5

—¡Es una santa! ¡Es una santa! —gritaba la hermana Irene atravesando el corredor del convento. La superiora le había anunciado que iría conmigo a visitar al padre Peyramale para pedirle que construyera una capilla en la gruta de Massabieille. «¡Entonces es cierto!», había exclamado ella y, de inmediato, salió a recorrer los pasillos con semejante vocerío.

Esto ocurría al día siguiente, domingo 28. Yo, mientras tanto, esperaba a la puerta del convento. Había ido allí tras mi acostumbrada visita a la gruta. Aquella mañana le había relatado emocionada a mi señora el suceso de la tarde anterior con la madre Alexandrine. Ella se limitó a sonreírme como si ya lo supiera. De nuevo, su inspiración había venido a guiarme y yo me sentía ufana y orgullosa por gozar de tal privilegio.

Tras la visita me había dirigido, como una feligresa más, a oír misa mayor en la iglesia de Saint–Pierre acompañada por un cortejo de campesinos que aprovecharon la festividad para acudir a la gruta y poder contemplarme —de lo cual, por cierto, parecían no saciarse—. Posteriormente, ya sola, fui hasta el convento para encontrarme con la superiora y acudir juntas a visitar al reverendo señor Peyramale.

El reverendo era un hombre de elevada estatura, vigoroso, corpulento. Tenía una mirada que brillaba en las profundas cuencas de sus ojos, ensombrecidas por unas espesas cejas negras. Escondía la cálida ternura de su corazón bajo la ruda corteza del montañés como el granito cubre el chorro de la fuente termal. Era un hombre apegado a sus deberes; sencillo y brusco, consolador de todas las miserias y al que nadie había visto jamás sonreír.

Al llamar a la puerta de la casa parroquial, le vimos rezando el breviario y paseando de arriba abajo por la avenida del jardín. Me pareció más alto y más severo que nunca. Mirando por encima de su libro de oración, nos vio llegar. Saludó a la superiora, sin ninguna efusión, y luego preguntó quién era yo. Al oír mi nombre, frunció el entrecejo y en tono no muy amable exclamó:

—¡Ah, eres tú! —me recorrió con la mirada de los pies a la cabeza y añadió—: Se cuentan historias muy singulares de ti.

Tras estas palabras nos invitó, con un gesto, a pasar al interior de la casa parroquial. Penetramos por el corredor enladrillado hasta una enorme sala llena de libros, con una pintura en el centro, representando al Sagrado Corazón.

—Y bien —dijo, veamos qué desea de mí esta niña.

—Señor cura —me apresuré a explicar, ruborizada aunque con voz firme—, la señora de la gruta me ha encargado que os comunicara que desea tener una capilla en Massabieille, por ello acudí a la madre superiora y ella, amablemente, se ha brindado a acompañarme.

—¿Quién es esa señora de la que hablas? —preguntó él con tono áspero.

No me dejé intimidar y respondí en el tono más inocente que conseguí:

—Es una señora muy hermosa que se me aparece en la roca de Massabieille.

—Sí, sí —replicó el sacerdote—, pero ¿quién es? ¿Cómo se llama?

—No me ha dicho su nombre, pero ella es diferente a todas las demás, ella…

—Debe serlo —cortó el capellán—. ¿Cómo es posible que una mujer innominada, que viene quién sabe de dónde y se aloja en una roca, te parezca digna de ser tomada en serio?

Y dirigiéndose a la superiora, añadió:

—Temo que esta niña sea víctima de una alucinación, un simple espejismo, un fantoche.

—Si me lo permite, padre —observó con modestia la superiora—, usted conoce las posibilidades de lo sobrenatural. Tal vez nos encontramos ante un misterio religioso digno de ser tomado en consideración.

—No lo descarto, hermana —confesó el sacerdote—, pero pretender que se construya una capilla en la gruta me parece un tanto atrevido e incluso arriesgado en estos momentos. Tenga en cuenta que es mucha, cada vez más, la gente que se concentra en Massabieille.

—Sí, señor cura —proseguí yo sin darle tiempo a la superiora—, por eso mismo, la señora me ha encargado la construcción de la capilla. Y además —miré a ambos— me ha encargado también que les diga que desea que los feligreses acudan a la gruta en procesión.

Al oír esto, el cura enrojeció y, por un momento, temí que le sobreviniera un colapso. Pero no fue así. Se levantó de su sillón y empezó a dar grandes zancadas por la sala diciendo:

—Pues sólo nos faltaba este último detalle. Ahora, encima, exige procesiones. ¡Acaso querrá poner en ridículo a nuestra santa religión!

—No creo que se trate de eso —interrumpió la superiora—. Este tipo de mensajes no deben… —titubeó—, tal vez no deban ser tomados al pie de la letra. Por otra parte, no me parece nada descabellado construir una capilla en Massabieille, como usted bien ha dicho y esta niña nos ha hecho notar, cada día son más los feligreses que allí acuden. Si la construyéramos, ¿no cree que tendríamos muchas más almas a nuestro lado?

—Tal vez, tal vez —dijo reflexionando el capellán— pero no tenemos nada seguro. Ante casos semejantes, no está de más que los eclesiásticos adoptemos resueltamente por patrón a santo Tomás. Por lo tanto, debo exigir alguna prueba. Le dirás a tu señora —prosiguió dirigiéndose a mí— que con el párroco de Lourdes hay que hablar claro y mostrar la verdad sin confusiones. ¿Quiere una capilla? Muy bien. ¿Quiere procesiones? Perfecto. ¿Dónde están sus credenciales para los honores que reclama? Voy a indicarte un medio para que tu señora se dé a conocer y, de este modo, podamos dar valor a sus mensajes. Está en la gruta encima de un rosal, ¿no es así?

Asentí con la cabeza.

