CAPÍTULO 13

Zaragoza

Eduardo Laborda recibió la visita de su mejor amigo como una bendición. Estaba tan ansioso por relatar la conquista de ayer, que lo hubiera pregonado a los cuatro vientos desde una de las ventanas del primer piso. Cuando abrió la puerta y vio a Jorge Salas, se sintió como un náufrago atisbando un barco aproximarse.

Jorge percibió al instante la expresiva alegría de Eduardo al verle. Sabía que estaba superando la pérdida de su madre poco a poco, él mismo le visitaba casi a diario para ayudarle en esa dura lucha. Hoy parecía haberlo superado definitivamente. Su rostro era el fiel reflejo de la persona que conocía desde la infancia, dotado de un semblante radiante. Jorge sintió una paz interior inmensa, una alegría en lo más profundo de su ser. Volvía a ser el risueño Eduardo de siempre.

—No vas a creerte lo que me ocurrió ayer —le dijo Eduardo mientras subían las escaleras hacia el primer piso, sin detenerse—. Un cuento de hadas —afirmó jubiloso.

Jorge enarcó las cejas. ¿Qué podría ser? Por más que caviló, no encontró respuesta. Lo que sí pareció comprender era la relación que tendría ese suceso con su desbordante felicidad. La curiosidad comenzó a corroerle las entrañas.

—¿Y a qué esperas a contármelo? —preguntó irritado, ante el prolongado silencio de su amigo. Jorge le oyó reírse, al menos lo hubiera jurado. De momento sólo veía su trasero ascendiendo las escaleras. Tuvo que resignarse y esperar a llegar al salón, donde supuso que le contaría todo. Cuando llegaron y se sentaron, se quedó sorprendido. El rostro de su amigo mantenía la misma expresividad de efusiva felicidad que cuando le abrió la puerta. Entrecerró los ojos, observándole con más detenimiento. Eran alucinaciones suyas o parecía embobado.

Eduardo le miró, con una sonrisa de oreja a oreja.

—Ayer conocí a una chica… ¡deslumbrante! —Sus ojos refulgieron con intensidad.

«Más que embobado, diría yo», pensó Jorge, riendo en su interior.

—Vaya, vaya, vaya… Menuda sorpresa me das. Llevabas años sin correr detrás de una falda. —Para Jorge fue algo más que eso. Era una prueba irrefutable de que su amigo había pasado página, de que había dejado atrás definitivamente la melancolía y la aflicción.

—Espera, que no has oído nada… Incluso no sé si llegarás a creerme —advirtió, incapaz de disminuir ni un ápice su sonrisa, gesticulando incesante.

Jorge se removió en el sofá, irguiéndose.

—Estoy preparado. Y será mejor que no sigas demorándote porque me tienes en ascuas.

Eduardo soltó una carcajada. Estaba disfrutando de lo lindo.

—La conocí por la mañana, en la tienda. Es la mujer más hermosa que he visto jamás. Espectacular, Jorge, de verdad. No puedes ni imaginarte cuánto —dijo con un entusiasmo que bordeaba la locura.

—Muy hermosa, sí, seguro que sí —dijo burlonamente—. Tú te has enamorado… —Comenzó a reírse quedamente, impresionado. No lo podía creer, ¡Eduardo enamorado! Siempre tuvo la certeza de que sería una quimera, que nunca vería a su amigo extasiado por el amor de una mujer. Se frotó los ojos con fruición.

—No estoy enamorado, imbécil —protestó Eduardo, desapareciendo fugazmente la sonrisa que parecía tener dibujada en su cara.

—Ya, ya… —Una carcajada interrumpió sus palabras. Su amigo era tan ingenuo que no veía la realidad—. ¿Te has mirado en el espejo hoy? Tu cara parece la de un adolescente que acaba de ver a una mujer desnuda por primera vez.

Eduardo arqueó las cejas y masculló algo apenas audible. «Este es tonto», pensó, irritado porque juzgaran sus sentimientos a la ligera.

—Si tengo esta cara de idiota es porque anoche me la cepillé —recalcó con seriedad y contundencia.

—¡No jodas, tío! —exclamó Jorge, que dio un brinco en el sofá como si hubiera recibido un pinchazo en las nalgas. Las preguntas se arremolinaron en su cabeza. ¿Pero… qué… cómo… dónde…? Era presa de su incredulidad. Se quedó sin palabras.

