Mi recuerdo es cada vez más nítido. Las imágenes se abren paso y descubren los detalles más pequeños; las sensaciones vuelven, se apoderan de mí. Son tan precisas, tan claras. La pesadilla ha terminado. Sé que mi memoria no me está traicionando. Y lo veo, veo la verdad y entiendo la aventura de esta vida, que no tiene otro sentido que la consecución de mi relato. Ha sido un despertar brusco, violento como la erupción de un volcán, pero a la vez claro y tranquilizador.
También entonces la violencia de los hechos fue arrolladora. Pretendieron acorralarme. Me llevaban a sus despachos, me interrogaban, me acosaban como a los asesinos. ¿Qué crimen había cometido? ¿Acaso es crimen dejarse envolver por el amor desesperadamente? Si me hubieran dejado sola desde el primer día, nada de todo aquello habría sucedido. Pero yo no me amedrentaba. Seguía adelante. Siempre valiente y dispuesta a afrontar lo que me viniera encima. La fe nos hace fuertes y valerosos.
No pudieron conmigo ni el procurador imperial, ni el comisario de policía, ni el alcalde de Lourdes. A todos ellos tuve que enfrentarme, dar explicaciones. Acudía a las entrevistas llena de fuerza. Y siempre salí victoriosa. El primero en llamarme fue el procurador. Fui a la cita sola y gallarda. No tenía miedo de nada. Como es costumbre en estos lugares, tuve que esperar durante un buen rato. El procurador, señor Dutour, estaba reunido con el alcalde, señor Lacadé y el comisario de policía, señor Jacomet. Desde la salita donde aguardaba les oía hablar.
—¿Qué son todos estos cuentos? —decía el alcalde con su voz pastosa y algo bronquítica.
—¡Esta gente forma aglomeraciones muy peligrosas! —aseguró el comisario.
—Si esto continúa habrá desgracias —ahora era el procurador con voz profunda y engolada—. Los que se suben a las piedras del Gave caerán y se ahogarán en él; los que trepan por las rocas o se suben a las ramas de los árboles caerán también, como pájaros, y morirán aplastados. Habrá accidentes y nuestros superiores buscarán responsables. ¿Qué haremos entonces? ¿Qué explicación podremos dar?
—Se reirán de nosotros si decimos que todo este barullo lo ha organizado una niña que cree ver a una señora —dijo el alcalde—. Aunque, por lo que dicen —añadió después de una pausa—, la tal señora es estupenda.
—Señores —prosiguió el comisario—, repito que no podemos permitir este tipo de aglomeraciones. Calesas y vehículos venidos de todas partes ocupan las cocheras, los patios, las calles y las plazas. Nuestros apacibles habitantes son despertados al alba por los zuecos de todos los curiosos que van presurosos a Massabieille. Hay que evitar desde un principio esta perturbación ridícula de una honrada ciudad de cinco mil almas.
—Principiis obsta —sentenció el procurador—. Jacomet tiene razón. Impídase al principio.
El alcalde siguió:
—La campiña y las aldeas de los alrededores saben ya lo que sucede en Lourdes y sólo esperan la ocasión propicia para venir a verlo.
—En especial los días de mercado —añadió el comisario— habrá una afluencia que no se podrá canalizar ni dominar ni controlar siquiera.
Al final, el señor procurador resumió la conversación con estas palabras:
—Hay que suprimir todas estas extravagancias, de buena fe seguramente, pero extravagancias al fin y al cabo. Ya que el sentido común no sabe regular por su cuenta estas quimeras, a las cuales la credulidad popular se entrega, por desgracia, con demasiada facilidad, nos incumbe a nosotros hacer oír la voz de la razón; a nosotros, magistrados encargados de velar por el orden público.
—Sí, señor —acordaron al unísono los otros dos.
Vi salir al comisario y al alcalde que, al pasar ante mí, me dirigieron una mirada a la vez compasiva y autoritaria. A los pocos minutos, entré en el despacho del procurador.
Era un hombre gordo, seboso, de papada colgante, ojos pequeños y extraviados.
