¡Qué dulces y tranquilas eran aquellas veladas que pasé con las hermanas! Me vienen a la mente en este sueño lejano que es el recuerdo de mi vida anterior. Es como si lo estuviera viendo. ¡Qué apacibles jornadas! Con el rosario, los cánticos, las charlas y, sobre todo, nuestros rezos, único consuelo a la tristeza que me invadía por la pérdida irremediable de las horas pasadas en la gruta.
En julio de 1860 me trasladé al Asilo para vivir con ellas. Las hermanas hicieron esta petición a mi familia con la pretendida intención de atender a mi delicada salud, aunque, en realidad, una idea más elevada presidía su decisión. Las hermanas decían de mí que yo era un «depósito sagrado, un legado de la Virgen» y me querían a su lado. Así, pasamos, en un principio, maravillosas veladas.
Pero, con el tiempo, desgraciadamente, las cosas cambiaron mucho. Ya no esperaban con alegría, como antes, mi llegada diaria. Me tenían allí de forma permanente y esto provocó una notable explotación de mis aportaciones, modestas por otra parte y siempre humildes. Me llevaban al locutorio para narrar las apariciones cuando venían importantes personalidades y transmitir las enseñanzas de mi señora a aquellos que, según criterio de la superiora, lo merecieran. A menudo, me hacían comparecer ante algún enfermo que solicitaba mis dones para curarlo. De esta forma, tenía que dar friegas en torceduras, tocar miembros lesionados, posar mi mano en llagas y úlceras. Cuando no sabía qué hacer, los enviaba a la fuente a que se dieran un bañito o sumergieran en el agua la zona herida o, simplemente, se lavaran la cara con ella. Las propiedades curativas de aquellas aguas solucionaron en más de una ocasión los problemas de los enfermos, y corrió la voz de que tales males se aliviaban gracias a mis poderes. De todos los milagros que se me atribuyeron en realidad sólo uno ha quedado grabado en mi memoria: la conversión del incrédulo Rocher, que acaeció una tarde cuando, regresando de la gruta, me topé con él en el camino del bosque.
El señor Rocher no había conocido las veleidades de la fe y, hasta aquel momento, vivía sumido en su amargura, en su desgracia. Incrédulo y desdeñoso, de carácter agrio, envidioso y solitario, Rocher miraba a las mujeres a escondidas y soñaba que alguna vez sentiría aquel placer, origen de las más variadas manifestaciones del espíritu, por el que todos latían excepto él. Al encontrarse conmigo (él estaba tras unas matas rebuscando entre sus pantalones), tuvo un arrebato de inspiración. Dejó lo que estaba haciendo y apoyado en sus muletas, se acercó a mí con nerviosismo.
—¿Quién es esa señora a la que ves? —me espetó.
Y casi sin mirarme, como si hablara para sí mismo añadió: Hay algo dentro de mí que me abrasa. Algo me quema y no sé lo que es y no puedo arrancármelo. Vivo sumido en ese ardiente dolor sin que nada ni nadie me dé el consuelo que necesito —volvió a mirarme con una mirada ansiosa, voraz—. ¿Acaso tu señora podría? ¿Podría ella arrancarme esta angustia y mostrarme el camino para alcanzar la tranquilidad, la paz interior, la gloria y esa sensación de embobada felicidad que tú muestras desde que la has visto? Dime, ¿podría ella?
Con mi acostumbrada seguridad, en tono sereno y voz queda, respondí al señor Rocher:
—Mi señora es la representación de lo ansiado. Por ella se llega a la gloria porque nada fuera de ella tiene valor. Su perfección es tal que se respira y, al entrar en ti, te convierte en un ser poderoso para quien toda la miseria de este mundo, el horror y la desgracia ya no existen. Imagínela recubierta de púrpura, alzada sobre un pedestal de oro, sonriente como una mañana de verano, desnuda y perfecta, abierta como un nenúfar sólo para usted.
Mientras yo hablaba, la mirada del señor Rocher se extraviaba, su respiración se agitaba y una de sus manos se perdía en el interior de sus calzones.
—En ese momento, entréguele su dolor y su dolor se convertirá en gozo; ofrézcale su pena y su pena se tornará alegría; transmítale su amargura y esta se transformará en jovialidad. Es un volcán lo que hierve en su interior, que clama por salir y desbordarse invadiéndolo todo a su alrededor y cambiando su antiguo aspecto gris por un dorado, rojizo y arrasador río de lava. Entréguele pues ese volcán y verá renacer en su interior la paz al tiempo que una inmensa fuerza le devolverá la esperanza y el deseo de vivir.
Con los ojos entornados, la boca entreabierta y sus tullidas piernas meciéndose al ritmo del ardiente zalear de su mano, el señor Rocher había perdido de vista el mundo. Sus labios iniciaron el bisbiseo de una incomprensible jaculatoria, que no quise interrumpir. Le animé en voz muy baja a continuar, al tiempo que me retiraba discretamente intentando no hacer ruido al pisar las hojas secas. Lo dejé allí, consagrado a su recogimiento y me alejé por el camino del bosque. Cuando había recorrido unos metros, un gemido retumbó en los gruesos troncos de los árboles agitando sus hojas y espantando alondras y garzas que durante unos minutos revolotearon desconcertadas. Una sonrisa inevitable asomó a mis labios. Sin siquiera girarme, proseguí mi camino de regreso a casa.
