CAPÍTULO 11
Zaragoza
Eduardo Laborda acudía a la cita con un nerviosismo desbordado. Caminaba con brío en dirección al bar donde había quedado con Gisela. Esa cita aparentemente informal parecía guardar un enigma para él. En primera instancia tuvo la certeza de que ella se había rendido a sus pies, con aquella sonrisa pícara y cómplice de sus sentimientos. Poco después, sin embargo, las dudas le invadieron, creyendo que había sido fruto de su perturbadora imaginación. Desde entonces alternaba estos dos pensamientos, en una inagotable sucesión. Era como estar en la niñez desojando una margarita: me quiere, no me quiere… Así hasta la eternidad. A las siete de la tarde saldría de dudas.
El viento gélido azotaba con violencia su cuerpo, empujándole en ocasiones con una fuerza sobrecogedora. Era el típico día de cierzo desbocado, capaz de hacerle caminar en ángulos imposibles al intentar contrarrestar la fuerza del viento. Cuando debías caminar frente a frente contra ese huracán, más valía cerrar la boca y respirar tímidamente por la nariz, entrecerrar los ojos, bajar la barbilla hasta tocar el pecho y poner todo tu empeño en dar un nuevo paso hacia delante. Podía llegar a ser insufrible. La tarde desapacible dejaba las calles casi desérticas de transeúntes, donde los vehículos se multiplicaban. Él era uno de los pocos valientes que hoy se atrevían a desafiar la furia del cierzo del valle del Ebro.
Mientras se acercaba a una esquina donde doblaría a la derecha, dejando el cierzo a su espalda, miró su reloj y comprobó que iba sobrado de tiempo. Se alegró por ello. Detestaba llegar tarde, sobre todo a una cita tan cautivadora. Había dejado al cargo de la tienda a Fernando, que se encargaría de cerrar el local a las ocho de la tarde. Eduardo ni siquiera había regresado al negocio después de comer. Decidió ducharse y cambiarse de ropa. Incluso se puso gomina en su corto cabello. No quería llegar a la cita con el pelo revuelto a causa del vendaval. Aunque, a decir verdad, lo tenía tan corto que era imposible despeinarse ni siendo engullido por un titánico tornado. Después de vueltas y vueltas eligiendo qué vestuario ponerse, decidió no traicionar sus gustos. Le gustaba llevar vaqueros y camisetas. Era una persona sencilla, humilde. Nada de trajes ni ropa exclusiva. De hecho, este tipo de prendas solían pudrirse en su armario.
Una vez delante del espejo, vestido con la ropa elegida, algo alteró su tensa tranquilidad: su barriguita cervecera se atisbaba debajo de la camiseta. Un sudor frío empapó su frente. La maldijo cien veces. ¿Cómo iba a conseguir ligarse a esa diosa con esa barriga pronunciada? Saltaron todas las alarmas. Bufó desanimado. Se juró que a partir de mañana acompañaría a su amigo Jorge al gimnasio. Este era un asiduo, y acudía casi a diario a machacarse físicamente. Él, sin embargo, odiaba practicar cualquier tipo de deporte. Ahora sin embargo se veía con fuerzas de acudir a una maratón. La ingenuidad, a veces, estimula la valentía. No obstante, la realidad sería que mañana se quedaría tirado en el sofá antes de mover cualquier músculo más de lo meramente necesario.
Para esconder la curva de la felicidad, que así llamaba su amigo a su barriguita, decidió complementar su atuendo con una chaqueta bien gruesa, que la disimulara en lo posible. Soltó un bufido al recordar aquellas palabras de su amigo. «¿“La curva de la felicidad”? Más bien de la tristeza», pensó ahora. En los últimos años había sufrido en demasía por su madre. Su ánimo se ensombreció. Suspiró consternado al recordarla. Además de comenzar a recobrar su vida en estos últimos días, había percibido un sentimiento que le confundía, y que cada día se hacía más patente. Se sentía liberado, como absuelto de una carga sobrehumana. Después de haber meditado en multitud de ocasiones, lo achacó al sufrimiento que padeció durante los últimos cinco años y medio. Se percató de que, inconscientemente, había vivido en persona el padecimiento psíquico de su madre, como si hubieran estado conectados mentalmente por una máquina. Ahora se sentía como si él hubiera sufrido ese cáncer, y conseguido curarse. Se deshizo de esos pensamientos, debía acudir a la cita.
A pesar de la chaqueta gruesa y del abrigo, el viento se introducía implacable en su cuerpo, sobre todo en las piernas y la cara, que esta debía de mostrar un sonrosado más propio de haberse excedido con el alcohol. Sin duda la sensación térmica estaba muy por debajo de lo que los termómetros indicaban.
