CAPÍTULO 14

Eduardo Laborda se levantó con un velo en los ojos que creyó estar envuelto en la madeja de una enorme telaraña. La noche había sido larga, tal como previó, envolviéndolos en una pasión desenfrenada, en una incesante copulación que dejaba por momentos a ambos totalmente extenuados, recobrando rápidamente las fuerzas y retornando con la misma fogosidad. Parecían dos adolescentes descubriendo el placer carnal.

Gisela, que se había marchado poco después del amanecer, como buena amante, se había entregado nuevamente en cuerpo y alma. Era una mujer con una fogosidad insaciable, que exprimió al máximo las facultades físicas y sexuales de Eduardo, hasta llevarle a la extenuación y al séptimo cielo, por este orden. Nunca antes había experimentado nada semejante; Gisela lograba fusionar sus cuerpos y almas hasta sentirse un único ser, un ser supremo capaz de tocar con los dedos a los dioses que les observaban reverencialmente, casi podría asegurar que admirándoles. Era una sensación extraordinaria, embriagadora, que mantenía a Eduardo, por momentos, en un estado de divinidad indescifrable.

Se dio una ducha fría y se mentalizó para el viaje que quería efectuar. Se sentía agotado y adormilado. Tan sólo pudo dormir un par de horas, inmerso en una lucha sin cuartel gastando cualquier reserva física que pudiera guardar en su interior. Tuvo la certeza de que hoy lo pagaría. Una mueca de disgusto y preocupación apareció reflejada en su cara. Debía conducir unas tres horas por unas carreteras que desconocía, sumado a su detestable pasión por el arte de la conducción, dejó a Eduardo con ganas de posponer el viaje. Por un momento tuvo esa convicción, seguro de necesitar descanso para emprender tan tortuoso camino. Y es que para él, conducir más de cien kilómetros era como adentrarse en una casa destartalada y abandonada en plena noche, en una oscuridad inquietante. Suspiró y se resignó. Sentía un cosquilleo en su estómago por desvelar la verdad sobre su linaje, obligándose a olvidarse de sus paranoias con el pilotaje. Contribuyó a ello la reconfortante ducha y el no menos estimulante desayuno.

Entró al garaje con su maleta, con todo lo necesario por si decidía pernoctar allá, y se encaminó hacia su Seat Ibiza rojo. Se sorprendió al ver que la viveza del color parecía haber desparecido. Comprobó que un manto de polvo era el culpable, amortiguando el brillo habitual. Metió la maleta en el maletero y se acomodó en el puesto de mando. Accionó la llave de contacto y un mortecino sonido irrumpió del motor de arranque, tan extenuado como él. No arrancó el motor. El coche debía de estar tan sorprendido por su repentina utilidad que no dio crédito a lo que se le exigía. Estaría en un estado catatónico, después de ¿años? sin ser utilizado. Lo compró hacía unos cuatro años, ante la necesidad de llevar a su madre periódicamente a su tratamiento, pero llegó un momento en el que sólo podían trasladarla en ambulancia, de eso haría más de un año, con toda seguridad. Él prefería el metro o el bus para recorrer la ciudad, y desde el empeoramiento de su madre no había abandonado Zaragoza, por lo que el coche, a pesar de encontrarse impecable, probablemente estaría hibernando.

Puso los ojos en blanco y resopló consternado. La idea de quedarse allí, sentado en su coche sin poder arrancarlo, comenzó a perturbar su estado de ánimo. Aguantó la respiración y probó una segunda vez. El mismo sonido quejumbroso hizo palidecer a Eduardo, quien mantuvo accionado el motor de arranque por si acababa despertando de su letargo. Nada. Maldijo unas cuantas palabras inconfesables, dando un puñetazo al volante. Estuvo tentado a abandonar el maldito vehículo y recuperar horas de sueño y energía que la dulce cama le brindaba y que tanto necesitaba. A punto de abrir la puerta y desistir, tuvo el deseo irrefrenable de asegurarse una última vez, de no cancelar el viaje que podría desvelar los secretos de su familia. Respiró hondo, pidió ayuda divina y se concentró en transmitir energía positiva. «Hay que tener fe», se dijo convencido. Accionó con decisión la llave y el motor de arranque volvió a cobrar vida, aunque parecía haber perdido la poca vitalidad que le quedaba. El sonido quejumbroso se había mutado, por increíble que pareciera, en un sonido todavía más débil, que delataba flaqueza, como si debiera arrastrar el vehículo entero. Sin dejar de mantener accionada la llave de contacto, soltó una profusión de juramentos que fue aumentando paulatinamente su cólera hasta el punto de dar una patada a los bajos del habitáculo, impactando involuntariamente con el acelerador, pisándolo a fondo violentamente. El motor despertó de su letargo como por arte de magia, al parecer necesitado de una inyección de combustible que alivió las oxidadas piezas. Eduardo, todavía iracundo, mantuvo el acelerador pisado por miedo a que se desvaneciera nuevamente al estado de coma. Con el corazón en un puño, mantuvo la esperanza de que conseguiría acceder a la calle y poner rumbo a su destino, una vez acabara, claro está, las impetuosas vibraciones que el habitáculo recibía por parte de un motor que petardeaba escandalosamente y exhalaba un humo tan negro que en cuestión de segundos había borrado cualquier atisbo del interior del garaje.