Al poco rato, Rocher entró en el pueblo gritando: «¡Milagro, milagro!». Los vecinos se asomaron a las puertas y ventanas de sus casas esperando ver sus piernas curadas y se quedaron un poco confusos al observar que renqueaba como de costumbre. Pero su rostro había cambiado, su expresión amarga se había borrado para dar paso al brillo inconmensurable de una arrobada emoción.
Nadie llegó a entender por qué a partir de aquel día se convirtió en un fervoroso creyente, admirador de mi persona y defensor a ultranza de cualquiera de mis actos. Algo extrañadas, las gentes del pueblo se convencieron de que en efecto, algún milagro se había obrado en aquel buen hombre.
Entre explicar las apariciones, ensayar curaciones milagrosas y atender a las hermanas, mi vida en el Asilo se iba haciendo cada vez más triste. Ya no quería hablar más de las horas maravillosas de la gruta. No quería contárselo a más gente. Deseaba guardar aquel recuerdo en lo más íntimo, como en un jardín cerrado al abrigo de los indiscretos. ¡Cuánto añoraba a mi dulce señora! ¡Cuánto añoraba los momentos de pasión que me había regalado, sus caricias, sus besos, sus manos blancas, su pelo! Me enloquecía el recuerdo de su pelo cayendo como el agua que sin cesar manaba de la fuente. Allí quería volver, sola como antes, dejar que mis dedos se entrelazaran con el agua y evocar así sus cabellos, aquellos que tuve sólo para mí, cayendo entre mis manos como ahora caían las lágrimas que cubrían mi rostro en la celda tranquila y solitaria del Asilo.
Las dichosas hermanitas no me dejaban en paz. Una tarde me mostraron como un animal curioso a una multitud que se había congregado ante el Asilo y que al verme aparecer gritó enloquecida:
—¡Nuestra santita, ahí está nuestra santita!
Tampoco me permitían jugar con los niños más pequeños. Si alguna vez mi juvenil impulso me llevaba a compartir con ellos algún juego, me arrancaban de su lado con el pretexto de que enseñara a las hermanas, pues eran ellas, antes que nadie, quienes debían conocer los secretos a mí confiados. Su exclusividad reducía mi vida en el convento a un encierro. De vez en cuando, ayudaba en los quehaceres de la cocina, las labores o la enfermería. El resto del tiempo tenía que dedicarlo a ellas y ya empezaba a cansarme de tanto compartir los rezos, en especial con aquellas hermanas que no eran precisamente de mi agrado. Por las noches, oraba en solitario recordando los pechos blancos y el pubis frondoso de mi señora amada.
La hermana Victorine se ocupaba particularmente de mí. Ella fue quien me encontró con una antigua compañera de clase que solía venir a visitarme y me enseñaba a colocarme pedazos de madera, a modo de ballenas, en el corsé y a ensancharme la falda para darle la forma de miriñaque. Yo, a cambio, la ayudaba en sus rezos ya que era una alumna muy devota de la Virgen y, con gran solicitud, me había pedido que le concediera esa gracia. Siempre fui generosa, no me costaba repartir favores y, además, si debía hacerlo por obligación con las hermanas, por qué no hacerlo con ella por puro gusto. La hermana Victorine tuvo una grave crisis de celos por este motivo, pues en muchas ocasiones había insistido para que le enseñara a orar como lo hacía con mi señora y yo me había negado reiteradamente. Sus carnes eran demasiado fofas, su aspecto hombruno, su rostro surcado de grietas y ensombrecido por un oscuro vello que le asomaba bajo la nariz y las mejillas. Su figura ruda y deformada quedaba demasiado lejos de la sutileza y el encanto de mi amada. Sin embargo, mi compañera, grácil, joven, vivaracha y despierta, intercambiaba conmigo —siempre con gran devoción— los más sutiles jueguecillos ayudándome así a sobrellevar la añoranza, el dolor y el asfixiante devenir de mi vida en el convento.
También mantenía largas charlas junto al hogar con otra de las hermanas, cuyo nombre no consigo traer a la memoria. Anciana y tierna, me acogía junto a ella al abrigo del fuego. Me hablaba con serenidad y sabio juicio. Ella influyó enormemente en mí a la hora de decidir mi vocación religiosa. Ya nada tenía que hacer en el Asilo, me indicó. Era mejor retirarme a una vida religiosa, modesta y solitaria, lejos del acoso constante de la gente.
Alguna vez, visitaba la gruta con la debida protección. Solamente podía ir allí acompañada por los guardias. Me arrodillaba con desgana frente al nicho y me limitaba a recordar, hablar desde el interior con mi señora, rogarle que me ayudara, que me diera fuerzas para seguir adelante. En el fondo, tenía una leve esperanza de que volviera.
En dos ocasiones tuve que acudir a la gruta por motivos oficiales. La primera para ver en el nicho la imagen de escayola que habían colocado. Era obra de un escultor de poca monta pero con influencias. La había moldeado según las indicaciones que yo misma le había dado y de las cuales tomó unas sucias y escuetas notas en su cuaderno de trabajo. Al verla me quedé estupefacta. ¡Santo Dios! ¡Tanta diferencia había entre la tierra y el cielo, entre la realidad y el sueño! No era posible, aquella no era mi señora. No sólo no se le parecía, sino que era claramente su antítesis. ¿Y se iba a quedar allí colocada para gloria y veneración de todos cuantos la visitaran? Que lo hicieran, de acuerdo. Aquella imagen nada tenía que ver conmigo y, por lo tanto, yo nada tenía que compartir con los que allí la habían colocado. Pero ¡qué gran desilusión! ¡Qué disgusto! ¡Cuánta pobreza en un trozo de yeso mal modelado! Todo había cambiado. Definitivamente, ya nada volvería a ser como antes. Salí corriendo de allí y aquella noche lloré con más intensidad, más dolor y más amargura que nunca, sintiendo, por primera vez, que mi señora me había abandonado.
