CAPÍTULO 1

Diciembre de 2009

Fue despertándose lentamente, embotado, mareado. Una sensación de aturdimiento dominaba todo su cuerpo. El simple hecho de abrir los ojos le pareció una ardua tarea; los párpados le pesaban como una losa. Poco a poco, progresivamente, un dolor de cabeza fue aumentando hasta límites insospechados. Esto le despabiló. Abrió los ojos mientras una mueca de dolor deformaba su rostro. Un quejido leve y ronco salió inexorablemente de su boca, a la vez que se llevaba la mano a la nuca, de donde parecía provenir el foco del dolor. Inconscientemente, dada la total oscuridad reinante, la posición tumbada de su cuerpo y la almohada que percibió al tacto de la mano, se imaginó acostado en su cama.

Pocos segundos después, cuando todavía luchaba por abandonar ese mareo y sopor que parecían inquebrantables, comenzó a experimentar un frío atroz, lo que corroboró al sorprenderse tiritando. Buscó a tientas con su mano el interruptor de la luz, pero, sin apenas haber estirado el brazo, se topó con una pared que no debía estar al lado de la cama.

«Pero ¿qué está pasando aquí?». Al querer incorporarse, fruto de su incomprensión, un dolor punzante recorrió cada milímetro de su cabeza, lo que hizo que, esta vez, el quejido aumentara de intensidad. Acomodó nuevamente la cabeza sobre el almohadón, aliviando levemente el dolor. Miró a su derredor en busca de vislumbrar a sus compañeros de habitación, pero una negrura absoluta la cubría.

Parecía ir dejando atrás el aturdimiento, lo que contribuyó a una mayor claridad en sus pensamientos. La cama parecía más estrecha, el frío insoportable, el tacto de las sábanas era áspero… «Pero… ¡no hay sábana!», gritó en su fuero interno. Al palpar se dio cuenta, perplejo, de que lo que cubría su cuerpo no era una sábana, sino una manta. Buscó con la mano la cabecera de la cama, algo que no encontró, ni siquiera la pared que debía estar detrás de la cabecera. Entonces recordó todo. Sí, ahora los acontecimientos desfilaban nítidos por su cabeza embotada. «¡Me atacaron!», pensó sumamente alarmado.

Mientras daba el habitual y placentero paseo nocturno, justo después de cenar, un par de individuos surgieron de la nada, en la inmensidad de la noche, en un camino cercano al pueblo desprovisto de luz artificial. Sin tiempo a reaccionar, ni siquiera a procesar en su cerebro lo que estaba ocurriendo, se abalanzaron sobre él, en milésimas de segundo, recibiendo un fuerte golpe en la nuca con un objeto contundente, el cual no pudo ver.

No recordaba nada más al haber perdido el conocimiento al instante. El pulso se le aceleró alocadamente, sin control, comenzando a ser presa del pánico. El lugar en el que estaba no ayudaba nada, dada la turbación que producía la tenebrosidad y el silencio sepulcral existente. «¿Quiénes eran esos tipos que me asaltaron? Peor aún… ¿dónde estoy? ¿Cuáles son sus propósitos?», se preguntó, invadido por mil interrogantes que se agolpaban sin respuesta en su cerebro.

Volvió a pasear la mirada a su alrededor, aterrado, tiritando ahora no sólo por el frío. Aguzó el oído en busca de algún sonido que pudiera identificar, de algo que pudiera esclarecer dónde estaba, o de comprobar si estaba solo. Nada. El dolor de su cabeza persistía, pero él ya no lo percibía, el terror se había adueñado de su ser. Sólo oía su respiración, agitada y entrecortada, mientras reunía fuerzas para incorporarse y abandonar esa torturadora oscuridad que estaba a punto de hacerle perder la cordura.