—Hija mía —empezó. Su voz seguía siendo engolada aunque había cambiado el tono sensiblemente; le daba un aire de severidad, en el fondo poco creíble. Hizo una larga pausa como si pensara concienzudamente lo que iba a decir—: Hija mía —repitió—. Se habla demasiado de ti en estos momentos. ¿Piensas continuar tus visitas a Massabieille?
—Sí, señor —contesté con franqueza y rotundidad—, se lo he prometido a mi señora y aún debo ir allí diez días más… por lo menos —añadí expresando en voz alta mi oculto deseo.
—Pero hija —adoptó un tono bondadoso para ganarse mi confianza—, esa señora no existe más que en tu imaginación.
—Eso creí yo la primera vez. Tuve que frotarme los ojos varias veces para dar crédito a lo que estaba viendo. Pero ahora estoy completamente segura de su existencia.
—¿Y cómo lo puedes saber?
—Porque mi cuerpo entero la recibe. Mis ojos la ven, mis oídos la oyen, mis manos la palpan, mis labios la beben, mi sangre hierve ante ella.
—Pero ¡hija mía, hija mía! —replicó—. Las hermanas del Asilo a donde vas a estudiar son incapaces de mentir y ellas aseguran que es una ilusión tuya.
—Si las hermanas del Asilo la vieran con mis ojos, creerían igual que yo. Ya les dije, en una conversación que tuvimos hace pocos días, que las invitaba a orar conmigo y a recibir en su interior a mi señora.
—Ten cuidado —advirtió, esta vez en tono amenazante—. Quizás acabaremos por descubrir alguna causa oculta que explique tu extraña obstinación. Se esparce la opinión de que recibes regalos en secreto.
—Los únicos regalos que recibo son su presencia y su amor.
El procurador quedó unos minutos en silencio, pensativo. Luego siguió:
—Sea lo que fuere, tu conducta en la gruta es un escándalo y tiene que acabarse. Arrastras allí a demasiada gente.
—Soy la primera en lamentarlo —dije con amargura—. Qué más quisiera yo que encontrarme sola en la gruta al lado de mi señora, sin curiosos que vinieran a perturbar nuestras oraciones.
—Prométeme que no volverás.
—No puedo hacerlo, señor. Ella rae ha pedido que vaya y no puedo negarme. ¿A quién debo obedecer? ¿A un impulso celestial que me habla con el corazón o a vos, pobre mortal, que no podéis esgrimir más que palabras y amenazas?
Me sentí, a la vez, sorprendida de mí misma y admirada por lo que acababa de decir. Era como si aquellas palabras no hubieran salido de mí, como si un estímulo lejano me las hubiera dictado. Pero, al parecer, irritaron al procurador que enrojeció vivamente y, aunque intentó controlar su ira, no pudo evitar un puñetazo en la mesa. Clavó en los míos sus ojos minúsculos, un poco salidos de sus órbitas y me interrogó rugiendo:
—¿Qué haces en la cueva? ¿Por qué vas?, ¿eh? Dime, ¿qué te da esa mujer que no encuentras en la tierra?
Yo no respondí. Cualquier palabra en aquel momento habría contribuido a aumentar la histeria del señor procurador.
—Desorden —siguió—, desorden. Me retirarán el cargo por culpa de esta mocosa.
Hablaba entre dientes, como para sí mismo. Daba vueltas por la sala balanceándose de un lado para otro y sacudiendo la cabeza hacia arriba, de forma arrítmica, en un tic descontrolado. De repente, se detuvo. Debió darse cuenta de lo deplorable de su estado y de que yo estaba observándole. Se arregló el cuello de la camisa en un gesto mecánico, de nuevo su cabeza se sacudió con aquel ridículo tic, luego se estiró la chaqueta, tragó saliva y me miró. Yo seguía calmada, con aquella mirada tierna, un poco bobalicona, que me acompañó toda mi vida. Los párpados algo caídos, el semblante sereno.
—Volverás —gruñía—. Ya sé que volverás.
—Volveré, señor —dije dulcemente.
Apartó la mirada y, tras exhalar un profundo suspiro, me mandó salir de la sala.