La segunda ocasión fue más folclórica y yo iba ya preparada para cualquier cosa. Aun así, el espectáculo resultó deplorable. Fue el 21 de mayo de 1866. Tuve que asistir a la inauguración solemne de la Cripta del Rosario. Habría estado contenta al ver que se cumplía un deseo de mi señora de no ser por aquel exagerado fervor popular. El pueblo me reclamaba con el grito:
—¿Dónde está nuestra santita?
Cortaban pedazos de mi vestido, habían arrancado el rosal silvestre, todos deseaban un amuleto, un fetiche, un trozo de algo para venerar. Se organizó tal revuelo y confusión, que no pude más que gritar desesperada:
—¡Esta gente está completamente loca!
Intenté con rabia deshacerme de ellos, pero la multitud siguió despojándome de cuanto llevaba hasta desnudarme casi por completo y hubo que salvaguardarme y protegerme de ella. Salí de allí escoltada por los soldados, los mismos que en el Asilo me habían rodeado a fin de mostrarme al pueblo.
Esta popularidad creciente y ofensiva me decidió en mi vocación religiosa. Quería esconderme, vivir apartada del mundo. Mi intención era meterme en la orden trapense, ya que en la Trapa nadie vendría a importunarme, pero mi delicada salud no me lo permitía. Entonces empezó mi gran confusión. Los diferentes conventos se disputaban mi entrada en ellos. Las religiosas de numerosas congregaciones pretendían atraerme mostrándome lo hermoso de sus tocas y sus velos. Todas me decían que con ellas estaría mejor que con nadie, que su convento era el más cálido, el más acogedor. Entre ellas se disputaban mi entrada en su congregación, discutiendo como vulgares verduleras que intentan vender su producto en un mercado abarrotado donde la competencia obliga a abaratar los precios y a mostrar lo mejor de su mercancía. Todos opinaban sin consultarme y sin tener en cuenta mis deseos o necesidades. Por fin me decidí siguiendo las indicaciones de aquella anciana hermana que hablaba conmigo junto al fuego —qué entrañable recuerdo guardo de ella—, sentadas ambas en un peldaño de la escalera, y cuyos tiernos consejos tanto influyeron en mi alma. Ella me había hablado de un hermoso convento bajo el tibio cielo de la comarca del río Loire, en la cima de la colina de Nevers. Me había descrito sus edificios, sus capillas, su jardín ensombrecido de castaños y sus vastas huertas festoneadas de boj. Allí iría pues, sin atender más contemplaciones. Sería hermana de la caridad y de la institución cristiana de Nevers.
El 4 de julio de 1866 dejé a mi familia, que no mostró un especial dolor por la pérdida.
—Lo bien que vas a estar allí —me decía risueña mi madre.
Mi hermana Toinette me miraba con cierta envidia y mi padre intentaba mostrar una resignada aceptación alegando que, efectivamente, era lo mejor para mí, a pesar de la simulada pena que le producía la ausencia de aquella boca en el hogar.
Antes de marchar, pasé por la gruta para dedicarle mi última despedida a aquellas paredes húmedas que, no obstante, con tanta calidez me habían acogido y donde tan buenos momentos había pasado. El adiós fue desgarrador. No podía separarme de la roca, al pie de la cual me derretía en sollozos.
—¡Oh señora, señora mía! Nunca más volveré. ¿Cómo podré dejaros? ¿Cómo podré vivir sin vuestra presencia, sin la esperanza, aunque lejana, de que un día volveréis a aparecer?
Mis lamentos se repetían mientras algunas de las hermanas intentaban, sin éxito, sacarme de allí. Les supliqué que me concedieran quedarme unos instantes más, pero ellas insistían en llevarme. Finalmente, agotada, rendida por la desesperación, dejé que me llevaran a rastras, con el corazón destrozado por el dolor y el rostro surcado de lágrimas. Me sostenían y yo me volvía siempre hacia la gruta, como el día aquel en que el molinero Nicolau me arrancó de mi éxtasis y me llevó al molino de Savy tapándome los ojos con su mano.
—Bernadette —me decían algunos al pasar, con el fin de consolarme—, no te apures, que la Virgen está en todas partes.
—Sí —respondía yo—, pero la gruta era mi cielo. Y si no ha venido aquí desde que todos vosotros la estáis invadiendo, menos aún se me va a aparecer en el convento.
De esto estaba completamente segura. La historia de las apariciones se había terminado ya hacía tiempo. No iban a repetirse ni en el convento —bajo la mirada siempre atenta y curiosa de las monjas—, ni en ningún sitio. Pero, hasta ahora, mientras todavía podía volver a la gruta, mientras podía recrearme en la visión de aquellas paredes frías, el recuerdo me llegaba fresco y cabía en mí la remota esperanza de que un día volvieran a iluminarse sólo para mí, me envolvieran en su niebla y me llevaran consigo.
