CAPÍTULO 17

Un día más dejaba al cargo de su tienda de informática a Fernando, su mano derecha y hombre de confianza. Su conciencia le carcomía las entrañas, sabedor de su despecho en ausentarse de la responsabilidad de su negocio. No era algo premeditado, ni buscado; la vida era la que le marcaba el camino. Eduardo Laborda sintió lástima por su buen amigo e improvisado segundo jefe, al que involuntariamente le encomendaba una tarea a la que no debía ceñirse. Tenía la certeza de que Fernando, en todos estos años en los que Eduardo se ausentaba por culpa de la enfermedad de su madre, habría debido de llevarse trabajo a casa en multitud de ocasiones y multiplicado sus horas de labor en la empresa. Todo ello aderezado por su exasperante indiferencia. En ese momento estuvo seguro de que Fernando merecía que levantaran un monumento en su honor. Él no podía cumplir ese deseo, pero sí complacerle de otro modo mucho más lucrativo. Mañana mismo se encargaría de concederle una dotación económica por toda su desinteresada entrega sin haber recibido ni una muestra de gratitud siquiera.

Sin darse cuenta el viaje tocaba a su fin, llegando a las inmediaciones de Olarral, pasando delante de la vaquería donde conoció un par de días atrás al que le sirvió de improvisado guía. Se encontraba cerrada a cal y canto. A su vuelta, si el destino lo permitía, pararía a saludarle. Tomó el camino angosto y asfaltado en dirección al castillo. Los nervios, conforme se acercaba al encuentro con su desconocido y enigmático abuelo, comenzaban a devorarle por dentro. Tal era su estado que esta vez no percibió la belleza y serenidad del entorno. Su mente se encontraba en un oscuro calabozo, incapaz de percibir los mensajes que sus sentidos transmitían, encerrado en una inquietud y exaltación desproporcionada por la inminente llegada a la morada perteneciente a su familia desde hacía siglos.

Al llegar a la cima se encontró con las puertas de la fortificación abiertas de par en par, doblegadas ante su presencia. Detuvo el coche en el umbral, sorprendido, vacilante. Dudaba en traspasar los muros sin previo aviso, sin anunciar su presencia. Pensó fugazmente que sería una intromisión en propiedad ajena. Entonces vio a un hombre aparecer en su campo de visión, a unos veinte metros de distancia, a los pies de la fachada del castillo. Se quedó plantado mirando en su dirección, al menos es lo que creyó, llevaba gafas de sol oscuras. El corazón latía con fuerza, su indecisión se acrecentaba. Finalmente, reuniendo toda su fuerza de voluntad, y convenciéndose de que le estaban esperando, se adentró con decisión.

Ante él se elevó, majestuosa e impactante, la colosal y grandiosa obra de arte construida, pese a su incredulidad, hacía medio milenio. El castillo, de base cuadrangular de unos ciento sesenta metros cuadrados, poseía poderosas paredes que se erguían presuntuosas hasta los veintiún metros de altura, escudadas por cuatro torres almenadas en cada uno de sus vértices que parecían desafiar las leyes gravitatorias. El color pardo de la fachada brillaba ante los rayos del sol. Unos veinte metros de distancia separaban las puertas de la muralla del castillo, cubierto por un manto de gravilla que hizo crujir el suelo bajo las ruedas de su coche, en su imparable y lento avance hacia el aparente aparcamiento, donde una limusina y dos turismos descansaban bajo la protección del castillo. Se percató de que, a su izquierda, más allá de la explanada compacta de la entrada, el terreno se cubría de un manto verde y arbolado, idéntico al entorno del paraje.

Aparcó el coche mientras aquel extraño, inmóvil, le observaba tras las oscuras gafas de sol. Se bajó del mismo y tuvo la necesidad de presentarse inmediatamente antes de que pudiera surgir hostilidad alguna.

—Hola. Soy Eduardo Laborda. Me espera… Nicolau —acertó a decir, antes siquiera de acercarse.

—Le está esperando. Por aquí, por favor —señaló hacia la puerta, después de asentir solemnemente.

A Eduardo le sorprendió el trato de usted, aunque enseguida supuso que así debía de ser para cualquier servidor de un hombre tan importante como su abuelo. Mientras se acercaba a la puerta, pudo divisar, a la derecha de la fachada, una fuente que delimitaba la gravilla con el césped y el arbolado. Era circular y adornaba la entrada a la imperial propiedad, de piedra pulida de un gris claro con dos metros de diámetro y medio metro de altura en el borde donde el agua se estancaba, con una figura de una diosa que se alzaba poderosa en el centro, de unos dos metros y medio de altura, observando embelesada en dirección al castillo.

Eduardo llegó a una escalinata de cuatro peldaños de piedra pulida y pequeños dibujos en las verticales que ascendía hasta la puerta de entrada, donde se topó con aquel sirviente que le esperaba sin atisbo de bienvenida. Al acercarse pudo ver con toda claridad una fina cicatriz en su mejilla izquierda, dándole un aspecto inquietante y nada halagüeño. Su rostro duro e imperturbable sumado a una considerable altura y figura atlética le confirmaron que debía de ser el guardaespaldas de su abuelo. No debía de ser mucho mayor que él. Le siguió en silencio.

La puerta de acceso al interior, embutida en una gruesa pared de proporciones insolentes, constaba de doble hoja, de dos metros de anchura por dos y medio de altura, flanqueada por dos grandes pilares circulares de piedra que sobresalían de la pared casi en su totalidad, al igual que el arco que servía de dintel. La robustez de la madera de la que estaba construida le sorprendió, al igual que la sobriedad en su diseño.