Dobló a la derecha y sintió una engañosa calma total. Ahora el cierzo le empujaba la espalda con fuerza, pero podía caminar con la cabeza bien alta y respirar con normalidad. Se encontraba a cien metros escasos de su destino. Qué ganas tenía de volver a verla. Una sensación de embriaguez le envolvió por momentos. Volver a ver esa carita tan preciosa, esa sonrisa hipnótica, ese cuerpo del deseo. La mujer perfecta, físicamente al menos. Lo demás no le importaba demasiado. Para darle un festín al cuerpo bastaba con el físico. Y menudo festín se daría con una mujer salida de uno de esos baúles en los que escondían a los pibones que copaban alguna portada de las revistas para hombres. Al menos eso pensaba Eduardo. Siempre creyó que a esas esculturales mujeres las guardaban en baúles cerrados con llave, abriéndolos tan sólo para fotografiarlas o grabarlas en vídeo. Después, al baúl nuevamente. Nunca había visto en carne y hueso una mujer así. Hasta hoy. Bendijo al despistado que dejó el candado del baúl sin cerrar. Se merecía todo el oro del mundo. Sin duda alguna.
A unos pocos pasos del bar, volvió a mirar el reloj. Las siete menos cuarto. «Uff, demasiado pronto». Respiró hondo y se introdujo en el local. Nada más cerrar la puerta sintió como si hubiera escapado de una infernal tormenta en medio del polo Norte. La tranquilidad y el sosiego le envolvieron de repente. «Qué descanso». Mientras se acercaba a la barra observó a los presentes con cierto nerviosismo, aunque inconscientemente sabía que todavía no estaría. Las mujeres no conocían la puntualidad, y llegar antes de hora sería algo tan ilusorio como encontrar un político veraz. Una creencia fidedigna poseía al respecto: las mujeres programan la partida hacia el encuentro a la hora exacta de la cita, por lo que, en el mejor de los casos, llegan con un cuarto de hora de retraso. El problema estaba en que casi siempre fallan en sus previsiones horarias, terminando la larga y ardua tarea de arreglarse sobrepasando la hora citada.
Con la certeza de que debía esperar más de media hora hasta que llegase Gisela, pidió una cerveza, saludando al camarero. Le conocía desde hacía años, frecuentando asiduamente el local. A decir verdad, frecuentaba. Desde la enfermedad de su madre prácticamente no había pisado ese suelo. Su madre… Hacía una semana, no, seis días que había fallecido y él se encontraba en busca de carne fresca con la que poder aplacar sus deseos sexuales. Un vuelco en el estómago estuvo a punto de avinagrarle el primer trago que dio a la cerveza. Cómo podía haber sido tan despreciable. ¿Acaso ya la había olvidado? Tan reciente su pérdida, su dolor, y él intentando echar una canita al aire. Imperdonable. Un sentimiento de culpabilidad borró de un plumazo toda exaltación e ilusión por la cita. Poco a poco había ido recuperado el pulso a la vida cotidiana, a una existencia sin su madre, pero pasar de eso a querer una noche desenfrenada de lujuria, existía un abismo. No debía estar allí.
Consultó una vez más el reloj, sumamente nervioso e indeciso por abandonar el sueño de poseer a una chica 10. Todavía estaba a tiempo de recuperar el estado de luto en el que debería encontrarse. Dejó la cerveza en el mostrador, vacilante, obligándose a dar el primer paso para abandonar el bar, la cita. En su mente se recreó la imagen de un primer paso, pero su cerebro lo desestimó. Era más fuerte el deseo. Cómo iba a abandonar tan gloriosa posibilidad. Sería como negarse a cobrar el primer premio de Euromillones, con bote incluido. Le tratarían de chiflado. Así se vio él si abandonaba el local. Volvió a coger la cerveza, con fuerza, con decisión, y bebió con ímpetu. Quiso borrar esos pensamientos de su cabeza. ¿Acaso su madre no deseaba su felicidad? ¿Acaso ella querría verlo sumido en esa pesadumbre y aflicción que le acompañó durante los primeros días tras su muerte? Sintió la certeza de que su madre estaría allá arriba con la típica sonrisa que le caracterizaba al verle feliz y radiante ante una cita con una chica. Ante la posibilidad de verle casado y con hijos. Una sonrisa apareció en el rostro de Eduardo. Su madre hubiera dado todo por ver cumplido ese sueño.
Recobró la serenidad, sintiendo que hacía lo correcto, aunque distara mucho de ser una cita que pudiera llevarle al matrimonio. Eduardo no quería ni oír esa palabra. Estaba muy bien soltero, sin compromiso, y así para toda la vida. Amén.
