CAPÍTULO 10

Barcelona

Nicolau Medina se sentía cansado, colapsado mentalmente después de años y años trabajando incansable en sus negocios. Necesitaba descansar, tomarse unas merecidas vacaciones. Se encontraba en su mansión meditando sobre ello, sentado cómodamente en su sillón del estudio. Esa paz y esa tranquilidad que se respiraba era exactamente lo que necesitaba. Aquella tarde se marchó temprano de su empresa, algo totalmente impensable hasta hoy. Tal vez su energía comenzara a ser partícipe de su longevidad. A pesar de conservarse físicamente muy por encima de lo que su edad debería conceder, esta marcaba inexorablemente la friolera de ochenta y dos años. Seguía poseyendo una salud de hierro, una vigorosidad portentosa, pero comenzaba a sentir el lento y progresivo deterioro que perpetraba el tiempo en su cuerpo. Qué lejos quedaban ya los años de juventud, de madurez.

Recordó a Raquel, su segunda esposa, fallecida hacía tres años. Qué solo se sentía desde entonces. Tenía la certeza de que gran parte de la culpa de su bajón físico recalaba en la muerte de esta, en la soledad que le embargaba. Su negocio le mantenía ocupado mentalmente, viviendo por y para su empresa, algo que agradecía, al evadirse momentáneamente de las fauces del desierto en el que se había convertido su hogar. Bien era cierto que su mansión estaba poblada de gente, ocho personas nada menos, pero todos sirvientes suyos. No eran más que puntos difusos en la inmensidad de su mansión. Ocho objetos más en la ya abundante variedad que exhibía la vivienda. No significaban nada para él, simplemente eran piezas fundamentales en el perfecto engranaje de una vida excelsa en comodidad y seguridad. Cuatro guardaespaldas y cuatro sirvientes, ocho personas más en su extensa nómina de trabajadores.

Raquel… Raquel se llevó la alegría del hogar, el apoyo incondicional y la ternura, el amor y las caricias. Se había llevado todo. Siempre creyó, nada más casarse con ella, que no volvería a padecer el tormento que supuso la muerte de su primera esposa, dada la juventud que poseía Raquel, veintiún años más joven que él. Pero se equivocó, para colmo de su desgracia. Nuevamente tuvo que sufrir las consecuencias de una pérdida tan abrumadora, tan desgarradora, tan implacable en su desolación.

Era rico, inmensamente rico, pero de nada le servía su fortuna para llenar el vacío dejado por Raquel. Ya ni siquiera disfrutaba del placer sexual con el que enmascarar su soledad. Ya no encontraba alivio en los brazos de princesas de lujuria, de damas que venden su alma cada noche por un buen puñado de dinero. Ni eso le quedaba. La vida se había tornado sombría para un hombre acostumbrado a vivir bajo los rayos de un sol invariable e infinito que bañara su existencia con veneración. Parecía no quedar ni rastro, ni un simple y minúsculo rayo de ese sol.

Un sonido le sacó de su ensimismamiento. Era un sonido extraño, agudo, intermitente. Aguzó el oído y quiso creer que se trataba de una voz humana, un tanto particular. Juraría que alguien canturreaba en el pasillo, desafinando de manera ostensible, eso sí. Se levantó de su confortable sillón y se encaminó a la puerta. Al abrirla, un sonido perturbador perforó sus oídos. Leandra, una de sus criadas, canturreaba alguna canción que escuchaba por sus auriculares mientras desempolvaba las figuras decorativas del pasillo, ajena a su entorno. Nicolau se quedó inmóvil observándola, con una imponente expresión de asombro, sin mover ni un músculo. Esa chica joven canturreaba poniendo todo su empeño, con una sucesión de grotescos desafines que bien podría ser encarcelada por ello. No sabía si reír o llorar. Nicolau no tenía la menor duda de que ella disfrutaba, convencida de poseer grandes dotes para la música y de haber nacido para ser cantante. Mientras, ella seguía absorta en su actuación, moviendo el plumero al son de la canción que canturreaba, ajena a su poder de destrucción, poniendo toda su pasión en lo que más bien parecía un continuo y variable rechinar de una puerta con los goznes oxidados. Era digno de mención y para Nicolau, de estupefacción.

Leandra Faría, de veintinueve años, era de piel tan negra como el azabache. Sus grandes curvas y atractivo físico no consiguieron sacar del sopor a Nicolau, hipnotizado por esa facilidad e ingenuidad que poseía la alta brasileña en perturbar el entorno.