Pulsó el mando a distancia y la puerta del garaje ascendió trepando por el techo guiada por sus raíles, convirtiéndose literalmente en la boca de una gran chimenea de fábrica altamente contaminante. El humo negro ascendía enfurecido hacia el cielo zaragozano, como si un enorme fuelle se encargara de expulsarlo. Los transeúntes que pasaban se escandalizaban, incluso oyó gritos de terror por creer que la casa entera ardía en llamas. En poco tiempo la acera de enfrente se convirtió en un hervidero de curiosos. No pudo culparlos, la imagen debía de ser dantesca. Él se mantenía en el interior del vehículo, rezando para que la gente se marchara y regresara a sus menesteres. Se sentía como un idiota, como un payaso, haciendo el ridículo delante de toda esa creciente multitud. Esperaba que no hubiesen llamado a la Policía, podría salir hasta en las noticias informativas de alguna cadena de televisión haciéndose eco de un hecho tan disparatado.

El coche parecía no darle tregua, no cesando la nube tóxica, aunque el motor comenzaba a ronronear de una forma más lineal. La gente había comenzado a desfilar al darse cuenta de la falsa alarma de incendio, aunque todavía quedaban los típicos tocapelotas que no tienen mejor cosa que hacer que criticar a diestro y siniestro, siendo él una presa fácil en ese momento.

Finalmente salió de la bajera, entre vítores reproduciéndose en su interior. Todavía nervioso —la densa circulación del centro le aterraba—, fue dejando atrás la ciudad en dirección a Pamplona. Era una mañana de noviembre agradable, con nubes blancas formando densas marañas aisladas bajo un cielo azul que podía atisbarse en los innumerables claros. El viento, hasta el momento, parecía dormido en el día de hoy. Sabía que había tenido una noche tan movida como la suya, oyendo claramente cómo azotaba las paredes y las ventanas. Que siguiera dormido por muchos años.

El Seat Ibiza, tras un titubeante y sufrido comienzo, circulaba fino como la seda. Se había sacudido la pereza y el motor ronroneaba como un manso y doméstico gato. Eso sí, la casa, probablemente, apestaría a gasoil quemado durante días, y las paredes de la bajera necesitarían una buena mano de pintura. Pero todo aquel numerito que escenificó su coche sólo era ya un vago recuerdo. Ahora pensaba, única y exclusivamente, en llegar sano y salvo a su destino y en hallar las respuestas que había ido a buscar.

Mientras escuchaba y tarareaba la música que manaban los altavoces del vehículo, ayudándole a sentirse mejor, más despejado, llegó al primer desvío que el GPS portátil indicaba. Después de prácticamente circular todo el trayecto por autopista, poco antes de llegar a Pamplona, dio un giro de casi ciento ochenta grados, como lo había dado el paisaje. El terreno árido y llano había dejado paso a uno más montañoso y verde. Conforme avanzaba por la recién incorporada autovía, los verdes prados iban haciéndose patentes. También los campos labrados, de tierra rojiza.

En el siguiente desvío, una carretera sinuosa, aunque de buena calidad y provista de arcenes, le dio la bienvenida. Eduardo, siempre que podía, observaba el entorno con satisfacción. ¿Hace cuánto que no salía de las mazmorras que era la urbe? Se alegró por disfrutar ahora de una excursión al campo, con grandes espacios que se abrían en el horizonte, en un día que parecía hacerle un guiño climatológicamente hablando. Receló de la nieve acumulada en los picos más altos, sospechando que la temperatura sería más baja de la que aparentaba el sol que a intervalos brillaba con fuerza.