Miró por enésima vez el reloj. Habían transcurrido dos minutos desde la última vez: las siete y trece minutos. Suspiró irritado. En ese aspecto no se diferenciaba de las demás chicas mortales. Masculló una maldición, aun a sabiendas que podrían oírle. Cambió de postura, apoyándose en la barra con ambos brazos, resoplando ante la prolongada espera. Oyó abrirse la puerta y, como tantas veces había hecho desde que llegara, miró esperanzado. Allí estaba Gisela, cerrando la puerta con una expresión de enfado que iba más allá de toda lógica. Intentó arreglarse el enmarañado cabello que la ventisca le había dejado. Se pasó de forma frenética y meticulosa su mano por cada milímetro de su precioso cabello rubio. No tardó nada en dejarlo casi perfecto, la textura suave y suelta de su pelo ayudaban a tal menester. Con el ceño fruncido y elocuentemente cabreada, tras una dura pelea mantenida con el irritante y encolerizado viento, avanzó observando cada individuo del bar. Le buscaba con la mirada. Eduardo no tardó en levantar la mano para señalar su posición. Lo hizo con tanto afán que toda la gente del bar le miró con incredulidad. Al principio sintió vergüenza, pero enseguida despareció. «Sí, me busca a mí. ¿Tenéis envidia?», pensó, resonando una titánica carcajada en su interior.
Una enorme sonrisa incontrolable se abrió paso en su semblante desbordado de felicidad. Ahí venía Gisela, directa hacia él. Un ángel caído del cielo, un regalo de Dios. No había dejado de recordar su rostro desde que se despidieran hacía unas horas, sin embargo, su belleza volvió a sorprenderle. Era todavía más hermosa de lo que recordaba. Ella también le sonrió al verle, y él creyó desfallecer. Desvió la vista y se agarró con fuerza a la barra para protegerse del impacto que su sola presencia ejercía sobre él, aunque, como comprobó en ese instante, no era el único. Todos los hombres que estaban en el bar, sin excepción y sin distinción de edad, la miraban fascinados. Qué le iban a contar a él que no supiera. Y eso que todavía no la habían visto sin el abrigo, que le llegaba hasta los muslos, tapando todos sus atributos. Cuando dejara al descubierto su prominente escote más de uno se caería de su banqueta.
—Hola —dijo Gisela en tono jovial, sin desaparecer su sonrisa.
El sueño se mantenía intacto. Rezó para que perpetuara.
—Hola —exclamó, temblando como un flan.
Ella hizo ademán de quitarse el abrigo. Eduardo se relamió. «Ahí vienen… Sus encantos al descubierto. Ya pueden llamar a una ambulancia, alguien sufrirá un desmayo», pensó, con un acaloramiento que creyó estar en el interior de un horno.
Gisela se desprendió de su abrigo y dejó su escultural figura al descubierto. Sus ropas ajustadas insinuaban cada mareante curva de su perfecto cuerpo. Dios todopoderoso se había esmerado en crear ese ángel disfrazado de mujer. Pero todo no podía ser perfecto. Se había cambiado la blusa por una camiseta de cuello cerrado. Eduardo maldijo para sus adentros. Aun así, todos los varones allí presentes babeaban ante tan esplendorosa imagen.
—¿Nos sentamos? —preguntó Gisela, señalando una mesa vacía.
Eduardo, casi en estado catatónico, perdido en la inmensidad de su figura primorosa, sólo pudo asentir levemente. Estaba seguro al cien por cien de que ningún puerto de montaña albergaba tantas curvas como ese cuerpo.
Pidió un par de cervezas; una para él, que bien le hacía falta; y otra para ella, tras su petición. Ella se había sentado y privado al improvisado público de su impresionante figura y trasero. Se habían quedado con las ganas. Eduardo acudió a la mesa con las cervezas, intentando tranquilizarse. Se aseguró antes de aproximarse en esconder su incipiente barriguita bajo la chaqueta. Esta, al ser gruesa, parecía hacerle un guiño. No obstante, ayudó el meter tripa y no respirar. Al sentarse pudo recobrar la normalidad en su respiración, a punto de enrojecer ante el excesivo ímpetu con el que había obrado.
Ella dio un pequeño sorbo, mirando fugazmente al otro lado de la ventana que tenían al lado, donde podía verse una de las céntricas calles de la ciudad. Eduardo no pudo apartar la vista de su rostro. Era tan bonita…
—Menudo día de perros… Jamás había visto un viento tan fuerte —comentó Gisela, recobrando durante unos segundos la irritación mostrada al entrar al bar.
—Ya puedes ir acostumbrándote. Aquí el viento suele soplar con fuerza, muy a menudo —apostilló Eduardo, con una sonrisa.
—Debo de tener un pelo horrible. —Se pasó la mano por su cabello, con un gesto de profunda preocupación.
—Ese adjetivo no creo que exista en el diccionario de tu ser —aseguró, llevándose la cerveza a la boca. La miró en busca de su reacción. Ella puso cara de incredulidad.
