosas. Se abandonó al pensamiento que en las últimas horas se estaba convirtiendo en su deleite. Los avances con su nieto estaban siendo ilusionantes, devastadores en su excitación. Había conseguido convencerle para su primer encuentro, algo de lo que llevaba esperando demasiado tiempo, y de lo que dudó que pudiera materializarse. Ahora había podido disfrutar de su compañía, conocerle, finalmente. Había sido una espera tan larga y tortuosa que ahora se regodeaba en su suerte. La impresión había sido buena. Era un joven despierto, inteligente, de principios. E irradiaba una humanidad fuera de toda duda. «Demasiado buena persona», supuso inquieto. Para conseguir que su nieto diera el paso definitivo intuyó que debería poner todo su ingenio.
Pero no podía engañarse tan fácilmente. Antes debería limar las asperezas que su nieto mostraba con respecto a su antepasado. Debía abrirle los ojos para que viera al hombre patriota y defensor a ultranza de su país y de la cristiandad que fue Vlad. Sabía que sería complicado, toda esa bazofia que la Historia vertiera sobre Vlad, como petróleo en alta mar, había contaminado su nombre hasta extremos intolerables.
Tenía la certeza de que Eduardo acudiría a su segunda cita. Pudo percibir su entusiasmo por conocer en profundidad el castillo, por pertenecer a la «realeza». También era consciente de que su hija, la difunta madre de Eduardo, que en paz descansara eternamente, todavía planeaba en la conciencia de su nieto. Pero ya se encargaría él de, paulatinamente, salvar aquel escollo. De momento había conseguido lo que parecía más difícil: atraerlo a su terreno. Supuso que a partir de ahora todo sería más fácil. Pero otra vez sintió la angustia por la posibilidad de fracasar en su intento. El chico se mostraba reticente e intolerante en aceptar a su legendario antepasado, algo que le tenía preocupado profundamente. En ello dependía parte de su éxito. Tenía que revelarle su sino y el deber con su alcurnia, conseguir que se entregara en cuerpo y alma al compromiso familiar que podría poner fin a la búsqueda que perduraba desde hacía más de cinco siglos. Ningún varón descendiente directo del mítico Vlad Draculea había faltado a la obligación de su estirpe. Y en sus hombros recaía la responsabilidad de que continuara siendo así. No se perdonaría jamás fracasar ante su vanagloriado antecesor. Dio gracias de que el Señor, sabio e indulgente, le concediera una larga vida. De otro modo, no hubiera podido encontrarse ante la posibilidad de ilustrar al hasta ahora último varón de la estirpe.
Con la total tranquilidad que reinaba en su estudio, acompañado del reconfortante habano y del indispensable whisky, se sintió entusiasmado por seguir recordando el origen del secreto de su alcurnia. Pudo degustar, como si fuera hoy, la narración de aquella historia que su padre y su abuelo no se cansaron de repetirle a petición suya. Se acomodó en su confortable sillón, y su imaginación se situó en unos días después de la muerte de Vlad. Qué tiempos tan memorables debieron de ser aquellos, se decía siempre.
Monasterio de Snagov, Valaquia
15 de diciembre de 1476
Irina y su esposo tenían todo minuciosamente preparado para emprender el viaje. Con la ayuda del abad y de los leales vistejis, sumada a la imaginación de Vlad antes de morir, habían ideado hasta el más mínimo detalle. Razvan, el marido de la hija de Vlad, carpintero de profesión, diseñó un carro para albergar dos ataúdes. Uno de ellos, donde reposaba el cuerpo sin vida del voivoda, se ubicaba debajo del otro ataúd, en un hueco elaborado para ocultar su existencia. Tenían la certeza de que Mehmet ordenaría buscar su cuerpo, una vez que a sus oídos llegara el rumor de que unos monjes habían conseguido su cabeza para enterrar definitivamente al «hijo del demonio», como se le conocía a Vlad entre las filas enemigas; un ser al que los turcos creían bajo la protección del diablo, y que no descansarían hasta cerciorarse de que su cuerpo se consumía. Con el cuerpo inerte del príncipe cuidadosamente ocultado, se aseguraban, si se cruzaban con algún pequeño regimiento turco, el poder seguir su camino. En el otro ataúd, el cual quedaba a la vista, colocaron el cuerpo sin vida de un hombre, al que engalanaron con una imponente vestimenta de obispo de alto rango. Con ello no sólo se cercioraban de empañar el hedor del cuerpo sin vida del príncipe, consiguiendo no delatarlo, sino también de salvar posibles problemas que podrían encontrar con las autoridades durante el largo viaje. La idea fue brillante: efectuaban el cometido de repatriar y escoltar a la Galia el cadáver de un importante obispo de aquellas tierras. El voivoda, tiempo atrás, preparó un documento sellado por el mismísimo rey de Hungría que lo certificaba. Nadie en su sano juicio se interpondría en su camino. De los ladrones, malhechores, mendigos y demás gentuza ya se encargarían de mantenerlos alejados las espadas y los arcos de los vistejis.
