CAPÍTULO 15
Zaragoza
Después de no dejar ni las migas de dos pizzas tan grandes como ruedas de carreta, Eduardo y Jorge Salas se dejaban caer en los sofás del salón. Estaban a punto de reventar. Gemidos y suspiros de placer revelaban el agrado que experimentaban al conseguir una postura idónea, tumbados cuan largos eran, para reposar sus rebosantes estómagos. Algún que otro fugaz ronroneo se unía para quebrantar el silencio que se había instalado en el salón. Ambos estaban deleitándose de la paz y tranquilidad que reinaba tras la batalla campal originada por el reto de las pizzas.
Eduardo Laborda había hecho el viaje de regreso temprano, después de pasar la noche en Olarral, donde no pudo dormir tanto como hubiera deseado. Se acostó sin cenar, a las ocho de la tarde, exhausto y abatido tras el viaje y la movida noche anterior entregado a los encantos de Gisela. Tardó en coger el sueño y se despertó varias veces en mitad de la noche. Todo por el odioso castillo y la supuesta alcurnia a la que pertenecía, habiendo dudado, seriamente, en romper el juramento, en entregarse a su abuelo incondicionalmente. También se vio sorprendido por un desgarrador pensamiento, que se acrecentó irremediablemente a causa del desánimo y la melancolía. Lloró con rabia al recordar la muerte de su madre, los momentos vividos junto a ella mientras multitud de imágenes pasaban por su cabeza. Se desahogó con ganas, hasta que no quedó ni una lágrima que expulsar. El viaje, por suerte, le sentó bien, consiguiendo despejar su cabeza y apartando por momentos la pesadumbre que le acompañaba. Aquel arrebato lacrimógeno y desolador tan sólo fue pasajero. De hecho, no había hecho nada malo, nada de lo que poder arrepentirse ni sentirse mal, por ahora. El viaje resultó ser menos estresante que la ida, posiblemente al conocer un poco mejor el trayecto. Nada más llegar a Zaragoza llamó a su amigo Jorge y quedaron para comer pizza en su casa. Jorge Salas estaba trabajando en el hotel, pero no tuvo problemas en hacer una escapada, de algo servía ser el director.
Eduardo se removió ligeramente en el sofá, incomodado por la descomunal ingesta. Había llegado la hora de poner al día a su amigo. Hasta el momento, después de más de hora y media de charla, entre bocado y bocado, Jorge no había dejado meter baza, comenzando por sus queridos Lakers, en una extensiva demostración sobre sus conocimientos de la NBA. La posibilidad de conquistar un nuevo campeonato ilusionaba desmesuradamente a Jorge. Después la conversación se tornó un poco más agria al entrar en escena los tira y afloja que mantenía con el dueño del hotel, empecinado en producir más beneficio y recortar gastos. La crisis financiera parecía hacer perder la cordura a más de uno.
Eduardo necesitaba compartir sus últimas aventuras, hablar de ello hasta quedarse en paz consigo mismo.
—El viernes por la noche recibí una llamada de mi abuelo —informó inquieto. Por alguna razón, hablar del tema le ponía nervioso.
—¿Otra vez? Creí que ya no volvería a llamarte. ¿Qué quería, lo de siempre? —Jorge Salas se mantenía con los ojos cerrados, tumbado boca arriba.
Eduardo no había dejado de informarle sobre las acometidas e insistencias de su abuelo.
—Sí, más o menos. Aunque cambió de táctica. Pasó al ataque, sin miramientos, con toda su artillería —confirmó resignado.
Jorge, después de varios minutos inmóvil, movió la cabeza en dirección a su amigo, con mirada inquisitiva.
«Vaya, parece que todavía está vivo», pensó Eduardo al ver a su amigo prestar atención.
—Me habló de conocer mi linaje, mi alcurnia —recalcó las últimas palabras, con énfasis.