Tras la puerta se apostaba un hombre, que parecía esperarles. Por la indumentaria, creyó estar ante un mayordomo, el cual le hizo una reverencia a Eduardo.

—Sígame, señor, si es tan amable. El señor Nicolau le está esperando —anunció con cortesía y una sonrisa profesional.

El guardaespaldas volvió sobre sus pasos y cerró la puerta tras de sí, dejándole solo tras la estela del mayordomo. El vestíbulo era amplio, con una puerta en cada una de sus paredes, donde un suelo de mármol de color azul claro brillaba poderosamente bajo las luces de las lámparas que colgaban del alto techo. Podría comer en el suelo con la total seguridad de no tragar ni la más mínima mota de polvo. Las paredes interiores de piedra le daban un toque romántico, aunque por su diseño y exquisita conservación sospechó que sería un revestimiento, recordando la reforma que le mencionara Eder.

El mayordomo se encaminó hacia la puerta de su derecha. Accedieron a un espacio cuadrangular donde se erigía una escalera interminable a su percepción ocular. La escalera ascendía pegada a las paredes, dibujando una perpetua espiral cuadrada con infinidad de rellanos, conformando un hueco en el centro. El eco de sus pisadas resonaba con fuerza en la inmensidad de la escalera. El mármol volvía a hacer acto de presencia en cada escalón, esta vez dotado de un color más oscuro, cercano al marrón oscuro. El brillo volvía a cegarle. La barandilla era de madera del mismo color que la escalera, robusta y sobria, de otra época, al menos en su diseño.

El mayordomo seguía su ascensión con paso firme, sumido en un mutismo total, acrecentando el eco de los zapatos al contacto con el mármol. Eduardo se sorprendió de lo deprisa que avanzaba su guía pese al sobrepeso que mostraba. Pensó que rondaría los cincuenta años. Al llegar a la primera planta, después de haber recorrido demasiada distancia para ello, posiblemente a causa de los altos techos, franquearon una puerta que daba paso a un pasillo hacia su derecha y a otra puerta justo enfrente, la cual se encontraba cerrada. El mayordomo siguió por el pasillo con aire decidido a llegar lo antes posible a su destino. Era largo, hallándose a mitad de este otro pasillo que comenzaba a su izquierda. Tras recorrer varios metros, sin ver ni una sola puerta, algo que extrañó a Eduardo, el mayordomo se detuvo ante dos puertas enfrentadas, una de madera y otra de aluminio, llamando suavemente con los nudillos en la puerta de madera. A continuación se asomó por ella con cautela.

—¿Señor?, ha llegado su visita —anunció con exquisita educación y templanza.

Para aquel entonces Eduardo sentía todo su cuerpo temblar. Estaba agarrotado, y no sabía muy bien por qué.

—Gracias, Damiá. Hazle pasar —se oyó en el interior de la estancia, una voz grave, poderosa, inconfundible para Eduardo.

Damiá hizo una reverencia artística que bien hubiera valido la puntuación máxima de un jurado, dirigiéndose a continuación hacia Eduardo, que intentaba calmarse un poco si no quería sufrir un ataque al corazón.

—Pase usted, por favor —invitó con un gesto de su mano, sin abandonar la suprema cortesía de la que parecía haber sido dotado hasta límites impensables.

Eduardo accedió al interior sudando como si estuviera en el interior de una sauna. Se limpió frenéticamente con un pañuelo el sudor de la frente antes de rebasar la puerta abierta, y se encaminó hacia la izquierda, de donde provenía la voz de su abuelo. Una inmensa sala apareció ante él, provista de un ya conocido mármol de materiales lujosos, refulgiendo como si tuviera vida propia, con las paredes revestidas en piedra natural, pero no de estilo rústico o clásico, como habría imaginado, sino ultramodernista, proporcionando una apariencia de sofisticación y suntuosidad memorables. El techo alto de escayola dotado de un color crema, mostraba una infinidad de decoraciones bajorrelieve. Un par de amplios ventanales iluminaban con fuerza la estancia.

Nicolau, sosteniendo un periódico meticulosamente doblado, se levantó del sillón, el cual se encontraba de espaldas a la puerta y frente a un televisor de pantalla plana de dimensiones exorbitantes que se encontraba apagado. El silencio era alarmante.

—Siéntate, Eduardo —indicó el sofá más cercano a su sillón—. No sabes cómo me complace que finalmente hayas decidido venir —dijo con una sinceridad irrefutable.

Eduardo, una vez estrechada la mano que le ofreció su abuelo, se sentó, algo más tranquilo. Volvió a sorprenderle la relativa juventud que atesoraba, al menos aparentaba. Cualquiera podría asegurar que superaba en diez años, o incluso menos, la edad de su difunta madre.

—¿Una copa de vino para abrir apetito? —sugirió más que preguntar.

Eduardo asintió, falta le hacía. El mayordomo, apostado en el interior de la puerta, apareció como relámpago en noche cerrada. Sirvió a ambos con sutileza, y se marchó de la sala por orden de Nicolau.

—¿Qué tal el viaje? Espero no te haya costado encontrar el castillo.

—No, no me ha sido difícil. Con la tecnología de hoy en día es muy difícil perderse —aseguró Eduardo, ocultando su visita del sábado. Bebió un poco de aquel brebaje de color granate oscuro. Sin lugar a dudas, era el mejor vino que había catado.