Llegué al convento de San Gildard, en Nevers, la noche del 7 de julio. Una monja me acompañó hasta mi celda en el extremo del que llamaban dormitorio de Santa María, donde me tenían reservado un humilde lecho cerca de una imagen de la Virgen.
La madre general no estaba muy dispuesta a admitirme, aunque de sobras conocía mi fama. Ella no se había prestado a la subasta de conventos que pujaron por mi entrada en ellos, al contrario, y esta fue una razón más para animarme a ir allí. Sin embargo, debía llevarme bien con ella. Por una parte porque me interesaba quedarme allí y, por otra, porque, si me quedaba, me convenía mantener relaciones armoniosas con mis convecinas y, muy en especial, con la que mandaba sobre todas ellas.
Según me anunciaron en secreto dos bondadosas hermanitas, el temor de la madre general venía provocado por mi constitución enfermiza. Me consideraba una aspirante enclenque y debilucha con especiales necesidades de atención y pensaba que me pasaría la mayor parte del tiempo recluida en la enfermería. Pero, como ya he dicho, no desconocía los favores que del cielo me habían caído, y mi instinto me decía que algo de curiosidad debería tener reservada en el fondo. Debía por tanto explotar esta posibilidad mostrándole a la madre general mis brillantes cualidades para la oración. Más tarde me arrepentiría de ello al descubrir la verdadera naturaleza de aquella mujer.
Me recibió en su despacho al día siguiente de mi llegada. Al entrar, me dirigió una mirada voluntariamente distraída.
—Así que vos sois la postulante que ha venido de Lourdes, ¿no es así? —interrogó en tono indiferente.
—Sí, madre —respondí con un gesto de humildad.
—¿Cómo os llamáis?
—Bernadette Soubirous.
—¿Y qué sabéis hacer?
—Yo… —titubeé— apenas nada, madre.
—Entonces, hija mía, ¿qué vamos a hacer contigo?
Me azoré unos instantes temiendo que me rechazaran en el convento. No debía permitirlo. Evoqué el recuerdo de mi señora para darme fuerzas y, alzando la cabeza, miré con firmeza a la madre general.
—Sé orar —dije con tono seductor poniendo, si cabía, más énfasis en la mirada que en las palabras.
Ella hizo un gesto de extrañeza. Parecía sorprendida por mi atrevimiento puesto que debía estar claro que ella, siendo la superiora del convento, sabría orar tanto o más que yo.
—¿Ah, sí? —dijo en tono desafiante. Luego se reclinó cómodamente en su sillón y añadió—. Pues, venga, enséñame cómo lo haces.
Por un momento pensé que alguna noticia debía de tener aquella monja acerca de mis dotes místicas. Tal vez la superiora del Asilo de Lourdes lo había puesto en su conocimiento por medio de alguna misiva. Al fin y al cabo, era cierto que algunas religiosas estaban conectadas entre ellas y se intercambiaban con frecuencia las noticias de lo que acaecía en sus conventos. Por ese motivo, no me detuve en preámbulos y fui directamente al grano. Me arrodillé ante ella con las manos unidas y, tras unos segundos de recogimiento, las introduje en su hábito buscando con la punta de mis dedos el que debía sin duda ser centro de mis plegarias. Mis manos chocaron con un bosque increíblemente húmedo al que ninguna prenda de ropa protegía, lo cual no dejó de provocarme cierta alarma. Yo iba decidida, pero ella sabía muy bien lo que quería.
—¿A que esperáis? —dijo—. Venga, demostradme que sois digna de entrar en este convento.
Me hice, sin demasiado esfuerzo, acreedora de tal merecimiento. A partir de aquel día, la madre general venía a recogerme todas las tardes y me llevaba en el viejo cupé del convento a dar largos paseos por los alrededores de Nevers.
—Sois un pecadillo de los dioses —me decía pellizcando mis mejillas mientras el destartalado vehículo traqueteaba por el camino entre castaños.
En el convento ya no era Bernadette sino sor Marie–Bernard. Y mi vida ya no era alegre, cándida y llena de ilusiones. Al principio sí, todo iba bien. Me había ganado la confianza y el cariño de la superiora general y había conseguido que se portara con gran solicitud conmigo. Ella prohibió a las religiosas y a las novicias que dijeran una sola palabra acerca de las apariciones, ya que yo no sentía deseo alguno de repetir aquel relato y compartirlo con nadie. Lo quería sólo para mí, guardado en lo más íntimo, para revivirlo en el más absoluto recogimiento, con el sabor amargo y a la vez apetitoso de la pérdida, pues, como decía Teresa de Ávila, «destas mercedes tan grandes queda el alma tan deseosa de gozar del todo al que se las hace, que vive con harto tormento, aunque sabroso».
Cuando las hermanas le preguntaron a la superiora el porqué de aquella decisión, ella alegó que quería preservar mi humildad, que debía evitar a toda costa que las otras monjas me trataran con veneración y eso llegara a enorgullecerme. Ella misma no estaba en absoluto interesada por el relato, sin embargo, se mostraba dispuesta a cualquier cosa con tal de tenerme a su entera y exclusiva disposición. Su vigor era tal que llegaba a extenuarme. En los paseos por el jardín, no paraba de tocarme y musitarme al oído lo que tenía preparado para mí aquella noche. Sorpresas, sorpresitas, decía ella, que me dejarían boquiabierta. Y, en efecto, su imaginación era desbordante. Inventaba para mí los más variados ejercicios de mortificación.
—Son lo mejor para la salvación de tu alma —me decía mientras preparaba el cilicio.