Cuando llegaron los monjes con la cabeza cercenada del príncipe de Valaquia, todos los engranajes se pusieron en marcha. Tras ocho días de espera, habían conseguido hacerse con ella. El abad había urdido un plan para arrebatársela a los otomanos. Envió a Constantinopla a dos monjes que indagarían sin levantar sospechas y sobornarían, con suma cautela y discreción, en pos de hacerse con la cabeza de Vlad. Al parecer, había sido todo un éxito.
—Ha estado siete días expuesta en lo alto de los muros de Constantinopla, insertada en una estaca mientras los cuervos la devoraban poco a poco —declaró uno de los monjes, consternado todavía.
—Puedes ahorrarte esos detalles tan abominables —increpó enojado el abad, mirando de soslayo a Irina. Como presumía, su semblante se deformó en puro horror.
—Debimos sobornar al esclavo encargado de deshacerse de ella. Iban a tirarla al Bósforo —continuó informando el monje.
—Bien, buen trabajo —felicitó a los monjes. Uno de ellos sostenía la cabeza envuelta en unos paños. El hedor era patente.
—Estáis seguros de que es su cabeza, ¿verdad? —preguntó inquieta y horrorizada Irina.
—Por supuesto, señora. Totalmente seguros —respondió muy serio el monje—. Puede usted comprobarlo. —Se dispuso a retirar los paños que envolvían la cabeza.
—¡No! —gritó Irina, con más énfasis del que hubiera deseado. Pero no estaba por la labor de ver el rostro de su padre putrefacto y picoteado por los cuervos. Era más de lo que podía soportar.
Mientras el monje dio un respingo tras el grito de Irina, quedándose inmóvil, los cascos de las mulas resonaban poderosas en el empedrado de afuera. Estaba todo dispuesto.
El abad le ordenó al monje que entregara la cabeza a los vistejis, los que se encargarían de depositarla junto al cuerpo, en el interior de su ataúd. El abad e Irina se encaminaron detrás de él, con parsimonia.
—Todavía estás a tiempo de reconsiderarlo, hija mía. —El abad, en estos ocho días de espera en el monasterio, no se había cansado de advertirle los peligros del viaje y suplicarle que enterrara de una vez a su padre para que su alma pudiera descansar en paz. Habían oficiado una ceremonia para que se reuniera con Dios, pero el cuerpo seguía dando tumbos dentro de un ataúd que recorrería medio mundo. El alma del voivoda no encontraría la paz eterna, lo que atormentaba al abad. Bastante tortuosa había sido su existencia en vida, pero no parecía haber tenido suficiente.
Irina, por su parte, a pesar de sus temores y su intolerancia, debía continuar con el deseo de su padre hasta el final.
—Debo hacerlo, padre.
Irina se reunió con su marido y su hijo, que esperaban subidos en uno de los carros. En él llevaban las provisiones, ropa y todo lo necesario para el viaje de cada uno de los miembros del peculiar séquito. En el otro carro, con el ataúd del supuesto obispo y el oculto ataúd de Vlad Draculea en el elaborado hueco para tal fin, donde también se escondían los tesoros que Vlad había confiado a su hija para sufragar los gastos, dos monjes del monasterio que el abad puso a disposición manejarían sus riendas. Los vistejis, por su parte, los escoltarían montados en sus imponentes caballos de guerra.
El cadáver de Vlad III Draculea comenzaba su particular viaje. Un viaje de unas cuatrocientas setenta leguas de recorrido hasta el condado de Armañac, en la Galia.
Se despidieron del abad, que se mantuvo con una expresión sombría pese a sus esfuerzos de mostrarse afable. La locura de aquel hombre que ahora llevaban en el ataúd podría acarrear la muerte de su propia hija, e incluso la de su nieto. En vida, nunca halló en él ni un atisbo de demencia, mostrándose siempre cuerdo e inteligente, pero su último deseo rayaba con una insensatez deplorable. Rezaría por ellos todos los días, y por el alma impura de su príncipe, que vagaría por el infierno durante toda la eternidad. Se santiguó una vez más.