—Debo darte las gracias por no dejar de lado a tu familia, su historia, que se perderían conmigo en mi tumba. Llevo demasiados años esperando este momento, incluso dudé si llegaría a vivirlo —su voz se había convertido en un susurro—. Pero antes de nada, y espero no recrudecer tu dolor, ¿qué tal te encuentras?

Su mirada de preocupación no hacía más que confirmar la acertada decisión de Eduardo en acudir a la cita. No tenía ninguna duda de que su abuelo era un buen hombre. El recuerdo de su madre, en esta ocasión, tan sólo le trajo una pequeña y fugaz punzada en el corazón.

—Bien —confirmó vacilante—. Estoy consiguiendo pasar página.

—Me alegro de que así sea. La vida, a pesar de estos reveses, continúa. Y nosotros, pobres mortales, debemos intentar ser felices superando toda clase de pruebas y obstáculos que esta perra vida pone en nuestro camino.

Eduardo asintió apretando los labios. La inteligencia que emanaba Nicolau era digna de estudio. Sin riesgo a equivocarse, era el hombre más sabio que había conocido, al menos en apariencia.

—Yo, pese a que puedas dudar de mi palabra —prosiguió Nicolau—, sentí mucho su pérdida. No he dejado de quererla nunca, a pesar de nuestras diferencias y la ruptura tan dolorosa; y definitiva. Dios sabe que hubiera dado todo por reconciliarnos, y lo intenté sin descanso —confirmó afligido, ciertamente cariacontecido.

Eduardo no encontró palabras, ni gestos. Se mantuvo en silencio, cabizbajo. No podía opinar sobre algo que desconocía totalmente. Quiso preguntar por los motivos de la ruptura, pero de su boca no salió ni una mísera letra. Era incapaz de articular palabra, atenazado por la angustia de escuchar algo de lo que se arrepintiera eternamente. No traicionaría a su madre, a dejar en bandeja a su abuelo la posibilidad de calumniar el nombre de su difunta madre. Deseó que Nicolau no continuara por esos derroteros. Pareció que la suerte estaba de su parte; cambió de tema:

—Bueno, ¿y bien? —preguntó extendiendo sus manos en la inmensidad del salón principal—. ¿Qué te parece el castillo? Pertenece a nuestros antepasados. Y ahora también a ti.

Eduardo, todavía perturbado por sus pensamientos, miró en su derredor sin prestar atención. Pero algo le hizo animarse. La posibilidad de desvelar su linaje le tendía la mano. Sólo debía alargar la suya.

—Es impresionante —dijo aparentando una emoción que ahora no sentía. Su concentración estaba en otra parte—. ¿Y quiénes eran nuestros antepasados? —preguntó al fin, con una excitación tal que creyó que podría producir un seísmo a causa de los latidos de su corazón. Miró a su abuelo con ansia, al cual pudo ver sonreír levemente.

Nicolau se irguió con una agilidad digna de un joven fuerte y sano.

—Acompáñame al estudio. Tengo que enseñarte algo —anunció con gesto de satisfacción. Se encaminó hacia la puerta sin mirar atrás.

Eduardo le siguió sin perder ni un instante. Por la expresión de su abuelo, parecía recíproco el deseo de tocar ese tema. Regresaron al pasillo y desanduvo los pasos hasta desviarse por el otro pasillo que reparara con anterioridad cuando seguía los pasos del mayordomo. Sería igual de largo que el anterior, estando repleto, en la pared de su derecha, de ventanas con cortinas, por donde la luz del día penetraba tenuemente. Tan sólo vio una puerta en todo el recorrido; después llegaron a otro pasillo, con posibilidad de girar a ambos lados. Eduardo, pese a la desorientación por el desconocimiento del edificio, pudo confirmar mentalmente que el pasillo era en forma de H, tan largo que si lo unieran en línea recta podría servir de pista de despegue para cualquier avioneta pequeña.

Giraron a la derecha por el eterno pasillo hasta llegar a dos puertas enfrentadas, una de madera y la otra, de aluminio. «Esto me suena. Es como si hubiéramos vuelto al lugar de partida», pensó confundido, suponiendo que si le dejaran solo no tardaría ni dos segundos en perderse en la inmensidad de aquel castillo.

El silencio se apoderaba de cada una de las gruesas paredes. El olor a limpio y a jazmín también era imperturbable en todo el majestuoso recinto.

Nicolau abrió la puerta del estudio y apareció una estancia de dimensiones calcadas a la que acababan de abandonar. Pese a la exuberancia métrica de la sala, casi parecía quedarse pequeña: numerosos y enormes armarios cubrían casi por completo las paredes, repletos de infinidad de libros. Una mesa desnuda, tan reluciente como el suelo, de generosas dimensiones y calidad presidía la estancia, escoltada por un regimiento de sillas de otra época, señorialmente decoradas, ideal para reuniones de reyes y reinas, príncipes y princesas. En un rincón se hallaba un ordenador de sobremesa sobre un escritorio moderno, algo que desentonaba sobremanera. Una chimenea, seguramente en desuso desde hacía muchos años, de unas dimensiones acordes con el resto del castillo, le confería un toque de distinción a la sala. Un par de sillones, uno frente a otro, con una pequeña mesita en medio, y sofá cercano, se apostaban al cobijo de la chimenea, por la que Papa Noel no debería tener problemas en descender cada Navidad. Seguramente cabría su carruaje entero con renos incluidos.