Finalmente se recuperó del trance y cerró la puerta en busca de librarse de ese sonido tan agudo y cruel que penetraba en su cerebro, amenazando con estallar. Rezó para que terminara pronto su tarea en el pasillo, todavía podía escucharla con más nitidez de la deseada. Trastornado, volvió a sentarse en su sillón. Suspiró profundamente, sin poder desembarazarse de su pesadumbre que le envolvía sin piedad en el día de hoy. Una copa de un whisky de malta y un habano suavizarían sus penas. Pero sólo fue momentáneo, ya que a su mente le vino el recuerdo de Sofía, su primer amor, su primera esposa. Hoy estaba de enhorabuena, el Señor estaba dispuesto a no darle tregua. Si ya era doloroso el recuerdo de Raquel, acrecentó su dolor la remembranza de Sofía, pese a que ocurriera hacía tantos años que parecía que hubieran pasado varias vidas. Falleció tan joven, tan llena de vida. Un dolor agudo traspasó su corazón. La vida no se había portado tan generosamente como la gente podría especular dado su privilegiado estatus.

Sofía murió en el parto de Elvira, su primer y último alumbramiento, con veinticuatro años de edad, en la flor de la vida, en la flor de sus vidas. Una lágrima recorrió lánguidamente su mejilla. Elvira, su hija, también había dejado este mundo hacía apenas una semana. Toda su familia parecía haberse puesto de acuerdo para dejarle solo en este mundo a merced del Dios inmisericorde, a expensas de lo que este tuviera reservado para él.

Bebió otro sorbo de whisky, con desesperación. Los recuerdos comenzaban a atormentarle, no atisbando el final del tenebroso túnel que le había engullido. Aspiró con fruición el habano, como si el humo que penetraba en su cuerpo fuera a acabar con sus afligidos pensamientos. Se removió inquieto en su sillón, angustiado al intuir lo que vendría a continuación: los remordimientos con relación a su hija. El mismísimo diablo parecía encontrarse en esa habitación, regocijándose al ejercer su perverso poder sobre su espíritu. Elvira, su propia hija, le abandonó nada más cumplir la mayoría de edad, sin vacilar lo más mínimo, sin un atisbo de cariño. Hubiera dado toda su fortuna porque todo aquello hubiera sido una pesadilla, un simple sueño cruel y abominable que al despertar se diluyera rápidamente, quedando solamente el típico sudor frío y la exaltación. Pero no, era tan real que percibió que su mundo se hundía entre tinieblas, que un dolor insoportable se adueñaba de todo su cuerpo. Un gemido de aflicción salió de lo más profundo de su ser, reprimiendo sus ganas de sollozar, apretando su puño con tanta fuerza que pudo sentir sus uñas clavándose como agujas en la palma de la mano. Las lágrimas comenzaron a brotar pausadamente, pero sin pausa. Ya no podía enmendar la situación, darle un giro brusco a la separación con su hija. Había perdido cualquier opción para ello. Se iría al más allá sin haber conseguido reconciliarse con su querida Elvira, y eso era algo que jamás se perdonaría.

No podía reprocharse que no lo intentara, poniendo todo su tesón y perseverancia en reconducir una relación que su propia hija enterró para siempre el mismo día en que se marchó. Pero no podía perdonarse el hecho de que después de tantos años no consiguiera encontrar la manera de hacerle cambiar de opinión. Se mostró tan terca como una mula. Ni siquiera tras conocer la brutal noticia de su insalvable enfermedad quiso darle una oportunidad para acercar posturas, para comprender su linaje, para entregarse a este. Nunca lo entendió, tan tozuda como era. Era incapaz de abrir los ojos, de ver más allá de lo que su razón le dictaba. Se puso una venda en los ojos de su corazón y se marchó lejos de su familia, de su linaje y de su compromiso. Se marchó sin mirar atrás, con premeditación, enfurecida con el mundo y, sobre todo, con él. Se aseguró de mantener apartados a su marido y a su hijo de su ascendencia, con una tenacidad infranqueable.

Ahora sólo podía lamentarse, no podía cambiar el pasado, un pasado demasiado caprichoso y malvado. Una novela de terror sin final feliz; más bien, con final sorprendentemente macabro y odioso. El aire del estudio se estaba viciando, impregnándose del aroma de su habano y de un espeso humo de color grisáceo que ascendía con decisión, formando caprichosas figuras antes de desaparecer cerca del techo, creando un aire denso, forcejeando por hacerse corpóreo.

Quiso enterrar los perturbadores pensamientos en los que estaba anclado, obligándose a creer en la ilusionante idea de llegar a convencer a su nieto, a abrirle los ojos que tan cerrados los mantuvo Elvira. Tenía la oportunidad de redimirse, de hacer con su nieto lo que no llegó a conseguir con su hija: la reconciliación. Aunque no estaba siendo fácil, parecía haber sido dotado de la misma tozudez que su progenitora. Si bien era cierto que había percibido una pequeña fisura en el amurallado que ese joven había levantado a su alrededor para protegerse de él.