Era el preámbulo que más animaba su excitación. Invocaba a todos los santos mientras me castigaba con un fervor creciente que culminaba cuando yo, derrotada, me agarraba a sus piernas y, antes que suplicar para conseguir su piedad, debía introducir mi cabeza bajo sus faldones y lamer con fruición su viscosa y maloliente vulva.
—Has estado muy bien, pequeña —me decía al finalizar—. Eres un regalito, un regalito del Santísimo. Si sigues así, tu alma se va a salvar para esta y para todas las vidas que te vengan detrás.
Ahora lo recuerdo con la esperanza de que fuera cierto y tanto sufrimiento de entonces me valga para conseguir la salvación eterna en esta, que espero, sea definitivamente mi última vida. Por las experiencias que almaceno de estas dos, no tengo interés alguno en saborear una nueva.
Me sonreía la madre general con sus ojos de roedor, me zarandeaba los mofletes con sus dedos calientes y regordetes. Al acompañarme a la celda, me rodeaba con su brazo y me iba asestando regularmente punzantes pellizquitos en las nalgas. Cada día me tenía reservada una nueva sorpresa que yo odiaba y que incluso llegué a temer de tal forma que aparecía en mis pesadillas nocturnas. Soñaba que en mi celda había una enorme rata gris que daba vueltas alrededor de mi cama husmeando por todas partes. Se subía a la imagen de la Virgen que había en un rincón y desde allí, desde su cabeza, se lanzaba a mi cama. En el transcurso de ese vuelo se convertía en la madre general que con su risa brujeril y sus hábitos negros, abiertos cual murciélago, iba a caer encima de mí aplastándome en mi lecho. Me despertaba un segundo antes de que me espachurrara, con la saliva comprimida, el corazón latiendo como una bomba y el sudor cayéndome por las sienes.
Me negué, por fin, a aquellos encuentros aludiendo que mi salud no me permitía tanto martirio continuado por mucho que contribuyera a la salvación de mi alma. Le dije que me sentía débil y que deseaba gozar de un período de recogimiento para dedicar mis oraciones a la señora de la gruta que me había privilegiado con su aparición. La discusión fue larga. Argumenté que yo había querido venir al convento para disfrutar de una vida austera y solitaria, entregada a la memoria de tan alta distinción para la que había sido llamada. Que al cielo le complacería mucho más verme dedicada a mis oraciones y a las tareas humildes que yo pudiera realizar en el convento. Que sus atenciones para conmigo eran muy de agradecer, pero que no era ese el camino que para mí tenía reservado el destino en esta vida. En fin, que no sabía cómo decirle que aquello se había acabado y que a partir de aquel momento ya no nos reuniríamos para procurar la salvación de mi alma y sería yo sólita la que trabajaría a tal efecto.
No se enfureció, al contrario, con gran flema y una expresión de fingida indiferencia, me dijo al final:
—Está bien. Se hará lo que tú quieras.
Respiré hondo y le agradecí efusivamente su gran benevolencia. Pero antes de abandonar la estancia, cuando tenía ya agarrado el picaporte con la mano y me disponía a salir, preguntó:
—¿Qué se hace con una escoba?
—Barrer —respondí yo sin girarme y temiendo que aquella pregunta no fuera gratuita.
—¿Y después? —añadió.
—Se la vuelve a su sitio.
—¿Y dónde está su sitio?
—En un rincón detrás de la puerta de la cocina.
—Esa será tu vida a partir de ahora.
Con estas palabras se iniciaba lo que sería una larga procesión de humillaciones, de las cuales no iba a librarme hasta el final de mi vida.
Me trataba con total y absoluto desprecio. Aprovechaba cualquier oportunidad para degradarme ante mis compañeras. Me sometía, en público, a las más viles vejaciones y siempre encontraba un motivo para maltratarme. Afortunadamente, su actitud malintencionada no siempre resultaba tan dolorosa para mí como la madre general pretendía. Así ocurrió cuando, en el refectorio, se leyó para toda la comunidad la Histoire des apparitions, una obra de Henri Lasserre que apareció por aquellos días y que en poco tiempo alcanzó un gran éxito. La madre general no quiso que yo la escuchara temiendo, según dijo públicamente, que me enorgulleciera en exceso al oír el relato, y me envió a la enfermería con el pretexto de que era bueno para mi salud que fuera a tomar un descanso. No sabía cuán doloroso me habría resultado escuchar aquella lectura, revivir de una manera totalmente deformada (de eso estaba bien segura) los acontecimientos que tan hondamente me habían marcado. Estuve durante varios días en la enfermería gozando de aquel descanso necesario. De esta forma, en contra de lo que la madre general había pretendido como un castigo, me libré de compartir con tantos oídos el relato de las apariciones.
También la maestra de novicias, la madre Marie Thérèse, tuvo conmigo una actitud similar a la de la superiora. Era una mujer orgullosa de su oficio. Decía de sí misma que tenía el don y el celo de modelar almas. Trataba a las novicias y profesas con extrema diligencia, aunque su estilo era muy diferente al de la superiora. No se dedicaba, como la otra, a repartir burdos pellizquitos en la nalgas, zarandear a las jovencitas con vulgares achuchones o elevarles el espíritu cilicio en mano. Era mucho más sutil, más elegante. Solía llevar una pequeña vara con la que dirigía al grupo. Acompañaba todas sus indicaciones con los movimientos de aquel fino bastoncillo a modo de batuta. La recuerdo porque, aunque nunca golpeó con ella a ninguna novicia, más que dirigir, daba la sensación de amenazar. Estaba siempre allí alzada sobre nuestras cabezas y parecía que de un momento a otro iba a caemos encima.