Su abuelo se detuvo a un lado de la chimenea, frente a un cuadro que colgaba de la pared. Eduardo miró el marco. Era dorado, adornado de dibujos ininteligibles, con pequeñas incrustaciones en oro, no dudando en la autenticidad del valioso metal.

—Este es nuestro célebre antepasado. Gracias a su fortuna, su hija, Irina, compró este castillo en honor a su memoria allá por 1477. —Los ojos de Nicolau refulgían como dos potentes focos. Su expresión de admiración era reverencial. Su mirada, ahora inquisitiva, se centró en su nieto.

Eduardo observó a su antepasado. El nudo del estómago se apretó todavía más. Su nerviosismo volvió a emerger. Maldijo haber acabado la copa de vino, falta le hacía. Se concentró en analizar la imagen de aquel personaje medieval, antepasado suyo. Lo primero que le sorprendió fue lo bien cuidada que se conservaba la pintura con la que había sido dibujado, y la indudable calidad artística del pintor. Sobre un fondo oscuro, la imagen estremecedora del rostro le dejó un tanto impresionado. Había algo en su mirada, en su semblante, que un escalofrío recorrió su cuerpo. Reparó en que tan sólo se trataba de un retrato pintado hacía siglos, suponiendo que distaría mucho de su aspecto real, al menos trató de creerlo. Sus ojos eran grandes y penetrantes, enclavados en un rostro delgado, con pómulos sobresalientes, nariz aguileña y vasto bigote. Poseía una ensortijada melena negra que rebasaba sus hombros y casi escapaban del tamaño del cuadro. Un bonete de terciopelo rojo cubría su cabeza, adornado por una brillante esmeralda alojada en el centro de una imponente estrella de oro, solapadas ambas en una banda de cientos de pequeñas perlas de río, con una especie de pluma de avestruz alzada. Vestía un jubón de terciopelo rojo con una especie de grandes solapas negras y botones grandes de color dorado. Toda esta vestimenta le confería un aire de señorío y soberanía.

Pese a que no reconoció su retrato, como era lógico, sabía que en breve destaparía el misterio de su linaje. Respiró hondo, preparándose para recibir la añorada información. Miró a su abuelo para confirmar que había terminado ya de admirar el cuadro. Este no había abandonado su mirada inquisitiva, comenzando a sonreírle.

—¿Le has reconocido? —preguntó con su habitual tono grave y sereno, aunque su expresión lo contradecía.

—No… —susurró vacilante. ¿Cómo demonios quería que conociera a aquel hombre de cromañón? Por otra parte, esa supuesta posibilidad de reconocerlo que su abuelo contemplaba, hizo pensar que podría tratarse de un personaje histórico. Volvió a mirar el cuadro, con el ceño fruncido y los ojos entornados. ¿Quién podría ser? El desasosiego se apoderó de él. Sintió deseos de estrangular a Nicolau para que confesara de una puñetera vez. Desvió su atención a su abuelo, que tenía sus ojos clavados en él, ampliando su sonrisa progresivamente.

—No te culpo. Es sólo un retrato. Tal vez su nombre te diga algo más, aunque mucha gente desconozca su verdadera identidad.

«¿Y su nombre es?». Eduardo comenzaba a desesperarse. Su abuelo parecía empecinarse en crear una atmósfera de intriga. Y lo estaba consiguiendo. No obstante, quedaba claro que se trataba de un personaje histórico. Pero ¿qué habría querido decir con que desconocían su verdadera identidad? ¿Acaso había saltado a la fama con un apodo o algo así? La excitación parecía cobrar una intensidad preocupante.

Nicolau dejó pasar unos segundos, regodeándose en la incertidumbre de su nieto. Estaba saboreando lo que tantos años llevaba esperando, y que en más de una ocasión dudó que fuera a producirse.

—Fue príncipe de Valaquia, actual Rumanía —confirmó triunfal.

A Eduardo se le iluminaron los ojos. Sus sospechas de proceder de una familia aristócrata acababan de consumarse. Un cosquilleo en el estómago, de vanidad tal vez, le hizo moverse inquieto. Aunque no esperaba que descendiera de una familia rumana.

—Estás delante del mismísimo Vlad III Draculea —anunció articulando con exagerado énfasis, despidiendo un orgullo abrumador.

Eduardo tragó saliva. «¡Santa madre de Dios!». Ni aunque hubiera tenido la vida entera para descifrar su linaje, ni varias vidas siquiera, por nada del mundo hubiera podido acertarlo. ¿Podía ser eso cierto? Volvió a tragar saliva, con dificultad.

Al mirar el cuadro pudo percibir, ahora con claridad, una sensación de espanto. Ahora no dudaba en que la imagen del cuadro sería su vivo retrato. Aquel rostro ponía los pelos de punta, se palpaba el miedo que infundía. Y sólo era una pintura de su retrato. Se sintió afortunado por no conocerle en persona, teniendo la certeza de que se mearía encima como un bebé. Mirarle a la cara era como asomarse al infierno. Desvió la mirada de tan perturbadora imagen, encontrándose con la de su abuelo. No pudo sostenerle la mirada ni una décima de segundo, no quería que advirtiera sus pensamientos.

—Entiendo que te hayas quedado mudo. Creo que necesitas un trago. —Nicolau se desplazó un par de metros hasta un mueble bar instalado en los bajos de uno de los armarios—. ¿Un whisky, tal vez?

Eduardo necesitaría más de uno para templar su cuerpo, frío como el hielo. Tenía la sensación de estar en el fondo de un lago helado. Intentó mantener la compostura y no revelar que su estómago le daba vuelcos incesantemente, amenazando con manchar el reluciente mármol.