Unas horas después, acabando las vísperas, me llamó el comisario de policía. La multitud franqueaba el pórtico de la oscura iglesia de Saint–Pierre y se esparcía por la plaza. Al salir del oficio diario con mi tía, un alguacil me señaló con el dedo. El señor Jacomet se acercó hasta mí y declaró:
—Bernadette Soubirous, soy el comisario de policía. Haz el favor de acompañarme a mi despacho.
—¡Ay, qué lío! —pensaba mi tía en aquellos momentos—. Estas apariciones empiezan a ser del todo fastidiosas para la familia.
Yo, sin turbarme ni pedir explicaciones, seguí al agente. Con tal indiferencia contemplaba todo lo que no fuera mi visita diaria a la gruta. Al tiempo, mi tía corrió hasta el calabozo para advertir a mis padres de aquella nueva malaventura.
Me encontré, pues, ante la mesa del despacho del comisario. Nada ya me resultaba extraño después de todo lo que estaba sucediendo. Él, sentado frente a mí, ordenó meticulosamente la mesa, con gesto rápido. Tomó una hoja de papel y un lápiz. Ladeó un poco el tintero, que al parecer, no había quedado en la posición correcta y empezó su interrogatorio. Su tono, a pesar del nerviosismo, era insinuante y patriarcal. Pretendía, de esta forma, ganarse mi confianza y llegar mejor a donde se proponía.
—Ya sabes con qué intención te he llamado a mi despacho. Me han dicho que ves cosas maravillosas en Massabieille y tengo curiosidad por saber de qué se trata a través de ti misma. Te llamas Bernadette, ¿no es así?
—Sí, señor.
Lo apuntó en el papel. Mojó de nuevo la pluma de tinta y volvió a colocar el tintero, que parecía no acabar de encontrar esa posición correcta que el comisario buscaba.
—¿Y tu apellido es…?
—Soubirous.
Siguió apuntando.
—¿Qué edad tienes?
—Catorce años, señor.
—¿No te equivocas? —sonrió el policía. Mi estado era tan enclenque que no aparentaba más de diez.
—No, señor —contesté—, tengo catorce.
—¿Qué haces en tu casa?
—Desde que vine de Bartrès, voy al colegio para aprender el catecismo. Al salir, cuido de mis hermanos, que son más pequeños que yo, y ayudo a mi madre en sus tareas.
—¿Qué hacías en Bartrès?
—Pasé unos meses en casa de mi nodriza guardando el rebaño de ovejas.
—¿Y te gustaba?
—¡Huy, sí, mucho, señor comisario! Me alegra mucho ir allí. Me pongo muy contenta cuando ella me llama.
En aquel momento, el comisario, seguro de haberme conquistado ya, emprendió el interrogatorio:
—Relátame la escena que tanto te ha impresionado en Massabieille.
Le expliqué cómo había sucedido la primera aparición, no sin cierta monotonía, pues, de tanto repetirla, ya empezaba a cansarme:
—Un remolino de viento se centró en la cueva y agitó el zarzal. Una luz cegadora precedió a la aparición de la más hermosa de las mujeres. Me arrodillé hasta ella y oré.
El comisario, inclinado sobre el papel y colocando de vez en cuando el tintero en su sitio, registraba mi relato.
—¿Quién es esa señora de la cual estás tan… —lamió el extremo de la pluma mientras pensaba la palabra adecuada—… tan infatuada? —dijo al fin—. ¿La conoces?
—No, señor, nunca antes la había visto.
—¿Y dices que es hermosa?
—Sí, señor, la más bella de todas las mujeres que he visto hasta ahora.
Ya empezaba a cargarme el tono repetitivo del señor comisario. Me recliné resoplando en el respaldo de la silla y crucé los brazos. Él volvió a colocar el tintero lo cual consiguió irritarme, pero controlé mis nervios.
—¿Más que la señora Cazenave, la mujer del hostalero? —preguntó levantando una ceja y torciendo un poco la mirada.
Esta pregunta me dejó atónita.
—¿Cómo dice? —le hice repetir, esta vez incorporada en mi asiento.
—Que si tu dama es tan hermosa como la mujer de Cazenave. ¿Has visto lo guapa que es?