No ocurrió nunca, ya lo he dicho, no era su estilo. La vara se erguía con tal finura que una no sabía si temerla o adorarla. Dirigía sus clases con una solemnidad y una alegría mañana dignas de elogio. Estaba segura de sí misma, conseguía siempre sus objetivos, en especial los que hacían referencia a sus alumnas, a las cuales invitaba sistemáticamente a su celda, acabadas las clases, para darles alguna que otra lección particular.
—Confíame el fondo de tu alma, hija, que yo con mi cincel la moldearé —les decía camino de las habitaciones.
Lo que ocurriera después con las muchachas lo ignoro por completo ya que yo nunca quise confiarle el fondo de mi alma. Dicen que era zalamera y algo empalagosa y que gozaba con tal amplitud y exceso, que a veces incluso había llegado a desmayarse. Mi actitud negativa la molestó profundamente y con su acostumbrada retórica me espetó:
—Como educadora religiosa y celosa de mi papel, no puedo admitir que tú, novicia privilegiada y taciturna, de temperamento montañés, reserves únicamente para tu señora, como un claustro interior, la parte más secreta de tu intimidad.
No entendía muy bien lo que quería decir con todo aquello, pero intuía una crispada insistencia en que le confiara los secretos que estaban almacenados en lo más hondo de mi intimidad. De nuevo me negué y, a partir de aquel momento, hizo todo lo posible por ensombrecer mi espíritu, reservando para mí toda la aspereza que era capaz de almacenar y martirizándome con todo tipo de humillaciones ante el resto de mis compañeras. Ellas, testigos de este rigor, se decían las unas a las otras:
—¡Qué suerte, no ser sor Marie–Bernard!
Eran días de sufrimiento, dolor y abandono. Yo soportaba en silencio todas las humillaciones y me sentía cada vez más lejos de todo lo exterior, más apartada de cuanto me rodeaba.
¿Estaba escrito que yo sufriera todo tipo de pruebas para acercarme a la santidad? Al parecer, entre la madre general y la maestra de novicias se disputaban los méritos para mi entrada en el cielo, pues todo hacía pensar que cuanta más mortificación tuviera, más cerca estaría de conseguirlo. Ambas afirmaban públicamente que yo debía ser atormentada para llegar a la virtud. Mentira. Estaban celosas. Yo les había negado mis conocimientos, había preservado mi intimidad y mi alma y no les había entregado ni un ápice de mi amor. Guardaba con celo mi secreto y ellas no podían soportarlo. Me envidiaban por ser poseedora de algo que les resultaba inalcanzable. Yo lo sabía, lo supe desde el momento mismo en que vi su rostro, aquella máscara de falsa bondad que ocultaba su verdadera identidad. ¡Monjitas amables entregadas a su vocación! Mentira, entre ellas se odiaban, en su rostro estaba escrito el rencor. ¿Se habían amado previamente? En algún momento de sus vidas habían dado alas a una pasión tal vez desgarradora, pero cuando la piel empezó a flojearles, cuando cada una palpaba en la otra un pellejo arrugado y blando, ambas ansiaron las carnes jóvenes que tan a mano tenían. Y se sintieron abandonadas, despreciadas la una por la otra. A partir de aquel momento, su vida debió de convertirse en un reto constante. Depredadoras de la joven ternura de sus novicias, siempre a la caza de nuevas piezas, cada mocita conseguida representaba un trofeo a exhibir con orgullo ante la rival.
A mí no me tuvieron. Nunca me entregué a ellas. Sólo la madre general podía contar con mi franqueza del principio, pero de sobras sabía que no había sido más que eso, una debilidad, que jamás le confié los secretos que tan en el fondo tenía recogidos. Ambas habían esperado mi llegada con auténtica lujuria; ansiaron mi presencia entre aquellas paredes para abordarme. Con una falsa mueca de indiferencia se disputaban la conquista de aquella feligresa venida de Lourdes con tal aureola sobre los hombros. Aquella de las dos que la consiguiera habría alcanzado el verdadero triunfo sobre la otra.
Pero mi corazón no era de nadie, no lo sería nunca más. Sólo pertenecía a un recuerdo, a una imagen perdida. Un recuerdo que me hería y a la vez me alimentaba. ¿Qué esperaba ahora de mí la señora? ¿Acaso una vida de martirio que me elevara a los altares para ir a su encuentro? ¿Debía entonces morir como santa para llegar de forma más directa y rápida hasta sus brazos? En ese caso, tenía que profesar antes de que me llegara la muerte, ya que, siendo religiosa, era mucho más fácil morir santa o, en todo caso, ser canonizada en poco tiempo. Incluso las cosas del cielo pasan por cierta burocracia. A partir de ese momento, me propuse firmemente tal objetivo: profesaría como religiosa lo antes posible y, de esta forma, me labraría el camino hacia el cielo, pues allí debía encontrarse, sin duda, mi divina señora.
Claro está que la superiora general se negaba a que recibiera el voto, pero yo sabía que el obispo de Nevers quería que yo sí profesara —más tarde o más temprano, le daba igual— antes de expirar, ya que también para él los trámites resultaban más ágiles de esta manera.