Eduardo se regodeó en el impacto que habían producido sus palabras.

—Quedamos por la tarde para tomar algo. Yo advertí desde el primer momento cómo me miraba, detectando en ella una atracción hacia mí. Increíble pero cierto. Después… bueno… la acompañé a su piso y… —Prefirió no contarle todos los detalles sobre lo crudo que lo había tenido— ¡buff, todavía no me he recuperado! —exclamó, con todo su cuerpo en un frenesí de movimientos que parecía sentado sobre brasas al rojo vivo.

—¡Pero serás cabronazo! —Le dio un empujón en el hombro, celoso—. Sí que es un cuento de hadas, sí —afirmó.

—Ni siquiera mi imaginación podría haberlo soñado —confesó Eduardo—. De hecho, algo así no te ha pasado ni a ti. —Eduardo sabía muy bien el efecto que causaba su amigo en las mujeres. Su atractivo físico volvía locas a las chicas. Jorge era alto y delgado, con un cuerpo torneado por el trabajo en el gimnasio. Pelo rubio rizado corto, rostro de facciones finas y unos ojos verde claro terminaban por conferirle un aspecto de lo más apetitoso para el sexo opuesto.

—Bueno, tampoco diría yo tanto. —Jorge se rio con ganas.

—No me refería al hecho de ligártelas en un día —indicó Eduardo—, sino a ligarte a una chica tan despampanante.

—No será para tanto…

—¿Que no? —Eduardo soltó un bufido—. Realmente es algo que no puede explicarse con palabras. Si la vieras te quedarías de piedra. Hazme caso, no estoy exagerando nada. Me quedo corto —su sinceridad era incuestionable.

—¿Es de por aquí?

—No, es de Figueres. Se ha mudado, al parecer ha querido comenzar una nueva vida. Poco más pudimos hablar del tema. Estuvimos ocupados haciendo otra clase de menesteres más suculentos. —Su sonrisa pícara y su mirada chispeante dejaban a las claras una noche de sexo desenfrenado. La verdad era que Gisela tuvo que marcharse pronto, hoy debía madrugar y viajar a Figueres para resolver un asunto. Pero tuvieron tiempo de hacer el amor tres veces casi del tirón. Resultó ser una auténtica fiera en la cama. Si existía algo que superara la perfección, era Gisela.

Jorge hacía más de dos semanas que no había catado el cuerpo de una chica, desde que acabara su amorío con su novia. Aunque no echaba en falta el sexo, precisamente. Había sido muy dura la separación, y ahora parecía apartarse de las mujeres, como si padecieran alguna enfermedad contagiosa. Sabía que con el tiempo volvería a la normalidad, pero por el momento no quería saber nada de ellas.

—Para que te hagas una idea de su físico: imagínate a una de esas supermodelos que copan las portadas de las revistas masculinas —dijo Eduardo, concentrado, mirando fijamente a su amigo—. Entonces estarías cerca de la belleza que posee.

Jorge no pudo ocultar su incredulidad. Tampoco hacía falta exagerar tanto. ¿O es que su amigo llevaba tanto tiempo sin follar que cualquier vulgar chica le parecía Adriana Lima? Pudiera ser. Lo que tenía claro es que se encontraba embobado.

—¿E insinúas que no estás enamorado de una chica como esa? —preguntó ingeniosamente—. Porque sería para internarte en algún manicomio. —Le había acorralado.

Eduardo vaciló, dudando en su contestación. Jorge sonrió.

—Pueda ser, no sé, realmente. Viéndolo así… Pero sabes perfectamente que será un sentimiento pasajero, superficial. He nacido para vivir solo, sin ataduras, libre como el viento. Ya sabes cuál es mi lema: haz lo que desees hacer en cada momento y serás la persona más feliz del planeta. Evidentemente, con una pareja sentimental, es algo que no puedes conseguir; tarde o temprano, con asiduidad o esporádicamente, siempre te verás obligado a hacer cosas que no deseas.