—Suerte. Y tened mucho cuidado —advirtió el abad, con la voz entrecortada.
—Gracias por todo. Sin ti no hubiera podido llevarlo a cabo —aseguró Irina.
—Que Dios os proteja. Yo siempre os tendré en mi pensamiento.
Irina asintió emocionada. No debía perder ni un segundo más. Dio la orden y emprendieron inmediatamente el viaje.
Tras cruzar el lago los dos carros y las monturas de los vistejis, comenzaron el arduo viaje. Era media mañana y un aire gélido espolvoreaba minúsculos copos de nieve. El silencio en aquellos parajes era celestial. Irina, sin embargo, suspiró, desanimada por el tortuoso camino que les esperaba. La manta que sobre los hombros llevaba en pos de hacer frente al frío la usó también de capucha, escondiendo la cabeza debajo de su protectora lana. La sensación de calor fue instantánea. Hizo lo propio con Nicolae, su hijo, cobijado entre ella y su marido. Razvan llevaba las riendas, los tres sentados al frente del carro tirado por cuatro mulas que encabezaban la marcha, seguido muy de cerca por el carro que conducían los monjes, flanqueados por dos vistejis a cada lado.
Irina no hacía más que lamentarse en silencio, sin dejar de mirar a su hijo, al que sólo veía su pequeña figura debajo de la manta. En su cabeza había recreado el viaje con anterioridad muchas veces, con la absoluta certeza de que sería un suplicio para ella y, en especial, para su hijo de tres años de edad. A pesar de todo, debía hacerlo para cumplir con su promesa, para no arrepentirse durante el resto de su vida de haber fallado a su padre.
Su padre… su verdadero padre. Con nueve años le revelaron una información que la dejó trastornada durante meses. Su tía, hermana de su madre, la acogió en su hogar al fallecer sus padres, que se vieron involuntariamente envueltos en una refriega que se produjo en un mercado montado a las afueras de Curtea de Arges. Tras ser asesinados, huérfana, su tía le contó que su padre al que habían asesinado no era tal. «Tu verdadero padre es otra persona a la que no conoces, y que todavía no ha muerto», le confirió su tía. Tras más de dos meses de espera, su tío aprovechó la ocasión que se le presentaba y actuó con rapidez y astucia.
Irina vino al mundo tras un fugaz encuentro amoroso de Vlad con una pastora valaca, en 1452. Desconocería la identidad de su verdadero padre hasta que se presentó con unos pastores valacos, uno de ellos su tío, en el castillo de Poienari, cuando estos ayudaron a Vlad a escapar ante el acoso de los turcos.
Vlad, voivoda de Valaquia, al ser informado de la tragedia sufrida por aquella niña a la que aseguraron ser su hija, no dudó en llevársela con él y protegerla bajo su custodia. Incluso cuando fue arrestado por Matías Corvino, no se separaría de ella en ningún momento.
Irina sabía, por boca de su padre, que el rey Matías Corvino le traicionó tanto a él como a la cruzada negándose a unirse en la batalla contra los turcos, y mandó falsificar, meses después, cartas que demostraron que el príncipe de Valaquia era el traidor, haciéndole prisionero, allá por el año 1462, un año después de que Irina conociese a su verdadero padre y desde entonces viviera bajo su custodia. Pero no fue encarcelado, ni mucho menos. El rey de Hungría le sometió a una especie de arresto domiciliario, alternando entre el castillo de Visegrado y la ciudad de Buda. Desde aquel día Irina disfrutó de la compañía y cariño de su padre, al que apenas veía cuando estaba al mando de Valaquia. Vivieron solos una temporada, juntos las veinticuatro horas del día, hasta que contrajo matrimonio con una prima del propio rey Matías de Hungría. Pese a este hecho, Irina siguió viviendo bajo el mismo techo, aceptada como hija propia por su madrastra, incluso cuando tuvieron descendencia. Irina creció y se convirtió en la hermana mayor de dos varones, diez y doce años menores que ella. La relación con su madrastra continuó siendo tan buena como el primer día, mientras el amor que le brindaba su padre la colmaba de dicha. Fueron unos años maravillosos. Siempre agradeció, en silencio, aquel arresto, que en realidad no era tal, que le infligió el rey a su padre, libre desde entonces de cualquier guerra y peligro.