Se incorporó muy despacio, no sólo por el hecho de no avivar el dolor de cabeza, sino para hacer el mínimo ruido posible, ante la posibilidad de que esos dos desalmados estuvieran allí. Pese a sus movimientos pausados y estudiados, la cama crujía bajo su cuerpo, mientras el dolor aumentaba, reprimiendo los quejidos, y apareciendo una sensación de mareo que a punto estuvo de llevarlo de bruces contra el suelo. Se arrodilló en el suelo y se puso a caminar a gatas ante el insistente mareo y la mayor facilidad para detectar objetos en su camino. Intentó ir en línea recta, aunque dudaba que lo consiguiera por culpa del vahído que, aunque había remitido, todavía estaba presente. A pasos cortos, y con las manos haciendo de guía, iba lentamente avanzando sin encontrar nada a su paso, sobre un suelo irregular y frío como el hielo. En ese momento se percató de que el frío se había evaporado de su cuerpo, incluso parecía sudar, sin duda por el peligro y el pánico en el que estaba inmerso. Poco después su mano topó con algo metálico, lo que hizo que se quedara inmóvil, como perro que descubre a su presa. Un poco más calmado se dispuso a palparlo, a analizar el objeto con el que se había topado: unas barras cilíndricas gruesas y metálicas verticalmente ubicadas, con una especie de refuerzo metálico en horizontal uniéndolas. No daba crédito a lo que en su mente se dibujaba: ¡unos barrotes de una cárcel!

Fue incorporándose despacio, recorriendo la altura de esa aparente reja, algo que le superó en altura y donde sus manos no llegaban a su fin. «Madre de Dios…», se repetía una y otra vez, caminando ahora hacia la izquierda, sin dejar de palpar los barrotes, interminables. Después de varios minutos cerciorándose, comprobó que estaba encerrado en una estancia amplia, entre dos paredes de rejas y otras dos de una pared que rivalizaría al tacto con las de un iglú. «Dios mío, ayúdame», se dijo, mirando al techo a pesar de la oscuridad. También pudo imaginar, con total certeza, que se encontraba solo.

Una vez recuperado levemente del shock, inspeccionó a tientas el resto de la estancia, lo que, por culpa de la negrura y del ahora deficiente estado de su sentido de la orientación, tardó una eternidad. En el peculiar rastreo sólo encontró, aparte de la cama, una especie de cubo de plástico y un rollo que dedujo sería papel higiénico. Absolutamente nada más. Su incredulidad crecía abrumadoramente, mientras el silencio era aterrador y la oscuridad, todavía más. Las preguntas volvieron a apabullarle, cuando se sorprendió al oír su voz.

—¿Hola? —susurró entrecortadamente, vacilante, temeroso—. ¿Hay alguien ahí? —preguntó con un poco más de convicción. Nada perturbó el silencio.

Las siguientes horas las pasó tanteando con más detenimiento las rejas y las paredes en busca de algún resquicio por donde escapar, mientras la angustia le atormentaba sin piedad. Ante la infructuosidad de su empeño, y por culpa de los acontecimientos, sufrió un ataque de ansiedad, que sumado al leve mareo todavía persistente, cayó nuevamente en la inconsciencia, sentado con las rejas como respaldo.

Unos golecitos en el hombro le despertaron, y tras la breve confusión inicial que experimentó, dio un respingo tal que se levantó del suelo de un salto en un abrir y cerrar de ojos. Se encontró frente a un hombre joven, inmóvil al otro lado de los barrotes. La oscuridad había mutado en una tenue luz que bañaba tímidamente el lugar.

—Siéntate en la cama y no te muevas —ordenó.

Sin tiempo a mirar nada más que al rostro del desconocido, con el corazón en un puño, las palabras le abofetearon. Aunque no fue nada en comparación con lo que sintió al ver una pistola empuñada en su mano derecha, apuntándole firmemente. Víctor Hugo retrocedió torpemente, hipnotizado por el arma, trastabillando un par de veces antes de llegar a la cama. Obediente, sin valor para articular una palabra, se sentó en el catre, sin apartar la mirada del arma.

El hombre que la empuñaba sacó una llave de grandes dimensiones, antigua, y abrió la puerta de la celda, que chirrió descaradamente. Entró sin dejar de apuntarle, con una bandeja de metal brillante y reluciente colocada sobre la otra mano con maestría. Vestía elegantemente, con corbata y americana. El pelo rapado casi al cero, sumado a las anchas espaldas y un cuerpo fornido, lograban infundir mucho respeto, sin la necesidad del arma, aunque no fuera un tipo alto.

Víctor Hugo no pudo aguantar más el silencio.

—¿Quién es usted? ¿Dónde estoy, qué hago aquí? ¿Qué quieren de mí?

No hubo contestación a sus preguntas. Dejó la bandeja en el suelo a una distancia prudencial del retenido, ojeó el balde de plástico y clavó sus amenazantes ojos verdes en Víctor Hugo.

—Debes utilizar el balde para hacer tus necesidades —ladró con fuerza y rapidez. Se encaminó a la salida de la celda sin darle la espalda y sin dejar de encañonarle.