—Sí, claro, pero mi señora lo es mucho más.
—¿Pero tú la has visto bien? ¿Te has fijado en sus tetas?
—Sí, ¿y qué? Las de mi señora son incomparables.
—¿Más grandes?
—No —dije en tono un poco enfadado—. Más tiernas, más redondas y sobre todo, más erguidas. La señora Cazenave tiene las tetas caídas. ¿No se ha dado cuenta?
—Qué tonterías dices. Yo las veo hinchadas como globos bajo el escote.
—Claro, es por el corpiño. Seguro que cuando se lo quita le llegan hasta el ombligo.
—Calla, insensata —apartó el tintero—. No sabes lo que dices. Me gustaría ver a esa señora tuya para poder comparar. ¿Lleva corpiño?
—No, lleva una túnica blanca con un lazo azul.
—Una túnica blanca —repitió en tono de burla—. ¿Crees que una túnica blanca puede competir con las curvas de la señora Cazenave o con la voluptuosidad de la señora Peyrahitte? ¿Eh? ¿Qué me dices de la señora Peyrahitte?
—Veo que le gustan rellenitas, señor comisario —observé con una sonrisa socarrona.
—Bueno, niña —interrumpió él—, no estamos aquí para hablar de mis gustos, sino de esa señora tuya que tanto revuelo está levantando.
—Mi señora es tierna como una novicia.
El comisario carraspeó:
—¿Y qué dicen tus padres de todo esto?
—¡Qué van a decir! Que son ilusiones mías.
—Exactamente —exclamó alentado por el refuerzo familiar—. Tus padres tienen toda la razón. Lo que tú crees ver y oír no son más que engaños de la imaginación, pero, puesto que te obstinas, tendré que asegurarme de que tu relato es veraz. El prefecto y el procurador me han pedido un informe completo de tus declaraciones. ¡Ay de ti si mientes!
Empezó entonces un interrogatorio minucioso con la intención de hacerme caer en contradicciones, aludiendo a los detalles más ridículos; que si le había dicho que la túnica era azul y el lazo blanco, que si las rosas las llevaba en la cabeza o estaban a sus pies, que si mil tonterías que yo iba desmintiendo una a una y reafirmándome en mis anteriores declaraciones. Estaba cansada y aburrida, y lo expresaban mis gestos y el tono en el que respondía a cada una de las preguntas.
—Bernadette —dijo entonces el comisario dando un toquecito al tintero—. Te he permitido llegar hasta aquí, pero debo advertirte que conozco el origen de tus pretendidas visiones. Alguien está detrás de todo esto para aleccionarte.
—No comprendo lo que dice —repliqué erguida en mi asiento, con los brazos cruzados y sosteniendo la dura mirada del comisario.
—Entonces seré más explícito. Un complot de beatas te ha aconsejado para que digas que la Virgen se te aparece en Massabieille. Te han asegurado que así pasarás por santa y tus problemas familiares se resolverán. De paso atraerás a la gente para que venga a este pueblo y lo saque de la miseria ¿No es así?
—Le aseguro que no, señor comisario.
—Escucha —prosiguió casi sin atender a mi negativa—. Sé a qué atenerme, ¿entiendes?, pero no quiero escándalos. No exijo una confesión sino una promesa: asegúrame que no volverás a la gruta y todo quedará tal como estaba.
—No puedo. Le prometí a mi señora que iría.
El comisario dio un golpe en la mesa que hizo tambalear el tintero. Pensé que el dar puñetazos en el escritorio debía de ser una costumbre de todos los que mandaban, pues el procurador había hecho más o menos lo mismo. Incorporado, con las manos apoyadas en la mesa aplastando los papeles, el señor Jacomet, exclamó con ira:
—No estaremos siempre de buen humor para aguantar tu testarudez. Te lo advierto, si no dejas de ir a Massabieille, mandaré a los guardias para meterte en la cárcel.
—Bien —dije con tranquilidad—. Así costaré menos a mis padres. ¿Vendréis vos mismo a enseñarme el catecismo?
