CAPÍTULO 12
Olarral, Navarra
Eder Beramendi se sentó a la mesa dispuesto a darse un buen atracón. Eran más de las nueve y media de la noche cuando llegó de la vaquería, después de ordeñar, y vio con satisfacción como la cena estaba lista para servirse. Su mujer, como casi siempre, la había cocinado mientras él continuaba trabajando. La carnicería y la vaquería le mantenían ocupado durante la mayor parte del día, levantándose temprano y regresando sobre esas horas. Poco tiempo para dedicarlo a sus hijas. Para el ocio, mejor no hablar. ¿Qué era el ocio?, se preguntaba muchas veces irónicamente. Los fines de semana sí tenía tiempo para pasear por el campo o acudir al bar a tomar una cerveza con sus amigos o jugar una partida de cartas, algo muy típico en el pueblo. Pero la vaquería no podía dejar de atenderla ningún día del año, debiendo ordeñar dos veces al día, sacar a pastar a las vacas, limpiar sus excrementos, volver a encerrarlas en la vaquería, etc. Era un trabajo muy sacrificado, esclavo todos los días del año. A pesar de ello, le encantaban los animales, la naturaleza, la libertad que se respiraba en esas tierras, por lo que era feliz junto a sus vacas.
Eder comenzó a comer con fruición, indiferente a las quejas de sus hijas sobre la cena. Era el pan de cada día.
—Yo quiero pochas, mami —refunfuñó Naroa, la pequeña.
—Pero cómo vas a cenar pochas, hija mía —recriminó Janire.
Eder la miró de soslayo. Con siete años, su hija pequeña era capaz de comerse un buey, y seguidamente no perdonar un buen postre. Eder ponía todo su empeño en mantenerla en una dieta más equilibrada, pero al final se doblegaba ante las súplicas de su hija. Era incapaz de negarle algo cuando ponía esa carita de pena, de tristeza. El problema era que no dejaba de engordar, y era sólo una niña. Con siete años parecía una peonza, enorme en su circunferencia, imparable en su voluminoso crecimiento. Siempre se prometía que sería la última vez que dejaría a su hija pequeña salirse con la suya, pero nunca lo conseguía. Realmente detestaba verla tan gorda, aunque, posiblemente, cuando creciera sería ella misma la que suplicaría llevar un dieta saludable en busca de una línea más atractiva.
—Pues quiero carne —pidió melosamente, mientras jugaba con el tenedor y su tortilla, lanzando fugaces y voraces miradas a las chuletas de cordero que su padre se estaba zampando con una facilidad pasmosa.
—Naroa, por favor, sabes que tienes sobrepeso… —se quejó Janire.
—Dentro de poco no podrás ni moverte de gorda —exclamó divertida Ximena, su hermana mayor, dando una risotada.
Eder la miró enfurecido, deseoso de recriminarla, pero se calló. Tal vez vendría bien esa pequeña humillación a la conciencia de su hija pequeña y de una vez por todas reducía su desmedida ingesta diaria.
Los insultos no tardaron en llegar, peleándose ambas niñas con vehemencia. Eder puso los ojos en blanco, la tranquilidad se había disipado por completo, la guerra había estallado. Los gritos desenfrenados comenzaron, debiendo levantarse e intervenir los padres antes de que se tiraran de los pelos. Menuda pareja de diablillas.
Al final, tras llegar la tregua, Eder vio con satisfacción que Naroa se comía la tortilla, desestimando la carne, con una expresión de furia que dejaba sus facciones al límite de tensión. «Al menos esta noche hace dieta», pensó Eder.
Nada más zamparse la tortilla, todavía masticando, Naroa se levantó y se marchó a su cuarto, sin decir palabra, notoriamente enfadada.
—¿No vas a comer postre, cariño? —preguntó Janire.
—¡No! —pareció gritar, al tener la boca llena, sin dejar de abandonar la cocina a grandes zancadas, enfurruñada.
Eder, aprovechando la ausencia de Naroa, recriminó a su hija mayor por haberla insultado. Ximena bajó la cabeza, con semblante sombrío, aunque no pronunció palabra alguna. No es que ella fuera delgada precisamente, pero no era obesa. Había heredado el mismo físico que sus padres: complexión fuerte. Para las mujeres era un verdadero quebradero de cabeza, para Eder, sin embargo, era una ventaja y un orgullo. Era fuerte como un toro, y su gran altura le hacía parecer un coloso.
Janire preparó café mientras su marido devoraba el postre. Ximena, mientras tanto, hablaba y hablaba como una cotorra. A Eder siempre le recordaba el anuncio de pilas Duracell, con su inagotable energía.
—¿Ya le has contado a tu padre que tienes novio, Ximena? —anunció Janire, en uno de esos pocos momentos donde aparecía por sorpresa el silencio.
Eder se atragantó, tosiendo unas cuantas veces. Miró alternativamente a ambas, confundido. Janire dejó encima de la mesa la cafetera y se sentó con una pícara sonrisa. Eder miró a su hija, que parecía haberse vuelto muda de repente.
—¿Qué has querido decir con eso exactamente? —le preguntó a su esposa, todavía con el ceño fruncido.
—Que tu hija tiene novio —confirmó con una amplia sonrisa.
Eder creyó que se desmayaba. «¿Un novio con once años? Yo mato a ese cabrón ahora mismo», pensó.
—Y tú te quedas tan pancha —recriminó a su mujer. Él estaba a punto de explotar.