—Pues bien, pídele de mi parte que uno de estos días glaciales de invierno, en presencia de la multitud congregada, haga florecer súbitamente el rosal. El día que vengas a anunciarme que este prodigio se ha cumplido, creeré en tus palabras y te prometo que accederé a sus peticiones.

Concluido su discurso miró con cierta incomodidad a la superiora y finalizó:

—Lo siento, hermana, veo que habéis depositado vuestra confianza en esta niña, pero mi condición y mis obligaciones me impiden hacer otra cosa. Espero que lo comprenderéis.

Ambas salimos de allí sin detenernos en cumplidos y nos dirigimos hacia la iglesia para oír una misa. La superiora no habló en todo el camino, oró fervorosamente durante la celebración de la eucaristía. Pero, al despedirnos, me estrechó las manos y con una mirada de complicidad afirmó:

—Lo conseguiremos. No te preocupes. El nunca podrá entenderlo como nosotras, pero, al final, triunfará la verdad.

Me besó en la mejilla para despedirse, estrechándome aún con más fuerza las manos; los ojos brillantes de emoción.

—Estoy segura —sentenció antes de abandonarme.

Las hermanas me habían cogido un gran cariño, me acompañaban a oír misa, me preguntaban detalles sobre mi señora; a veces, me ofrecían dulces y estaban dispuestas a defenderme ante cualquiera. Tuve ocasión de comprobarlo cuando, a la salida de misa mayor, un hombre se me acercó y, poniéndome la mano suavemente en el brazo, me indicó que le acompañara. Yo iba en la fila como todas las demás niñas, custodiada por la hermana Irene. Ella era quien más de cerca había observado los cambios obrados en la madre superiora y desde entonces, prácticamente, no había dejado de vigilarme y protegerme. Tal vez esperaba que también en ella se obrara algún cambio. Era mujer sencilla y de una gran fe, sabría conformarse de no ser ella la elegida y, en cualquier caso, aceptaría honrada que su misión fuera estar cerca y ser una observadora privilegiada de cuanto estaba acaeciendo. Por este motivo no se separaba de mí.

—¿Por qué os la lleváis? —le dijo al hombre cuando vio que me agarraba.

—El comisario me ha ordenado que la lleve en presencia del juez.

El hombre era un peón caminero de escasas entendederas, que sólo sabía hablar patués (como yo) y hacía cuanto le ordenaban las autoridades o cualquiera que tuviera un poco más de cultura que él. Me sacudió del brazo para llevarme y yo me eché a reír diciéndole:

N’ai pas pooû si mi metten que m’en sourtirau —que significa: «No tengo miedo, si me encierran me escaparé».

Y soltándome de su brazo, inicié yo sola la marcha hacia la casa del notario. Por el camino se nos unió el comisario, siempre bajito y nervioso, parecía un enano de feria. Caminaba a nuestro lado, con las manos a la espalda y no dejaba de girar la vista cada vez que nos cruzábamos con alguna mujer, de las ya conocidas en el pueblo por sus saludables atributos.

Entretanto, la hermana Irene había ido a avisar a la superiora de lo que estaba ocurriendo. A mi sólo me quedaba esperar a que vinieran a rescatarme escuchando las amenazas del juez Rives que vivía en casa del notario Claverie. Ambos me increpaban a gritos:

—¿Qué buscas en la gruta, bribonzuela? Te vamos a encerrar. ¿Por qué haces ir allí a tanta gente? Te meteremos en la cárcel.

Ante sus berridos y zarandeos, cerré los ojos y me limité a decir:

Qué soy presto: boutami, é qué sia soulido é pla clabado! É qu’en descapareï! —es decir: «Estoy preparada, metedme allí y que sea fuerte y bien cerrada que yo me escaparé».

Su furia aumentó:

—Renuncia a ir a la gruta —bramó el juez.

Yo, cruzada de brazos y con los ojos cerrados, insistí:

Noum, pribareï pas dé y ana —o lo que es lo mismo: «No me privaré de ir».

En ese momento, un séquito de monjas irrumpió en la sala acompañando a la madre Alexandrine, que, al verme acosada por aquellos hombres, enrojeció y llena de ira les ordenó:

—Dejad libre a la pequeña y no se os ocurra maltratarla. Yo conservaba la sangre fría. Frente a mí estaba el juez, a su lado otro hombre cuya identidad no recuerdo; el señor Jacomet seguía con las manos a la espalda, paseando de arriba a abajo; en un rincón, el peón caminero manoseaba su boina haciéndola girar con nerviosismo. Las monjas se clavaron ante ellos en una primera columna de ataque a las órdenes de la superiora. La mayoría de ellas con los brazos en jarras esgrimiendo su mejor arma: la arrogancia.

El juez y el comisario se miraron temerosos. Yo me levanté y me planté en medio de los dos para decirles (y que se enteraran de una vez por todas):

Qué y bouï ana; qu’eï et darré dia, ditjous. —O sea: «Que quiero ir allí, que el jueves es el último día».

Ante la postura amenazante de las hermanas, la mirada de fuego de la superiora y mi decidida gallardía, aquellos hombres se vieron totalmente vencidos y tuvieron que dejarme marchar, no sin una nota de desprecio para salvaguardar su orgullo:

—Dejémosla —exclamó el juez—, nada tenemos que sacar de ella.

Y todos los demás asintieron fingiendo un absurdo convencimiento de su pobre poder. Pobre, ya que nada puede el poder de los hombres contra la fuerza que da el verdadero amor. Así de profunda era mi serenidad. Nada me asustaba, al contrario, sus amenazas me provocaban la risa, porque el que ama todo lo hace sin esfuerzo, o bien ama el esfuerzo. Las hermanas habían entendido la existencia de esta fuerza interior. La madre superiora la había conocido. Ya nada nos detendría, nada podía volver atrás: «No me privaré de ir», repetí entre dientes. Y salí de allí encabezando aquel batallón de sabias mujeres que habían ido a rescatarme.