Jorge sabía perfectamente que su amigo no hablaba en vano. Tenía esa convicción muy arraigada. Lo había demostrado año tras año. No sentía una inexorable necesidad de tener una media naranja, una relación sentimental, una pareja con la que compartir su vida y convivir día a día. Sin duda, era algo que Jorge envidiaba. Él necesitaba la compañía, el amor, la ternura, el apoyo incondicional. Era incapaz de imaginarse una vida sin una mujer a su lado hasta el final de sus días. De hecho, en estas dos semanas desde su ruptura, su vida parecía carecer totalmente de sentido. Se veía como barco a la deriva, sin rumbo fijo, en la inmensidad del mar, en una soledad abrumadora. Sí, envidiaba a su amigo, un eterno solterón, instalado en una felicidad a prueba de bombas.

—Pero… ¿te ha dado su móvil? —quiso saber Jorge, intrigado por si habría un nuevo capítulo.

—No. La verdad es que con las prisas y el desenfreno nos olvidamos completamente de ese detalle —dijo un tanto incómodo—. Pero hemos quedado para vernos esta tarde. —Su sonrisa volvió a aparecer con fuerza. Le guiñó un ojo.

—¿Esta misma tarde? Parece ser que ella también se quedó prendada. Seguro que piensa en una relación seria —le advirtió con gestos elocuentes.

La expresión de Eduardo se turbó al instante. «Espero que no, al menos tan pronto», se dijo, recobrando nuevamente la alegría.

‡ ‡ ‡

Eduardo le estampó dos sonoros besos a Susana Vélez, le dio las gracias y se despidieron hasta el día siguiente. Se quedó solo en casa, aunque por poco tiempo. No debería tardar en llegar Gisela. Tenía la cena lista, Susana acababa de cocinarla. Ahora más que nunca se alegraba de no haberla despedido todavía. Él no era un buen cocinero que digamos. A decir verdad, no sabía ni hacerse una tortilla. La comodidad que le había brindado una cocinera a lo largo de toda su vida tenía sus pegas. Antes que Susana había tenido una cocinera exquisita, las veinticuatro horas del día y los siete días a la semana a su disposición, que no había sido otra que su madre. Para él adentrarse en una cocina, salvo para comer, era como invadir territorio hostil.

Se sentó en el sofá del salón de la planta baja, con una cerveza en la mano, con los nervios a flor de piel. Automáticamente recordó su barriga. La cerveza debía de ser la causante. La dejó encima de la mesita con una mueca de desagrado. A partir de ahora bebería vino o Coca-Cola. ¿Y qué había sido de su promesa de acudir al gimnasio con Jorge? Hacía unas horas había estado con él y ni siquiera pasó esa posibilidad por su mente. Meneó la cabeza en forma de negación, con cara de circunstancias. Él no había nacido para practicar deporte. Con el mero hecho de imaginarse en un gimnasio, subido a una bicicleta estática o corriendo sobre una cinta, el agotamiento le invadía. Un sonido le sobresaltó. Estaba tan ensimismado que el timbre pareció sacudir los cimientos. Su ángel había llegado.

Abrió la puerta con vehemencia, sin ocultar su júbilo. Ahí estaba ella, tan deslumbrante como siempre, parecía de otra galaxia. La invitó a pasar cortésmente, mirando en los alrededores antes de cerrar la puerta. ¿Dónde habría dejado la nave espacial? Una carcajada sacudió de alegría su ya de por sí feliz alma. Ella se detuvo en el pasillo para dejarle paso al anfitrión. Desconocía dónde la llevaría.

—Por aquí, mademoiselle —dijo con un acertado acento francés. La llevó hasta el salón de la planta baja y le ofreció asiento con una marcada reverencia. Gisela rio complacida. Eduardo perdió la compostura ante la hechizante sonrisa, que engalanaba de belleza todo su rostro.

—¿Qué tal por tierras catalanas? —preguntó para romper el hielo. A pesar de conocer sus secretos de alcoba, sintió una inesperada incomodidad con su presencia. ¿Qué esperaba?, apenas la conocía. Era una total desconocida para él.

—Bien, aunque estoy agotada por el viaje —afirmó, sentándose con un suspiro que confirmaba sus palabras.

—Una cerveza o un refresco te sentará bien para retomar fuerzas antes de la cena. ¿Te parece bien?

—Una Coca-Cola sería perfecto.

Eduardo se levantó del sofá como un resorte. Sus deseos eran órdenes para él. De camino hacia el frigorífico no pudo ocultar su malestar por el hecho de parecer más bien una cita de prenoviazgo que un nuevo encuentro para desfogar como locos sus deseos sexuales. Comenzó a notar un nudo en el estómago que le hizo dudar en coger la Coca-Cola para él. Debía poner las cosas en su sitio cuanto antes, para que no hubiera malentendidos.