Después de otro desvío, la carretera cambió radicalmente. Seguía siendo sinuosa, aunque desprovista de arcenes y con una ascensión continua e imparable. El paisaje se hizo más abrupto y más exuberante, con las laderas completamente cubiertas por frondosos árboles de un verde muy intenso, salpicado por la blancura de la nieve en sus cotas más altas. Un túnel cavernoso excavado en una montaña lo engulló, como si se tratase de las fauces de un dinosaurio gigantesco. Era largo y bien iluminado por una hilera central de focos, con las paredes revestidas de hormigón y pudiendo verse en el techo abovedado de rocas las entrañas de la montaña. Nada más regresar bajo la luz solar, un paisaje demoledor se abrió paso ante sus ojos. Una sucesión de montañas cubrían el entorno, con laderas que ascendían a picos más altos y otras, que descendían a unos cien metros por debajo de la carretera en la que circulaba. Era tan bonito, tan bestial, que levantó drásticamente el pedal del acelerador para admirar toda la belleza que impregnaba cada metro cuadrado del paisaje, y también para evitar estamparse contra alguna abrupta ladera que delimitaba la carretera a su izquierda o para no despeñarse en caída libre a su derecha.

En su cabeza seguían retumbando con fuerza las palabras de su abuelo: castillo y alcurnia. No obstante, los secretos que pudiera encerrar todo esto en lo referente al repudio de su madre le enturbiaban el ánimo. No paraba de darle vueltas, como una noria en plena época estival. Las interrogantes que se abrían y escapaban a su razonamiento le poseían endemoniadas. Conforme se acercaba a su destino podía percibir un nudo en el estómago ante la inminente posibilidad de conocer su linaje.

Dejó atrás toda aquella profusión de montañas teñidas de verde y blanco y se perfiló por una carretera hostil, aunque dudó mucho que se pudiese nombrar como tal. Más bien parecía un camino de cabras, asfaltado, eso sí. Desapareció cualquier rastro de señalización en la calzada y se estrechó considerablemente, como el efecto de un embudo. Si todo esto no era suficiente para las limitadas dotes de conducción de Eduardo, se volvió más sinuosa todavía, aunque escasos minutos antes le hubiera parecido del todo imposible. Él redujo la velocidad tanto que creyó que en cualquier momento sería adelantado por algún campesino a lomos de un burro. En cualquier otra situación hubiera llorado de la risa ante aquella imagen que se formó en su mente, pero estaba conduciendo, y era más que suficiente para no adoptar cualquier expresión que no fuera la de pura concentración, con todos los músculos del rostro agarrotados, dándole un aspecto iracundo.

El paisaje se fue haciendo más sombrío, con los árboles desnudos cubriendo las laderas por completo, alguna de ellas elevándose hasta casi tocar el cielo. Se percató de que la nieve acumulada bajaba de cota conforme avanzaba. Ahora la tierra marrón prevalecía a la verde, que casi se había extinguido. Poco a poco se fue sumergiendo entre las gigantescas montañas, donde la diminuta carretera comenzaba a estar embutida entre paredes montañosas prácticamente verticales. Se sentía minúsculo e insignificante ante el poderío con que se alzaban las vanidosas montañas a su alrededor, donde no llegaba a distinguir el final de su ascensión hacia el cielo, pareciendo infinitas a su percepción ocular. Lo que sí podía distinguir claramente era cómo la nieve acumulada en las laderas verticales iba acercándose peligrosamente a su altura. «¿A que tengo la suerte de que la carretera se encuentre cortada?», pensó irritado. De hecho, todavía no se había cruzado con ningún vehículo desde que accediera a ese camino de cabras asfaltado. Gruñó resignado. Llevaba todo ese trayecto rezando para que ningún coche se cruzara en su camino, dado el aprieto al que se vería sometido: no había espacio útil para dos vehículos. ¡Casi ni para uno! Sin embargo, ahora deseaba cruzarse con uno, incluso no le importaría toparse con un tráiler de portentosas dimensiones, aliviando así la angustia que sentía ante la posibilidad de que la maldita carretera se encontrara cortada al tráfico.