—¡Espera, no te vayas! —exclamó desesperado—. ¡Dime qué hago aquí, qué es lo que queréis de mí, por el amor de Dios!

El hombre armado cerró la reja, sin inmutarse, inexpresivo, totalmente indiferente a sus palabras.

—¡Sácame de aquí, por favor, te lo suplico! —comenzó a sollozar tan fuerte que le fue imposible articular más palabras. Se derrumbó en el suelo, de rodillas, hundido, desesperado, mientras la silueta del individuo desaparecía por un pasadizo lejano.

Cuando consiguió serenarse un poco, indagó con la mirada. La luz parecía colarse por alguna ventana que él no podía ver, aunque debía de ser pequeña dada la exigua luz que filtraba. Se encontraba entumecido hasta los huesos, el frío seguía siendo terrible y la humedad era palpable. Vislumbró dos celdas más contiguas a la suya, paralelas, separadas por barrotes sumamente oxidados. El techo era abovedado, alto, y las paredes eran de piedra, aparentando una robustez a prueba de bombas. Podría decirse que se trataba de una cárcel muy antigua, incluso de varios siglos, aunque dudaba de que en su época fuera construida para tal fin: la gran amplitud de cada celda y el número tan exiguo de estas lo contradecían. Un leve pero persistente olor a azufre cubría cada rincón, al que acompañaba el inconfundible olor a moho. El silencio era sepulcral. Al echar un vistazo al espacio que se hallaba al otro lado de los barrotes frontales, por donde se había marchado el hombre armado, se quedó petrificado. Tras unos segundos de continua verificación mental, a causa de la penumbra, no dudó en afirmar que se trataba de un instrumento de tortura: el potro. En alguna ocasión, por televisión, lo había visto.

Las piernas comenzaron a temblarle tanto que tuvo que volver a sentarse en el catre, un camastro estrecho de hierro fuertemente anclado a la pared, provisto de un colchón ennegrecido y deshilachado. El estómago le había dado un vuelco y un sudor frío invadió su cuerpo. «Esto es una pesadilla, ¡tiene que ser una puta pesadilla!», se dijo, ahora enrabietado.

—¡Socorro! ¡Socorro, estoy encerrado por unos maníacos! —gritó varias veces, fuera de sí, hasta que sus cuerdas vocales estuvieron a punto de estallar.

‡ ‡ ‡

Cuatro días después, contados por él mismo gracias a la luz solar que penetraba por alguna abertura en la pared y que revelaba cada amanecer y anochecer, horas después de haber recibido la cena por el mismo individuo de siempre, la oscuridad se disipó misteriosamente. Se incorporó del camastro, sorprendido, pudiendo ver el origen de esa anticipada luz: unos candelabros anclados a la pared estaban siendo prendidos.

Tragó saliva con dificultad, viendo ahora con claridad el potro de tortura, y unos grilletes con cadenas ancladas a la pared un par de metros más hacia la derecha. Su cuerpo comenzó a temblar de miedo, los dientes castañeteaban ruidosamente. Después de cuatro días encerrado en aquel macabro e inhumano lugar, con las mismas ropas, sin poder lavarse, sufriendo el mutismo de su secuestrador a sus incesantes preguntas y súplicas, aterrado por las elucubraciones que en su mente circulaban irremediablemente, vio que la rutina se rompía, haciendo entrever que pronto conocería el motivo de su rapto.

Víctor Hugo, después de muchas horas estrujándose el cerebro, no había encontrado el porqué de la situación. No estaba metido en líos, ni tenía cuentas pendientes con nadie. Llevaba unos pocos meses en España, adonde había viajado acompañado de compatriotas venezolanos en busca de una vida mejor. Trabajaba duramente en la agricultura, en Blanes, provincia de Gerona, Cataluña, donde residía junto con sus compatriotas. Había dejado a sus padres y hermana, al ser insostenible la situación en su país. Una difícil y dura decisión. Por lo visto, también equivocada, aunque no tenía ni la menor idea de lo que podría depararle el futuro inminente. «Nada bueno», se repetía, dadas las circunstancias.