No pudo más que deleitarse al imaginar a su nieto aceptar a su familia, a una familia que Elvira no consintió que ni tan siquiera conociera. Podría morir tranquilo si Eduardo le admitía como abuelo, si aceptaba su linaje y su obligación. ¿Y si, precisamente, Eduardo fuera el «elegido»? ¿Y si era su nieto el predestinado de su linaje que esperaban desde hacía medio milenio? El vello se le erizó y un cosquilleo invadió su estómago, a la vez que la excitación parecía hacerle levitar. Si esto ocurriera, tenía la certeza de que aliviaría la tortura que le producía su ruptura y nula reconciliación con Elvira, su propia hija, pudiendo descansar para toda la eternidad. Pero la verdad le abofeteó con dureza. Sabía que pasara lo que pasase, ya nunca podría descansar en paz; esos pensamientos le atormentarían incluso tras la muerte.

Nuevamente se vio asaltado por una indescriptible aflicción que sentía al recordar a su hija, martirizándole sin contemplaciones. Gruñó ante la indefensión que sentía ante estos sentimientos. ¿Por qué le había ocurrido esta desgracia a él? ¿Qué hizo mal para merecerse la repulsión de su hija? Simplemente era un hombre temeroso de Dios, creyente, que conservaba vivo el poder de su linaje, manteniendo con devoción el deber de su estirpe. Él había seguido la pauta marcada por sus antepasados hacía más de medio milenio.

Ahora atisbó el final de ese túnel en el que se hallaba desde que los tormentosos pensamientos le abordaran hacía más de una hora. Recordar a su alcurnia era una buena escapatoria, que le mantendría mentalmente ocupado y alejado de sus errores. Se acomodó todavía mejor, sorbió de su copa, ahora degustando con placer, aspiró y exhaló dos grandes bocanadas de su habano, arremolinándose el humo a escasos centímetros de su cara, dibujando formas que parecían contonearse en una envidiable libertad. Percibió esa excitación previa a las mágicas y anhelantes ensoñaciones en las que se deleitaba con magnificencia. De niño, nunca se cansó de oírlas en boca de sus padres y su abuelo, y desde entonces, nunca se cansaba de reproducirlas en su mente. Siempre se maldijo no haber nacido en esa época, quinientos años atrás, en las que hubiera podido vivir en persona lo que sus antepasados narraban con orgullo y complacencia. Cerró los ojos y, ante la tranquilidad y el silencio que le brindaba su estudio, pudo soñar despierto, recrear mentalmente el origen del secreto que tan celosamente había guardado su familia durante más de quinientos años: la muerte de Vlad Draculea.

Todo comenzó un siete de diciembre de 1476…

El abad decidió salir a dar un paseo aprovechando la tregua que aquel día parecía dar el glacial invierno que ese año azotaba Valaquia, Rumanía. El sol había recobrado su autoridad. Ensimismado en sus pensamientos, recorría con parsimonia los alrededores del monasterio de Snagov. El silencio era sepulcral, tan sólo alterado por el sonido hipnotizador de las aguas en continuo movimiento a causa de la brisa, y por el roce de las ramas de los árboles que se agitaban tímidamente, como desperezándose. Algún pájaro trinaba vacilante, pareciendo no atreverse a cantar con alegría por miedo a desatar la furia de la inclemente época invernal. Los ojos del abad, debajo de unas tupidas cejas que se unían en el entrecejo, otearon el horizonte con tranquilidad, a pesar del asedio que seguía viviendo el pueblo rumano por parte de los otomanos, especialmente del sultán turco Mehmet II, insaciable como destructor y conquistador.

Se sentía relativamente a salvo en esa isla, donde tan sólo podía accederse en barca. Y, por supuesto, amparado en la protección de Dios, que, finalmente, sabría imponer su justicia.

Una voz lejana, apenas audible, le sacó de sus pensamientos. Se volvió con interés y vio a un monje que corría en su dirección, gesticulando aparatosamente para que regresara, a la vez que intentaba mantener levantado su hábito por encima de sus pantorrillas. Corría desenfrenado en zigzag, salvando los obstáculos en forma de arbustos y árboles, dispersados por toda la isla. Sobresaltado ante esta visión, se encaminó con diligencia al encuentro con ese monje que no cesaba de correr. Algo había ocurrido, y ante la aparente exaltación que traía el monje, no albergó nada bueno. Más bien algo trágico.