La carretera llegó imparable hasta la cota de nieve, donde comenzó a verse amontonada a ambos lados de la calzada. Las montañas estaban cubiertas totalmente de un blanco y espeso manto de nieve, donde los árboles con sus ramas desnudas parecían inmunes a la nevada. Debió subir un par de puntos la calefacción al comenzar a sentir frío. La nieve y la continua sombra que desplegaban las montañas que encerraban completamente la carretera por donde circulaba a velocidad de tortuga hicieron estremecerse a Eduardo. El frío, a pesar del buen clima para la época del año en la que se encontraban, sería seguramente intenso. Debía de encontrarse a bastantes metros de altitud sobre el nivel del mar, ascendiendo kilómetros y kilómetros por aquellas sinuosas carreteras. Lejos quedaba su querida Zaragoza, que a excepción del viento huracanado con que en ocasiones les obsequiaba, el invierno solía ser sosegado y condescendiente con el ser humano.

Después de haberse tranquilizado un poco al intuir el paso de un quitanieves al ver sus secuelas en forma de montones de nieve acumulada de medio metro de altura a cada lado de la carretera, continuó serpenteando por aquel desfiladero encofrado por enormes muros de roca infestados de árboles. De repente, al finalizar una curva pronunciada, una de tantas, el entorno se abrió dando paso a un horizonte donde una llanura blanca se hacía interminable a su alrededor, distinguiendo una cordillera montañosa perdida en la lejanía del horizonte. Era como si hubiera abierto una puerta a otro mundo, cambiando repentina y radicalmente el paisaje. Estaba embelesado por la nueva y fantástica panorámica que tenía frente a sí, donde prados blancos por la nieve dominaban el entorno, mientras varios caballos pastaban despreocupados, tranquilos, inmóviles, desperdigados en aquella abrumadora inmensidad.

La carretera volvió a mejorar considerablemente, mientras seguía al pie de la letra las instrucciones del GPS. Estaba a unos pocos kilómetros de su destino, donde en el siguiente cruce encontró una señal que lo indicaba: Olarral. Comenzó a adentrarse en una meseta montañosa donde las laderas eran extensas y poco pronunciadas, alternándose en ellas los árboles desnudos con otros frondosos de un verde oscuro e impactante en un paisaje completamente nevado. Atisbó rebaños de ovejas pastando en grupo, diminutas en un sinfín de pasto y terreno, alejadas del mundanal ruido y ajetreo. Vacas lecheras pastaban apaciblemente en vastos terrenos cercados. Estaba boquiabierto ante la profusión de naturaleza que se abría a su alrededor, ante la enormidad y belleza del paraje. Se percató de que cerca de su destino el manto blanco se teñía vagamente, por zonas, de verde y marrón. La nevada había sido más condescendiente en esta zona.

Después de más de tres horas de viaje, Eduardo cruzó la meta en forma de señalización anunciadora de su destino. Suspiró aliviado tras el estresante viaje en un sinfín de carreteras sinuosas y caminos asfaltados. Había empleado más de tres horas, y todo su cuerpo protestaba tras el largo e inhabitual viaje. Pero allí estaba, sano y salvo, feliz por reencontrarse con el arte de la conducción, por demostrarse a sí mismo que era capaz todavía de superar cualquier dificultad al volante. Ahora debía encontrar el castillo, la señalización que indicara el camino. Desechó la posibilidad de que pudiera ubicarse en el pueblo, las fotos que pudo ver lo desestimaban. Cruzó todo el pueblo hasta llegar a un desvío sin encontrar la maldita señal. ¿Estaría sin señalizar? Lo dudó, un castillo medieval en tan buenas condiciones debía de ser el orgullo de aquel pequeño pueblo perdido de la mano de Dios. Decidió darse la vuelta y poner más atención. Unos pocos caseríos quedaban a su izquierda, mientras una barriada de casas viejas lindaba al este con la carretera. El pueblo parecía desierto en las afueras, donde no se topó con persona alguna. Sí pudo ver a un par de hombres de avanzada edad en la lejanía. Volvió a cruzar el pueblo sin ver señal alguna en la que quedara plasmada la existencia del castillo o el trayecto para llegar hasta él. Cuando ya perdía la calma y comenzaba a desesperarse, vio a lo lejos, al lado de la carretera, a un hombre y una niña jugando con un perro delante de la fachada de una pequeña edificación sin tejado, a un par de kilómetros apartado del pueblo. Su salvación.