El jueves 4 de marzo era el último día de la quincena. Las autoridades, en previsión de una inmensa afluencia de público, adoptaron fuertes medidas de precaución. Era, además, día de mercado y se esperaba que una gran multitud, seguramente fanática, viniera a congregarse en el pueblo y, en especial, por los alrededores de la gruta. El señor Lacadé, alcalde de Lourdes, requirió la guarnición del fuerte y la brigada de gendarmes fue reforzada por otros colegas que, de ordinario, prestaban sus servicios en los otros pueblos de la región.

Soldados y gendarmes cubrían la carretera a lo largo del camino del bosque y del sendero que llevaba hasta la gruta. Mandaba las tropas el teniente de gendarmes de Argelès, que fue en primer lugar a examinar mi casa para estudiar las cercanías. En la puerta del calabozo donde vivíamos, se encontró con cinco o seis personas arrodilladas. La calle Des Petits Fossés estaba sucia; aquellos feligreses ni siquiera habían mirado donde se arrodillaban. Esto impresionó al teniente que se atrevió a confesar a uno de sus oficiales:

—He aquí los que tienen fe. Si encontramos a muchos como estos, nuestros hombres no tienen nada que hacer, los gendarmes quedarán en ridículo.

Todo hacía presagiar que se presentaba una jornada caliente. Para mayor emoción, el día anterior la visión no había aparecido y esto hacía crecer la expectación. Para mí había sido una prueba demasiado dura en medio de tanto acoso. Tras rezar mi rosario, besar el suelo repetidas veces y rogar encarecidamente a mi señora que apareciera, tuve que retirarme llorando y confesar que no había venido. Y, por supuesto, soportar de nuevo las risas y burlas de una gran parte de los asistentes. ¡En qué gran confusión me ponía mi señora! ¿Qué podía significar aquel eclipse?

Sin embargo, sentía también aquella fuerza interna que me daba la energía necesaria para seguir adelante en aquella triste mañana de marzo. Había sido, en efecto, el día anterior, penúltimo día de la quincena (yo sabía contar quince en tres veces con los dedos de mi mano), cuando ya al anochecer sentí un ardiente deseo de volver a la gruta y le rogué a mi padre que me dejara ir.

—Pero si ya has ido esta mañana y no la has visto —dijo él con la lengua tropezando contra un paladar bañado en vino. Su estado no era el idóneo para mantener negativas, así que no me costó convencerle y salir corriendo hacia Massabieille.

Al ser casi de noche, los curiosos se habían retirado ya a sus casas y nos encontramos a solas otra vez, como al principio. Una excitación antigua y nueva me llenaba. Para mí, sólo para mí sería aquel abismo de belleza que los demás no alcanzaban siquiera a adivinar. Para mí aquel frescor de renovadas rosas. De repente me acordé: ¡El rosal! ¡Tiene que florecer! Pero, de todas formas, qué me importaba a mí que el rosal floreciera, que construyeran una capilla y que acudieran los peregrinos. Quería aquel altar para mí sola. Prefería que se derrumbara el bosque y la gruta se hundiera bajo tierra para no tener que volver, y disfrutar a cada segundo de la paz y el placer que la dama me brindaba. Me sentí enseguida culpable por aquellos pensamientos. Estaba allí, frente a mí, con su grandiosidad, su perfección, su infinita gracia. Ella me lo había pedido, debía cumplir su deseo aun a sabiendas de que algún día, irremediablemente, tendría que perderla.

—¡Oh, mi señora! ¡Qué veneno me ha inyectado esta pasión febril, que ya no pienso en acceder a vuestras peticiones y vuestros deseos, sino que me hundo en mi egoísmo y sólo pienso en teneros a mi lado eternamente! Tal es la desesperación que me envuelve que preferiría el fin del mundo antes que perderos. Señora, dadme fuerzas para seguir adelante cuando no estéis.

Vi su rostro dulce y aterciopelado acercarse lentamente hasta mí. «Estamos solas», pensé, «como al principio». Dejé que su mano me despojara de las ropas que desordenadamente cubrían mi cuerpo apenas lo justo como para protegerme del frío. Y sentí su boca, su aliento cálido acercándose a mis labios. Una lengua mullida y mojada se introdujo hasta el fondo del paladar acariciando los rincones como una sanguijuela traviesa que busca la sangre de su víctima. Así me clavaba ella sus afilados dientes en la comisura de mis labios, recorría mis encías, agitaba su lengua entre mis dientes, levantaba un remolino de espuma en mi boca. «Solas como antes, sin mirones ni beatos ni barreras ni disimulos; solas para gozar, para subir en esa nube de amor, como al principio». Y me dejé llevar por aquel vaivén, por el balanceo acaramelado de sus caricias, por aquel maremoto de emociones, antes de internarme en su maravillosa orografía. Qué pasadizo de perfumes, murmullos, sabores y tactos. Esperando la tempestad, buscando el oasis, agitando ese volcán silencioso y violento, bebí en su fragancia y en su textura como nunca antes lo había hecho. Y el torbellino se convirtió de repente en tomado, en una espiral de velocidad incontenible. En ese remolino en el que manos y brazos se perciben y se confunden con espaldas y caderas y todo es uno y no hay cuerpos sino un cuerpo y no hay pieles sino una sola piel. Entonces viene ese galopar estridente que te confunde hasta creer que algo va a estallar dentro de ti. Y efectivamente estalla, pero no es explosión que rompe y destroza y aniquila; es un trueno cuya onda expansiva se extiende por tu interior como la chispa del relámpago. Y aquello que sólo fue una chispa ilumina valles enteros, cataratas, cordilleras, desfiladeros. Así sube la caricia que ella me regala, así estalla la pólvora que ella está sembrando en mi interior y se convierte en danza, maravillosa danza de giros y circunferencias. Por eso, no hay espacio, no hay frío; hay lamento, hay quejido placentero. Por eso, la piedra que nos acoge tendidas en el suelo, amándonos con desenfreno, no es dura ni punzante sino mullida y esponjosa. Por eso, también, cuando llega el oasis, cuando vuelve la calma y todo se coloca en su lugar y su rostro desaparece, es una bofetada repentina, una descarga de agujas que se clavan por todas partes. Así llega otra vez el gélido despertar en la oscuridad de una gruta húmeda y lúgubre, y mi cuerpo se siente entonces más desnudo que nunca. Corro desesperada hacia mi casa. La noche ha caído ya, noche oscura, noche sin luna Se oye a lo lejos el aullido de un lobo, el lamento de una bestia nocturna llamando a esa luna que, no entiende por qué, esa noche no ha venido.