Desarmado, rotundamente desarmado, el comisario hundió su cara entre las manos e insistió:
—No te obstines, hija mía, no te obstines que te espera la cárcel. ¡La cárcel! ¿Comprendes?… Y a mí, la destitución —añadió entre dientes— si sigue habiendo alteraciones del orden. ¿Comprendes, niña? —me miró fijamente.
En aquel momento se entreabrió la puerta del despacho y apareció, sombrero en mano, un hombre escuálido, de pálido rostro, nariz enrojecida y ojeras bamboleantes, con aspecto tímido y contrariado. Era mi padre.
—Señor Soubirous —exclamó el comisario, encantado de aquel apoyo imprevisto—. Cuánto me alegro de verle, su presencia me ayudará. Su hija ha conseguido con sus inspiraciones que todas las tontas y beatas de este pueblo pierdan el juicio. Tengo que prevenirle a usted. Para la tranquilidad del pueblo, esto tiene que acabar. Ármese de valor y consiga la autoridad suficiente para mantener a su hija en casa. De lo contrario, me veré obligado a retenerla en otra parte, ¿comprende?
—No sé qué decir, señor comisario —respondió mi padre trémulo y apocado—. Últimamente, nuestra casa está siempre llena de curiosos que no sabemos cómo quitamos de encima ¡Estamos tan contrariados! Dice mi mujer, que si pudierais…, en fin, le agradeceríamos muchísimo podernos servir de sus órdenes para cerrar la puerta al público. Y… en cuanto a mi hija, le prometo vigilarla para que no vuelva a Massabieille.
—Está bien —concluyó el comisario ya más calmado—. Vaya una cosa por la otra. Confío en usted y espero no tener que hacer un severo uso de mi autoridad. Puede llevarse a su hija.
Incliné la cabeza ante el comisario y salí de la casa siguiendo dócilmente a mi padre.
Me prohibieron rotundamente que volviera a la gruta. Me amenazaron con castigos y me rogaron que, por el bien de todos, me estuviera quietecita, olvidara las historias de señoras con velo y me dedicara a estudiar el catecismo.
El día siguiente era lunes, 22 de febrero, día de escuela. Salí del calabozo llevando bajo el brazo una cestita con mi catecismo, mi alfabeto y mi labor de calceta, y me dirigí hasta el colegio de las hermanas. Por orden terminante de mis padres debía ir allí directamente, sin desviarme para nada. Así lo hice. A mediodía regresé, obediente, para comer y volví a marcharme para asistir a la clase de la tarde. Por el camino pensaba en mi señora. No podía desobedecer a mis padres y desviarme para realizar una furtiva visita a la gruta, iba maquinando el sistema, pero no acababa de encontrar la fórmula. A pesar de ello, me sentía muy tranquila; en mi interior, tenía la fuerte convicción de que algo sucedería y nos encontraríamos tal como estaba previsto.
Y así ocurrió o, al menos, eso pensé cuando hacia la mitad del camino, una barrera invisible me impidió el paso. Intenté varias veces proseguir, atravesar aquel extraño obstáculo, pero me resultaba imposible. Una voz interior me ordenaba ir a la gruta, una voz que no era mía. Con tanta potencia me reclamaba, que, como si me arrastrara una violenta borrasca, me desvié de mi camino y bajé a Massabieille. No pude evitarlo y, aunque tampoco deseaba hacerlo, lo intenté por no faltar a la obediencia que siempre rendí a mis padres. Aun así, no pudo ser.
Por orden del comisario, dos guardias me seguían para vigilarme. Ni siquiera ellos pudieron detenerme. Situados a cierta distancia, me vieron titubear, oscilar y, por fin, cambiar de dirección. Apresuradamente me siguieron por el camino de la gruta y me alcanzaron cerca del viejo molino de Boly, en el barrio bajo. Me preguntaron adonde iba. Les respondí sin inmutarme, siguiendo adelante sin volver la cabeza: «A la gruta». La fuerza que me empujaba era insoslayable, tan violenta, que los guardias no se atrevieron a frenar mi ágil carrera y se limitaron a seguirme.