—¿Alcurnia? ¡Menudo farol! —exclamó entre risas. Cuando sus miradas volvieron a cruzarse, la sonrisa de su cara se borró por completo. Eduardo se mantenía impasible, sombrío—. ¿No es un farol?
—No lo sé exactamente, pero sí he podido comprobar algo muy interesante. También me habló de un castillo que pertenece a mi familia desde hace medio milenio, invitándome a comer mañana en ese palacio. Pues bien, ayer fui allí a indagar y, efectivamente, hay un castillo medieval en perfectas condiciones.
Jorge no abandonó su gesto de escepticismo. «¿Un castillo medieval? Se la ha metido doblada —pensó—. ¿Cómo ha podido tragarse semejante necedad?», pensó.
—Pero que haya un castillo donde te dijo, no significa que sea de su propiedad —objetó, acomodando su cuerpo en una nueva postura.
—¿Y qué sentido tendría invitarme a un castillo al que no podemos acceder? —preguntó, aunque sonó más a reproche que a otra cosa.
Jorge Salas se quedó pensativo, asintiendo levemente. Era una buena teoría, que parecía confirmar la veracidad sobre el castillo. Levantó la cabeza con brío, estupefacto. El resto del cuerpo no obedeció la orden de alzarse de un brinco ante la sorprendente revelación de Eduardo.
—Joder, Eduardo, ahora va a resultar que eres todo un príncipe. ¡Un castillo familiar! Pero eso es… ¡increíble! No me lo puedo creer. ¡Es alucinante! Últimamente pareces una caja de sorpresas.
—Esta sorpresa, la verdad, es que me está trayendo por la calle de la amargura —lamentó Eduardo, con el gesto contrito.
—Bendito problema. ¡Un castillo, tío! ¿Te das cuenta? —Jorge percibió la angustia en su amigo. No comprendía el porqué—. No sé por qué razón te atormentas. Está en tus manos decidir aceptar la invitación o rechazarla. No veo problema alguno.
Eduardo sopesó las palabras de Jorge. Tenía razón, el mundo no se le había caído encima ni nada por el estilo. Tan sólo estaba en su cabeza. Era como si la decisión que debía tomar fuera a vida o muerte, y nada más lejos de la realidad.
—Lo que me trae de cabeza es el juramento que hice a mi madre. Acudir al encuentro con mi abuelo, aunque sólo sea una cita informal y sin compromiso, rompería ese juramento, al menos en parte.
—Una mínima parte, diría yo —aseguró Jorge.
—Sí, estoy de acuerdo, pero tendría la sensación de haberla traicionado.
Jorge Salas no pudo obviar esa afirmación. Un juramento a una madre en el lecho de muerte era algo muy serio para saltárselo a la torera. Comprendía a su amigo perfectamente. Aunque él, desde la seguridad que da una perspectiva lejana y ficticia, lo tenía claro.
—Yo también estaría intrigado en tu lugar. Que tu familia posea un castillo desde hace quinientos años da una idea del poder e importancia del que debían gozar. Yo, sinceramente, acudiría a esa cita sin más intención que conocer tu ascendencia. Nada más. No romperías el juramento.
Eduardo le miró largo rato. Sabía que tenía razón. Al fin al cabo, una vez revelado su linaje, podría dar por finiquitada la existencia de su abuelo, tal como había sido a lo largo de su vida. Pero siempre que pensaba en aceptar la invitación aparecía la imagen de su madre, con mirada acusadora, sintiendo una puya clavarse en su corazón. Gruñó consternado. Por un lado ansiaba acudir mañana a la cita y por otro, tan sólo con pensar en esta posibilidad, un regusto amargo y un dolor en lo más profundo de su ser le abatía.