A los veintiún años asistió al día más feliz de su vida, cuando contrajo matrimonio con Razvan. Compró una casa cerca de su hogar familiar, para mantener contacto diario con su padre. Por supuesto, también con su amada madrastra y sus adorables, y rudos también, hermanastros. Un año después, en 1474, la noticia de la «puesta en libertad» de su padre fue como un jarro de agua fría. Vlad, persuadido por Matías Corvino y Esteban el Grande, príncipe de Moldavia, para comenzar una nueva cruzada, volvería a la guerra contra los otomanos en pos de salvaguardar la cristiandad y recuperar el trono de Valaquia, lo que haría finalmente en 1476.
Irina, felizmente casada con un hombre maravilloso y embriagada de dicha tras el nacimiento de su hijo Nicolae, comenzaría su nefasta época, la que ahora la tenía embarcada en un viaje rocambolesco y peligroso y con una misión esperpéntica. En aquellos meses de reinado de su padre, poco antes de morir en una emboscada a manos de los insaciables turcos, este le reveló su deseo y la posibilidad «real» de resucitar. Le confió todos los detalles y procedimientos con los que debería ponerse al mando de la operación una vez muerto para realizar aquel viaje con éxito y conseguir, según ella, tal herejía. Ella no creyó nada de lo que él parecía estar tan convencido y enfervorizado, pero no le quedó más remedio que aceptar el desafío y asegurarle que cumpliría la promesa. Para Irina siempre había sido motivo de orgullo la muestra de total confianza por parte de su padre, no habiendo secretos entre ambos, algo que no ocurría con su mujer y los otros dos hijos, a los que Vlad no confesaba la mayoría de sus pensamientos. Sin embargo, en esta ocasión, sólo pudo sentir lástima consigo misma. Debía cumplir una promesa que ni la propia esposa de su padre conocía, una promesa que hubiera declinado el mismísimo diablo.
Irina, sentada en la carreta, decidió abandonarse a la tranquilidad que el entorno deparaba, olvidándose del escabroso viaje y de la angustia que sentía por trasladar el cuerpo inerte de su padre sin haber recibido todavía sepultura. Pese a la ceremonia que el abad ofreció por su alma, tenía la certeza de que nunca llegaría al encuentro con Dios. ¿Cómo iba a hacerlo pudriéndose en un ataúd transportado en un carro? ¿Cómo iba a conseguir el perdón de Dios ofreciendo su cuerpo al diablo? Volvió a suspirar por enésima vez. Una fuerza sobrenatural pareció emerger por su esófago, con el sabor más amargo que hubiera experimentado nunca.
«Dios, perdóname —suplicó en silencio Irina—. Perdona a mi padre, perdona su ofensa y su ingenuidad. Sabes mejor que nadie que durante toda su vida ha luchado en tu nombre y por tu adoración. Recuerda que ha sido uno de los más importantes miembros de la Sagrada Orden del Dragón —Fraternatis Draconem—, una orden secreta fundada con el único propósito de combatir al Infiel y al hereje, obligada a defender la Santa Cruz y a luchar contra los enemigos de la Cristiandad. Señor, ten piedad de su alma».
Irina se removió inquieta, desazonada, negando en silencio con la cabeza. Miró a su derredor y comprobó que la tímida nevada había cesado, aunque el cielo totalmente velado por una capa compacta de nubes de color gris claro no presagiaba nada bueno. Miró a su marido, el cual parecía absorto en sus pensamientos, con los ojos vidriosos puestos en ninguna parte. Por primera vez se paró a pensar en lo que supondría este viaje para él. Su marido no cesó en asegurarle que nada le complacía más que hacerla feliz, ayudarla a cumplir su promesa; pero ahora lo vio con claridad. Su marido, posiblemente, detestara todavía más aquella misión de locos. Había abandonado su trabajo, su casa, su país, dejarlo todo por la locura de un hombre al que también se le conocía como «el hijo del demonio» para, precisamente, ¿reunirse con el enemigo de Dios? Eso es lo que Irina intuía que su marido pensaría de semejante sacrilegio y barbarie. También tenía la certeza de que a él no le importaba lo más mínimo los tesoros que su padre le otorgó a Irina para que su plan tuviera éxito. Sabía que Razvan cambiaría toda aquella riqueza por continuar con su vida humilde y tranquila en su país. Comenzaban una andadura hacia lo remoto, y lo que era peor, desconociendo completamente el futuro que les aguardaba, una incertidumbre insoportable, hiriente y dolorosa como la peor de las enfermedades. Era un viaje sin retorno, al infinito.
