7

Mi alma ha vagado en el tiempo hasta encontrar un nuevo cuerpo. Ha seguido su rumbo. Dando avisos, alertando, sumiéndome en la confusión. Y he despertado en medio de la oscuridad, pero pronto ha amanecido. Las imágenes se han abierto ante mí: he visto el Gave, la gruta…, todos los acontecimientos. He visto claro. Y entonces una amalgama de sensaciones punzantes se ha apoderado de mí haciéndome llegar al borde de la náusea. ¡Era cierto! Por eso Lourdes, por eso el tío Andrés, las peregrinaciones, las estatuillas fosforescentes… Y el doctor San Hilario, claro, qué lúcido era el buen hombre. Resuenan ahora en mis oídos aquellas palabras: «Enamórate de la Virgen», había dicho. ¡Cómo no se me había ocurrido! Todo encaja.

Y ahora, encerrada en estas paredes blancas, tras las ventanas enrejadas, veo el mismo escenario a través del tiempo. Ya nada es como antes. Ya no hay bosque, el pueblo no es el mismo.

Vagué sin rumbo fijo, perdida en la inmensidad de un tiempo que parece no pertenecerme. Tambaleándome, aturdida por la revelación, recorrí mi pasado con la esperanza de ver el camino. Entonces, de nuevo una llamada, una fuerza incontenible se apoderó de mí y, atraída por ese imán que dominaba mis piernas, bajé a la estación. Y allí estaban las camillas, las sillas de ruedas, aquella procesión de cuerpos deformes; tullidos y desahuciados camino de un baño de salvación, aparcados en los andenes esperando a que alguien les subiera al tren para iniciar la peregrinación. Allí estaban las enfermeras con uniformes blanquiazules, su sonrisa imperturbable; los brancardiers, luciendo su brazalete y sus músculos, cargando enfermos, animando a los acompañantes. Un hombre pequeño y regordete organizaba al personal y distribuía el material en los vagones. «Esto aquí, esto allí», ordenaba eufórico el pequeño creyente. «¿Será el tío Andrés?», pensé. No, imposible, el tío Andrés ya no se tiene en pie. Estuvo a punto de morir de cirrosis el año pasado y, aunque tiene siete vidas, la última la va a pasar sentado en un sillón revisando en el magnetoscopio sus antiguas peregrinaciones. ¡Se modernizó tanto el tío Andrés! En sus últimos viajes ya no le acompañaba la vieja Wojlander con fotómetro manual con la que sacó años y años de diapositivas. Se colgaba del hombro su pesado aparato de vídeo, y su ojo perseguía el trasero de las monjitas como años antes lo hiciera un diminuto clavo que nunca conseguimos apartar de la pared. Ahora se conforma con ver en la pequeña pantalla los week–ends religiosos de sus allegados y se emociona viendo a los nuevos camilleros, jóvenes y vigorosos, como él lo era, continuando su camino. Desde su sillón, con una mantita de cuadros arropándole las piernas y un ligero tembleque en la mano derecha. Así va a pasar lo que le queda de vida.

¿Dónde pasaré yo el resto de mis días?

La caravana partió en medio de una festiva algarabía. Pañuelos al viento, besos al aire, aleluyas victoriosos y vivas a la Virgen y a la santa. Me subí al tren en el último momento, después de estar de pie más de una hora observando todos sus movimientos. La locomotora emitió un alarido triunfal antes de iniciar su marcha y el griterío de la minusvalía se alzó como un himno. Se agitaron por las ventanas las manos y los pañuelos de los sanos despidiéndose en nombre propio y en representación de aquellos que no podían. Y los besos, los cuídate, los escríbeme una postal volaron como palomas alrededor del ferrocarril.

Los acompañé en completo silencio, agazapada en un rincón del vagón, oyendo sus cánticos religiosos, que amenizaron las no sé cuántas horas de trayecto. Melodía disonante al chasquido rítmico que emitía el tren frotando las vías. Todos esos cánticos me eran conocidos. Los recuerdo sin duda; música de fondo de una infancia perdida y amenazada. ¿Dónde quedó el misalito Regina que me regalaron para mi comunión, con sus hojas de papel de arroz y sus bordes dorados? Tenía tres cintas de colores para señalar los puntos de la lectura, una amarilla, otra roja y otra verde. ¡Qué bonito era!

Recorrí, después, las calles del pueblo. Aún quedan en pie algunos de sus viejos muros, sólo para recordarme que fue cierto. La bajada del cementerio, la plaza de la iglesia o el camino del bosque no son ni sombra de lo que fueron. Una autopista sustituye a lo que antes fue la pequeña carretera festoneada de boj y acacias silvestres y en el lugar del bosque se abre una inmensa llanura de cemento donde los feligreses se amontonan a la espera del milagro.