—Le das demasiada importancia, Eduardo, te lo digo de corazón. Pero haz siempre lo que tu corazón dictamine, siempre. —Jorge le observó detenidamente. Sus palabras habían calado hondo en su amigo, que volvía a encerrarse en sus pensamientos, con la mirada perdida. Su rostro afligido ponía los pelos de punta a Jorge. Desde luego, no le favorecía demasiado la irrupción violenta de su abuelo en su vida, en un momento en el que todavía estaba reciente la tremenda pérdida de su madre.
—Pues mi corazón tiene tantas dudas como mi mente.
—Entonces deberías echarlo a cara o cruz.
—Muy gracioso —balbuceó Eduardo.
Jorge se encogió de hombros. Se había quedado sin recursos. Le había hablado con franqueza, dando su opinión y consejo con buena voluntad. No podía hacer nada más por él. Y tampoco disponía de más tiempo, debía regresar al hotel, a su trabajo. Por unos momentos envidió a su amigo. Instalado en una vida de relativa abundancia, donde parecía provenir de una familia de alto standing. El castillo parecía el colofón a toda esa maraña de intriga y misterio que rodeaba a sus congéneres.
—Lo siento mucho, pero debo regresar a mi labor. —Se levantó con dificultad, como si los años le pesasen como losas. Si por él hubiera sido se habría quedado allí, en la comodidad que le brindaba el sofá, eternamente—. Por cierto, ¿dónde se encuentra el castillo?
—En Olarral. Un pueblo al norte de Navarra, en pleno Pirineo, cerca de la frontera. El castillo es de ensueño, digno de ver, al igual que el pueblo. Mejor dicho, al igual que su entorno. Se respira una tranquilidad y una pureza… —concluyó, con el ánimo renovado.
—Ya me informarás de tus planes —dijo Jorge mientras se marchaba.
—Lo haré, aunque no tengo ni la más mínima idea de qué decisión tomar.
Ambos se despidieron con muestras de cariño. Eduardo regresó al salón de la primera planta sumido en una penumbra interior. Ascendió las escaleras como si descansara sobre sus hombros todo el peso del planeta. Sentía que la pesadumbre no le abandonaría en todo el día, y quizás tampoco en toda la noche. Volvió a tumbarse en el sofá, agotado, y se abandonó al sueño.
‡ ‡ ‡
La musiquilla del móvil sacó del sopor a Eduardo. Tras un momento de confusión, consultó la pantalla y vio reflejado el nombre de Gisela. La alegría embargó su cuerpo. Su semblante adquirió un embebecimiento desproporcionado, acrecentado por el letargo. Al parecer, tras una breve charla, ella estaba con ganas de darle un revolcón. En una hora llegaría su amante, su ángel. Tras un día entero sin verse, sin recorrer cada milímetro de su cuerpo desnudo, su apetito sexual se activó al instante, irrefrenable, colosal. Debía darse una ducha antes de que llegara. Se levantó de un brinco, olvidado ya su quebradero de cabeza. Qué mejor forma que revitalizarse con la compañía de la mujer perfecta, para él solito, satisfaciendo todos y cada uno de sus deseos.
Cuando el timbre sonó, todavía no estaba preparado. En el último momento reparó en que no se había afeitado. Soltó un par de juramentos y bajó las escaleras al galope. No podía dejar esperando en la puerta a una diva, por Dios.
—Hola, Gisela —dijo tras abrir la puerta con ímpetu.
Ella se quedó un tanto perpleja al verle embadurnado con espuma de afeitar en mitad de su rostro.
—Perdona, es que no me ha dado tiempo de afeitarme —se excusó tras percibir la expresión de extrañeza en Gisela. Un tanto avergonzado, la guio hasta el salón y se excusó unos breves momentos mientras terminaba de acicalarse. Canturreando para sí, feliz y contento por poder volver a disfrutar de un placer carnal de dimensiones estratosféricas, pasaba la cuchilla con destreza y determinación. Cuando al fin abrió la puerta del cuarto de baño, fue como salir a hombros de una señorial y abarrotada plaza de toros. Verla allí sentada, esperándole a él, con esa belleza innata que cubría todo su ser como una aureola divina. Se regodeó en su suerte.