El joven monje llegó hasta el abad, sin aliento, doblándose por la cintura, a punto de desfallecer. Respiraba con tanta dificultad que un sonido gutural acompañaba cada bocanada de aire que introducía en los pulmones con una ansiedad descomunal.

—Pero, chico, ¿has perdido la cabeza? Sólo a ti se te ocurre venir a todo correr desde el monasterio —le reprochó, impaciente a que recobrara el aliento y así poder informarse de lo que tanta urgencia demandaba.

—Señor abad… —susurró, vocalizando con todas sus fuerzas mientras jadeaba aparatosamente, intentando incorporarse, con una mueca de sufrimiento a causa de tan tremenda carrera—. La guardia personal del príncipe de Valaquia está al otro de la isla —dijo con dificultad, resollando.

—Oh. —Se quedó un momento reflexionando, no acabando de comprender—. ¿Sólo sus hombres? ¿El príncipe no está con ellos? —preguntó confundido.

El joven monje pareció dudar en su respuesta. Había conseguido erguirse y respiraba menos angustiado.

—No… —dijo vacilante—. Al menos no con vida. Parecen traer el cuerpo sin vida de alguien —afirmó con espanto.

El abad sintió cómo su estómago le daba un vuelco. Si la guardia personal del príncipe traía un cadáver, con toda seguridad sería el de él. Se pusieron en marcha al instante, mientras el monje le informaba que habían acudido a recogerlos en la barca. Con toda probabilidad ya estarían a punto de amarrar en la isla.

El abad irrumpió en el monasterio y no pudo más que confirmar sus peores temores. El cuerpo sin vida de Vlad Draculea, voivoda de Valaquia, lo bajaban del caballo que lo había transportado. Al menos sus ropas parecían indicar que era él. El abad quedó horrorizado al comprobar que su cuerpo estaba desprovisto de la cabeza. Se acercó a pasos cortos, vacilante, sin dejar de observar el cadáver decapitado. Tragó saliva con dificultad y creyó que desparramaría por el suelo la comida que ingirió apenas un par de horas antes. Se santiguó tres veces seguidas, con decisión, con devoción, ayudando a que esa alma atormentada durante años pudiera descansar, por fin, en paz. Ese hombre que yacía a sus pies, decapitado, albergaba una leyenda sanguinaria y aterradora. En más de una ocasión el abad creyó poseído por el mismísimo diablo. Bien era cierto que era fervoroso creyente y luchaba enconadamente contra los enemigos de Hungría y de Cristo, ganando batallas incluso al gran Mehmet II, famoso por su voracidad y sed de victoria, manteniendo alejados de estas tierras a los otomanos. Aunque nunca pudo comprender sus brutales e inhumanos procedimientos.

—Mi señor príncipe ha muerto a manos de los turcos, en una emboscada —informó Moise, jefe de los guardias personales de Vlad—. Tan sólo hemos sobrevivido unos diez guerreros. Nosotros cuatro somos los últimos vistejis con vida —apuntó, señalando a sus otros tres acompañantes—. Ha sido una masacre. El poderoso ejército turco avanza irremediablemente.

El abad no ocultó su repulsión ante este hecho. Mehmet II estaba obstinado en destruir la cristiandad e imponer la ley de Alá al mundo entero. Quería reinar el mundo, y lo estaba consiguiendo. Hacía unos veinte años, tras un asedio sin parangón y en un ataque brutal, consiguió conquistar nada menos que Constantinopla, poniendo fin al milenario Imperio Bizantino. Desde entonces le apodaban el Conquistador, y no parecía detenerse en su afán.

—Y… ¿su cabeza? —preguntó con la voz quebrada, con su rostro deformado a causa de su expresión horrorizada.

—Los turcos se la llevaron clavada en una estaca, como trofeo —informó Moise, impertérrito, aunque por primera vez, bajó la mirada al suelo.

—¡Por todos los santos! —exclamó el abad, escandalizado ante tal barbarie, llevándose una mano a la boca, y santiguándose a continuación con vehemencia. Tenía constancia de que en las batallas se comportaban como animales, pero eso superaba cualquier razonamiento. Eran unos salvajes, sin el menor respeto por el alma del caído. ¿Cómo podían llevarse la cabeza como trofeo? Un escalofrío recorrió su cuerpo, ante la imagen espeluznante que se formó en su mente. Sabía del horror que sólo su nombre causaba en sus enemigos. No en vano, Dracul-ea significaba en lengua rumana «hijo del dragón», aunque también podía confundirse con «hijo del demonio», conociéndole por este último apodo.

«Arderán en el fuego eterno», pensó convencido el abad.

—Mi señor tenía un deseo, que no era otro que traerle a este monasterio una vez muerto, y ponernos a su disposición —continuó el visteji, ante el mutismo del abad.