Al llegar a la amplia explanada, una ingente variedad de deformidades se extendía hasta la entrada de la gruta. Los camilleros dirigían con orden a los enfermos hacia el baño obligado en las piscinas de agua bendita. En casa siempre había agua bendita. El tío Andrés me traía botellitas de plástico con la forma de la Virgen. Se desenroscaba la cabeza y el agua dé Lourdes salía por el cuello de la imagen decapitada. Me producía angustia, así que agotaba pronto el contenido para no tener que volver a abrirla. Entonces él me decía:

—Llénala en la iglesia con agua de la pila bautismal.

¡Qué persecución! No supe entender el por qué de aquellas llamadas repetidas. Ha sido necesario un largo letargo, una lenta agonía para despertar. ¡Todo está tan claro ahora!

Al fondo estaba la gruta y ella en su hornacina, con el mismo manto blanco, el lazo azul rodeando su cintura. ¡Estaba allí! ¡La vi! Al fondo, detrás de aquel ejército de enfermos, monjas, enfermeras, acompañantes, vendedores de estampas, escapularios y estatuillas. Detrás de aquel zoco del milagro, se iluminaba, otra vez, sólo para mí.

Qué y eï! —exclamé—. ¡Hela ahí! Me sonríe.

Y caminé hacia adelante animada por los coros de cientos de peregrinos que entonaban el Avemaría, guiada por aquella flama, atraída por el imán del tiempo, por el hechizo del recuerdo. Con el deseo de abrazarla como entonces.

—¡Me llamáis a vos, por fin, señora!

Me eché a sus brazos, como entonces lo hacía, esperando aquel torbellino de pasiones. No oía el escándalo que se organizaba a mi alrededor. Su voz me llamaba otra vez.

—Aquí estoy, mi señora —gemí—, ya nada podrá separarnos.

Pero los gritos alertaron a los gendarmes que vigilaban aburridos el recinto. Los enfermos se estremecían, los niños lloriqueaban, aullaban los contrahechos desde sus camillas y los sanos reclamaban la presencia de la autoridad.

—Pero ¿qué hace? —exclamaban—. ¿Qué está haciendo? ¡Qué llamen a los guardias!

—Gendarmerie, ici, gendarmerie!

No se dieron cuenta de que era yo, pobres ignorantes, y llegaron hasta mi a empujones, me arrancaron de entre sus brazos con violencia, en medio de gritos y amenazas. La imagen voló por los aires, se estrelló contra el suelo. Por su culpa. Fue por su culpa. Estalló en mil pedazos, mientras seguían los berridos, las sacudidas y el desconcierto. En cada uno de aquellos trocitos veía yo resplandeciente su sonrisa.

—Pero ¿dónde está su ropa? —bramaba el que debía de ser el comisario.

Me recordó a Jacomet, pobre infeliz.

Mientras me sacaban a rastras de allí, entre cuatro varones, yo no paraba de girarme hacia la gruta, como la tarde en que me llevaron al molino de Savy, como el día en que partí para el convento de San Gildard.

No pretendo que me crean. No intento siquiera convencerles de que me dejen ir. Me han encerrado entre estas cuatro paredes blancas donde ni siquiera me acompaña una pequeña estatuilla. Pero este debe de ser el único lugar del mundo donde los pájaros cantan de noche. ¡Y es tan hermoso oírles en la madrugada!

Insisten con sus preguntas. Me hacen reír, ¡otra vez! He superado ya tantos interrogatorios parecidos. Están desconcertados, lo sé, como lo estuvo el procurador y el alcalde y el barón de Massy. ¡Qué le voy a hacer! Vienen cada mañana con sus instrumentos, sus carpetas, sus papeles y sus asépticos uniformes. Limpios, blancos, inmaculados. Me piden otra vez que relate los hechos y yo repito, de nuevo, aburrida la misma historia. Entonces, anotan, comentan, se debaten en una verborrea incomprensible.

Ya ha amanecido, no tardarán en volver. Sí, ahí están de nuevo. Oigo pasos tras la puerta, oigo sus voces. Sus comentarios resuenan en el silencioso pasillo al que da mi habitación. ¿Quién habrá venido? ¿A quién querrán mostrarme esta vez?

—Repite una y otra vez la misma historia. Siempre las mismas fechas, los mismos lugares… —oigo la voz clara del que dirige la pequeña comitiva de esta mañana—. Y todos los datos son auténticos.

—Seguramente se trata de una extraordinaria memoria —dice otro.

—Aun así —replica—, es excesivo.

—¿Qué vamos a hacer? —pregunta una tercera voz.

Al cabo de un instante, se abre la puerta. No he podido entender el resto. Nunca conseguí dominar el francés. Tampoco en esta vida.

—¿Va a venir el párroco? —les pregunto.

—¿Qué «pággoco»? —dice el que lleva el estetoscopio.

—El de Bartrès —le contesto.

Barcelona, 1989 – París, 1991