Una noche tuve un gravísimo ataque de asma que me hizo sentir realmente a las puertas de la muerte. Había llenado una jofaina de sangre, lo cual alarmó a la superiora que corrió a llamar a monseñor de Nevers para que me concediera el voto in extremis.
—No te mueras hasta que llegue —me decía—, que si no profesas me van a cargar a mí todas las culpas y luego, como castigo, vete tú a saber dónde me envían.
Entre las nueve y las diez llegó el obispo mal aseado y con cara de sueño.
—Siempre tienen que morirse de noche —murmuró al entrar, por lo cual la superiora se disculpó.
—Como queríais que muriera religiosa y el ataque ha sido tan fuerte, temí que, si esperaba a mañana, fuera demasiado tarde.
Cuando el obispo se marchó, una vez recibido el voto y superado el peligro, clavé mis ojos en el rostro de la superiora y dije victoriosa:
—Me habéis hecho profesar porque creíais que moriría esta noche, ¿verdad? Pues bien, os equivocasteis, no moriré aún.
Un arrebato de ira la asaltó.
—¡¿Cómo?! ¿Has hecho venir al señor obispo a una hora intempestiva sabiendo que no ibas a morir? ¿Cómo has osado? —Con los ojos llenos de rabia y las mejillas enrojecidas añadió—: Te aseguro que si mañana no has muerto te quitaré el velo de profesa.
—Como queráis, querida madre —respondí yo tranquila desde mi lecho.
Acababa de ganar una batalla, una batalla que me acercaba un poco más a mi señora. Y estaba segura de que de ninguna manera la madre general podría arrebatarme el velo. Una vez hecho el trabajo, y además a horas tan incómodas, el obispo no querría, por nada del mundo, repetir la ceremonia. Un sonoro portazo de la superiora al salir de mi alcoba, puso fin a la escena.
Había conseguido lo que deseaba Me sentía tan feliz por ello, que ya no me importunaban tanto los acostumbrados insultos de mis compañeras. Cuando me molestaban con sus acusaciones o comentarios malintencionados, yo les mostraba con júbilo el crucifijo y el velo de profesa y les decía:
—Mucha tontería con la maestra de novicias para nada. Yo ya lo tengo, es mío y nadie me lo podrá arrebatar. Formo parte de la congregación, ni siquiera la superiora me puede despedir.
La señora se ha servido de mí y después me ha puesto en un rincón. Venga a mí el sufrimiento y la pena si con ellos puedo llegar hasta el lugar donde me espera.
¿Me esperaba? La duda y la confusión se apoderaban de mí con frecuencia.
¿Fue cierto? Sí, aún conservo fresco el olor a rosas silvestres que emanaba de vuestro cuerpo. Si pudiera cerrar los ojos y dejarme morir entre vuestros brazos… ¡Cómo añoro, dulce señora, aquellos besos y vuestros pechos tiernos y vuestro sabor a almíbar y vuestras manos como alas tomándome en un abrazo de algodones! Fue cierto, ¿verdad? Decidme que fue cierto que os amé, que en una oscura y húmeda cueva fuisteis mía, que yo os vi, que vos me hablasteis. Dadme una señal, dadme una nueva luz a la que dirigirme, abridme una senda por donde pasar con seguridad y firmeza, con la certeza de saber que vos estáis al final. Humedeced, si no, de nuevo mis entrañas para confirmar que fue cierto, que yo os amé y vos me amasteis, que ahora estáis esperando a que mi alma se eleve y viaje por etéreos caminos anhelando vuestro encuentro. ¿Es cierto? Decidme, ¿es eso cierto? Entonces, llevadme hasta vos, dejadme morir en este momento.
¡Qué larga fue la agonía! ¡Qué largas fueron la vida y la espera en los últimos momentos! Cuatro veces llegué al borde de la muerte, cuatro veces recibí los últimos sacramentos. Y abandoné, por fin, mi cuerpo y el mundo a los treinta y cinco años, la misma edad que ahora tengo. Ahora, sí, en estos momentos en que hundo mi cara en el papel para dejar constancia escrita de esta revelación. ¿Otra vez la coincidencia? ¿Acaso puede ser tan picara y acertada la casualidad? No, imposible. Me reafirmo en todo cuanto la memoria me ha traído: nací en Lourdes, fui pastora en Bartrès, colegiala en el Asilo de las hermanas, religiosa en el convento de Nevers, nunca llegué a dominar la lengua francesa, lengua de los cultos, mi idioma era el patués y yo era pobre, a los treinta y cinco años profesé, y el 16 de abril de 1879 mi espíritu inició, vagabundo, este camino que hoy encuentra su final. ¿Estará próxima, otra vez, la muerte?
Aquella mañana la sentía tan cercana. Su presencia me envolvía, su olor me ahogaba, su llegada estaba impresa en aquel amanecer de cielos oscuros que anunciaban una triste primavera. Bajé inconsciente a los sótanos del convento donde se guardaban antiguas imágenes raídas por el paso del tiempo. Tallas de madera carcomidas, salpicadas de agujerillos, surcadas en su interior por túneles y galerías de microscópica ingeniería; viejas piezas modeladas en arcilla o escayola con los miembros mutilados y taladradas de profundos orificios, cicatrices del tiempo, de tantas caídas y tantos golpes que debieron recibir de manos negligentes. No sé qué buscaba. Todas las imágenes que había visto no eran más que monigotes de piedra tan lejanos a la belleza de mi señora. Ninguna estatua podría repetir la grandeza de mi visión. Si los artistas hubieran podido ver cómo la desfiguraban, la vergüenza se habría apoderado de ellos arrebatándoles el deseo de volver a esculpir.