Un par de horas después de que los candelabros cobraran vida, pareciéndole una eternidad, aparecieron dos individuos que se acercaban decididos a su celda. Uno era el ya conocido, que lo había estado abasteciendo de víveres tres veces al día y que vaciaba el balde con sus defecaciones. El otro vestía con la misma indumentaria elegante y de colores oscuros. No reparó en nada más dado su estado de excitación y pavor que se apoderó de él. Le esposaron los tobillos y las muñecas a la espalda y le llevaron entre ambos en volandas por unos pasadizos estrechos y bajos, algo aliviado por alejarse del potro, hasta una estancia grande y con el techo alto y abovedado, que reposaba sobre unos pilares de piedra robustos, vacía a excepción de una tumba de considerables dimensiones: era de un color grisáceo claro, como el hormigón, de algún tipo de piedra pulida, con ostentosos relieves en los laterales y una gran cruz labrada en la losa con infinidad de velas delimitando su forma.

Los hombres armados le ordenaron arrodillarse a los pies de un lateral de la tumba, a espaldas del pasadizo por donde habían accedido. Un cubo de aluminio se encontraba en el suelo, a su lado, inmaculadamente limpio. La sala estaba bien iluminada por varios candelabros anclados en las paredes.

Tras más de una decena de minutos en que los secuestradores parecían esperar algo o a alguien, inmóviles flanqueándole, Víctor Hugo no cesó de suplicar por su liberación, implorando que no le hicieran daño. No podía pensar, ni concentrarse, en el porqué de esa tumba ni en el significado de su presencia. Tan sólo pensaba en suplicar una y otra vez, sollozando, conmocionado, sin abandonar el pavor que inundaba cada poro de su cuerpo. El suelo de piedra irregular comenzaba a clavarse sin piedad en sus rodillas.

Unas voces apagadas retumbaron en la estancia, a su espalda, cesando sus súplicas. A su izquierda apareció una figura delgada, caminando con parsimonia, dejando una copa de oro sobre la losa de la tumba. Refulgió poderosa por la luz que parecía absorber de los candelabros y de las velas, creando destellos de oro y verde que espolvoreaban el lugar, al estar adornada por cinco esmeraldas que resaltaban notablemente. Víctor miró sin disimulo la figura que se había acercado a la tumba: era viejo, de más de setenta años, con la cara estrecha y arrugada, con unos ojos hundidos debajo de unas gafas. Caminaba con dificultad. Vestía una sotana negra, con una cruz de oro gruesa y voluminosa colgada del cuello.

El sacerdote retrocedió un par de pasos, quedándose frente a la tumba, en el campo de visión de Víctor Hugo. Este se encontraba en un estado de shock que le mantenía enormemente aturdido, incapaz de reaccionar por cuenta propia. Por el rabillo del ojo vio otras dos figuras, o tal vez tres, de pie, inmóviles, cercanas al sacerdote, pero apenas reparó en ellas. Uno de los hombres armados que no se había separado de él en ningún momento le agarró fuertemente del cabello, manteniéndole la cabeza levemente alzada. Víctor no opuso resistencia, parecía estar en otro mundo. El otro que le flanqueaba colocó el cubo delante de Víctor, a unos treinta centímetros de sus piernas, que se mantenían con las rodillas clavadas en el suelo, doloridas, aunque ahora ya no percibía el dolor.

El sacerdote, con una voz débil a causa de su debilitado estado, comenzó a recitar una oración en un idioma que Víctor Hugo no identificó. Las palabras, a pesar de no entenderlas, se introducían en su cerebro con facilidad, dada la incesante verborrea cansina del sacerdote, en una mente ya de por sí turbada por los acontecimientos. En ese momento algo brilló delante de sus ojos: un cuchillo de enormes dimensiones, de doble filo, con innumerables dientes capaces de cortar como una sierra. Fue degollado al instante, e inmediatamente inclinaron su cuerpo hacia delante, lo suficiente para que la sangre que manaba a borbotones cayera en el interior del cubo de aluminio, colocado con maestría para tal fin.

Víctor Hugo, después del intenso pero breve dolor padecido, comenzó a respirar con mucha dificultad, atragantándose con su propia sangre. Veía claramente la catarata de sangre que abandonaba su cuerpo, mientras, por alguna extraña razón, la serenidad se había adueñado de su ser. Seguramente seguía dominado por la conmoción. No sentía miedo, ni temor, ni añoranza, ni anhelo, ni dolor… Nada, sólo una serenidad mental incontestable. Poco a poco la vista fue nublándose, mientras luchaba enconadamente por no atragantarse con su propia sangre, entre espasmos. Seguía escuchando al sacerdote, que parecía indiferente a lo que acontecía a su alrededor, recitando un monólogo interminable. Comenzó a sentir que las fuerzas le abandonaban, que la sensibilidad de su cuerpo desaparecía, que su luz se apagaba, percibiendo claramente el final. Su final. Su muerte.