Aquellas gentes, sin embargo, las que se congregaban por los alrededores de la gruta, esperando el desenlace de las apariciones, desconocían la que había sido mi última correría nocturna. Para ellas, la visión, el día anterior, no se había presentado y una morbosa curiosidad, les invitaba a apostar por lo que podría ocurrir en el ya anunciado último día de la quincena.

El teniente de Argelès había ordenado a dos guardias que me escoltaran hasta la gruta con el sable desenvainado. Así llegué yo, caminando tras ellos, tranquila entre las aclamaciones de la multitud. Mi señora apareció casi de inmediato y estuvo solo unos instantes para sonreírme, hacerme un pícaro guiño y desaparecer. Algo que yo ya había intuido, incluso llegué a sospechar claramente, tras el encuentro de la noche anterior. ¿Acaso no había sido aquella una adorable e irremediable despedida? ¿No me había llevado en aquel último viaje hasta las puertas del paraíso?

Sin embargo, me resistía a reconocerlo, me negaba a aceptar tan temido desenlace. Me levanté y fui a mirar por el lado interior del nicho, sabiendo de antemano que no la encontraría. Luego, con aire desolado, me giré hacia la multitud.

—¿Qué, Bernadette? ¿No ha venido? —gritó una voz desde lejos.

—Ha venido a despedirse —respondí.

—¿Y ya no volverás a la gruta? —preguntó otro curioso.

—Por supuesto —repliqué serena—, yo seguiré viniendo, aunque mi señora no quiera brindarme el privilegio de reaparecer. A pesar de sentir el adiós, confío en volver a verla.

Mis palabras levantaron una algarabía de comentarios entre crédulos e incrédulos. Unos gritaban y me insultaban llamándome alucinada y visionaria; otros me aclamaban con vítores y aplausos. Mujeres, niños, obreros y labradores me cubrían de besos, me tocaban los vestidos y acariciaban mi caperuza después de haber roto el cordón de gendarmes y soldados que me protegían para volver al calabozo. La multitud me obligó a subir a casa del picapedrero y tuve que salir a la ventana repetidas veces. Luego la gente entraba en la casa y desfilaba ante mí como en un ofertorio. Muchos me abrazaban y me colmaban de caricias y babas; algunos intentaban arrebatarme algún objeto para llevárselo, pero, puesto que no poseía nada, me arrancaban trozos del vestido y cortaban mechones de mi cabello. Otros, simplemente, me pedían que tocara sus rosarios y les diera mi bendición. Seguí sus indicaciones y resistí aquel cúmulo de vejaciones en un estado de total sonambulismo. Mi mente se había quedado anclada en aquella sonrisa última, en un rostro que, tal vez, no volvería a ver nunca más. Los gendarmes tuvieron que intervenir para impedir una catástrofe, que podía muy bien consistir en dejarme desnuda y calva en unos instantes. Entonces, los feligreses se ensañaron con el rosal de las apariciones. Acudieron en tropel allí y no dejaron ni una raicilla y, además, hicieron correr la voz de que, efectivamente, el rosal había florecido ya.

Regresé por fin a casa una vez apaciguados los ánimos y finalizadas tales manifestaciones de histeria colectiva. Me tendí boca abajo en mi humilde cama y experimenté la sensación de tristeza más honda que jamás mortal alguno haya podido sentir. A partir de aquel día, seguí acudiendo al colegio para aprender el abecedario y el catecismo y prepararme para mi primera comunión. Por las tardes, volvía furtivamente a Massabieille y continuaba sin desaliento rogando ante el nicho abandonado, ante la gruta desierta, por fortuna, de creyentes decepcionados. Me recogía en mí misma, confusa ante la penumbra de la caverna rocosa.

Mis noches eran un abismo. La oscuridad me producía vértigo. Mi sueño se tomó una pesadilla constante de la que me despertaba agitada, bañada en sudor y temblorosa. En ellas veía a mi señora, rodeada de anémonas, la flor del abandono, sonriendo como el último día tras esa barrera de flores que me impedía llegar a ella y, al intentar atravesarla, me hundía en arenas movedizas, me ahogaba con la mano extendida para llegar hasta ella. Al despertar, la soledad de nuevo me devoraba y las lágrimas se apoderaban de mí durante el resto de la noche.

Ahora, en la lejanía del recuerdo, un siglo más tarde, regresa punzante aquella angustiosa sensación. No hay duda de ello. Me invadió, recorriendo hasta el extremo toda mi piel, mi cerebro, mis entrañas. Un escalofrío me llega al evocarlo y debo hacer esfuerzos por atravesar serenamente este pasaje e internarme en el relato de los posteriores.