Los vistejis, los elegidos, tal y como se les conocían, eran la guardia personal, fiel e inseparable, de Vlad Draculea.

El abad asintió con profunda pesadumbre, todavía perturbado por el salvajismo de los seres humanos. Se obligó a concentrarse en las últimas palabras del visteji. Él mismo conocía el deseo de Vlad, príncipe de esta región, al que juró encargarse de todo una vez que falleciera. Las órdenes eran concisas, y había llegado el momento de llevarlas a cabo.

Miró al fornido guerrero que tenía enfrente, que esperaba las instrucciones. Con una fugaz mirada el abad pudo constatar el mortífero potencial de ese guerrero: espada y machete al cinto, de considerables dimensiones ambas, con un arco a su espalda. Su cuerpo fornido, su rostro adusto y curtido, a pesar de su juventud, rondando los treinta años, junto con sus ropas ásperas manchadas de sangre reseca mostraban a las claras años combatiendo en mil y una batallas.

—Debéis traed inmediatamente a su hija, Irina. Nada deben saber al respecto de su muerte, por ahora, ni su mujer ni sus otros hijos —ordenó el abad al jefe de los vistejis.

Moise se volvió hacia los otros guerreros y no tardó en abandonar el monasterio acompañado por dos hombres, dejando a uno de ellos al cargo del cadáver de su señor.

A continuación, el abad ordenó lavar el cuerpo del difunto, y colocar después el ataúd con el cadáver expuesto en la iglesia. Su alma necesitaba descanso y pureza, antes de partir al encuentro con Dios. El abad debía satisfacer las últimas voluntades de su príncipe, el cual le había rogado que expusieran su cadáver al pie del altar y rezaran por su alma impura. Le debía mucho a ese hombre, estaba en deuda con él. Le conocía muy bien, dadas sus prolíficas visitas al monasterio en busca de perdón y confesión, y para acercarse a Dios en lo posible. Había surgido una gran relación entre ambos, incluso de amistad, pese al miedo que infundía su sola presencia.

‡ ‡ ‡

Irina llegó al monasterio con el rostro velado de tristeza y dolor. En el trayecto había llorado amargamente. Sabía que ese día llegaría, las constantes batallas que libraba su padre no podían depararle otro destino. Habían hablado largo y tendido sobre ese día, siempre consternada al hacerlo. Su padre, sin embargo, hablaba de ello con serenidad, con normalidad, como si estuviera refiriéndose a la muerte de un desconocido. Parecía no temer a la muerte, de hecho, su padre tenía fe en que había vida tras el umbral de la defunción. Se estremeció al considerarlo, nunca pudo dar crédito a esa creencia. Ahora había llegado el momento de cumplir su promesa, de consumar su plan, por irreal o demoníaco que pareciese.

Irina entró en la iglesia, donde un intenso olor a incienso impregnaba el ambiente, guiada por los guardias personales de su difunto padre. Había venido acompañada de su marido e hijo, aunque para ella ahora mismo no existieran. Ellos se habían quedado esperando en el monasterio. Desde que recibiera la trágica noticia, parecía encontrarse sola en este mundo, ajena a todo lo demás, tanto de personas como lugares. Sobre todo ahora, avanzando con paso decidido por la iglesia donde el ataúd de su padre se atisbaba bajo el altar, rodeado por una inmensidad de velas que resplandecían con fuerza en la penumbra que invadía cada rincón. El poderoso haz de luz creaba una imagen de pureza y divinidad que sobrecogió a Irina. No podía esperar otra cosa, era príncipe de la región, y había luchado toda su vida por la cristiandad y por una Valaquia mejor, algo que había logrado con creces.

Conforme se acercaba notaba que sus piernas desfallecían, que los ojos se le llenaban de lágrimas y que el pecho comenzaba a oprimirle sin conmiseración. Atravesó el sembrado de velas por un hueco dejado a tal fin, y se asomó al interior del féretro con movimientos pausados, indecisa, con el corazón en la garganta. Pese a todo, no estaba preparada para lo que vio. Sus ojos se abrieron exageradamente, su semblante se descompuso por el horror, su cuerpo comenzó a temblar mientras un alarido descomunal rompió el silencio del santuario. Cayó de rodillas al suelo, las fuerzas le habían abandonado por completo. Sollozó iracunda durante minutos, torturándola la imagen del cuerpo decapitado de su padre. Era lo más espantoso que había visto jamás. Los vistejis que la habían escoltado hasta el monasterio y la habían acompañado hasta la iglesia, observaban la escena en silencio, apartados del altar.

‡ ‡ ‡

Horas después, cuando la joven se recompuso, se reunió con el abad, que la esperaba para ayudarla en cómo obrar a continuación.