Nicolau le ofreció asiento con un gesto de su mano, tendiéndole a continuación una copa bien surtida de ese licor revitalizador que necesitaba. Eduardo se sentó en el sillón al lado de la chimenea, frente a su abuelo, bebiendo con ansia.

—Te has quedado lívido. ¿Te encuentras bien? —Su abuelo le miraba preocupado.

—Sí, estoy bien. Seguramente el viaje me ha dejado un tanto destemplado —mintió. Ni por un momento se atrevió a decirle que el rostro de su antepasado le había dejado huella, que con toda probabilidad sufriría pesadillas el resto de su vida. El calor del whisky en su cuerpo comenzaba a hacer un efecto tranquilizador, aunque seguía resoplando continuamente en silencio.

—Espero que tu turbación no esté alimentada por esas viejas fantasías de vampiros y majaderías semejantes que tanto mal han hecho a nuestro antepasado —inquirió Nicolau, moviendo pausadamente en pequeños círculos su copa, degustándolo no sólo con el paladar.

—No, ni mucho menos —contestó un poco más sosegado—. Es mera ciencia ficción, producto de la imaginación macabra del ser humano. Por suerte, claro está. No me gustaría estar aquí con el conde Drácula merodeando por el castillo.

Nicolau se rio quedamente, sin abandonar en ningún momento su apariencia seria y calculadora.

—Para serte sincero, odio toda esa parafernalia montada alrededor de nuestro antepasado, aunque he de decir que mucha gente desvincule totalmente a ese maldito conde con el aquí presente —señaló el cuadro.

Eduardo asintió, no podía estar más de acuerdo.

—Bueno, tampoco sabemos qué hay de cierto en las lenguas que confirman que el novelista creador del conde Drácula se basó en el personaje de Vlad, pese a utilizar su apodo, claro —opinó Eduardo.

—Es cierto —susurró con aire ausente Nicolau. Unos segundos de silencio acompañaron a ambos—. Me complace saber que eres un joven culto. Más de la mitad de los jóvenes de hoy en día desconocen el personaje histórico de Vlad. —Su tono y semblante afable y sereno le conferían un aura de sabiduría.

—Por su nombre, seguramente poca gente le reconozca. Sin embargo, si nombras su otro apodo, el Empalador, le reconocerán de inmediato —aseguró Eduardo, calmado ya de la aterradora imagen.

El semblante de Nicolau se tornó inmediatamente sombrío, refulgiendo odio en su mirada.

—A nuestro antepasado se le recuerda tal y como quisieron sus enemigos que se le recordara. Como bien sabrás, la historia siempre es narrada por el superviviente, por el vencedor. Por lo tanto la historia siempre es tergiversada para fines propios. De las dos verdades que alberga un hecho histórico, tan sólo prevalecerá uno. El caso que nos ocupa fue contado por sus enemigos, por lo tanto, muchas falsedades se vertieron.

Eduardo volvía a estar de acuerdo, al menos en ámbito general.

—Estoy de acuerdo: los enemigos y vencedores relatan la historia a su conveniencia, pero tampoco tiene por qué distar de la realidad. Los hechos de esos relatos pueden llegar a ser verídicos.

—Cierto, pero no en el caso de nuestro querido Vlad. Hay datos fehacientes de una conspiración contra él —el tono sosegado se había esfumado, dejando paso a una desbordante exaltación.

Eduardo desconocía la historia de aquel personaje más allá de sus sanguinarias y crueles acciones que podían leerse en internet.

—Debo admitir que no conozco gran cosa sobre nuestro… antepasado —le costó decir. Todavía le costaba asumirlo—. Por cierto, ¿a qué se refiere exactamente con nuestro antepasado? Quiero decir, si estamos próximos en el árbol genealógico de Vlad —dijo, expectante y esperanzado porque sólo se tratase de una vinculación remota y enrevesada.

—Eres, al igual que yo, descendiente directo de Vlad III Draculea. Por nuestras venas corre su sangre —aseguró, altivo.

Eduardo volvió a sentir un frío intenso. Esto era ya demasiado. Descendiente directo de aquel bárbaro entre los bárbaros. Desde luego, el comentario de la sangre sobraba. Le costaba imaginar que fuera descendiente de un hombre con un semblante tan terrorífico. Sangre de su sangre. «Lo que me faltaba —se dijo—. Estoy por cortarme las venas ahora mismo». Una carcajada lúgubre retumbó en sus entrañas. Aquel hijo de puta del que estaba tan orgulloso su abuelo había matado a sangre fría a más de cuarenta mil inocentes —no se sabe con certeza, pero se le atribuyen entre 40000 y 100000 muertes a través de diversos métodos de tortura, en especial el empalamiento—, con una crueldad y salvajismo que le revolvía el estómago con sólo pensarlo. Tal vez su madre huyera del fervor que su abuelo albergaba por un personaje tan sangriento y desalmado. Aunque enseguida lo desestimó. Por algo tan lejano y superficial no creyó que su madre enterrara para siempre a su familia.

—Realmente te ha impactado la información. Estás muy pensativo —dijo Nicolau, recuperando el autocontrol y la calma.

—No todos los días se entera uno de que es descendiente directo de un personaje histórico. —Terminó la copa de un último sorbo. Había sido su salvación. Posiblemente no hubiera podido mantener la compostura sin aquel brebaje celestial—. Pero tengo una duda. ¿Vivió él aquí?