—¿A no? Deberías verme recién levantada de la cama. Seguro que tu opinión cambiaba —replicó en tono jovial—. Y gracias por el cumplido —terminó diciendo con una sonrisa seductora.
«Qué más quisiera yo que verte recién levantada, sobre todo después de echarte un buen revolcón», se dijo, regodeándose en su interior. Por primera vez desde que la conociera, pudo percatarse de su innata belleza. Era pura, natural, no atisbando ver ni el más mínimo rastro de maquillaje.
—No, de verdad, lo llevas bien. Tienes un pelo muy bonito.
Gisela le miró con ojos penetrantes.
—Si voy a oír una retahíla de piropos, mejor me voy —advirtió muy seria.
Eduardo sintió como si le dieran una patada en sus partes nobles.
—No, no. Tan sólo era una… apreciación. De todos modos, eres la primera chica que conozco que no le guste que la piropeen —recalcó, disimulando su decepción. Esa actitud no presagiaba nada bueno. La margarita parecía deshojada, terminando en un desconsolado «no quiero». Carraspeó y bebió un buen trago de su cerveza, con la mirada perdida en algún lugar del local. Ante su silencio, quiso retomar la paz:
—Bueno, ¿qué te trae por estos parajes? —cambió de tema—. Creo recordar que dijiste que eras catalana.
—Sí, de Figueres. Me he mudado aquí. Al menos por un tiempo. Recuerdo haber estado en esta ciudad un par de veces, y me encantó. —Su mirada y su sonrisa habían perdido la dureza anterior, recobrando la alegría en cada gesto.
—Sí, es muy bonita. Como tú… —Eduardo sonrió ampliamente, reprimiendo una carcajada—. Era broma… —aseguró con rapidez antes de ser recriminado.
Gisela suspiró después de mirarle con el ceño fruncido. No parecía gustarle los piropos. Seguramente estaba harta de oírlos. Normal, cualquier hombre nunca se cansaría de asegurarle lo hermoso que era todo su ser.
—Por lo que quieres decir que no soy bonita… —susurró con seriedad.
Eduardo se atragantó. ¿Qué estaba diciendo aquella loca?
—Como has dicho que era broma lo de que era bonita… —explicó Gisela.
Eduardo sintió un repentino nudo en el estómago.
—¡No, no he querido decir eso! —balbuceó muy nervioso y preocupado.
Gisela comenzó a reírse ante la expresión de su cara. Ahora era ella la que bromeaba. Eduardo soltó un suspiro. Qué difícil estaba siendo encontrar la sintonía que le abriera el camino. No podía esperar menos, era una diosa. Qué diferente de las demás mortales, que con un par de adulaciones conseguía un feeling apropiado.
—Muy graciosa. —Verla reír era delicioso. Todavía acrecentaba más su belleza. Ya no sabía si llorar o reír. Estaba abrumado, desbordado, completamente indefenso.
—¡Qué pasa, Eduardito! —exclamó una voz distante, jubilosa.
Eduardo miró con preocupación ante una interrupción tan sorprendente, avergonzado. «¿Eduardito?». Al verle no pudo más que ahogar un grito de socorro. Era un amigo de la infancia, que había decidido hacía un tiempo cambiar el trabajo y sus problemas conyugales por el alcohol.
Carlos se acercó con una gran sonrisa, caminando con parsimonia, encorvado como si llevara un gran peso sobre su espalda.
«Lo que me faltaba», pensó Eduardo, intentando no delatar su ofuscación. Necesitaba una ayuda extra para ligarse a Gisela, no un payaso borracho que la espantara definitivamente. Tragó saliva con dificultad.
—¡Qué pasa, tío, cuánto tiempo! —Le dio unas palmadas en la espalda con tanta fuerza que podrían hallar sus huellas dactilares en la piel de Eduardo.
Eduardo se limitó a saludar con un gesto de la cabeza, dibujando una mínima sonrisa, simplemente por cortesía. Observó a su nuevo e inseparable compañero: un vaso con cubitos de hielo y un líquido cristalino aderezado con un limón en su interior. Podía asegurar que no era ninguna bebida isotónica.
—Veo que estás muy bien acompañado —dijo Carlos alegremente, desviando la vista a su acompañante, a la que sólo había visto de espaldas. Su expresión cambió instantáneamente, como si hubiera visto un alienígena, primero y un tesoro, después. Pareció quedarse embobado, sin dejar de mirarla, sin importarle lo más mínimo su atrevimiento. Estaba borracho.
Gisela lo miró con ojos acerados, con cara de pocos amigos. Eduardo carraspeó con ímpetu, intentando sacarle del trance. Deseó fervorosamente que bajo los pies de su examigo el suelo se volviera inestable, que unas tierras movedizas se tragaran en un abrir y cerrar de ojos a ese enorme cubata con patas.