Fueron veinte días de tormento los que siguieron a aquella última aparición y que consumieron mi alma y mi cuerpo hundiéndome en el dolor. De esta forma, mi fe empezó a flaquear. Era una extraña sensación, un cúmulo de confusiones, de contradicciones que se mezclaban impidiéndome entender, razonar o, simplemente, atender a lo que ocurriría. Era la desesperación, así de clara, así de cruel, así de simple. Me sentía perdida.

Por una parte, me llenaba un sentimiento de profundo agradecimiento por cuanto había vivido; por otra, la sensación de abandono me hería de tal forma que me hacía pensar si no hubiera sido mejor no llegar a conocerla nunca, no haber vivido episodios tan intensos para no tener que vivir ahora tan profundo dolor.

La luz y la esperanza se encendieron de nuevo el 24 de marzo, vigilia de la Anunciación, cuando una voz interior, imposible de acallar, me impelía a volver a la gruta. Tras una noche de febril insomnio, me levanté al despuntar el alba no pudiendo contener aquel arranque, aquella atracción que ya conocía, aquel imán inmenso, irresistible.

Bajé por el camino del bosque en una madrugada que se anunciaba fresca y primaveral. Un ataque de asma en el curso del camino me impidió correr hasta Massabieille tal como hubiera deseado. A pesar del ahogo y el silbido de mi pecho como el viento a través de las afiladas grietas en la montaña; a pesar del temor y el peligro de quedarme, de un momento a otro, sin respiración, continué, como pude, hasta llegar a la gruta. Tan segura estaba de que aquel presentimiento no era un engaño.

Desde el camino del bosque y desde el sendero en declive que de él arrancaba, así que pude vislumbrar la gruta, vi el nicho resplandeciente, justo en el momento en que empezaban a flaquear mis fuerzas. Vi su rostro iluminado, de una increíble delicadeza. Llegué hasta ella arrastrándome y casi sin aliento. Me arrodillé como pude, respirando hondo bocanadas de aquel aire tibio que parecía no querer llegar hasta el fondo de mis pulmones. Pero ella estaba ante mí, qué otra cosa podía importarme, nada llegaría a preocuparme por grave que esto fuera.

Una mirada, sólo una mirada. No me atreví a moverme. Ella tampoco se movió. Únicamente salió de su boca una frase de extrañas palabras que no pude comprender. Intenté repetirlas en voz alta sin saber lo que decía: «Qué soï… chet siou… Coun–chet–siuo…».

Los peregrinos habían llegado, aquella mañana, día de la fiesta mariana, a la célebre gruta. Ellos, tal vez por ser más instruidos que yo, al oír aquellas extrañas palabras, se abalanzaron hacia la cueva. De forma apresurada, con un entusiasmo inusitado, pasando los unos por encima de los otros se precipitaron a besar las paredes de la roca. Y exclamaban: «¡Oh María, sin pecado concebida, rogad por nosotros que acudimos a Vos!».

La noticia se difundió por la villa en medio de una algarabía y un delirio para mí incomprensibles. Me anunciaron que debía repetir aquellas palabras al cura párroco aunque ignoraba por completo su sentido. Subí, pues, de nuevo al pueblo por el camino del bosque, con la cabeza baja y las cejas fruncidas repitiendo: «Coun–chet–siuo… Qué sui… con–chet–sui, no, no siou, no, chet–siou, eso, con–chet–siou… Que suï…».

Al oírlas el reverendo palideció y murmuró: «Es ella». Poco tiempo más tarde, ordenó construir allí una capilla y organizó innumerables procesiones.

—Es lo que necesitaba oír —me había dicho—. Ahora este pueblo será famoso en el mundo entero por la aparición de tan importante señora.

Comprendí aún menos. Y una sensación de vértigo se apoderó de mí. Aquella era MI señora, MI amor secreto, MI más grande y hermosa fantasía. ¿Por qué debía compartirla? ¿A qué obedecía tanto alboroto? ¿A qué respondía que tuviera que ser famosa en el mundo entero? ¿Y de quién dependía? Llenarían la gruta de gente y ella no volvería a aparecer. Por un momento estuve a punto de negarlo todo y hacerme pasar por loca, perturbada, visionaria. Me daba igual lo que pudieran pensar de mí. Pero me di cuenta de que ya era demasiado tarde. Ahí acababa todo. Sin remedio. Los hechos se habían desbordado y se me escapaban completamente. Ya no podría hacer más visitas furtivas. Siempre tendría a alguien a mi espalda, interrogándome con la mirada, esperando que le descubriera algún misterio inaccesible para los mortales.

En efecto, era el fin. La ilusión se me escapaba como el agua entre los dedos.

Tuve ocasión de verla todavía dos veces más. El 17 de abril, miércoles de Pascua, en que parecía que hubiera venido sólo para complacerme por mi fidelidad, ya que, a pesar del vacío, seguía visitando la gruta diariamente. Y, la última, la del adiós definitivo, que tuvo lugar el 16 de julio, cuando por orden del alcalde, la gruta había sido cercada y la entrada a ella había quedado prohibida.

En ambas ocasiones, sólo nuestros ojos hicieron gesto de rozarse. En los míos, quedó para siempre grabada su imagen.

Durante el tiempo que siguió, las autoridades tomaron cartas en el asunto iniciándose así un sinfín de procesos y actividades burocráticas ciertamente insólitas. Me obligaron a ser visitada por un jurado médico a fin de determinar si debían o no internarme en un asilo frenopático. Tras múltiples gestiones y, por supuesto, con la intervención de las hermanas, me dejaron tranquila y no llegaron a encerrarme, aunque algunos estaban convencidos de mi demencia. No era de extrañar, ya que, en ocasiones, la tristeza y el delirio por la ausencia de mi señora me hacían sentir cercana a la locura.

Sólo una persona podía apaciguar mi tristeza y consolarme en tan profundo sentimiento de soledad. Por las tardes solía acudir al convento de las hermanas para orar con la superiora. Ella se ofreció para darme una ayuda suplementaria en mis estudios, quería que llegara bien preparada al altar para recibir la primera comunión.