—Siento la muerte de su padre —susurró cogiéndole una mano y besándosela.

Irina asintió con muestras de agradecimiento. El abad le ofreció asiento y un poco de vino para templar su aflicción. Miró a su derredor y constató la humildad del aposento del abad. Tan sólo había un reducido armario, dos sillas y una mesa, con un crucifijo en la pared como único adorno.

—Le sentará bien el vino —le aseguró. Se sentó frente a ella en una silla, con un gemido de cansancio. El abad, a pesar de poseer cuarenta y seis años, transmitía una salud y vigorosidad en plena controversia con su edad y su físico—. Su padre era un gran hombre, valiente como ninguno, que hizo revitalizar esta región hasta límites impensables, y luchó incansable contra el Infiel —continuó, apesadumbrado—. Le conocí hace años, cuando visitó por primera vez este lugar. Se quedó prendado de la tranquilidad y serenidad que se respira en la isla. Parece un lugar inmune al bullicio y ajetreo del mundo, sobre todo a las incesantes guerras.

Irina se mantenía callada, escuchando al abad, sin poder desembarazarse de la atroz imagen del cadáver de su padre, sumamente conmocionada desde entonces.

—Desde aquel día hemos hablado mucho, sobre todo de Dios. Rogó que rezáramos por él a diario, por su vida, por la de su familia, cosa que no hemos dejado de hacer. —Se masajeó las manos con parsimonia—. Este humilde servidor le debe mucho a su padre. Siempre llegaba cargado de objetos valiosísimos que donaba al monasterio. —Una pequeña sonrisa de complacencia apareció al recordar su generosidad.

—Hay que recuperar su cabeza, padre —anunció Irina, cortando de raíz la conversación afable del abad. Este se sobresaltó al oír aquellas palabras vocalizadas de una forma tan banal que creyó que la pobre chica había perdido toda lucidez.

—No podemos oficiar su entierro con el cuerpo decapitado. ¡El Señor no lo admitiría en el cielo! —declaró Irina, con los nervios a flor de piel.

El abad alzó su mano derecha para calmar la envestida de la joven. Pudo percibir su sufrimiento, su martirio. Se compadeció de ella. Comprobó que había heredado los mismos ojos verdes, la baja estatura y el mismo cabello largo negro y liso de su padre. Sin embargo las facciones del rostro y el delgado cuerpo debía de haberlo heredado de su progenitora.

—No se preocupe por eso, yo me encargaré —confirmó con rotundidad, pese a que no tenía ni la más mínima idea de cómo solucionarlo—. Hablaré con la guardia personal de su padre —acertó a decir, atisbando en ella un incipiente sosiego.

Irina asintió, mirando distraídamente sus manos. Unos momentos de inquieto silencio envolvió la habitación.

—¿Mi padre le habló de sus planes? —preguntó inquieta.

—Sí. Me encargó una misión, que ya he cumplido. Ahora todo depende de usted, Irina.

Irina lo miró con unos ojos inexpresivos, en silencio.

—Varias veces —prosiguió el abad ante el mutismo de la chica—, al confesarse su padre, me preguntó sobre la muerte. Quería saber, deseaba saber, si un hombre impuro, arrepentido verdaderamente de todos sus pecados, sería admitido en el paraíso; si Dios le perdonaría tanta muerte y crueldad en su vida. Me aseguró que toda esa matanza que dejaba a su paso era en defensa del cristianismo, para mantener a raya al Infiel. Sé que es cierto, dado que este mundo sólo obedece al poder de la espada. Si su valiente padre no hubiera defendido con tanta furia este país, la matanza hubiera sido mayor, pero de cristianos en vez de Infieles. Algo que, posiblemente, sucederá pronto. —Un suspiro involuntario evidenció su pesadumbre.

—Y usted qué le dijo —inquirió, con el entrecejo fruncido, expectante.

—Yo le perdoné todos los pecados. Ahora está en manos de Dios. En el fondo de su ser sé que había un hombre bondadoso, preocupado por su país. Pero su reinado le obligó a desempeñar una tarea sangrienta, acorde a los tiempos que corremos. —No tenía duda de que así era, aunque volvió a sentir una repulsión ya conocida por la habitual brutalidad que desempeñaba en cada una de sus acciones. Sabía el apodo con que se le conocía: el Empalador, al utilizar este procedimiento de ejecución en decenas de miles de hombres, mujeres y niños. Se había ganado a pulso una fama de cruel y despiadado, por sus brutales masacres.

Irina asintió y pareció dudar en su proceder.

—Aunque creo que no quiere reunirse todavía con Dios —señaló con ironía el abad.