—Carlos, te importa si nos dejas solos —repuso sumamente cabreado, sin perder la educación. No podía consentir que ese energúmeno echara por tierra su ya de por sí complicada tarea. No sentía ningún cariño por él. Desde hacía años que habían perdido la amistad, aunque mantenían el rito de saludarse cada vez que se veían.
Carlos pareció salir del trance y recuperó su expresión de eterna alegría que el alcohol le insuflaba.
—¡Menudo bombón! —exclamó mirando a Eduardo, comenzando a reírse abiertamente, silbando de asombro, sin poder mantener su inestable cuerpo quieto, como si sufriera un mareo—. Buff, está buenísima —susurró al volver a admirarla.
—Carlos, ¡por favor! Me estás haciendo enfadar. —A pesar de todo, intentaba mantener la educación, los modales. Era un antiguo amigo, y estaba borracho.
—Como no te marches de aquí ahora mismo voy a darte un puñetazo que borrará tu estúpida sonrisa de la cara —dijo Gisela con una ira tan elocuente que hasta Carlos, borracho, pudo percibir.
Carlos dio un paso inseguro hacia atrás, levantando la mano que tenía libre, en muestras de retirada.
—Menudo carácter, Eduardito. Seguro que en la cama es una leona —balbuceó mientras se marchaba.
Eduardo miró hacia otro lado, gruñendo para sus adentros, pasándose una mano por la cara ante la desesperación que sintió. Temió que Gisela cogiera su abrigo y se marchara para siempre. Menuda despedida de su antiguo amigo. La miró de soslayo. Ella miraba con furia contenida al frente. Ese último comentario había terminado por herirla. Él carraspeó, removiéndose en la silla, con una angustia en el pecho que necesitaba evadir.
—Lo siento mucho, Gisela. Está borracho y no sabe lo que dice —se disculpó, con una evidente preocupación.
—Menudos amigos tienes… —Le lanzó una mirada acusadora.
—No, no es amigo. Lo fuimos en la infancia, nada más. Se ha vuelto un alcohólico —dijo con desdén. Un silencio incómodo puso más nervioso todavía a Eduardo, que no sabía cómo desembarazarse de tan tensa situación. Necesitaba pasar página, empezar de cero, como si no hubiera ocurrido nada. Volvió a carraspear, presa de su inquietud.
Gisela sacó una cajetilla de tabaco rubio de un bolsillo de su abrigo. El bar poseía una zona exclusiva para fumadores. Extrajo un cigarrillo y se lo ofreció a Eduardo. Él negó con la cabeza.
—No fumo, gracias. Lo dejé hace tiempo. —Se sintió aliviado, de momento ella se mantenía sentada.
—Haces bien. Yo fumo poco, la verdad. —Aspiró con fruición una vez que prendió, seguramente buscando templar sus nervios. Sonrió de aquella manera que sólo ella sabía hacer tan bien. Eduardo volvió a comprobar cómo el corazón se le aceleraba. Había borrado de un plumazo toda preocupación, como por arte de magia. Nuevamente estaba embelesado, ni siquiera recordaba quién era Carlos.
—Por cierto, ¿cuántos años tienes?, si no es mucho preguntar. —Había que retomar la conversación, no encontrando nada mejor.
—Veinticuatro. ¿Y tú?
—Unos cuantos más. Treinta y uno.
«Veinticuatro añitos, ¡y cómo está! Jovencita, como a mí me gusta. Es un regalo del cielo, estoy convencido». Levantó la vista al techo y dio las gracias. Pero el asunto era complejo. Más de lo que parecía. Sobre todo después de la visita sorpresa. Debería hacer magia para ligársela. Magia de la buena, por supuesto. ¿Llamaría a David Copperfield? Falta le haría, aunque dudó si sería suficiente. Sin embargo, no quiso instaurarse en el pesimismo.
—He querido pasar página, empezar una nueva vida —retornó Gisela, con el semblante sombrío.
Eduardo intuyó que alguna mala experiencia había vivido. Asintió sin querer preguntar más, le pareció atrevido.
—Yo tengo ascendencia catalana. Mi madre nació en Barcelona, capital —anunció Eduardo. Sintió un nudo en la garganta al recordar a su madre. Su querida madre que tan solo y melancólico le había dejado.
—¿De verdad?, vaya. ¿Y tú dónde naciste? —preguntó Gisela, sacando a Eduardo de la incipiente tristeza.
—Yo nací aquí. Mi madre, como tú, dejó Cataluña para empezar una nueva vida. Es increíble, ¿no? ¡Menuda coincidencia!