La primera tarde fui allí con intención de expresarle cuán desolada me sentía desde que mi señora no se había dignado aparecer. Cuando entré, estaba de pie en su celda. Murmuré unas palabras que probablemente se hicieron incomprensibles a causa del llanto y ella extendió sus brazos para acogerme. Corrí a abrazarla sollozando. Mis lágrimas empaparon la tela tupida y tosca de sus hábitos negros. Sentí bajo mi boca su pecho mullido y esponjoso que, enseguida, me recordó al de mi señora aunque difería notablemente en tamaño. La blandura de aquella enorme mama invitó a mis labios a retozar en ella y mi boca se abrió, casi de forma automática, y mis dientes se hincaron en la tela mordiendo un pezón agradecido, ávido de recibir, que se irguió sin más contemplaciones.

—Dime otra vez cómo era —musitó al tiempo que me acariciaba el pelo y rodeaba mi nuca con su mano cálida—. Descríbemela, tú que tuviste el honor de verla y que aprendiste de ella el amor más grande y verdadero. Dime cómo era su piel.

—Su piel tiene el tacto resbaladizo del sebo tierno —acerté a decir con entrecortados suspiros.

Ella seguía acariciándome la cabeza, recorriendo con las yemas de los dedos el contorno de mi oreja, provocando un cosquilleo dulcísimo que descendía lentamente por mi espalda. Una sensación que no era nueva, pero llegaba con tal lentitud, que producía en mí un anhelo diferente, un deseo inquietante de seguir explorando, de internarme, sin remedio, en aquel túnel de caricias.

—¿Y su pelo? ¿Cómo es su pelo?

—Su pelo es de seda. Es la fibra más suave que se pueda llegar a tocar. Está hecho de finísimos hilos lacios y en su pubis… ¡Ah! —suspiré—… en su pubis se entrelaza enmarañado como las algas bajo el agua, como los helechos en el río, amalgama esponjosa que florece en armonioso desorden.

Inicié entonces la —lo recordaba— costosísima labor de liberar a la superiora de sus ataduras y desenfundarla de sus hábitos.

—¿Qué textura tiene su cuerpo?

—Se diría hecho de la misma esencia de las nubes —hablaba ya con agilidad, sintiendo que el disgusto se alejaba—. Sus pechos son pequeños, enhiestos y vivarachos. Juguetones como pajarillos que afilan su pico y lo levantan mostrando la erecta perfección de su perfil. Redondos y claros. Sus nalgas son dos montañas de arena, dos dunas resbaladizas que se agitan y balancean como las copas de los sauces con el viento. Sus dientes son de cristal y su rostro tiene el color del marfil, la alegría del coral, el brillo de las perlas y el tacto de la fruta madura.

Ella misma colaboró en tan ardua tarea de deshacer, uno tras otro, los mantos y enaguas que la cubrían hasta llegar a la trabajosa meta que representaba su desnudez. Tras las enaguas, aparecieron aquellos senos rotundos, hinchados y voluminosos que envolvían con amplitud mis mejillas.

—¿Y qué hacías con ella? —dijo con un hilo de voz quebradizo.

—Con ella llegué a los más altos confines del placer.

—¿Cómo? —preguntó con lo que ya no era voz, sino suspiro.

Sin oponer resistencia, me dejó conducirla hasta el duro lecho de aquella humilde celda y se tendió en él permitiéndome que la cercara entre mis rodillas, y mi sexo, también desnudo, se posara sobre el suyo. Dibujando grandes círculos, mis manos acariciaron la masa blanda de sus pechos. Mis caderas se columpiaban por encima de sus ingles y, con una voz que no podría asegurar que fuera mía, continué el relato de mis encuentros con la bella señora.

—Nuestros cuerpos se unían en una danza de mariposas. Sus manos me rodeaban y yo cabalgaba a lomos de su piel sujetando aquella crin blanca y rubia de joven Pegaso. Ella me dejaba beber de su manantial, sorber el sabor salado que fluía de su interior. Y ambas girábamos sobre un mismo eje hasta convertirnos en huracán imparable.

Me tendí encima de ella y, posando mi cabeza en su vientre, liberé una lengüecilla afilada y húmeda que corrió por su piel como el pequeño insecto que se desplaza en busca de alimento.

—Y el calor nos albergaba —concluí.

Fueron mis últimas palabras antes de introducirme en la ardiente, mojada cavidad que la superiora dejó al descubierto y puso a mi entera disposición cuando, con una agilidad insospechada, levantó sus rodillas y colocó las piernas abiertas por encima de mis hombros.

Aquellas visitas se repitieron periódicamente y eran el único consuelo a mi tristeza. También la atenuaba la oscuridad de la noche cuando la memoria me devolvía las imágenes perdidas y mis manos evocaban lo que empezaban ya a ser antiguas sensaciones.

Un día, estando yo en el Asilo, se presentaron ante la superiora los tres médicos más prestigiosos de la región. Delegados por el señor alcalde, a instancias de un tal barón de Massy, tenían orden de analizarme con todo rigor y redactar un informe explicativo de cuál era mi estado de salud mental y aclarar si mis facultades estaban o no perturbadas.

El barón de Massy era el prefecto de los Pirineos. Se decía de él que era autoritario por principios, por gusto y por temperamento. Católico practicante, una de sus obsesiones era no contradecir a la que en tiempos de Napoleón III y Eugenia de Montijo era la religión oficial. «Las diferencias de orden religioso o clerical son las peores», afirmaba.