Bajé hasta el sótano oscuro, zurcido de telarañas. Caminé en la penumbra tropezando con viejos muebles, oyendo el suelo de madera crujir a mi paso. Un rayo de luz iluminaba en un rincón una pequeña talla inclinada hacia el muro, reposando en la pared su cabeza torcida, tal como debió de quedar cuando la dejaron caer allí sin ningún cuidado, quién sabe hacía cuánto tiempo. Mi señora en aquella mañana no era mucho más que aquello. ¡En qué soledad tan profunda me había dejado!
Tomé la estatuilla entre mis manos. Observando sus pies roídos, imaginé qué cruel erosión podría haber causado aquella profunda herida. Tal vez en ellos afilaron sus dientes las ratas, habitantes perennes de aquel mohíno subterráneo, fieles convecinas de cucarachas y alimañas. Sus manos tampoco existían, debieron de perderse en alguna caída y no eran más que dos quebrados muñones de piedra. Su manto desteñido acumulaba el polvo de tantos días, años seguramente, allí abandonada. «Mi muerte está cercana», pensé, «la presiento». Miré sus ojos, aquellos ojos que fueron radiantes como lunas. Ahora no eran más que dos oscuros cuencos vacíos. Las grietas en la piedra, donde anidaban las arañas atravesaban su rostro y los insectos se paseaban por su frente esperando la presa.
Pero vi su sonrisa. Aquella sonrisa de guirnaldas, festiva y luminosa como una mañana de feria. Era aún su sonrisa, la misma que yo había besado. Por eso estaba allí, por eso bajé yo, como sonámbula, incomprensiblemente atraída por una extraña fuerza, hasta aquel viejo sótano enmohecido. Ella me había llamado. ¡Era cierto! ¡De nuevo, me había llamado!
Estreché la pequeña talla contra mi pecho y la cubrí de besos. Y sentí que la sequedad del polvo se pegaba a mis labios. Intenté introducir mis dedos por los pliegues de su manto, pero la dureza de la piedra no me dejó atravesarlos. Acaricié su velo y su cuello y sus cabellos, pero sólo recibía aspereza, frialdad. Entonces brotaron dos lágrimas que corrieron por mis mejillas en un reguero inagotable. Mi voz, en un gemido ahogado, le rogaba que me llevara con ella mientras encerraba entre los muslos la pequeña imagen plagada de aristas. Y la monté llorando y profiriendo agrios alaridos que el eco del subterráneo repetía. Eco que atravesaba los muros y se esparcía por la montaña hasta llegar a aquel lejano rincón del Pirineo. Cabalgué la imagen hasta teñirla con mi sangre en lo que sería el último y desesperado grito por la pérdida de aquello que ya nada ni nadie podría devolverme.
Al anochecer, cuando llegó el capellán del convento a darme la extremaunción, me negué. Cerré los ojos y esperé a que pasara aquel largo crepúsculo. ¡Qué larga fue aquella noche! Es cierto, ¡qué larga, ahora la recuerdo! Aún veo la habitación de altísimos techos, sus recios muros en la penumbra, dibujados de umbrías siluetas que las velas hacían bailar. Y a mi alrededor las monjas con sus hábitos oscuros y el rostro encogido. Revivo el momento en que corrí la cortina de mis párpados para no verlas más. Me parece estar oyendo todavía el murmullo de sus rezos, aquel zumbido monótono que me acompañó durante horas y horas.
Ave María, gratia plena, Dominus tecum.
Bendita tu in mulieribus et benedictus
fructus ventris tui, Jesús.
La repetición sin fin de aquella larga letanía:
Mater Christi Ora pro nobis
Mater purissima Ora pro nobis
Mater castissima Ora pro nobis
Mater inviolata Ora pro nobis
Mater immaculata Ora pro nobis
Virgo potens Ora pro nobis
Virgo fidelis Ora pro nobis…
¡Qué lenta llega la muerte! ¡Qué larga es la agonía cuando su presencia está tan cerca y te acecha y te sonríe y se burla de ti sin decidirse a tomarte en sus brazos! ¡Y qué dulce es, al fin, el momento en que te posee… te lleva… te aleja…! Es como un manto que te cubre lentamente, como una ola que te baña desde los pies a la cabeza y, cuando roza tus pies, ya no los sientes. Sube por tus piernas, y tus piernas se pierden; llega hasta tus manos, tu cintura, tu pecho, tus brazos, y ya no tienes manos ni cintura ni pecho ni brazos. Te recorre serenamente, de abajo arriba, apoderándose de ti y, a cada milímetro que avanza, sorbe el sufrimiento, bebe tu dolor, y ya no hay dolor. No hay nada. Tu cuerpo desaparece, sólo una chispa de conciencia te mantiene aún en la vida para oír aquellas voces a tu alrededor, voces ahogadas, voces distintas que ya no pertenecen a nadie.
Me llegó apagado el eco de la lluvia salpicando los cristales del inmenso ventanal, un tintineo de gotitas que oía alejarse lentamente, con infinita suavidad. A lo lejos, siempre a lo lejos, se oía el aullido prolongado de un animal que lloraba y, amortiguadas por el eco de la noche, sonaban cansinas las campanas tocando a muertos. Luego, sólo hubo silencio. Nada más. Sólo silencio.