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Irina contempló el paisaje que se abría ante ella. Conforme avanzaban, la climatología se suavizaba y el entorno dejaba atrás el escabroso terreno de los Alpes. Tras un mes y una semana desde su partida, ya en territorio galo, sus tormentosos pensamientos habían quedado en un segundo plano. Ahora estaba exhausta, al límite de su resistencia física. Su conciencia no podía dirimir las horas que llevaba sentada a lomos de aquella infernal carreta. Su cuerpo estaba tremendamente dolorido a causa de la incesante vibración, en ocasiones rebotando sobre el suelo pedregoso, que las cuatro ruedas de madera transmitían a su asiento no menos duro. Era una auténtica tortura. Rezaba para que todo aquello acabase de una mísera vez. No soportaba por más tiempo los botes de su trasero sobre la madera de su asiento, el cual parecía tachonado de afiladas puntas de acero que se clavaban sin piedad en su carne. Ni siquiera la manta que dobló bajo sus nalgas alivió su dolor. En más de una ocasión había bajado del carro en marcha para caminar un tramo, dando una tregua a sus maltratados huesos.
Su marido parecía llevarlo mejor. Apenas protestaba, aunque sabía, por su expresión, que también llevaba las nalgas doloridas. En ese apartado, su hijo era el mejor parado. Gracias a su pequeño tamaño, habían conseguido diseñar una especie de asiento entre el mar de bultos que la carga de su carro presentaba. Iba bien acomodado, durmiendo a todas horas. Para Irina era algo difícil de entender. ¿Cómo podía dormir tantas horas sin que nada ni nadie perturbaran su sueño? Comprendió que su pequeñín no podía hacer nada más constructivo ni divertido. Al menos se sentía tranquila al verle tan sumamente tranquilo. Pese a todo, Nicolae estaba pagando las implacables consecuencias de vivir a la intemperie. Había perdido vitalidad, alegría, y parecía continuamente resfriado. Por suerte, la calentura no había hecho acto de presencia en su cuerpo. Rezó para que siguiera así.
Gracias al Señor estaban pudiendo descansar con relativa periodicidad en iglesias, monasterios y conventos que cruzaban a su paso, dándoles en todos ellos la bienvenida. Los dos monjes que les acompañaban y aquel falso obispo muerto, al que hacían creer que repatriaban, les abrieron todas las puertas en edificios de religiosos y devotos a la palabra de Dios. También aprovechaban para abastecerse, sobre todo de comida, no dudando sus anfitriones en obsequiarles con todo un arsenal de productos caseros. En más de una ocasión, Irina creyó estar bendecida por los dioses. Tal vez, y sólo tal vez, el periplo en el que estaban embarcados fuera del consentimiento del Santísimo Patriarca. Eso sí que sería una sorpresa.
Hasta el momento no habían pasado dificultades en el camino, y dudó que ocurrieran tan cerca de la meta. Tan sólo pequeños problemas que se habían reducido a la indagación por parte de unos agentes del preboste al paso por Milano, Italia, que acabaron santiguándose y dejando reemprender la marcha una vez que vieron la autorización y el ataúd del obispo, y a las frustradas tentativas de asaltar la caravana por parte de algún que otro pequeño grupo de malhechores y de proscritos que atisbaron durante el trayecto, que al estudiar las posibles consecuencias, desestimaron arremeter contra aquellos imponentes y feroces —con sólo mirarlos les temían—, hombres bien armados que montaban gigantescos caballos de guerra. Irina tenía la certeza de que ni siquiera un ejército se atrevería a desafiarles ante tal impactante imagen.
A mitades de enero, el frío se hacía menos intenso por aquellas tierras. Y se agradecía, enormemente. Durante la primera quincena del viaje sus huesos estaban congelados. La inactividad la dejaba indefensa ante el azote invernal. Ni siquiera aquellos atípicos hospedajes de innumerables crucifijos colgados en las paredes y rezo continuo la sacaban del entumecimiento. Ahora, sin embargo, en la Galia, era una delicia aquel condescendiente invierno. Hoy estaba algo más animada, la inminente cercanía a su destino abría las puertas a su encarcelada alegría. Acabar con el maldito viaje era algo que deseaba con todas sus debilitadas fuerzas. Poder descansar durante días en un cómodo camastro, bajo un techo y cobijada entre cuatro paredes. Aquella imagen le pareció casi irreal, invadiéndola una sensación tan grande de placer que creyó que podría ser pecado. Pero a pesar de encontrarse en la Galia, todavía faltaba, a previsión de los vistejis, entre seis y ocho jornadas para llegar al condado de Armañac, y es que debían atravesar la región completamente, de Este a Oeste.