—Ay, Eder, qué anticuado eres… —Janire percibió su cabreo y supo lo que por su mente pasaba—. Ahora los críos tienen novios con ocho y diez años, aunque no como tú piensas, claro. Son buenos amigos, ya sabes, a estas edades…
Eder se quedó sin comprender muy bien lo que su mujer quería decir. Eso de amigos tampoco sonaba muy bien. ¿Amigos con derecho a roce? Se le revolvió el estómago al instante. Un ardor incontenible subió hasta su cara.
—Eder, por favor —se quejó Janire al ver la expresión de su marido—. Tienes una mente demasiado calenturienta —le susurró para que su hija no la escuchara—. Son unos críos.
Eder tragó saliva con ímpetu. Pareció calmarse algo al recordarse él mismo con esa edad. Desde luego la vida se veía completamente diferente. Precisamente él, a los once años, aproximadamente, tenía novia. La chica más guapa y más simpática del pueblo. Sonrió al recordar aquellos momentos. Volvió a sentirse niño brevemente. Estaban todo el día juntos, incluso se cogían de la mano en alguna ocasión, lejos de miradas indiscretas. No sabía con exactitud cuándo fue el primer beso, seguramente por esa época, aunque fue descafeinado. Un simple beso, sin pasión ni sentimiento. Lo hicieron por imitar a los mayores. Su esposa y él llevaban toda la vida juntos. Siempre que pensaba en ello sentía orgullo y una inmensa felicidad. Habían nacido el uno para el otro, y, por suerte, sus vidas se cruzaron al poco de nacer. Estaba predestinado. Cierto era que habían surgido momentos de flaqueza en su infranqueable relación, en distintas épocas, pero siempre salieron a flote. Eran felices juntos, siempre lo habían sido. No concebía la vida sin ella. No podría vivir ni un segundo sin su compañía. Realmente, sentía que habían nacido juntos, gemelos tal vez, inseparables desde entonces. Prácticamente no tenía un solo recuerdo sin su presencia, sin su sonrisa. En aquellos años de niñez siempre la recordaba feliz y contenta. Ya habían pasado más de veinte años, incluso veinticinco. Toda una vida ya a pesar de su juventud. Y qué feliz seguía siendo a su lado.
Tras estos recuerdos, vio con otros ojos el «noviazgo» de su hija. La serenidad había vuelto.
—Bueno, hija, y cuándo es la boda —preguntó Eder, sin poder reprimir una sonrisa demasiado elocuente.
Ximena comenzó a reírse, jubilosa. Los tres se rieron. Todavía estuvieron unos minutos más departiendo divertidos sobre el tema.
Ximena, finalmente, se marchó de la cocina y Janire se sirvió un nuevo café.
—A ver si no vas a poder dormir… —le advirtió Eduardo.
Janire lo miró una vez más. No había dejado de hacerlo mientras se partían de risa con su hija. Le gustaba verle así. Alegre y distendido. Pero ante todo sosegado, tranquilo. No es que su marido estuviera continuamente nervioso, ni mucho menos, pero tenía una facilidad pasmosa para atraer la negatividad. Siempre andaba preocupado por cualquier nimiedad, cualquier tontería. A veces creía que se le iba la pinza, que desvariaba. A veces resultaba insoportable.
Como si le hubiera transmitido telepáticamente sus pensamientos, Janire percibió una repentina nebulosidad en el semblante de su marido. En escasos segundos había pasado de la felicidad a la tristeza. Ella sabía perfectamente que algo rondaba por su cabeza, seguramente alguna banalidad. Le conocía muy bien. Que ella supiese no había nada por lo que preocuparse. Así que se preparó, con resignación y cara de circunstancias, para una de sus demostraciones. Lo miró fijamente. Estaba cabizbajo, melancólico, dando vueltas a la taza vacía con sus manos, absorto en su inagotable fuente de preocupación. Janire entrecerró los ojos, sin dejar de observarle. «Ahí viene…», se dijo.
—Una vaca parece estar enferma —dijo casi en susurros, como si no tuviera fuerzas ni para articular las palabras.
Esta vez parecía algo más serio. Bien sabía Janire que una vaca lechera costaba un buen dineral. Aunque… ¿ha dicho «parece»?
—No sé. Se la ve más flaca, sin ánimo —continuó, sin dejar de dar vueltas a la taza vacía entre sus manos.
Janire puso los ojos en blanco. Confirmado, dijo «parece». Se preocupaba por una vaca que «parecía» estar enferma. Era como pedir cita al médico por el simple hecho de estornudar. Además, ¿a qué demonios se refería con que estaba «sin ánimo»? No pretendería que la vaca le contara chistes. O que riera los suyos.
—Imagínate que se muere. Una ubre menos… Lo que nos faltaba —dijo apesadumbrado.
Janire resopló para sus adentros. Lo de siempre. Elucubrando sin cesar y portando el pesimismo por bandera.
—¿Y por qué no imaginas que nos toca la lotería? —reprochó—. Estás preocupado por un hecho que no ha ocurrido, y que tal vez no ocurra.
—Yo te digo que a esa vaca le ocurre algo. Y no será nada bueno —predijo, taciturno.
Janire aborrecía cuando su marido se ponía así. Aparte de elucubrar y ser pesimista, era tozudo como una mula. No habría nadie en el mundo que consiguiera convencerle de cualquier otra posibilidad. Él se acostaría y se levantaría a la mañana siguiente con el convencimiento de que esa maldita vaca moriría, sólo era cuestión de días, incluso de horas. Ella podría estar rebatiendo horas y horas con él, pero no entraría en razón. A veces desearía azotarle el trasero como a un niño pequeño.