Eduardo regresó, le entregó el refresco y se sentó a su lado.

—¿Tus padres todavía residen en Figueres? —preguntó Eduardo mientras tiraba de la anilla con cuidado. En alguna ocasión las latas de refresco parecían albergar en su interior un volcán de gas.

—No. Ambos fallecieron hará unos cuantos años.

Eduardo se puso tenso y la miró de soslayo. Había metido la pata hasta el fondo. Sintió una repentina y fugaz opresión en el pecho. Maldijo haber formulado esa pregunta, aunque ¿qué iba a saber él? Rezó para que el recuerdo de los fallecimientos de sus padres fuera una mera imagen lejana, unos sentimientos filtrados ante cualquier manifestación de dolor.

—Lo siento —dijo apesadumbrado.

—Tranquilo, está más que superado. —Su sonrisa aplacó la desazón de Eduardo, aunque este recordara inevitablemente el fallecimiento de su madre. Él todavía no lo había superado, era demasiado reciente para conseguirlo. Se convenció de que estaba por el buen camino, de que pronto su recuerdo no taladraría su corazón.

—¿Te ocurre algo? —preguntó Gisela. Debía de haber advertido su semblante sombrío.

—No; perdona. Es que… —vaciló durante unos segundos—. Mi madre murió hace una semana, y su recuerdo me ha invadido. Pero estoy bien, no te preocupes.

—Lo siento. —Su mano se posó dulcemente sobre el brazo de Eduardo, sonriéndose mutuamente.

Eduardo no pudo obviar las coincidencias que parecían albergar ambos. Sus padres habían muerto, al igual que los suyos. Ella había abandonado Cataluña para comenzar una nueva vida, como su madre, y el destino también coincidía: Zaragoza. ¿Era alguna especie de señal? Tal vez habían sido creados para recorrer la vida juntos eternamente. «¡Menuda sandez!». Esto le hizo pensar más a fondo. ¿Y si era su madre, desde el más allá, quien había mandado a Gisela para engatusarle y llevarle hasta el altar? Se rio para sus adentros. Sería capaz, desde luego que sí.

—Será mejor que vayamos a cenar antes de que podamos empeorar todavía más esta amena conversación —dijo Eduardo en tono irónico.

La cena, por suerte, sirvió para animar el ambiente entre ambos, charlando distendidamente, entre risas incluso. Volvían a sintonizar, aunque parecía existir una barrera invisible que repelara el feeling que ayer les unió. Eduardo creía saber el porqué. Y no dudó en librarse de una vez de su inquietud.

—Gisela —dijo con seriedad, rascándose la cabeza impulsivamente, removiéndose en la silla—, sé que puede parecer una cita… romántica, digámoslo así, pero nada más lejos de la realidad, al menos esa no es mi intención —aseguró, atenazado por el nerviosismo de averiguar su reacción.

—Me alegra saberlo —confirmó entre tímidas risas—. Yo también estaba un poco inquieta al respecto. Acabo de terminar una relación sentimental tortuosa. De hecho, he venido a Zaragoza para huir de mi exnovio. Lo que menos necesito ahora es comenzar otro romance —aseguró enarcando las cejas, en tono jovial.

Eduardo pudo quitarse un gran peso de encima. Oír esas palabras fue una bendición, sintiendo una paz interna celestial. Ahora podría poseerla nuevamente, ser amantes de forma indefinida. Qué bonitas palabras, qué maravilloso era el mundo. Confirmó, por otro lado, que su madre, desde el más allá, no tenía nada que ver en este asunto.

Comenzó a disfrutar de su encanto, de su embriagadora belleza, despertando en él una desbordante voracidad sexual. Las imágenes de la noche anterior inundaron sus pensamientos, recordándola desnuda, con sus innumerables curvas retorciéndose de placer, entregada totalmente a él. Su deseo sexual era tan grande que arrojaría la mesa por las nubes para aniquilar la barrera física que se interponía entre ellos y lanzarse sobre ella como un animal salvaje.

—Debo ir al baño —anunció Gisela, cortando de raíz los pensamientos lujuriosos que estaban enardeciendo incontrolablemente a Eduardo.

