CAPÍTULO 16
Olarral, Navarra
Por el espejo retrovisor interior pudo ver el júbilo que emanaban los dos pastores alemanes subidos en la zona trasera descubierta del todoterreno. Se podía leer en su mirada la alegría por esa escapada dominical. Sabían perfectamente que su dueño los llevaba a pasear. Eder Beramendi aparcó el coche en las afueras del pueblo y bajó del vehículo sin dejar de mirar en dirección por donde su familia debería llegar a su encuentro. Los perros ya estaban como locos por saltar del coche una vez que les abrieran la portezuela. Eder sonrió al verlos tan contentos, ansiosos por echar a correr en la inmensidad del entorno, libres, como preso que termina la condena y le abren las rejas de la libertad. Una profusión de gemidos de impaciencia, sumado a algún que otro espontáneo y solitario ladrido de protesta, obligó a Eder a abrir la portezuela trasera lo antes posible.
—Ya voy, ya voy —quiso tranquilizarlos. Se arremolinaron tras la portezuela, como corredores esperando el disparo de salida.
Corrieron como almas que lleva el diablo, en continuo zigzag, olisqueando aquí y allá, pavoneando su alegría a los cuatro vientos. Eder no pudo reprimir una sonrisa, satisfecho por verlos así. Era un domingo a media mañana con un sol que limpiaba poco a poco el rastro de la última nevada acaecida un par de días atrás. Una pequeña brisa rompía levemente la magia de un día aparentemente primaveral. En pleno noviembre, un día así no podía ser desperdiciado.
Unos minutos más tarde su familia al completo se reunió con él. Tenían pensado subir caminando hasta el castillo. Sus hijas no habían dejado de mencionarlo desde que ayer lo visitaran en compañía de aquel forastero. Ximena y Naroa se mostraron ilusionadas ante la posibilidad de volver a admirar una construcción que las hacía sentirse en otra época, entre príncipes y princesas. No dejaron de repetirlo hasta que, para descanso de sus padres, se acostaron. Eder les prometió que ascenderían la colina con una condición: caminando. A él y a su mujer le encantaban pasear entre la naturaleza, algo que parecían odiar sus hijas. Así estaban, rollizas, sobre todo la pequeña, alarmantemente pesada, necesitada de una buena caminata diaria como la que hoy emprenderían.
Los pastores alemanes, obedientes y jubilosos, se acercaron ante las insistentes llamadas de las niñas, deseosas de jugar con ellos.
—Ya estamos aquí, hijo —anunció Asier Beramendi.
—Pues ya era hora —replicó Eder—. Comenzaba a desesperarme.
—Tus hijas, que casi no terminan de desayunar —protestó Janire resignada.
Eduardo sabía muy bien a lo que se refería. Posiblemente se habrían zampado todas las existencias de bollería habidas y por haber. Le dedicó una mirada de reproche por permitirlo, a la que ella se dedicó a encogerse de hombros, con cara de circunstancias. Comenzaron el paseo sin más dilación, con las niñas perturbando la tranquilidad del paraje, entre ladridos juguetones de los perros. Caminaban con parsimonia, al habitual paso cansino de Eder, que en compañía de las niñas, venía que ni pintado para no fatigarlas. Era una ascensión de más de dos kilómetros, la cual comenzaba con un leve desnivel, pero que iba paulatinamente incrementándose.
Edurne, madre de Eder, que también les acompañaba, charlaba distendidamente con Janire sobre algo relacionado con una indumentaria de alguna vecina a la que se habían cruzado, la cual parecía no estar dentro de los cánones establecidos en la pudenda de hoy en día. Eder puso los ojos en blanco ante tal torrente de críticas sin sentido. Aminoró su marcha un poco, más todavía, en pos de rezagarse y dejarlas con sus insustanciales censuras. Ellas, ajenas a su entorno, continuaron su camino dejando tras de sí el eco de sus voces que podrían escucharse a kilómetros y kilómetros de distancia.
En el primer tramo del camino la nieve prácticamente había desaparecido, sin embargo, al llegar al arbolado que escoltaba la ascensión, la nieve perduraba al cobijo de la sombra. No tardaron sus hijas en comenzar las habituales guerrillas con bolas de nieve. Ni los pastores alemanes se libraban de sus puntos de mira, un tanto desviados, eso sí. Uno de estos misiles consiguieron impactar en Edurne, que no tardó en regañarlas, irritada.
La progenitora de Eder era una segunda madre para las niñas, que se encargaba de ellas ante la obligada ausencia de los padres de las pequeñas para atender sus negocios. Tanto Eder como Janire no sabían cómo se las hubieran ingeniado sin su incondicional ayuda para conjuntar trabajo y obligaciones paternales. Edurne, por otra parte, no deseaba otra cosa que cuidarlas. Eran sus nietas, y las quería con locura. Se alegraba de que dependieran de ella para el cuidado de las niñas, su casa era un lugar solitario donde su marido no solía estar durante el día, siempre ocupado con la vaquería de su hijo y jugando interminables partidas a las cartas en el bar. A pesar de sus sesenta y tres años, se encontraba en una buena salud, aunque la fatiga y la artrosis eran sus nuevas compañeras, tan tenaces como detestables. Era creyente acérrima, acudiendo todos los días al sermón del párroco, sin falta, aunque estuviera granizando piedras como puños.
Varios vecinos hacían el camino de vuelta, más madrugadores que ellos. Era una ruta idónea para pasear entre la tranquilidad y hermosura del entorno y la ausencia casi total de vehículos que molestaran su caminar despreocupado.
A unos trescientos metros de encumbrar el camino, una limusina blanca, enorme, pasó ante ellos. Tuvieron que apartarse para que continuara con su lento rodar en dirección al castillo. Las lunas tintadas no dejaban ver el interior, pero no cabía lugar a dudas. Aquel multimillonario de Barcelona parecía dispuesto a pasar unos días en su «casita de campo». Recordó al joven al que acompañara ayer hasta el castillo, sumamente interesado por aquel hombre que viajaba confortablemente en el interior de ese chalet rodante. Cayó en la cuenta de que si hubieran estado más cerca podrían haber visto el interior del amurallado, la fachada del castillo, que sin duda valdría la pena. Chasqueó la lengua ante una inmejorable ocasión perdida.
Pensó nuevamente en Eduardo, que seguramente hubiera dado todo cuanto tenía por poder atisbar el interior de las colosales murallas. Le había sorprendido el gran interés mostrado por aquel joven, la aparente estupefacción que le embargaba por momentos. Algo intuyó que enmascaraba esa fachada de simple admirador de castillos medievales, pese a la innegable magnificencia de la construcción. Su desorbitante curiosidad ante cualquier información relacionada con el dueño o su familia despertaron en Eder un recelo que no conseguía situar. Era innegable su buena estrella, transmitiendo por los cuatro costados ser una buena persona, pero había algo en él que no lograba desentramar. Eder desvió estos pensamientos, poniendo toda su atención en sus pastores alemanes, ante la proximidad de un vecino acompañado de un perro pequeño. Podría armarse una buena.