Cuando llegó a su altura detuvo el coche y bajó la ventanilla, recibiendo una bofetada de aire gélido que dificultó su respirar. El contraste con el caldeado interior del vehículo era brutal. Hizo caso omiso y se esforzó por alzar la voz:

—Hola, buenos días. Estoy buscando el acceso a un castillo medieval que creo hay en esta zona.

Tras el hombre y la niña se alzaba una edificación de cuatro paredes altas lavadas de mortero y pintadas de un blanco que hacía que se camuflara en el entorno. Una gran puerta de hierro de doble hoja estaba abierta de par en par, dejando al descubierto más personas en su interior, pudiendo advertirlas, difusas, por sus figuras en movimiento, dado el estado de concentración en el que se hallaba por la respuesta que debería darle aquel joven. También se avistaba otra puerta al fondo, donde podían verse al otro lado vacas lecheras pastando.

—Un poco más adelante, sin llegar al pueblo, hay un camino a su derecha que le conducirá hasta él —indicó con la mano en dirección hacia el pueblo.

Eduardo miró con dificultad hacia atrás asomando la cabeza por la ventanilla, con el ceño fruncido. «Un camino… Lo que me faltaba. ¿A que me pierdo?», pensó.

Eder Beramendi pareció intuir su preocupación.

—No se preocupe, está asfaltado. Tan sólo tiene que seguirlo y le llevará hasta sus puertas. Aunque he de advertirle que está cerrado al público. Es propiedad privada —aseguró serenamente.

—Lo sé, lo sé. ¿Y sabe usted quién es su dueño? —preguntó Eduardo sintiendo el corazón en la garganta.

Eder hizo ademán de contestar, pero su hija mayor, Ximena, le dio un tirón del brazo, interrumpiéndole.

—Vamos al castillo con ese señor, papi —exclamó jubilosa, dando saltitos de alegría.

—Pero, hija, no podemos molestar al señor —replicó Eder, riendo quedamente ante la ingenuidad y atrevimiento de su hija.

—No, no, estaría encantado de que me acompañarais, temo perderme. —Eduardo no podía perder la oportunidad de interrogar a un vecino de la localidad sobre el castillo y sus dueños. Qué mejor forma que llevarle de paseo en su coche. Habría sido capaz, para conseguirlo, de subir a una de esas vacas lecheras al asiento trasero.

Ximena comenzó a dar saltos de felicidad, gritando a los cuatro vientos que se marchaba a visitar el castillo. Eder vaciló un momento, pero finalmente, no sin antes comunicárselo a Janire, aceptó. Naroa, al enterarse, no quiso ser menos y se unió al grupo, ante la consternación de Eder, que creía un atropello lo que estaba haciendo a aquel forastero.

—Usted perdonará, pero los críos desconocen la vergüenza —se disculpó Eder.

—No, de verdad que me viene bien un guía. —Eduardo subió la ventanilla tan rápidamente como le fue posible. Se había quedado helado—. Vaya frío hace por aquí —se quejó Eduardo.

Eder Beramendi le miró contrariado. Las niñas, mientras tanto, ajenas al mundo, alborotaban en el asiento de atrás, invadidas por el entusiasmo.

—Se nota que usted no es de por aquí.

—De tú, por favor —pidió Eduardo—. No, la verdad es que no. ¿He quedado como un imbécil? —preguntó sonriendo.

—Bueno, yo no diría tanto. Pero en la época del año que estamos, le puedo asegurar que hoy hace un día espléndido.

—Lo dicho —confirmó Eduardo, riendo a continuación—. Por cierto, me llamo Eduardo. —Le tendió la mano, la cual estrechó gustosamente Eder, anunciando su nombre.

Eder le indicó que se desviara por un camino asfaltado, unos doscientos metros antes de llegar al pueblo, que se perdía en la lejanía de una ladera.

«Otro camino de cabras», pensó Eduardo. La pendiente comenzaba leve, aunque enseguida se adivinaba un mayor desnivel conforme se avanzaba. A ambos lados podían verse briznas de hierba asomar entre el irregular manto blanco.

—¿Y sabes quién es el dueño del castillo? —volvió a preguntar, deseoso de respuestas.