Gisela pareció sorprenderse, y compartió el mismo entusiasmo. Realmente era una coincidencia a tener en cuenta. ¿Sería algún tipo de mensaje del más allá?
—Conoció al hombre de su vida —continuó Eduardo—, un maño que, seguramente, era mi fiel imagen. —Se mostraba divertido, sobre todo ante esta posibilidad. Vendería su alma por poseerla—. Creo que vas a tener que aceptar que acabas de conocer al hombre de tu vida —dijo con el tono más serio del que fue capaz.
Gisela rio quedamente, removiéndose en la silla. Se apartó un mechón de pelo de la cara. Parecía un poco avergonzada. Eduardo supo que había dado en la tecla correcta.
—¿A todas chicas que conoces intentas ligártelas el primer día? —preguntó sin reproche alguno, divertida incluso.
—A todas chicas como tú, sí. Pero debo advertirte que eres la primera que conozco de tu especie. Al menos en persona.
Gisela volvió a fruncir el entrecejo.
—¿Y puede saberse a qué clase de espécimen pertenezco?
—Pues no sabría decirte, la verdad. Sólo puedo asegurar, sin ánimo de irritar, que eres increíblemente perfecta, preciosa: una diosa. —Sin pensarlo, le había soltado lo que pensaba de ella, sin tapujos, sin vacilaciones. «Que sea lo que Dios quiera», pensó, asombrado ante su total descaro, sobre todo a sabiendas de su antipatía por los halagos.
Ella pareció volver a avergonzarse, a retirarse un mechón que ya tenía bien colocado detrás de la oreja, a removerse inquieta en la silla.
«Tocado y hundido», se dijo Eduardo al ver su reacción. Sintió deseos de dar un brinco que, casi con toda seguridad, hubiera roto la escayola del techo con la cabeza. Incluso podría haber asomado por el tejado.
—Qué tonto eres —susurró Gisela al cabo de un momento. Se levantó y anunció que debía ir al cuarto de baño.
Eduardo la observó detenidamente, como el resto de depredadores que se hallaban en el bar. Resopló ante esa imagen que, posiblemente, tardaría días en apartar de su cabeza. «Me pones a tope, tía», pensó, con el corazón retumbando en su interior. Seguramente hasta las paredes del bar retumbaban ante el martilleo constante y atronador de su corazón. Sería capaz de seguir a esa chica hasta el mismísimo infierno. Tenía que catarla aunque fuera lo último que hiciera en esta vida. Enardecido, reunió fuerzas para no vacilar en su ataque.
Antes de que Gisela se sentara tras regresar del cuarto de baño, Eduardo la invitó a su casa a tomar otra cerveza. Atacó con toda su artillería. Pero, naturalmente, no tuvo suerte.
Gisela frunció el ceño mientras comenzó a mirar en otra dirección; se atusó el pelo, carraspeó incómoda.
—Creo que regresaré a mi piso. Tengo muchas cosas que hacer…
Era la vida real. Definitivamente no era un sueño.
Eduardo tardó un poco en reaccionar, contrariado. Hubiera jurado que la tenía en el bote. Desde que la conoció en la tienda, no dejaba de sonreírle como solamente ellas saben hacerlo. Sin embargo, parecía estar equivocado. Algo lógico, por otra parte. Físicamente era una mujer inalcanzable para él. Qué demonios, ¡para cualquiera!
Antes de que se marchara y quedarse hundido en la miseria, clavado en la silla, regresó al mundo de los vivos.
—Te acompañaré —dijo atribuladamente, levantándose tan rápidamente que estuvo a punto de derribar la silla.
Ella se mantuvo impertérrita, sin decir nada, y comenzó a alejarse lentamente, con mala gana. Parecía decir «si no hay más remedio…».
Eduardo se sentía tan exaltado que dudó en si podría enfundarse las mangas de su abrigo. Salió disparado detrás de ella mientras intentaba enfundárselo. ¿Qué había hecho mal? Parecía huir despavorida. Se había lanzado demasiado pronto. Sí, ahora lo comprendía. Había sido un iluso al creer que caería como fruta madura. Que incluso caería rendida a sus pies con sólo chasquear los dedos. «¡Serás gilipollas!».
Después de una lucha sin cuartel frente al vendaval, que parecía incluso arreciar, llegaron al portal del piso de Gisela. Por suerte estaba cerca tanto del bar como de casa de Eduardo. Prácticamente no habían hablado en todo el trayecto, tan sólo un par de palabras. Aunque bien era cierto que ese maldito huracán tampoco dejaba más opciones.
—Ya hemos llegado —anunció Gisela, deteniéndose frente al portal, comenzando a buscar rápidamente las llaves en el interior de su bolso. El fuerte viento lo zarandeaba sin compasión; más bien parecía tener vida propia y querer zafarse de su dueña.