En Massabieille me esperaba una multitud impaciente, extrañada de no haberme visto aparecer hasta aquel momento. Al verme llegar, se elevó una ovación entre la gente: aplausos, vítores, expresiones de aliento… Avancé absorta, arrastrada por aquel imán imparable, seguida por los dos guardias desconcertados y una turba de chiquillos curiosos trotando a mi alrededor alegremente. Pasé entre la multitud como una exhalación, me puse de rodillas y oré largo rato.
—Perdonadme señora por no haber venido antes. Sé que vos me habéis traído a pesar de la prohibición, a pesar de la autoridad. Nuestro amor es más grande que todo lo terrenal. Apareced, señora, y ofrecedme, otra vez, vuestro tierno cuerpo para abrazarme a él y llenarlo de mí. Dejadme recorrer vuestra piel con mi lengua, ella está ávida de vos, de sentir vuestro sabor, de lameros por todos los rincones; es una culebra que me envenena si no tiene vuestro antídoto. Dadme, señora, esa dosis de amor que necesito para seguir viviendo; vos sois mi maná, mi alimento…
Los gendarmes estaban allí, no muy lejos de mí, al lado de mi madre, que había ido para comprobar que la obedecía y que no paró de lamentarse desde que me vio aparecer. Algunos rezaban el rosario con un murmullo de abejas, que zumbaba a mis espaldas. Todos esperaban que mi cara reflejara la aparición. Pero yo insistía e insistía sin resultado. Hacía esfuerzos por abstraerme y entrar en aquella nebulosa multicolor a donde no llegaba lo real, ni sonidos ni luces ni sensaciones terrenales. Me concentraba con todas mis fuerzas, pero no podía evitar aquel zumbido machacando mis oídos, los lamentos de mi madre, los comentarios del público, incluso sentía la fría presencia de los dos gendarmes apalancados a mi espalda. Al cabo de una hora me levanté y regresé a mi casa tal como había venido, confesando públicamente que, aquella vez, no había visto nada.
—¡Ajá! —se rieron los guardias—. Tu señora tiene miedo de la policía.
Regresé soportando los jocosos comentarios de burlones y escépticos, ateos y bromistas que iba encontrándome por el pueblo a lo largo de todo el camino. Entré en mi casa deshecha en lágrimas. No me preocupaba la furia de mis padres por la desobediencia, ni las represalias del comisario, ni el ridículo sufrido ante los gendarmes. Mi único tormento era que ella no había venido. ¿Qué habría pasado? ¿Y si no volviera a aparecer? Me repetí una y otra vez entre sollozos que eso no podía ocurrir. Me sentí culpable por haber esperado, por no haber ido como cada día, a la hora de costumbre. Pasé la noche llorando, sin poder dormir, con la cabeza hundida en aquel áspero cojín que me hacía de almohada. Sollozando, suplicando.
—¡Oh, mi señora! No me abandonéis. Os prometo acudir a la hora de siempre aunque para ello tenga que enfrentarme a todo el pueblo. No me abandonéis, no todavía, os lo suplico. Volved, volved a mí, que os amo tan intensamente.
A partir de aquel momento, mi valor, mi constancia y mi firmeza se afianzaron de tal forma que nada iba a impedirme acudir a la gruta. Sería un huracán. Me llevaría por delante a quien intentara frenarme. En aquel momento veía claro cuál había sido mi error. ¿A quién había desobedecido sino a mi señora? ¿A quién debía obedecer sino a ella? Con una energía sin límites me enfrentaría a mis padres —y a quien hiciera falta, pensaba—. Tanta era mi seguridad, tanto el dolor que me apremiaba.
Con tal vigor me planté frente a ellos a la mañana siguiente y exigí lo que era mi derecho, que no tuvieron más remedio que levantar la prohibición del día anterior. Ese momento marcó una nueva etapa. A partir de entonces, nada ni nadie podría ya detenerme; antes al contrario, mi fe y mi seguridad arrastrarían a las masas a lo largo de la historia. Ya nadie más dudaría de mí.