La caravana proseguía su andadura monótona, donde un valle inmenso con grandes zonas de arbolado se abría ante ellos, atisbándose una aldea no muy lejana. Podrían abastecerse, y descansar incluso. Irina, esta vez, haría caso omiso a las sugerencias de Moise, jefe de los vistejis, que alertaba de los peligros de acampar en una aldea, blanco fácil para posibles ataques de malhechores de la zona. Estaba harta de aguantar el martirio que le infligía la carreta, sacudiendo todos sus huesos a cada bache. Necesitaba descansar bajo un techo y sobre algo más mullido que el duro suelo. No escucharía las advertencias de Moise. No obstante, había visto con sus propios ojos la curiosidad que despertaba en las gentes de aldeas y ciudades la caravana con imponente escolta, despertando en ellos, sobre todo en los más necesitados, una oportunidad para salir de la penuria. Se abalanzaban sobre ellos pidiendo limosna, desesperados; al mismo tiempo ilusionados al ver aquellos dos monjes conducir una de las carretas, suponiendo que la comitiva serviría a Dios y, por tanto, se apiadarían de su pobreza. Los vistejis se encargaban de amainar su vehemente súplica. Irina tuvo la certeza de que sin la escolta, no hubieran podido detener la enfervorizada muchedumbre que terminaba por rodearles con miradas desesperadas y suplicantes. Sabía que, tras irrumpir en aquellas aldeas o ciudades, anunciando su llegada el rumor que dejaban a su paso, las personas de mal vivir y corazón impuro podrían atacarles si decidían hospedarse en alguna posada de mala muerte, sabedores de su ubicación exacta y con los medios para un ataque calculado. De ahí la reticencia de Moise. Pero ella necesitaba descansar, imploraba por descender de aquel potro de tortura.
El berreo de Latcu, el mayor de los monjes, la despabiló de sus pensamientos. Aquel insaciable bebedor de vino comenzaba su particular canto religioso, embriagado por el alcohol. No es que fuera un borracho, pero su orondo cuerpo se abastecía de una alegría artificial y continuada hasta que la noche y el cansancio le vencían en su jergón. Después les obsequiaba con unos ronquidos, más propios de un orangután, durante toda la noche.
Irina echó un vistazo a su hijo, cómodamente despatarrado en la parte de atrás, envuelto en mantas entre la carga. Se acurrucó junto a su marido, apoyando su cabeza en su hombro, aunque fue algo efímero, al apartarla bruscamente un bache en el camino. Razvan parecía abandonado a un duermevela constante, sin soltar las riendas. El cansancio hacía mella también en él. Las cuatro mulas, sin embargo, les mantenían en el camino a pesar de la nula dirección de su guía. Los cuatro jinetes seguían apostados en ambos flancos, dos a cada lado, impertérritos, tan vigorosos y erguidos sobre sus monturas como el primer día. Irina pensó que estaban hechos de otra pasta.
Oteó nuevamente el horizonte, escrutando la aldea que en una hora romperían su tranquilidad. De pronto, la voz de alarma de Bogdan, el visteji que escoltaba su carreta a su derecha, les sacó de la monotonía bruscamente. Irina contempló horrorizada que a ambos lados surgían de entre la arboleda que les flanqueaba a unos seis metros del camino varios hombres armados corriendo en su dirección y gritando como posesos. Era una emboscada, un ataque sorpresa compuesto por once malhechores, harapientos, seis atacando por el flanco derecho y cinco, por el izquierdo. Dos de ellos, uno a cada lado, blandían espadas, seguramente conquistadas en otro ataque similar. Los demás asían navajas y machetes. Irina, todavía sin reaccionar, en una fracción de segundo, vio caer a cuatro de ellos fulminados por virotes afilados que cada uno de los vistejis disparó con sus arcos en tiempo récord. Dos de los derribados eran portadores de las únicas espadas. Pensó que no sería por casualidad. Sin tiempo a cargar por segunda vez sus arcos, los atacantes se abalanzaron sobre los jinetes. Irina, movida por instinto, saltó sobre la zona de carga de su carro, abrazando a su hijo con todas sus fuerzas, protegiéndole. Ella gemía a cada bocanada de aire que exhalaba, aterrada ante la posibilidad de caer en manos de aquellos desalmados, de terminar asesinados en un lugar tan lejano de su tierra. Razvan, indeciso, se levantó de su asiento presto a combatir.