—Al parecer es un millonario afincado en Barcelona. Pocas veces al año viene por aquí.

—Supongo que ese millonario descenderá de alguna familia importante —acertó a decir.

—Sí. Tengo entendido que el castillo pertenece a la familia desde que se construyó hace quinientos años —confirmó Eder.

—Lo que quería decir es que pertenecería a una familia con algún título nobiliario.

Eder enarcó las cejas.

—No tengo ni la menor idea.

Eduardo suspiró silenciosamente. Se había desvanecido toda ilusión de desvelarlo por boca de aquel simpático desconocido. Miró el paisaje a ambos lados, decepcionado. Una curva pronunciada a la izquierda cambió radicalmente la pendiente, haciéndose más pronunciada, y una maraña de frondosos árboles los engulló. Eduardo advirtió que la calzada se encontraba limpia de nieve mientras que a los lados se alzaba un pequeño muro de nieve. No podía creerlo.

—¿El quitanieves pasa por aquí?

—Sí. Tu «amigo» paga una buena pasta al ayuntamiento para que lo haga —confirmó Eder con una sonrisa enigmática.

—¿Mi amigo? Creo que te equivocas, no le conozco.

—Era una forma de hablar. ¿Eres periodista o algo así? —Eder no pudo evitar preguntarlo. Parecía demasiado interesado por indagar en todo lo concerniente con el dueño del castillo.

—No, no, qué va. Sólo intrigado por un castillo medieval de propiedad pública, nada más. Es algo muy extraño hoy en día.

Tras más de dos kilómetros ascendiendo por el camino, llegaron al final de la calzada asfaltada, donde el camino parecía seguir bajo un manto de nieve. El arbolado dejó paso, a su derecha, a un claro donde se elevaba poderoso el castillo unos metros adentrado en la cima de una de las múltiples montañas. Eduardo soltó un silbido de admiración. Cogió el abrigo y se bajó del coche sin apartar la vista de la señorial construcción de piedra que tan magníficamente se conservaba. Las niñas se bajaron como locas, correteando bajo los altos muros.

—Lo restauraron exterior e interiormente hace unos treinta años, por lo que me contó mi padre. Después hubo una reforma… hará unos diez años —informó Eder, ante el asombro de Eduardo.

El contorno del castillo poseía un amurallado que hacía imposible verlo. Sin embargo, la muralla de catorce metros de altura de perfecta y conservada construcción, con una profusión de almenas y cuatro torreones, dejaba a las claras la grandeza que tras los muros se alzaría. Detrás de la muralla podía atisbarse la cúspide de unas imponentes torres, de unos treinta metros de altura, que debían de estar construidas en cada ángulo del castillo. Una puerta de madera de doble hoja, al amparo de un dintel en leve arco con enormes piedras cortadas a tal efecto, de seis metros de ancho por cuatro de alto, se alzaba poderosa y exquisita en una exuberancia de relieves que recorrían incansables cada centímetro de la misma, en un alarde de dibujos variopintos. La madera se intuía gruesa y, al igual que el resto de la muralla, estaba impecablemente conservada. Nadie diría que la mayor parte del año se encontraba el castillo deshabitado y abandonado.

Eduardo se acercó a la fortaleza, embelesado. Las paredes de color pardo tenían aspecto de soportar un bombardeo aéreo. Aunque para bombardeo, el que se desató sin previo aviso. Las hijas de Eder arremetieron entre carcajadas contra su padre, que al mantenerse cerca de Eduardo, tuvo este que soportar también el asedio, aunque no le importara en un principio, siempre y cuando no le estamparan una de esas bombas blancas y frías en la cara.

Eder las regañó. Esas diablillas no tenían respeto a nada ni a nadie.

—Impresionado, ¿verdad? —preguntó Eder, después de conseguir una tregua con las atacantes, que ahora se divertían haciendo pequeñas e ininteligibles figuras de nieve.

Eduardo sólo pudo asentir tímidamente por toda contestación. No podía creer que aquella majestuosidad de construcción perteneciese a su familia. «Madre de Dios, esto es grandioso», pensó invadido por el embrujo. Estaba totalmente convencido de que su abuelo no había mentido al mencionar «alcurnia». Un castillo así, sólo podían poseer gentes de importante y antigua aristocracia. Ignoraba el porqué su madre habría abandonado su hogar y su familia, pero lo que más le atormentaba era la supuesta obsesión por ocultarle la historia sobre su estirpe, incluso el más insignificante dato, manteniendo en absoluto secreto cualquier hecho relacionado con su linaje, su familia. Sentía un nudo en el estómago difícil de aplacar. La majestuosidad de una edificación tal le dejó absorto en varias hipótesis sobre sus antepasados.