Martes 23 de febrero. Día frío, poblado de nubes oscuras sobre las altas cumbres de los Pirineos, cubiertas de nieve. La multitud se agolpaba por los alrededores de la gruta y se desbordaba hasta las grandes piedras musgosas del Gave. Todos estaban allí, desde las mujeres más humildes del pueblo hasta los señores más importantes y respetados: el abogado, el empleado de construcciones, el intendente, el capitán de policía, el guardabosque e, incluso, el procurador. Todos ellos se arrodillaron cuando la expresión arrobadora de mi rostro anunció la presencia de la aparición.
Sí, ahora la veo. Ya no existe el frío, ya se ha disipado el viento helado que azotaba mis mejillas, ya la nieve de las cumbres se ha fundido. Ella está frente a mí, guirnalda de luz inmensa. Siento que un extraño aleteo irrita mis poros, me eriza el vello y una ansiosa vibración se apodera de mí. Siento que arden mis entrañas, algo se teje entre mis piernas, es una ebullición aparatosa que nace en mi interior y se traslada por mi sangre quemándome el cuerpo. No lo resisto. Me echo a sus brazos, la estrecho con todas mis fuerzas. La desnudo ansiosa, con celeridad, con torpeza. Se traba el nudo de su lazo y no puedo deshacerlo. Lo arranco de cuajo. Arrojo su manto con furia. Me quemo, me estoy quemando. Cojo su mano tierna, blanca, limpia y la dirijo hacia ese volcán que me abrasa. La agito y noto la facilidad con la que resbala en ese manantial gelatinoso que me brota. Así, así, suavemente, pero sin cesar, con energía, con ritmo constante, adelante, atrás, arriba y abajo. Siento mis pechos erizados, duros y afilados como puntas de espada. Tomo su cabeza con mis manos, su pelo me acaricia los dedos. La dirijo también, la conduzco hasta que su boca encuentra un pezón erguido y atraca en él. Y allí anclado, su lengua lo sacude con fruición. Me estremezco. Qué temblor, qué escalofrío me está recorriendo. Y su mano sigue, ya no soy yo quien la guía. Hay un punto eléctrico, y al sentir sus dedos acercándose, rozándolo a intervalos milimétricos, siento que llega el abismo. Me pierdo, me estoy perdiendo. Voy a subir, o a caer en lo más hondo. Me voy, me voy, me alejo. La explosión. Sí, la explosión está llegando. Su mano en mi punto, la humedad, el sudor, el chasquido. Ahora, ya. El volcán ha estallado. Su lava baja por mi cuerpo. El calor me abrasa. Agito mis brazos, mis caderas y mis nalgas. Y sigue, sigue. Parece que no va a acabar nunca este estallido. Otra sacudida. Y otra. Y otra más. Un poco más. Suspiro. Con la boca abierta suspiro y siento el aire bajar hasta la pared del abdomen. El calor se atenúa. El ritmo decrece. Mi respiración es todavía intensa y el latido de mi corazón como un enorme tambor de feria. Llega la calma. Aún resquicios de temblor y pequeñas sacudidas me estremecen en intervalos muy lentos. La tomo de los hombros y contemplo su cuerpo. Apenas puedo moverme y, mucho menos, pronunciar una palabra. No hay palabras. No necesito palabras, sólo aquella mirada; sus ojos como faros en la noche, brillando en esa oscuridad que es, para mí, la vida sin ella. Porque ya ha terminado, se va a ir, lo presiento en su sonrisa, lo percibo, claro, cómo no, si mis manos se quiebran en el aire, puesto que ya nada abrazan. La luz se está apagando poco a poco. De lejos, me llega su voz, como el canto de las sirenas, diciéndome: «No reveléis a hombre alguno lo que hacéis aquí conmigo, ni vuestro mismo confesor debe saberlo; amad a las mujeres y enseñadles lo que yo os he transmitido, pero mantened silenció, guardad para vos este mandato. Decid, solamente, que os he confiado tres secretos y que hasta la muerte, debéis guardarlos». La luz se apaga por fin y aparece de nuevo el frío y el tumulto de la gente clavándose en mi pecho. Y, aunque el dolor me estremece, una semilla se ha plantado en mi interior y está germinando. Esa es mi fuerza, esa es mi alegría. Sí, señora, os seré fiel hasta la muerte.