—No, no. Su vida entera estuvo en Rumanía. Allí vivió y allí murió, defendiendo a su país. Su hija fue quien decidió abandonar aquella continuada guerra que asolaba su tierra. Pero, cambiando de tema, qué opinión te merece Vlad. Sé sincero conmigo. —Su mirada acerada, inquisitiva, penetraba como alfileres en una prenda.

Eduardo, con los efectos del alcohol en aumento, no acostumbrado a beber, se sintió con fuerzas para soltar una retahíla de insultos y reprobaciones sobre aquel despreciable personaje que su retrato podría haberse descolgado de la pared. En el último momento la cordura y la educación le rescataron a tiempo. Se mordió los labios antes de contestar.

—Como ya comenté anteriormente, desconozco la historia, tan sólo lo que puede leerse en internet. Me refiero a la leyenda que existe en torno al personaje real. —Se sorprendió a sí mismo por su restricción.

—Ya veo. Lo que quieres decir es que fue un personaje perverso y un asesino despiadado. ¿Estoy en lo cierto? —preguntó sin hostilidad alguna, más bien todo lo contrario.

—Mi conocimiento sobre el tema es limitado y superficial, y evidentemente regido por la información que la Historia ha dejado —confirmó, en esta ocasión, con sinceridad.

—Sé perfectamente qué clase de información histórica se vierte sobre nuestro antepasado. Es algo de lo que nunca he podido evadirme. —Nuevamente aparecía su rostro compungido—. Deja que te aleccione un poco. —Sus ojos grises refulgían ahora de entusiasmo—. Matías Corvino, rey de Hungría, para no cumplir su promesa de ayudarle en la guerra contra los turcos, distribuyó por todo el mundo panfletos en los que narraba sanguinarias y crueles acciones de Vlad, tergiversando algunas historias y exagerando otras, de forma intencionada, para justificar y hacer creíble las falsas acusaciones por las que fue encarcelado. Como podrás imaginar, los panfletos tuvieron una repercusión sobredimensionada, al contener impactantes historias que mancillaron su nombre para la eternidad.

—Es algo que no puedo discutir, pero algo de verdad habrá en las decenas de miles de asesinatos que cometió atrozmente —recriminó, incapaz de morderse la lengua. ¿Cómo iba a hacerlo? ¿Cómo no iba a rechazar semejante comportamiento antihumano?

La expresión de Nicolau se tornó severa.

—No somos quiénes para juzgarlo. No vivimos en aquella época de brutalidad y guerras sin cuartel. No estamos sometidos al asedio de un conquistador todopoderoso y cruel que desea erradicar el catolicismo en el mundo entero, arrasando a su paso ciudades enteras y asesinando sin piedad. Nuestro antepasado luchó toda su vida por la cristiandad, por su pueblo, dejándose la vida en ello, en un mundo sombrío donde reinaba la espada y donde la muerte era algo común. Toda una vida de guerra contra los otomanos por salvaguardar su país y la vida de los suyos. Una continua batalla en inferioridad contra su enemigo que debía suplir con ingenio. No te equivoques juzgándole, Eduardo, fue una época sangrienta donde no se respetaba la vida de los demás.

Eduardo sabía que se había adentrado en tierras movedizas. Aun así, quiso tentar a la suerte.

—Fue una época sangrienta, sí, donde, a pesar de todo, destacó sobremanera la figura de Vlad. Nicolau, no quiero que te ofendas, pero no puede defenderse el honor de alguien tan despiadado y sanguinario, ni aunque hubiera sido tu propio padre.

Nicolau se removió en su sillón, con el semblante tenso, parecía a punto de estallar.

—No fue tan despiadado y sanguinario como la Historia lo pinta. Ni mucho menos —exclamó visiblemente irritado. Respiró hondo y volvió a llenar ambas copas de whisky—. Defendió a su país de los ataques otomanos. Nada más. Gracias a la fama que se granjeó en aquella época, ayudándose del miedo que provocaba, mantuvo al enemigo lejos, bajo control, incluso el gran Mehmet II, en más de una ocasión, tuvo que doblegarse ante la ferocidad de su ejército.

—Algo leí sobre ello. Pero también cuenta la Historia que Mehmet el Conquistador, cuando se disponía a conquistar Valaquia, tuvo que abandonar aquellas tierras antes del ataque por una imagen horrible y brutal a las puertas de la ciudad: un bosque de personas empaladas, unas treinta mil, cuenta la Historia, agonizaban, dejando sumamente perturbado a un hombre acostumbrado a la violencia y a la muerte —sentenció confiado Eduardo. ¿Qué se creía aquel aristócrata, empecinado en defender lo indefendible? No sabía si era por los efectos del alcohol, pero no podía quedarse de brazos cruzados mientras escuchaba tal charlatanería. Ni siquiera siendo su antepasado, corriendo la misma sangre por sus venas. Esta certeza hizo que un gesto de repugnancia invadiera su rostro, y parte de su ser.

—Gracias a él mantuvo a su pueblo libre del asedio y de las espadas otomanas —objetó Nicolau—. Su ejército solía estar en gran inferioridad con el enemigo, por lo que debía encontrar la forma de salir victorioso. Debía poner todo su ingenio para derrotar al Infiel. ¿No lo entiendes? Yo no defiendo los asesinatos que cometió, defiendo su liderazgo, su valor, su lucha por y para la cristiandad y por los derechos de su país —replicó con énfasis Nicolau, manteniendo la calma pese a todo.