Eduardo la miró nervioso. No quería que acabara tan pronto su cita. Quería seguir contemplándola. Quería continuar con el cortejo. Quería… ¡Joder, lo que realmente quería era darle un buen revolcón!
—Gracias por acompañarme en este día de perros. Y gracias por la cerveza… —Un amago de sonrisa iluminó su rostro, lo que hizo animar a Eduardo.
—Gracias… el placer ha sido mío… —Carraspeó aparatosamente mientras se rascaba el pelo—. ¿No vas a invitarme a una copa? —preguntó mientras señalaba con la cabeza el bloque de pisos, con las arterias tan dilatadas que parecían cañerías.
—Ni lo sueñes, guapo —contestó al instante, muy seria, en tono cortante. Sin tiempo a nada más, introdujo la llave con rapidez y desapareció en el interior del vestíbulo sin mirar atrás.
Eduardo se quedó inmóvil, mirando la puerta que ya estaba cerrada, como si algo banal fuera a suceder. Su mente estaba como el resto de su cuerpo, inactivo. De repente sintió deseos de tirar la puerta abajo a patadas. Sin embargo, después de mirar alrededor, dio un paso atrás y memorizó el número del bloque. Fue algo instintivo. Allí, en un piso mundano, vivía una reina de cuento de hadas.
‡ ‡ ‡
Después de regresar a casa con el rabo entre las piernas, se lanzó sobre el sofá, tumbándose de lado. Dos horas después seguía en la misma postura, aunque se removía continuamente al recordar los acontecimientos de su cita. No había acabado del todo bien, pero era tan grande su deseo que se sentía incapaz de dominar sus acciones. Sólo quería volver a verla, jactarse de su belleza, su inabarcable belleza.
Su mente comenzó a tejer la forma de volver a verla lo antes posible. Fue algo inconsciente, pero enseguida se convirtió en una necesidad, una prioridad, una urgencia. Incluso fantaseó con la posibilidad de presentarse esa misma noche en su piso. Pero necesitaba un pretexto, una idea brillante que no la hiciera sospechar de que iba con la intención de ligársela.
Después de unas cuantas ideas absurdas, una bombilla cegadora se encendió en su cabeza, que ya estaba a punto de explotar tras forzarla en demasía.
Se levantó de un salto y fue corriendo al estudio de arriba. Había recordado que le habían enviado un fax sobre un nuevo modelo de PC con grandes prestaciones a un precio verdaderamente atractivo. Justo lo que Gisela necesitaba. Así que había pensado presentarse en su piso con ese pretexto. ¡Era ideal, no sospecharía lo más mínimo!
En un tiempo récord llegó al portal de Gisela. Ansiaba tanto volver a verla… Pero se encontró con un problema. No sabía en qué piso llamar.
—¡Joder, mierda, joder! —masculló. Detenidamente comenzó a observar en busca de nombres o iniciales, o cualquier cosa que le ayudara a encontrar el pulsador del piso de Gisela. Sus esperanzas aumentaron al ver nombres escritos en papelitos blancos sobre los pulsadores. Comenzó a leer con toda la calma de la que era capaz un hombre a punto de padecer un paro cardíaco.
No aparecía su nombre en ninguno de los malditos papelitos, pero se dio cuenta de que uno de ellos estaba en blanco. ¿Sería el de ella? Pulsó sin contemplaciones y pegó la oreja al interfono. Alguien contestó, posiblemente una voz de mujer. Era difícil asegurarlo dada la penosa calidad de voz del aparato.
—¿Gisela?
—Sí, ¿quién es?
—Soy Eduardo. Perdona que te moleste, pero se me olvidó que había recibido un fax sobre un nuevo modelo de PC que seguro te interesará —dijo lo más alto y claro que su nerviosismo le dejó.
Un momento de silencio.
Tal vez más de un momento…
—¿Gisela, estás ahí?
—¿Sabes qué hora es?
Eduardo miró su reloj. Eran más de las de diez y media de la noche. Tarde, evidentemente, pero no tanto como para hacer un drama por ello.
—Sí, bueno, no es tan tarde. Además, seguro que este modelo te interesa más que ningún otro. Por eso he venido a estas horas —mintió piadosamente. La posibilidad de marcharse de allí sin verla era sofocante.
Nuevamente, un momento de silencio.
Tal vez más de un jodido momento…
Mientras Eduardo esperaba su respuesta, con un nudo, o tal vez mil, en la boca del estómago, esa especie de timbrazo inconfundible rasgó el ulular del viento, empujando a continuación la puerta con ímpetu para entrar en el paraíso. Lo había conseguido. A pesar de la dificultad. Ahora debía mostrarse convincente, aparentar que estaba allí únicamente por razones comerciales. Mientras subía al quinto A, se convenció de que debía mostrase desinteresado por ella, al menos en un principio, asegurarle por activa y por pasiva que estaba allí para venderle ese nuevo PC.