—Hay una leyenda sobre este castillo —anunció Eder, ante el mutismo y encantamiento en el que andaba sumido Eduardo.

Eduardo salió del trance, entrando en una espiral de sorpresa y excitación.

—Soy todo oídos.

—Bueno, son historias surrealistas —advirtió Eder—. Y muy antiguas. Recuerdo a mi abuelo contar un sinfín de historias siniestras sobre el castillo cuando era un crio. A pesar del terror que experimentaba, me gustaba escucharlas. A veces me costaba dormir por las noches.

Eduardo se centró en su improvisado guía, una vez que le había arrancado de la estupefacción. Le observó detenidamente. Era alto y fornido, un hombretón del Norte, capaz de levantar una de esas enormes rocas que componían la construcción de la muralla. Tendría cuidado en no cabrearle, si no quería acabar hecho papilla. Pese a su imagen destructora, se adivinaba una persona tranquila y buena. Demasiado tranquila, tal vez. Sus movimientos eran pausados, como si estuviera en perpetua ingravidez, como los astronautas en pleno vuelo sideral. Una barba de pocos días le daba un aspecto atractivo, reconsiderando dejársela él también.

—La leyenda, al parecer, es tan antigua como el castillo. Contaban que aquí habitaba el diablo, que raptaba personas y les arrancaba el corazón para comérselo —susurró en pos de que sus hijas, que seguían correteando y riendo incansables, no pudieran oírle.

Eduardo no pudo más que echarse a reír, aunque sintió un escalofrío. No le gustaban demasiado ese tipo de historias macabras, ni siquiera en cine o en novela.

—Espero que no nos oiga —bromeó Eduardo en referencia a ese supuesto diablo.

—Típico folclore medieval. Aunque mi abuelo aseguraba que en esta región siempre hubo desapariciones misteriosas desde que se construyó el castillo.

La expresión de Eduardo se tornó sombría. El que no iba a poder dormir esta noche era él, y tan mayorcito que era.

—En toda leyenda hay tanto hechos verídicos como ingeniados. —Esta afirmación propia dejó todavía más inquieto a Eduardo. ¿Escaparía su madre de hechos siniestros? Un sudor frío le perló la frente.

—Una buena apreciación. Mi padre, sin embargo, cuando sale a colación este tipo de historias, afirma que desde que tiene uso de razón, y serán más de cincuenta años, si es que alguna vez la ha poseído, tan sólo se conocen dos desapariciones misteriosas —apostilló Eder, sin dejar de vigilar a sus hijas.

Eduardo se sorprendió al verse tan cómodo y distendido con aquel desconocido. Le caía bien, aparte de no ser mucho mayor que él. No tuvo dudas en que harían buenas migas si la distancia no fuera tan insalvable.

—Dos desapariciones en cincuenta años no es gran cosa, pero es un dato a tener en cuenta. —Eduardo no pudo obviar la leyenda. A aquellos dos desaparecidos le arrancaron el corazón para comérselo. Una arcada estuvo a punto de ser el aperitivo de la comida que en breve debería ingerir; eran más de las dos. La imagen de su abuelo perpetrando tan horrible acción le sacó de todo atisbo de duda. No conocía a Nicolau, y podría ser una sanguijuela, aunque lo dudara, pero nunca, jamás, un asesino.

—Por lo que mi padre cuenta, se perdieron por estos lares y terminaron sus vidas de forma cruenta. Recuerdo que uno de ellos era un ovejero que, al parecer, le gustaba demasiado el vino. Era famoso por sus formidables borracheras. Mi padre cuenta que se caería por algún barranco, borracho como una cuba, y se mató.

Eduardo asintió, con los labios apretados. Oír hablar de muerte le recordaba a su madre. Y a la vez a su linaje.

—¿Y no hay ninguna leyenda o habladuría sobre la familia que lo habitaba?