La siguió con la mirada hasta que desapareció por la puerta, concentrado en el armonioso vaivén de su trasero, que describía un compás metódico y mareante. No pudo más que regocijarse en su suerte. Definitivamente, era la mujer perfecta. A todos sus esplendorosos atributos físicos y a su vehemencia sexual, había que añadir el recíproco deseo de continuar como amantes. La vida parecía sonreírle. ¿Sería su merecida recompensa después de años de angustioso sufrimiento? Sin duda era el mejor regalo que nadie jamás podría hacerle.

El sonido del teléfono le devolvió a la realidad. Se levantó todavía impregnado por aquellos pensamientos tan reconfortantes, encaminándose a acallar el repentino protagonismo con el que pedía paso el timbre del aparato telefónico. «¿Quién será a estas horas?», se preguntó al consultar su reloj de pulsera, el cual marcaba unos minutos por encima de las once.

—¿Diga?

—¿Eduardo? Buenas noches, espero no molestar por la hora —oyó decir al otro lado de la línea.

Esa voz le resultaba familiar, aunque tardó unos segundos en reconocerla. Su expresión mutó repentinamente, era su abuelo. Después de varios días sin recibir sus incesantes llamadas, parecía dispuesto nuevamente a perturbarle. Su abuelo se empeñaba en no aceptar sus negativas. La última vez había sido tajante, definitivo, llegó a creer, pero estaba equivocado. El mundo se le vino encima. No sabía cómo quitárselo de encima, su abuelo se mostraba tremendamente obstinado y él se veía incapaz de rechazarlo de malos modos. A pesar de todo era su abuelo, y él no sabía a ciencia cierta los verdaderos motivos de la ruptura con su madre. Y parecía una persona bondadosa y sincera.

—Sé que no soy nadie para ti, y lo comprendo —continuó Nicolau, tras unos segundos de silencio. Eduardo prefería no hablar—. Pero recuerda que no ha sido culpa mía que no hayamos podido conocernos siquiera. Con esto no quiero culpar a nadie. Lo hecho, hecho está. Lo que sí te pido, y no creo que sea tanto, es que podamos charlar como familiares que somos, informalmente, sin compromiso alguno. —La habitual voz grave y poderosa transmitía una mezcla de determinación y súplica.

Eduardo volvió a sentir las dudas que le asolaban desde aquel día que se presentara en el funeral de su madre. La verdad es que no pedía tanto.

Ante el continuo mutismo de Eduardo, Nicolau continuó con su incesante verborrea:

—Mi deseo no es otro que revelarte la verdad sobre el linaje al que perteneces, de poder compartir contigo toda la historia de nuestros antepasados, como ha ido sucediendo desde hace más de quinientos años, de generación en generación. Yo ya soy muy viejo y debo legarte toda mi sabiduría, todo mi imperio, si es tu deseo. Eres mi único descendiente directo, el último de la alcurnia.

Eduardo notó las palpitaciones en las sienes. Su abuelo parecía haber tomado otro camino. ¿De qué estaba hablando aquel hombre? Resonaron en su mente fragmentos que le abocaron a la incertidumbre, a la perplejidad. «La verdad sobre el linaje», «el último de la alcurnia». ¿Acaso su abuelo estaba chocheando? Parecía muy cuerdo la única vez en que le vio. Tal vez era una estratagema para convencerle, para llevarle a su terreno. Él, inconscientemente, absorto en sus pensamientos, seguía en un mutismo total.

—Sólo quiero que lo pienses. No pierdes nada por conocer tu verdadera ascendencia, algo que tu madre, que en paz descanse, se obstinó en ocultarte. Estoy dispuesto a invitarte al castillo que nuestra familia posee desde hace quinientos años, donde podrás conocer mejor la historia de tus antepasados. Te espero allí dentro de tres días. ¿Al mediodía te parece bien? —confirmó más que preguntar.

Eduardo no salía de su incredulidad. «¿Un castillo?».

—No creo que pueda acudir —vaciló.

—Tonterías. Te espero a comer. Anota la dirección, por favor —su tono grave y confiado se tornó casi en un susurro.