—No pongo en duda que luchara por los suyos, pero no creo que se le tuviera en muy buena estima en Valaquia —se aventuró a decir. En ese momento la luz se extinguió de repente, volviéndose mortecina. Por los amplios ventanales la luz del sol se tornó sombría, seguramente alguna nube se había interpuesto en su camino.

Nicolau rio quedamente un instante.

—Vlad impuso su ley desde el principio de su reinado, teniendo al pueblo bajo control, sin ladrones, sin traidores, viviendo en paz y en armonía. Valaquia prosperó y el comercio y todos sus beneficios retornaron, erradicando el delito, mientras sus ciudadanos circulaban con libertad y seguridad. Esto es verídico. ¿Crees que podrían vivir mejor?

—Sí. Sin miedos —aseguró Eduardo.

—¿Sin miedos? —Nicolau soltó una carcajada que resonó en aquella enorme sala, envuelta en un silencio total—. Debo recordarte que estamos hablando de una época en constantes guerras, donde el miedo estaría presente cada día de sus miserables vidas, y no precisamente a causa de su príncipe, sino por la amenaza de los turcos y su afán por conquistar el mundo —explicó triunfante. Bebió un sorbo con deleite, saboreándolo con exquisito paladar—. Voy a contarte algo que tal vez no creas. En la actualidad, Vlad es considerado un héroe nacional en Rumanía. Puedes comprobarlo tú mismo, si quieres. Me gusta viajar allí de vez en cuando, y puedo asegurarte que es cierto: fidedigno. A pesar de varios siglos después, los rumanos sienten nostalgia por aquella época, donde reinaba la justicia, el orden y la honradez. Y esto no son testimonios narrados por gentes que vivieran hace quinientos años, sino el sentimiento unánime de los habitantes de aquel país, ajenos a manipulaciones históricas o a vanagloriarse. Este sentimiento perdura y resiste a los siglos y al olvido. En su tierra natal se le recuerda como un patriota, luchador y defensor por encima de todo.

Este hecho sorprendió sobremanera a Eduardo. No dudó en su veracidad, su abuelo mostraba una elocuencia intachable, además, tan sólo conocía unos pocos detalles sobre aquel personaje histórico. Tal vez su prejuicio le había envalentonado, criticando duramente a su antepasado. Pero también era cierto que la leyenda era explícita y no dejaba lugar a dudas. El personaje que colgaba del retrato a escasa distancia suya había sido uno de los mayores sanguinarios a lo largo de la Historia.

Unos golpes sutiles en la puerta cortaron de raíz la conversación. A continuación el mayordomo se presentó en la estancia.

—Perdone, señor. La comida está lista —anunció con su habitual exquisita educación y reverencia.

—Gracias, Damiá. —Nicolau apuró de un trago su copa—. Si te parece bien, es hora de dejar a un lado nuestra controversia y disfrutar de los placeres culinarios.

Eduardo asintió enérgicamente. El whisky le había abierto el apetito, y se sintió aliviado por deshacerse del escabroso tema de conversación. Siguió a su abuelo como buen anfitrión, percatándose en ese momento del impecable traje que vestía, reluciendo sus zapatos tanto como el suelo en el que pisaba. Admiraba su porte, su elegancia, la serenidad e inteligencia que emanaba de su ser, como el agua de un pequeño manantial.

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Después de una comida digna de reyes, en consonancia con la magnificencia del escenario, servida por dos criadas y el mayordomo como maestro de ceremonias, compuesta por una multitud de platos rebosantes de distintas variedades culinarias, muchas de ellas que no sabía ni que existieran, que hubieran podido abastecer a todo el pueblo que bajo la colina descansaba, Nicolau le invitó al estudio, ofrecimiento que él rechazó. Durante la excelsa y excesiva ingesta, la conversación se había tornado en trivialidades, donde su abuelo aprovechó para interesarse por su vida actual. La distendida charla agradó a Eduardo, tal vez influenciado por las exquisiteces que degustaba, sin entrar, eso sí, en lo personal ni en detalles. La invitación a regresar al estudio le sonó más bien a recuperar la tensa conversación sobre Vlad, y ya había recibido bastante doctrina por hoy. Por otro lado, debía regresar a su casa. Una vez ya revelado su linaje, colmada su curiosidad, los remordimientos por encontrarse junto al hombre prohibido a petición de su madre le hacían sentirse impuro, sintiendo la necesidad de marcharse de allí cuanto antes.

—Me temo que debo regresar a mi casa. Se hace tarde, sobre todo para un hombre al que no le gusta conducir de noche.

La luz que penetraba a través de las ventanas comenzaba su habitual decrepitud, anunciando que aproximadamente en una hora el ocaso les envolvería en tinieblas.

—Si lo deseas, puedes pasar aquí la noche. Nada me complacería más —ofreció Nicolau, con una sonrisa afable.

—Te lo agradezco, pero debo atender mis responsabilidades.

—Muy bien. Entonces no me queda otra que emplazar una nueva cita. Debo mostrarte el castillo, y seguir charlando de abuelo a nieto. —Su típica risa queda volvió a aparecer—. ¿Qué tal el sábado?

A Eduardo esta invitación le pilló por sorpresa, maldiciendo su nula previsión. Carraspeó y sonrió para disimular su desconcierto, ganando tiempo. Sinceramente, no sabía qué contestar. Se dejó llevar, omitiendo cualquier influencia tanto mental como física. Claramente, la posibilidad de visitar el castillo en toda su amplitud le embriagó. Pero, por alguna razón, no quería confirmar ni aceptar la invitación.