—Ayer no me cogiste el teléfono —reprochó Gisela, sin desviar su mirada de una revista de música pop que parecía hojear con interés.
—Estuve fuera de la ciudad, ocupado. —Eduardo no esperaba que le diera tanta importancia a este hecho.
—¿Por aquella llamada de tu abuelo? —Gisela seguía concentrada en el contenido de la revista.
—Podría decirse que sí —vaciló. Estaba sorprendido por la capacidad de perspicacia que acababa de demostrar. No había hablado con ella desde hacía dos noches, ocultándole todo lo relacionado con el castillo, la alcurnia y el viaje. Tan sólo le reveló los pormenores.
Gisela, finalmente, levantó su mirada, clavando sus grandes y preciosos ojos azules en Eduardo.
—¿Ya has decidido si vas a aceptar la invitación de tu abuelo?
Eduardo se sentó a su lado, acompañado de un suspiro profundo.
—No. Mi indecisión es tan grande y tortuosa que mi cabeza estallará de un momento a otro.
—No entiendo tu indecisión. Bueno, sí la entiendo, pero no te comprendo. Es por el juramento, ¿verdad? —preguntó compasiva.
Eduardo asintió con poco entusiasmo.
—Por conocer a tu abuelo no creo que rompas el juramento. Además, seguro que merece la pena conocerle. Es tu abuelo, Eduardo. Si estás tan afligido es porque realmente quieres conocerle, pero el recuerdo de tu juramento atormenta tu alma.
Eduardo volvía a tener que dar la razón por segunda vez en el día. O era el velo de culpabilidad que no le dejaba ver la realidad, o es que las personas más importantes actualmente en su vida eran incapaces de concebir la importancia de aquel juramento. Por otra parte, también estaba la posibilidad, perfectamente creíble, de que el odio cegador de su madre por su familia, por causas que desconocía completamente, fuese el culpable de aquella excesiva pertinacia por mantener alejada y en secreto a su familia. No obstante, su abuelo le parecía una persona afable, bondadosa, y no podía obviar la emergente necesidad de conocer la verdad. ¿Qué mal podía hacerle el conocer su linaje? Siempre estaría a tiempo de rectificar y rechazar para siempre a Nicolau, si algo le disgustaba. Tan sólo quedaba anular el sentimiento de pecado, de traición. Se percató de que si lograba evadirse de él acudiría a la invitación sin pensárselo dos veces.
Otra vez, ¿qué perdía por acudir al castillo? No rompería el juramento, como bien le habían explicado su amante y su mejor amigo. ¿Entonces qué demonios hacía perdiendo el tiempo y ganándose un revés en su salud en cavilar una y otra vez la decisión más adecuada? Como ocurriera anteayer, ante la compañía de Gisela, la sentencia se presentó tras un repentino golpe de maza como si de un juicio se tratara. Se sintió abrumado por tan súbita revelación y convencimiento: mañana, lunes, acudiría sin falta al castillo para desvelar su linaje. Ahora ya tenía la certeza de que no rompía el juramento al aceptar la invitación de su abuelo. Esa creencia fue una bendición. La sensación de haberse quitado un peso de encima fue un bálsamo al que se aferró con uñas y dientes para no abandonarlo jamás. La excitación repentina por poder internarse en aquel castillo de cuento de hadas y por desvelar definitivamente la alcurnia a la que pertenecía enardeció a Eduardo hasta extremos insospechados, lo que aprovechó para abalanzarse sobre su presa, a la que pilló por sorpresa. Gisela se entregó a él en cuerpo y alma, como de costumbre. Mañana sería un gran día, posiblemente un día inolvidable, pero esta noche no iba a ser menos, no señor. Una poderosa y prolongada carcajada surgió en su interior impregnándole de dicha. Con momentos así, la vida llegaba a ser maravillosa. Deseó que fuera eterna.