Llamó a la puerta y al instante Gisela apareció con gesto ofuscado. Eduardo fue a decir «Buenas noches» con amabilidad y sonrisa profesional, pero ella se adelantó.
—No voy a acostarme contigo.
Gancho de derecha directo a la entrepierna. Se mantuvo como pudo dignamente, aunque probablemente su gesto denotara humillación, derrota, y yo qué sé cuántas cosas más…
—Te traigo el folleto de un PC que te va a encantar —dijo en un susurro, entre balbuceos, alargándolo para mostrarlo, como prueba evidente de que ese, y no otro, era el motivo de su visita.
Gisela miró el folleto, después a él, después otra vez el folleto, todo esto aderezado con una irritación elocuente, poniendo finalmente los ojos en blanco.
—Qué pesado eres —dijo con voz cansada, soltando un bufido a continuación. Dio media vuelta y se alejó de la puerta, que milagrosamente seguía abierta.
Eduardo, indeciso, atravesó el umbral con pies de plomo, como si el suelo estuviera minado. No era como él había pensado que ocurriría, pero estaba adentro.
Una vez en el pequeño salón, ella le invitó a sentarse y acercó una botella de Ginebra y dos vasos con hielo.
—Toma, creo que te hace falta —anunció Gisela, que seguía manteniendo un gesto adusto.
A Eduardo no es que le gustara la Ginebra, y menos a palo seco, pero ella tenía razón. Bien que le hacía falta.
Media hora después, tras unos cuantos lingotazos y terminada ya su explicación profesional sobre el PC en cuestión, ya se encontraban más animados. El alcohol estaba haciendo mella en ambos.
—Y ahora, después de tanto disimular, por qué no me dices a qué has venido realmente. —Gisela hablaba con gesto pícaro, con la mirada centelleante.
Eduardo suspiró mientras la miraba bobaliconamente.
—Joder, Gisela, eres la mujer más bonita que he visto nunca. Haces que pierda la razón —dijo con sinceridad, en susurros, enardecido por la bebida y perdido ante tanta belleza.
Gisela rio quedamente, divertida.
—¿Soy bonita? ¿Mucho?
—No puedes imaginarte cuánto. —Comenzó a mirarla sin disimulo, de arriba abajo. Sus pechos se intuían en una camiseta blanca de tirantes, un pantalón corto dejaba sus piernas desnudas de medio muslo hacia abajo, tersas, esbeltas, deliciosas… Se perdió en ese cuerpo cincelado por los dioses.
—No hace falta que lo asegures… —dijo Gisela muy seria, mirando al paquete del pantalón de Eduardo.
Eduardo siguió la mirada y rápidamente alzó una pierna sobre la otra para disimular el bulto que su pene erecto marcaba en el vaquero.
Gisela comenzó a reírse a carcajada limpia, desviando la mirada, intentando ahogarla con una mano tapando su boca, pero le era imposible contenerse.
Eduardo sintió vergüenza en un primer momento, pero el alcohol ingerido y el deseo sexual manifiesto hicieron que tomara otro camino. Su mente había dejado de funcionar, ahora tan sólo obedecía a su instinto.
—Puedes tocar si quieres… —soltó de sopetón Eduardo, cogiendo una mano de Gisela a continuación y llevándola a su entrepierna.
Gisela, todavía riéndose con fuerza, miró el avance de su mano dirigida por Eduardo, y al ver posarse en su pantalón justo encima de donde su pene erecto luchaba por desgarrar la tela, volvieron a aumentar sus carcajadas, ahora sin dejar de mirar el colosal bulto.
Y es que, como después diría Eduardo para sí, el alcohol puede hacer milagros.
A partir de ahí, todo fue sobre ruedas. Ella comenzó a tocar con ganas su entrepierna, desapareciendo paulatinamente las risas, hasta concentrarse en tocar afanosamente el pene que Eduardo comenzaba a sacar de su pantalón. El deseo sexual estalló por parte de ambos, y nada ni nadie pudieron pararlo.
Eduardo llegó al éxtasis total, a la cúspide de un viaje por el paraíso. Creyó estar en el cielo, convertirse por momentos en un dios. Aunque para una mente terrenal y mundana, tan sólo había sido el mejor coito que jamás hubiera disfrutado. Algo bestial. Ni en sus mejores sueños podría haber dado tanta rienda suelta a su imaginación. Seguía maravillándose de su absoluta perfección, de su hermosura, algo que se multiplicó al contemplarla desnuda. Deseó que ese día no acabara nunca. Nuevamente no pudo más que acordarse de la persona que se dejara el candado del baúl abierto. Rio para sí, con enorme satisfacción. Le daría las gracias eternamente.