Eduardo quiso colgar, pero no pudo. Quería rechazar con rotundidad su invitación, pero había algo en el fondo de su ser que se lo impedía. Oyó la dirección que le daba su abuelo, dudando en anotarla o ignorarla, sorprendido, por otra parte, de que el castillo no se hallase en Barcelona, donde su abuelo residía, ni siquiera en Cataluña. Tampoco importaba mucho aquel detalle. En ese breve espacio de tiempo su abuelo colgó, no sin antes despedirse y emplazando nuevamente aquella cita, sin esperar su contestación. Tampoco le había dado tiempo a anotarla, aunque creía recordar la población que Nicolau mencionó. Estaba en un mar de dudas. Creyó que, en breve, terminaría ahogándose en ellas, abandonado voluntariamente a su suerte. Por su mente pasaron veloces y fugaces la información recibida, destacando por encima de todas lo referente al castillo y a su alcurnia. ¿Descendía de una importante familia? Su abuelo era, sin duda, la viva imagen de un aristócrata, con un porte exquisito y un traje que bien podría lucirse en la ceremonia nupcial del rey de España. Se sentía embargado por tanto misterio que su abuelo se había asegurado en crear. Tenía la certeza de que Nicolau lo había hecho a propósito, como último recurso ante sus negativas a conocerle. Pero la realidad golpeaba con fuerza en su razonamiento: un castillo propio significaba un poder económico y social desde hacía muchos años. Sus antepasados debieron de ser muy importantes. ¿De qué huiría su madre? Esa pregunta atormentaba ahora a Eduardo. ¿Huiría de tanta riqueza, tal vez? Enarcó las cejas, contrariado. El recuerdo de su madre borró cualquier susceptibilidad. No caería en su trampa, se lo juró en el lecho de muerte.

Con aires renovados, aunque sin apartar la confusión y la intriga, se volvió dispuesto a regresar a los brazos de su ángel. Ella se encargaría de borrar cualquier atisbo de duda en su proceder. De hecho, en el día de ayer consiguió, por unos momentos, que el mundo entero desapareciera, quedando tan sólo ellos dos.

Cuando llegó a la cocina, la sonrisa de Gisela en todo su rostro le dio la bienvenida.

—Ya estoy aquí. Siento haberte hecho esperar —se disculpó mientras servía el postre. Bueno, más bien el aperitivo del postre, porque el verdadero lo tomarían después en la cama de su habitación. Una oleada de pasión recorrió cada milímetro de su cuerpo.

—Espero que no haya sido nada serio. Cuando regresaba del cuarto de baño te he visto un tanto afectado mientras hablabas por teléfono —dijo Gisela con elocuente preocupación.

Eduardo no supo qué responder. ¿Cómo le iba a contar semejante historia?

—Un problema… familiar —respondió vacilante, ante la insistente mirada de Gisela.

—Mmm. Yo por la familia haría cualquier cosa —aseguró muy convencida.

Eduardo creyó que hablaba más para ella misma que para él. De todas maneras, aquellas palabras dichas de forma inocente le dejó sumido nuevamente en la indecisión, en la intriga y el misterio. Nicolau era su única familia, nada más y nada menos que su abuelo materno, no un primo lejano afincado en Teruel.

—Era mi abuelo, al que conocí hace unos días. Me invita a comer y a conocernos mejor, a recuperar el tiempo perdido —informó Eduardo. Sintió la necesidad de hablar sobre ello, aunque fuera superficialmente.

Gisela pareció dudar, aparentemente sorprendida.

—Sí, así es, por motivos que prefiero no mencionar, he tardado treinta y un años en conocerle —aseguró Eduardo ante la manifiesta incomprensibilidad de Gisela.

—Pues es una suerte poder conocerle finalmente, ¿no?

—¿Y si te dijera que juré a mi madre rehuir de él el resto de mi vida? —anunció con cara de circunstancias, sentándose tras servir los postres.

Gisela enarcó las cejas, mirándole fijamente a los ojos. Eduardo se perdió en ellos, hipnotizado.

—No querría entrar en temas que desconozco ni que no me incumben, pero tal vez vivieran algún episodio desafortunado y desde entonces tu madre le odiara o algo así. —Se rascó la cabeza con elegancia, recapacitando—. Yo, desde luego, si fuera tú, y si me permites un consejo, aceptaría su invitación. Al fin y al cabo, a ti no te ha hecho nada malo, y es tu abuelo —afirmó tajante.