Irina lo miró fijamente a los ojos, con el pulso acelerado.

—Mi padre oyó unas historias sobre la resurrección, y desde entonces no dejó de pensar en ello. Meditó el plan con meticulosidad, y se aseguró de que se cumpliría a rajatabla. Hace tiempo que comenzó a tejerlo en su cabeza, y a mover los hilos para que nada quedara a la improvisación. No ha dejado cabos sueltos.

—Recuerdo que me comentó en alguna ocasión el encuentro fortuito con un mercader de Occidente, quien le aseguró que existía un lugar en la Galia en el que algunos monjes habían vencido a la muerte mediante técnicas secretas. —El abad no pudo ocultar su irritación.

—Y este mercader se ofreció a revelarle la ubicación exacta de ese lugar, a cambio de una considerable suma de dinero, por supuesto —recalcó irónicamente Irina.

—Son sólo historias, leyendas. ¡Majaderías!, en una palabra. No entiendo cómo su padre, tan inteligente como era, pudo dar crédito a semejantes necedades.

—Creo que compartimos los mismos pensamientos —añadió Irina. Suspiró y se removió en la silla, incómoda—. Pero, dígame, padre. ¿Usted cree que, aun pareciendo irreal, y de manera extraordinaria, podría darse el caso de que esto ocurriera? Con mi padre, quiero decir. —Los nervios comenzaron a aflorar con elocuencia.

—No, de ninguna manera —aseguró categórico—. Es un insulto a Dios el mero hecho de darle credibilidad. Tan sólo Él puede hacer algo así. De hecho, morimos con el consentimiento de Dios. ¿Qué significado tendría concederle una nueva oportunidad a una persona cuando Él acaba de aprobar su reclusión en el Reino de los Cielos? —El abad gruñó y se exasperó ante estos pensamientos. Esa gente que proclamaba la resurrección merecía la muerte por herejes. ¿Quién se creían ser ellos para albergar tal posibilidad? «A la hoguera, allí debían condenarlos», se dijo, presa de la ira.

Irina pareció derrumbarse anímicamente. Se sentía derrotada, sin fuerzas, y no sólo por la muerte de su padre.

—Dame fuerzas, Señor, para cumplir su última voluntad —susurró, sin percatarse de que hablaba en alto.

—No pensarás hacer el viaje a la Galia. —El abad arqueó sus cejas.

—Debo hacerlo. Se lo prometí. Además, si no lo hiciera, viviría toda la vida con ese pesar, con ese arrepentimiento por haberle fallado. —No había dejado de reflexionar sobre ello ni un solo día. No se sentía capaz ni con energía para afrontar tan largo viaje, acompañado de su marido y su hijo. ¡Su hijo!, tan sólo tenía tres años. Además, no creía ni una sola palabra de aquel mercader. ¿Cómo iba a ser verdad semejante blasfemia? Siempre había querido encontrar las palabras acertadas para negarse a hacerlo, pero nunca encontró la valentía suficiente como para hacer frente a su padre. Ahora se veía abocada a cumplir su palabra. No sería capaz de vivir en paz si traicionaba a su propio padre.

—Pero, hija mía, ¡es una locura! ¡La Galia está muy lejos! Además, tiene usted un niño de tres años. ¡No lo soportará! —Su incredulidad se había tornado en alarmante preocupación, esfumándose su habitual serenidad y voz sosegada.

—No se preocupe, padre, el viaje está lleno de monasterios, iglesias y conventos. Pernoctaremos en todas ellas.

—¡Pero el viaje es muy peligroso! Estará plagado de malvados y malhechores.

—Los cuatro vistejis son muy persuasivos… —A pesar de todo, Irina pareció recobrar su humor.

El abad, sin embargo, no salía de su asombro. Una mujer con un niño de tres años enfrentarse a tan complicado y peligroso reto, aunque fuera acompañada por su esposo y por cuatro feroces guerreros. No podía creerlo.

—Además —prosiguió la joven—, nos espera un visteji en la Galia. —Puso cara de circunstancias ante este hecho.

—Sí, tu padre también me lo comentó. No dudó en enviar a uno de sus guardias personales a la Galia, acompañando a ese mercader, para asegurarse de que no era engañado.

—Exacto. Como le dije antes, no dejó nada a la improvisación.

—Recuerdo —dijo el abad, concentrado, pareciendo no escuchar el comentario de la joven— que su padre dijo que el visteji localizó el lugar y que consiguió hacerse con la información.

—Y le ordenó que permaneciera allí haciendo los preparativos para nuestra llegada. Si no se ha escapado ya con los tesoros que mi padre le confió, claro.