—No, nada significativo. La verdad es que nunca se ha mencionado quiénes eran, aparte del diablo. Supongo que serían una familia noble, cercana al rey de Navarra o algo así. No sé, hablo desde el total desconocimiento. Pero debieron de ser una familia muy importante y poderosa —aseguró señalando la fortificación.

Eduardo vio que Eder miraba su reloj por quinta vez en los últimos tres minutos. Era hora de regresar al pueblo. Hora de comer. Su guía le recomendaría un acogedor lugar para degustar la cocina típica de estas tierras.

‡ ‡ ‡

Eduardo Laborda, después de una ingesta colosal, necesitada tras el largo y estresante viaje y la noche agotadora, regresó al castillo antes de que anocheciera. Había decidido pernoctar en el pueblo, le vendría bien el descanso, aunque la verdad era que se sentía incapaz de emprender el viaje de regreso.

Se bajó del vehículo con parsimonia. El silencio era total, sorprendente. No se había dado cuenta antes, al perturbar el silencio aquellos dos duendes que no cesaron de gritar y reír. Ahora, en la soledad, tan sólo unos pájaros cantaban alegres. Era el único sonido perceptible. Parecía que el tiempo se hubiera detenido, que el mundo había dejado de rotar. El viento estaba en calma, acrecentando aquella sensación. El frío era más intenso, unos cuantos grados bajo cero, aunque era más sano que en su ciudad. Era impagable la serenidad y completa tranquilidad que la ausencia de viento te hacía sentir. Aunque algo que ver tendría toda esa naturaleza y belleza que se abría ante sus ojos. Estaba en la cima de una montaña, no muy alta, quinientos metros de altitud sobre el pueblo, prácticamente rodeado de árboles, de una espesura y verdor que pareciera que los prados se elevaban en vertical, aunque también había zonas donde se encontraban desnudos de follaje. En este otro amurallado de árboles se habría una pequeña ventana, la cual no dejaba ver el pueblo, pero con una vista panorámica impagable, deliciosa, con un horizonte infinito, blanco inmaculado. Pinos, hayas, robles, y una infinidad y variedad de vegetación enterrada bajo la capa de nieve. Las laderas, interminables, se hallaban infestadas de parcelas cercadas con maderos gruesos y alambre de espino. Pudo percibir un olor indescriptible, puro, totalmente sano, a hierba fresca y húmeda, tal vez. Su sentido del olfato se esmeró en deleitarse con profundas y reiteradas exhalaciones.

Sintió envidia por los vecinos de aquel pueblo, por Eder y su familia, acomodados en una vida de calma absoluta, totalmente ajenos al ajetreo de las ciudades, donde el estrés y la contaminación van carcomiendo poco a poco a sus habitantes.

Se volvió hacia la descomunal fortificación. Resopló indefenso ante tal ostentosidad, pero sobre todo ante el enloquecido latir de su corazón. Era «su» castillo. Le pertenecía. La vanidad se abrió como capullo en primavera. Se quedó estupefacto admirándolo, otra vez. Si aceptaba a su abuelo, a su familia, esa magnificencia de construcción sería suya. Chasqueó la lengua al no haber podido desvelar su linaje, su alcurnia. Debería aceptar la invitación de su abuelo, que prometió revelárselo. No perdería nada por charlar con él, incluso Gisela le recomendó hacerlo. Conocería los secretos familiares que comenzaban a corroer su curiosidad. Y podría adentrarse tras las inexpugnables murallas y atravesar la infranqueable puerta. La borrachera de vanidad le embargó por completo, durante varios minutos absorto frente a los altos muros.

Comenzaba a anochecer, y un pensamiento le sorprendió, tan repentino como un puñetazo en la oscuridad. La imagen de su madre en el lecho de muerte, con mirada acusadora, le hizo estremecerse, y no sólo por el frío. ¿Sería capaz de romper el juramento? ¿Tendría valor para hacer algo tan horrendo? Estos pensamientos resonaron en su cabeza como mazo golpeando incesante un bombo. Se subió al coche rápidamente y abandonó aquel lugar que tan turbadores pensamientos le producía. Acudiría a la pensión donde había reservado habitación y se acostaría para no abandonar el sueño hasta la mañana siguiente, cuando se marcharía a su casa, sin mirar atrás, para no volver jamás. Se sintió tan débil al intentar convencerse de ello que sintió miedo. Miedo a sucumbir ante la codicia, miedo a fallar a su madre.