Eduardo se quedó pensativo, con la cucharilla a medio camino entre el plato y su boca, inmóvil, como en una instantánea inmortalizada para la eternidad. Debería conocer un poco más su ascendencia, su familia, no perdía nada con ello, ni siquiera quebrantaría su juramento, al menos en parte. El consejo sincero de Gisela confirmaba sus últimos pensamientos. Si después de la visita no le daba buena espina su abuelo, o cualquier otra circunstancia, pondría tierra de por medio para siempre y santas pascuas.

Sintió la necesidad de indagar sobre el castillo, indagar sobre su linaje, sobre su alcurnia. Un escalofrío le atravesó. ¿Qué secretos guardaba su madre? ¿Y su abuelo? ¿A qué linaje pertenecía? Su familia poseía un castillo, en pleno siglo XXI. Soltó un bufido silencioso. Una bombilla iluminó la penumbra de su cerebro: indagaría por internet buscando referencias sobre el castillo y sus dueños.

—Ahora soy yo quien debe ir al baño —mintió Eduardo, presto a no esperar ni un segundo más en desvelar su ascendencia. Eduardo subió a la carrera al estudio, donde su ordenador personal le ofrecería toda la información que deseara al respecto.

Después de navegar frenéticamente por internet, su gozo fue a parar al fondo de un pozo. No encontró datos que satisficieran sus deseos, era como si oficialmente no existiera. Sin embargo, encontró un par de blogs electrónicos donde mencionaban la existencia de aquel castillo, donde corroboró su antigüedad aproximada de cinco siglos, y pudo ver un par de fotografías a pequeña escala y una insignificante referencia sobre el dueño, al que omitía incluso su nombre, informando de que era un importante hombre de negocios inmensamente rico y que utilizaba el castillo como lugar de descanso vacacional.

Eduardo pensó que al ser propiedad privada, mantenía el anonimato tanto de él como del castillo en sí, seguramente alejando en lo posible a turistas y gentes curiosas. Maldijo su poca fortuna, y regresó a la carrera donde le esperaba aquella damisela que más bien parecía de otro planeta, de un lugar donde no existía la imperfección.

Se disculpó por la tardanza, carraspeando. Se sentó sin poder deshacerse de aquellos pensamientos. Si no había logrado desenmascarar su linaje por internet, debería actuar sobre el terreno, hacer trabajo de campo. En un santiamén decidió, convencido y enfervorizado, que mañana mismo visitaría por cuenta propia el castillo. Al menos las inmediaciones. Así saldría de dudas sobre la veracidad de las palabras de su abuelo, y tal vez podría indagar en la población cercana sobre su familia y el castillo. Tenía grabado a fuego el nombre de la localidad, y, por lo que su abuelo dijo antes de colgar, se encontraba a unas tres horas de su casa. Nada que impediría hacer el viaje. Además, mañana era sábado, día idóneo para ir de excursión. Aunque inesperadamente surgió un pequeño problema en su planificación: debería coger el coche, algo que detestaba y que hacía en contadísimas ocasiones. Se convenció en que la ocasión lo requería y que ya era hora de desempolvar su vehículo y rescatarlo del olvido.

—Qué callado estás —dijo Gisela, que le miraba con los ojos mínimamente entornados.

Eduardo se sorprendió al oírla. Se había olvidado de ella completamente. Lo que eran las cosas, hacía unos minutos hubiera dado su vida por contemplarla, por disfrutar de su compañía, y ahora la obviaba como si fuera un mero objeto decorativo.

—Perdóname, Gisela, esa llamada telefónica me ha dejado un tanto desconcertado. —No pudo ocultar su malestar por tan burda descortesía. Prometió concentrarse y regalarle toda su atención el resto de la noche, que se presumía larga y apasionada. Se deshizo de todos los enmarañados pensamientos sobre su familia y aprovechó, ahora que ya habían terminado el postre, para pasar a la acción.

La miró y recibió al instante una seductora sonrisa y una sensual mirada. Su belleza resplandeció con fuerza, dejándole impactado como siempre le ocurría al contemplarla. En apenas unos segundos, su apetito sexual despertó con una ferocidad sobrehumana. Volvió a agradecer por enésima vez su suerte, glorificado por una perfección física hecha mujer, a su alcance, pudiendo llevarle a él también al paraíso de donde seguramente ella procedía.