—¡No! —gritó despavorida Irina. Su marido no tenía una arma con la que defenderse. Solamente obtendría la muerte segura si entraba en combate—. ¡Por el amor de Dios, Razvan, te matarán! ¡Ven aquí! —le suplicó con grito desgarrador, tendiéndole la mano.
Razvan miró a su derredor, vacilante. Finalmente, dejando a un lado sus instintos y ante su falta de recursos ante hombres armados, fue al lado de su familia, con el rostro desencajado ante el peligro que acechaba sus vidas.
Irina, muerta de miedo, divisó a Bogdan, visteji que escoltaba el flanco derecho de su carro, ante la envestida de dos atacantes. Estos arremetieron con un machete, mientras el jinete se revolvía en círculos. Los malhechores parecían diminutos ante el joven guerrero, una mole sobre su imponente caballo. En un abrir y cerrar de ojos, Irina vio horrorizada salir volando medio brazo cercenado por una enorme espada casi tan grande como el hombre que ahora estaba a merced de Bogdan. Un segundo después fue su cabeza la que salió volando y rodó por el suelo. La imagen fue espeluznante, pero en el fondo de su alma, Irina se alegró. Uno menos.
Ilias, el visteji que iba a la zaga de Bogdan, intentaba zafarse del acoso de tres malhechores, que con vehemencia querían descabalgarlo de las alturas. Uno de ellos consiguió agarrarlo del pie, y tiraba mientras el guerrero no cesaba de girar con su montura, blandiendo su espada a diestro y siniestro. Irina tuvo la certeza de que caería de su montura en cuestión de segundos. Un sabor ácido ascendió por su esófago, mientras su cuerpo temblaba espasmódicamente. No quería morir. No podía pensar ni por un instante en la muerte de su hijo por su culpa, por una promesa que superaba cualquier razonamiento; una enajenación por parte de su padre. Comenzó a sollozar sin dejar de ocultar el menudo cuerpo de su hijo con el suyo propio, mientras su marido hacía lo propio con ella.
Ilias comenzó a blandir su espada desesperadamente, los tirones del malhechor comenzaban a tener éxito en aquel frenesí de giros sobre su propio eje a lomos del caballo, manteniendo a los otros dos atacantes distantes por centímetros. Era incapaz de alcanzar a su oponente, ingeniosamente fuera del alcance de su mortífera arma. En ese instante un zumbido pasó sobre la cabeza de Irina. Un segundo después comprendió su procedencia. Una flecha lanzada por Moise atravesó el cuello del aguerrido atacante que estaba a punto de descabalgar a Ilias. Esto desconcertó a los otros dos, que seguían intentando clavar sus machetes en las piernas de Ilias, lo que aprovechó este para seccionar el cráneo por la mitad a uno de ellos. Acto seguido dos flechas más silbaron cerca de Irina, las que se clavaron en el tercero de los malhechores que embestía a Ilias.
Irina miró a su alrededor con la adrenalina disparada, viendo a sus cuatro escoltas sobre sus monturas, libres ya de sus atacantes. No había ni rastro de aquellas alimañas. Todavía con el resuello y el terror implantado en su cuerpo, observó a Moise descabalgar y clavar su espada en la tierra con un gesto irascible que emanaba de cada centímetro de su ser. Su mirada colérica se clavó como dardos en los ojos de Irina, incapaz de apartar su mirada. Irina sintió que todo su cuerpo se helaba. Percibió una ira descomunal, capaz de matarla con sólo mirarla a los ojos. Aquellos hombres, como su padre, eran sobrehumanos, alimentados por una furia que les hacía sentirse vivos tan solo en plena guerra.
Irina sabía que en su mirada iracunda no había reproche alguno sobre su persona, sino por la emboscada a la que habían caído. Seguramente Moise estaría maldiciendo su poca concentración en los posibles peligros que les rodeaban. Pero también tuvo la certeza de que aquel mortífero guerrero se había quedado con las ganas de una batalla más a su altura. Irina no pudo evitar sentir náuseas, aversión por aquellos guerreros ansiosos de sangre. Aunque también sintió, inexplicablemente, admiración. Se percató de que defendían a su líder, su padre, con una lealtad admirable, arriesgando sus vidas sin la menor vacilación. Eran dignos de su más absoluto respeto.