—Puede ser —dijo por toda contestación, con una sonrisa de cortesía.

—Te espero para comer, entonces. Será un fin de semana para enmarcar, te lo prometo —aseguró Nicolau, dando por hecho su visita.

Salieron del comedor, ubicado en la primera planta, a unos pocos metros del estudio.

—Espero que hayas disfrutado tanto como yo de nuestro encuentro. Para mí es un sueño hecho realidad el haber podido conocerte personalmente. —Le ofreció la mano, la cual estrechó Eduardo, agradeciendo con un gesto sus palabras.

A Eduardo le gustaba su abuelo. Percibía en él una aureola que no desentonaba con la grandeza del castillo. Inconscientemente, deseó ser como él.

Nicolau llamó al mayordomo, que se presentó en décimas de segundo, el cual acompañó a su huésped de honor hacia la salida. Avanzaron por el interminable pasillo y bajaron las escaleras siempre rodeados de una elegancia, belleza y lujo que dejaban impresionado a Eduardo.

Al arrancar el motor del coche y dar marcha atrás, se percató de que las puertas del amurallado estaban cerradas. Sin tiempo a preocuparse, apareció la figura de un hombre alto y corpulento caminando en dirección hacia las puertas. No pudo verle bien, pero juraría que no era el mismo hombre que le recibiera a su llegada.

Una vez las puertas abiertas, avanzó con su coche y traspasó el umbral que le devolvía a la vida real, con un enmarañado de pensamientos que dudó si algún día conseguiría desentramar. Puso música de fondo, incapaz de enfrentarse con sus pensamientos, abandonándose a una plenitud que parecía engullirle. Tal vez al estar rodeado de tanta ostentosidad su alma se había instaurado en un júbilo permanente.

Al abandonar Olarral, al pasar frente a la vaquería del hombre que conociera aquel día en que llegó con una multitud de interrogantes sobre el castillo y su linaje, un todoterreno blanco aparcado a la entrada le hizo detenerse. ¿Se encontraría su nuevo amigo en el interior de la vaquería? Lo descubriría en un instante. Le había caído simpático, sintiendo ganas de saludarle. La puerta de hierro de color verde se encontraba entornada, así que, sin dudarlo, se asomó por ella. Tras unos breves momentos atisbando infinidad de vacas lecheras, vio dos figuras entre ellas, reconociendo enseguida el coloso cuerpo de Eder.

—¿Eder? —gritó Eduardo para ser escuchado.

Eder Beramendi entrecerró los ojos, incapaz de reconocer al hombre que avanzaba a su encuentro con una sonrisa grandilocuente. Cuando la expresión de Eduardo se tornó vacilante, Eder le reconoció, aunque no recordaba su nombre.

—¡Vaya, menuda sorpresa! —exclamó sorprendido.

—Pasaba por aquí y al ver la puerta abierta he decidido saludarte. Espero no molestar.

Eder dejó a su padre solo en la tarea de vacunar a las vacas, reuniéndose con Eduardo.

—¡No, qué va! Aunque he de admitir que es una sorpresa verte por estos parajes otra vez. ¿Una nueva visita al amurallado del castillo? —preguntó divertido.

—Bueno, algo más que eso. La visita ha sido completa —declaró con satisfacción, enigmático.

Eder Beramendi frunció el entrecejo. No sabía exactamente a qué se refería.

Eduardo percibió su incomprensión.

—He sido invitado a comer en el castillo. Espectacular, simplemente espectacular —confirmó embelesado al recordar la magnitud de la edificación.

—Pero serás cabrón —soltó sin pensar Eder. No existía tanta confianza, aunque no podía obviar una cierta conexión entre ambos—. ¿Y cómo demonios lo has logrado? —preguntó incrédulo.

—La verdad es que te oculté cierta información el otro día —anunció avergonzado—. Descubrí que era nieto materno del dueño del castillo, algo que desconocía completamente, por razones que no vienen al caso, de ahí mi excesiva curiosidad por saber más sobre el castillo y su familia. Espero que perdones mi falta de sinceridad.

—No pienso perdonártelo jamás —aseguró Eder, riendo a continuación—. Pues ahora soy yo el que siente curiosidad por saber más sobre el castillo.

—No pienso decirte ni una palabra sobre ello —dijo entre carcajadas.

No había dudas, parecían haber nacido tal para cual.

Eduardo le contó los pormenores de la historia, ocultando el motivo de la ruptura de su madre con Nicolau y el verdadero origen de su alcurnia, un personaje al que era mejor no relacionarlo con su familia públicamente. Lo que sí recordó, súbitamente, fue la leyenda que desde hacía siglos formaba parte del folclore de aquellas tierras, lo que sumado al personaje de Vlad Draculea, le hizo palidecer. ¿Y si era cierta aquella leyenda que aseguraba que el diablo habitaba en aquel castillo? Por unos instantes sintió una abrumadora certeza sobre aquel folclore. Pero enseguida cayó en la cuenta de que Vlad ya había fallecido cuando su familia adquirió aquel castillo. Un gran peso se liberó de su conciencia. La serenidad regresó a su ser.

Tras varios minutos de charla, Eduardo, preocupado por la inminente oscuridad que les acechaba, inquieto por desembarazarse del tramo sinuoso de carretera antes de que anocheciera, se despidió de Eder. Le aseguró que habría una próxima vez, posiblemente el sábado, si finalmente aceptaba la invitación de su abuelo, algo que todavía desconocía. Tiempo habría para salir de dudas.