El señor barón había tenido que informar al que, en aquella época era el ministro de Cultos de París acerca de los acontecimientos ocurridos en Lourdes. En su informe le decía que no tenía de qué alarmarse ya que el revuelo que se había organizado respondía únicamente a las ilusiones de una muchacha alucinada, de la cual se había hecho demasiado caso. Los hechos habían alcanzado dimensiones descomunales debido, principalmente, a la ignorancia de un pueblo demasiado crédulo y la acción desmesurada de un grupo de periodistas ávidos de transmitir noticias sensacionalistas.

Pero, tras lo ocurrido el día de la Anunciación, las palabras reveladoras, las manifestaciones del cura párroco y la defensa a ultranza que de mí hacían las monjitas del Asilo, el barón tuvo que replantear sus opiniones. Entonces, ordenó al alcalde de Lourdes que enviara un jurado médico a reconocerme.

Fue un interrogatorio largo y aburrido para el que tuve que armarme de una buena dosis de paciencia. Al final, redactaron su informe del que las monjitas me pusieron al corriente pasándome información clandestina. Los médicos constataban mi constitución enfermiza (lo cual era evidente) y aseguraban que, a causa de mi temperamento altamente impresionable, era víctima de un estado seudomístico con alucinaciones recurrentes; insistían en que tal fenómeno no era alarmante y que desaparecería con la llegada de la madurez. A pesar de tales afirmaciones, el prefecto quiso enviarme al sanatorio de Tarbes, pero a tal decisión se interpuso el señor cura y por supuesto las hermanas, quienes, hartas ya de tanta persecución, aseguraron que, si enviaban a los gendarmes, las encontrarían en la puerta de mi casa y tendrían que derribarlas a ellas y a la puerta y pasar por encima de sus cuerpos antes de tocar uno solo de mis cabellos.

El temor de las autoridades estribaba en el hecho de que la muchedumbre seguía acudiendo a Massabieille y esto podía provocar el nacimiento de un culto clandestino. Por ello se enzarzaron en discusiones burocráticas acerca de qué debía hacerse con la gruta. Al mismo tiempo empezó a correr la voz de que el agua de la fuente era milagrosa y se obtenían curaciones maravillosas gracias a ella. El alcalde, que no tenía ganas de más complicaciones, mandó analizarla por un químico–farmacéutico, y obtuvo un informe en el que se ponía de manifiesto la calidad de aquellas aguas y sus propiedades curativas. De esta forma, el manantial podía incluirse entre los que formaban la riqueza mineral del departamento, cuyo control correspondía al Estado. Al día siguiente, el alcalde mandó colocar una empalizada y prohibió el uso público de la fuente de Massabieille. De poco sirvió, ya que los obreros la derribaron en dos ocasiones y sus mujeres acudían allí diariamente, burlaban la vigilancia del guardián con astutos juegos de seducción y se colaban por un agujero que ellas mismas habían abierto en la empalizada. Cada noche, el guardián presentaba un paquete de denuncias en la comisaría, pues por limitado que fuera el hombre, no consentía que las mujeres se mofaran de él y, mucho menos, que se despidieran con risas y burlas. Pero a la hora de los juicios, las infractoras tomaban a pitorreo las sesiones. Acudían con la calceta y no paraban de parlotear hasta que el juez, temiendo que aquello se convirtiera en una juerga pública, levantaba las sesiones.

En cierta ocasión, el procurador quiso dar un escarmiento a tres mujeres que habían propagado el rumor de que la familia imperial iría a beber el agua de Massabieille y a orar en la gruta milagrosa. El procurador pensó que tal rumor podría resultar peligroso para la reputación de la familia imperial, y apeló al Tribunal de Pau. Llevadas allí, las mujeres de Lourdes fueron recibidas por las mujeres de Pau como verdaderas heroínas y casi mártires de la justicia. El procurador imperial no se atrevió a continuar el juicio por miedo a una avalancha de manifestaciones femeninas y, antes de que ocurriera una catástrofe, retiró todos los cargos y renunció definitivamente al proceso. De esta forma, las comadres de Lourdes regresaron al pueblo triunfantes y con laureles en la mano.

A pesar de esto, el prefecto de los Pirineos seguía empeñado en tener cerrada la gruta y ordenó al comisario de policía que mantuviera allí a la fuerza pública. El pueblo acudió al monseñor De Salinis, arzobispo de Uach y al señor Fould, ministro de Estado para que actuaran como emisarios ante el Emperador. Cuando Su Majestad llegó en septiembre a su palacio de Biarritz y se enteró de tales embrollos, telegrafió al prefecto para que hiciera desaparecer la barrera de la gruta y le ordenó no mezclarse más en el asunto de las apariciones.

El 5 de octubre de 1858 se derribó la empalizada en presencia del alcalde de Lourdes y del guardián. El comisario Jacomet fue abucheado por la población al pretender dar un discurso manifestando lo satisfecho que se sentía por la decisión de abrir el acceso a la gruta y tuvo que retirarse del acto.

Poco tiempo después, el barón de Massy fue trasladado a Grenoble, el procurador imperial desapareció de la vida pública sin que nadie supiera adonde había ido ni a qué se dedicó después de abandonar su cargo. En cuanto a Jacomet, consiguió un nuevo destino en Alais, donde también hay una fuente pero, en este caso, sin apariciones conflictivas y dicen que fue un comisario tranquilo cuya única obsesión, aparte de las mujeres, eran los tinteros.

Yo estaba al margen de discursos y problemas administrativos, de los que tuve conocimiento mucho más tarde. A pesar de ello, durante estos meses de agitación, mi vida interna no era, como yo hubiera deseado, un remanso de paz que envolviera mi apacible juventud. Dos veces al día, cubierta con mi caperuza blanca o con un pañuelo, iba al Asilo de las hermanas. En mi viejo cesto, llevaba mezclados un crucifijo, la calceta, un pedazo de pan negro y mi abecedario de cantos sagrados. Iba, sobre todo, a aprender el catecismo con el fin de prepararme para la primera comunión. Pero, a menudo, cuando debía recibir las enseñanzas de las hermanas, eran ellas quienes me pedían que les transmitiera lo que mi señora me había enseñado. Si me negaba alegando que tenía una gran necesidad y ansia por aprender el catecismo, ellas me decían:

—Es para tu señora. Tú eres la elegida, sólo tú puedes transmitimos su doctrina. Nosotras no tenemos otro medio para llegar hasta ella.