—¿Se encuentra bien, señora? —preguntó Moise solemne. Irina asintió—. ¡Pues marchémonos de aquí cuanto antes! —ordenó a los demás—. Podríamos tener problemas con el corregidor —afirmó mirando a Irina.
Irina volvió a asentir, comprendiendo a lo que se refería. Si se percataban de aquella matanza, aunque fuera en defensa propia, podrían indagar en ellos y en su falsa misión, poniendo en serios aprietos sus vidas y su libertad. Mientras se encaminaba hacia su asiento, los dos monjes abandonaron los bajos de su carro, donde se habían mantenido al cobijo que les brindaba la seguridad de su escondite. La consternación era patente en ambos.
Ya más calmada por la refriega, dejando atrás los cuerpos inertes atrozmente mutilados, pudo pensar con mayor claridad. Aquellos hombres delgaduchos que les atacaron no tenían ninguna opción de victoria. ¿Cómo iban a abatir once sacos de huesos mínimamente armados a cuatro guerreros curtidos en mil batallas, armados hasta los dientes y montados a lomos de enormes caballos de guerra? Movió la cabeza, incrédula. Las posibilidades debían de ser de una entre un millón, aunque dudó incluso de que aquella predicción fuera demasiado generosa. Atribuyó aquel suicidio a la imperiosa hambruna que seguramente les vendó los ojos ante la realidad. A pesar del ataque sorpresa, sólo habían conseguido infligir rasguños en sus oponentes y sus monturas. Ilias había sido el más perjudicado, con un corte superficial en una pierna, nada importante.
Nicolae se encorsetó entre sus padres, todavía asustado. Su madre le rodeó con el brazo, besándole con cariño en la cabeza. Resopló aliviada. El peligro había pasado.
—¿Estás bien, Irina? —preguntó ahora Razvan, con mirada inquisitiva.
—Sí. Este maldito viaje acabará con nosotros —aseguró con tono sombrío, sumamente crispada.
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Seis días después llegaron al condado de Armañac, situado a poca distancia de Toulouse y a unas sesenta leguas del Reino de Navarra. Irina y su hijo estaban al límite de sus fuerzas, al igual que los monjes que les acompañaban. Su marido estaba exhausto, pero sobrellevó mejor el tortuoso camino. Por su parte, los imperturbables vistejis parecían ajenos al cansancio y a las inclemencias meteorológicas. Eran máquinas de matar, desprovistas de cualquier atisbo de sentimiento, concentrados única y exclusivamente en su misión.
No tardaron demasiado en encontrar la vivienda de Pietru, el visteji que el voivoda de Valaquia enviara para indagar y esperar su llegada una vez muerto. Se había instalado en una casa desvencijada, una más entre tantas de aquel lugar. Tras golpear la aldaba, tras unos segundos interminables, la puerta se abrió mientras los goznes chirriaron con frenesí. Un hombre gordo, de estatura mediana, con un lacio pelo negro y barbilla prominente apareció con el entrecejo fruncido, inquieto porque llamaran a su puerta. Posiblemente era la primera vez desde su llegada. Su expresión cambió instantáneamente al reconocer a sus compañeros de armas. Había pasado demasiado tiempo, más de un año, dedujo Irina. Pietru les instó a pasar dentro, ante las atentas miradas de los vecinos, que se asomaban con indisimulada curiosidad, sumamente interesados por aquella comitiva tan desconcertante. A tres de los vistejis ordenó que llevaran los carruajes y los caballos a la parte trasera, donde podrían esconderlos de las miradas indiscretas en una especie de patio tapiado que poseía la vivienda, pensado precisamente para tal fin.
Irina, por fin, pudo dar por terminado el suplicio de aquel viaje interminable y lapidario, con sus nalgas tan doloridas que dudó en si podría volver a sentarse alguna vez en su vida. Incluso de pie le afligía una especie de quemazón y sentía como si sus huesos hubieran quebrado en esa zona. Sólo quería descansar, tumbarse eternamente, dormir horas y horas sin interrupción. Sin embargo, como le explicara Pietru, mañana deberían acudir a la iglesia de Saint Juan, donde acometerían la última voluntad de su padre, el último escollo de aquella aventura surrealista que comenzara hacía casi dos largos y duros meses: la resurrección de Vlad III Draculea, voivoda de Valaquia, miembro de la secreta Sagrada Orden del Dragón; su padre.