—No lo creo —aseguró el abad inmediatamente. Sabía el miedo que Vlad infundía no sólo en sus enemigos. A lo largo de estos años, en la visitas de su príncipe, había visto reflejado el miedo en los ojos de sus vistejis. No sólo le obedecían por lealtad. Sabían perfectamente de lo que era capaz, dada su crueldad y su poder. Parecía invencible, todopoderoso. Aunque finalmente se había comprobado que no lo era. Pero, seguramente, su leyenda había adquirido tal magnitud que esos pobres guerreros creerían en su resurrección. Lo que daba pie a que conservaran la lealtad todavía con más énfasis, dado el infinito poder de su amo, si era cierta su inmortalidad, que se revelaría contra el que osara traicionarle.

Volvió a aparecer un momento de silencio, lo que aprovechó Irina para probar el vino. Nunca lo había probado, pero, incomprensiblemente, percibía que lo necesitaba. Bebió un sorbo, percibiendo su poder casi al instante. Con ese elixir encontraría la calma interna que necesitaba.

—Espero que no tenga reparo en oficiar una misa por su alma, pese a no haber entierro. —El rostro de Irina, compasivo, expectante, se abrió paso entre las innumerables muestras de aflicción.

—Por supuesto. Fue algo que a su padre tampoco se le escapó. Se lo prometí. El féretro permanecerá expuesto tres días en la iglesia, dándole a continuación una merecida ceremonia para su descanso eterno, ya que el fantasioso sueño de su padre es una quimera. También le prometí algo de lo que me he arrepentido siempre: enterrar en el altar un cuerpo humano con las ropas de su padre, aparentando que su cadáver descansa aquí. —El rostro del abad se ensombreció. Los delirios de ese hombre no parecían tener límites. Hacer tal esperpento en la casa de Dios. «Dios mío, perdóname. Espero que lo entiendas», pensó con el corazón inmerso en tinieblas. Él fue incapaz de rebatirle nada, estando tan asustado en su compañía como cualquiera de sus vistejis. Y eso que, gracias a Dios, no le había visto en acción.

Irina se levantó de su asiento y se despidió con una forzada sonrisa. Se podía percibir a una legua su sufrimiento. El abad no supo si era por el fallecimiento de su padre o por lo que le esperaba a partir de ahora. Debía abandonar su vida, su casa, su país, y aventurarse a lo desconocido. Sintió lástima por ella. Rezaría todos los días por su seguridad. Iba a necesitar ayuda divina. Pero antes debía solucionar otro problema que había surgido: la cabeza de Vlad.

Se encaminó al encuentro con los vistejis, a los que no tardó en encontrar en sus dependencias.

—Moise, debo hablar contigo de un asunto un tanto… escabroso. ¿Sabrías decirme dónde podrían haber llevado la cabeza de tu señor? —No albergaba grandes esperanzas de conocer el paradero, pero debía preguntarlo. Su hija tenía razón. ¿Cómo iba a descansar su alma en paz con su cuerpo decapitado?

—Con toda seguridad la habrán llevado a Constantinopla, para ofrecérsela a Mehmet —respondió con su habitual semblante adusto.

«¿Ofrecerle la cabeza a Mehmet? Adónde llegaremos a parar, Señor», pensó el abad, atónito y escandalizado. Antes de intervenir, Moise continuó:

—La mantendrán expuesta en las murallas durante una semana, clavada en una estaca. Después la tirarán al río Bósforo.

El abad puso los ojos en blanco y se santiguó cansinamente. Ya había tenido suficiente por hoy. Era más de lo que su atormentada existencia podía soportar. La crueldad humana superaba límites insospechados. El mundo se había vuelto definitivamente loco. Por otra parte, debía urdir un plan para recuperar su cabeza. «Los caminos del Señor son inescrutables», pensó suspirando, alzando fugazmente la mirada al techo.

‡ ‡ ‡

Unos golpes en la puerta le devolvieron al presente. Inmediatamente la puerta se abrió, vacilante, presentándose ante él la figura de su mayordomo.

—Señor, la cena está lista —anunció con exquisitos modales.

—Gracias, Damiá.

El mayordomo se retiró tras una leve reverencia. Nicolau Medina suspiró, todavía embriagado al recordar lo que tantas veces le relataran tanto su padre como su abuelo. Maldijo que lo hubieran interrumpido, pero enseguida se convenció de que continuaría en otro momento recreando mentalmente aquel pasado, el origen del secreto de la familia Draculesti. Se levantó con renovadas energías, atrás había quedado su tormento que le asolara hacía un rato. Aunque, sorprendido, comprobó que había estado alrededor de dos horas enfrascado en sus ensoñaciones. Qué bien se encontraba, parecía haber rejuvenecido años.