Entonces, orábamos juntas.

Hice la primera comunión el 3 de junio en la capilla del Asilo. Algunos esperaban que en ese día recibiera gracias particulares y me distinguiera de mis compañeras por alguna señal del cielo. Tras la ceremonia de la Eucaristía, el reverendo Peyramale dijo haber visto un halo luminoso que aureolaba mi cabeza mientras me encontraba arrodillada en la santa misa y, especialmente, en el momento de recibir la comunión. El reverendo confesó que había rogado al cielo obtener una señal cierta para asegurarse de que, efectivamente, su feligresa era una privilegiada. Al parecer, aquella visión de la aureola sobre mi cabeza, reafirmada por un grupo de beatísimas hermanas, acabó de convencerle.

—Usted lo ha visto, ¿verdad, hermana Emmanuélite? —oí que le preguntaba el cura a la pobre hermana, anciana y algo cegata.

—¿Una luz? —preguntaba ella—. ¿En la niña?…

Miraba al cura que con los ojos la instaba a dar una respuesta afirmativa y proseguía:

—Sí, sí, claro que sí, una luz muy bonita.

La hermana Augustine y la hermana Eugénie, que estaban a su lado confirmaron de inmediato la visión.

—Era dorada, como la de los santos —dijeron.

El resto de las hermanas las miraron, luego se miraron entre sí; algunas enrojecieron de emoción, otras de vergüenza y todas afirmaron que, en efecto, la luz había aparecido.

—Era la prueba que esperaba —sentenció rotundo el cura tras el acuerdo general.

El 28 de julio, unos días después de la última aparición, el obispo de Tarbes publicaba un decreto constituyendo una comisión «encargada de comprobar la autenticidad y la naturaleza de los hechos que se habían producido desde hacía meses, con ocasión de una aparición, verdadera o pretendida, de la Santísima Virgen». Me esperaba pues otro brillante interrogatorio: el de la comisión diocesana formada por nueve miembros del Capítulo de la Catedral de Tarbes; los directores de seminarios mayores y menores, el superior de los misioneros diocesanos, el párroco de Bartrès y los profesores de dogma, de moral y de física del seminario.

La comisión investigadora comenzó sus trabajos el 17 de noviembre de 1858. Ese día, tras la celebración de la misa del Espíritu Santo en la iglesia parroquial, se presentaron en la gruta para inspeccionarla. Como siempre encontraban demasiada gente allí, decidieron que su centro de reunión sería la sacristía de la iglesia de Saint–Pierre. Sus investigaciones duraron cuatro años y nadie sabe a ciencia cierta lo que hacían. Durante ese tiempo, la afluencia de feligreses a la gruta fue creciendo de forma desmesurada, las historias de curaciones milagrosas aumentaban sin cesar. Nada ni nadie podía detener el culto iniciado tiempo atrás en la gruta de Massabieille. Por fin, el 18 de enero de 1862, el señor obispo de Tarbes publicó un edicto proclamando el juicio sobre las apariciones de la gruta de Lourdes. Decía textualmente:

«En nombre de Dios, declaramos que la Inmaculada María Madre de Dios se ha aparecido realmente a Bernadette Soubirous, el 11 de febrero de 1858, en días consecutivos, por dieciocho veces en la gruta de Massabieille, cerca de la villa de Lourdes, y que esta aparición reviste todos los caracteres de verdad y que los fieles están bien fundamentados al tomarla por cierta».

El párroco de Bartrès vino a verme al Asilo con el reverendo Peyramale tras la publicación del edicto. Al parecer, él fue uno de los que más influencia ejerció (bien asesorado por su colega de Lourdes) a la hora de sentenciar la veracidad de las apariciones. Tuvimos una amistosa charla que duró aproximadamente una hora. No me preguntó por la señora ni por lo que había visto en la gruta, sólo se interesó por mi persona. Quería saber qué hacía, lo que me gustaba.

—Me gusta jugar con los gatos en el patio de mi casa —le dije—. Me gustan las uvas, no soporto las manzanas…

Él sonrió.

Al despedirse, tomó mi mano y yo sentí el calor de la suya, aquel calor de mano adulta, mano madura, tranquila. Tenía algo emotivo y sincero aquel saludo, el abrazo que me dio ya en la puerta y las palabras que susurró en mis oídos antes de marcharse.

—Acude a mí cuando no te quede nadie.

Y algo profético, por qué no decirlo. En aquellos ojos tan tiernos, en aquella mirada tan dulce había escrito un presentimiento. Me quedé con la duda… No. ¿Qué digo? Tuve la certeza de que algún día volverían a mi memoria aquellos ojos, cuando, en efecto, ya no me quedara nadie y sólo pudiera recurrir a él.

A instancias del cura párroco de Lourdes, mi familia se trasladó en 1860 al molino Lacadé a orillas del arroyo de Lapaca en la parte baja de la villa. El reverendo pretendía regenerar a mi padre ofreciéndole reanudar su antiguo oficio e instándole a llevar una vida decente lejos de la bebida. No sé, con certeza, si lo consiguió. El verano de 1867, siendo yo ya religiosa en el convento de Nevers, monseñor de Tarbes, por sugerencia del mismo reverendo Peyramale, compró el molino para ponerlo definitivamente en manos de mi padre.

—Por fin hemos sacado algo bueno de todo este lío —exclamó mi madre el único día en que fui a visitarles.