Finalizado el encuentro, el procurador, sin pronunciar palabra, se dirigió hacia el convento de las hermanas y habló con la superiora:
—No os podéis imaginar —le dijo— la gracia que hay en sus gestos. Se deshace en reverencias; su expresión y sus maneras, os lo aseguro, sólo pueden realizarse de tal forma en el paraíso. Os lo ruego, madre, concededle una entrevista a solas e instadla a que os revele, tal como ella os propuso, la magia de sus rezos.
Todos me preguntaban. Querían saber qué deseaba la señora, si revelaba algún misterio sobrenatural. Les dije, como ella me ordenó, que me había confiado tres secretos y que debía mantenerlos hasta la muerte. Pero, al parecer, no bastaba. Debía transmitir un mensaje; el público esperaba palabras, órdenes, algo que cumplir. Por eso, al día siguiente, acabada la ceremonia con mi señora, me arrastré hacia la roca —pues apenas podía caminar—, me volví hacia la multitud y, con voz entrecortada, rogué:
—¡Penitencia, penitencia, penitencia!
No fue necesario repetir esta acción ni cavilar acerca de mensajes que transmitir, pues, el 25 de febrero, día de la novena aparición, se obró el milagro de la fuente, que dejó maravillados a todos los allí presentes.
Como en cada encuentro, al aparecer mi señora, me levanté para despojarla de sus hábitos. Dejé, sin embargo, que su manto cayera por sus hombros y me quedé unos instantes contemplando aquella imagen. De su mano derecha colgaba un rosario nacarado. Así desnuda, cubierta su cabeza por el velo blanco y velado su sexo por las cuentas y el crucifijo que se mecían ante él, la observé en toda su celestial esencia. ¡Cuánta belleza! Su piel brillante, sus muslos redondos y jóvenes y aquellos pechos firmes, su sexo rollizo y frondoso como el musgo que cubría las piedras del Gave. Sin recibir indicación, fui a beber la miel que intuía ya resbalando por su sexo, para lo cual tuve que apartar ligeramente el rosario y este quedó rozando mi mejilla. Rodeé ambas piernas con mis brazos y lamí con sublevada pasión. Cuando más visible parecía ser su agitación, tomó mi cabeza con sus manos y me indicó que me retirara. Bajó de su pedestal de piedra y se situó unos metros a la derecha. Allí se agachó, flexionó la cintura y adelantó el busto. De entre sus piernas brotó el líquido amarillento, casi incoloro, que formó un charquito bajo sus rodillas. Oí el chorro batir contra las hojas secas. Pasados unos segundos, su fuente dejó de brotar. Se levantó, volvió a la roca y me ordenó:
—Toma de este agua en el hueco de tu mano, tírala tres veces y a la cuarta vez bebe de ella y lávate el rostro.
Tan atónita estaba, que no presté atención a aquel cambio: por primera vez, me estaba tuteando. Seguí sus indicaciones como poseída. Las tres primeras veces el agua era turbia y tibia. Tuve que escarbar en el fango, clavar mis uñas en la tierra para que la cuarta saliera clara y fresca. Bebí y enjuagué mi cara y mis manos. Poco a poco, al agua subía, crecía y se escurría formando un arroyuelo abundante que buscaba su salida hacia el torrente. Un manantial milagroso que nunca más dejaría de brotar.
Allí me encaminé de nuevo al día siguiente pletórica de alegría. Antes de iniciar el coloquio con mi señora, bebí de la fuente y me lavé la cara con el chorro de agua que salía a borbotones. Después me sequé la cara con la punta del delantal y me dispuse a iniciar el ritual. Arrodillada ante mi señora, que acababa de aparecer como era su costumbre, besé sus pies descalzos a modo de comienzo. Pero no pude continuar ya que, en ese momento, sentí una sacudida en el brazo. Era uno de los asistentes que me agarraba con fuerza, al tiempo que me increpaba diciendo:
—¡Levántate! ¿Te has vuelto loca? ¿Nada aquí te causa repugnancia? ¿Ni siquiera arrastrarte para besar el suelo?
«¿El suelo?», pensé. «Insensato. Su encogida mente es incapaz de imaginar y mucho menos comprender lo que tengo ante mí y me lo arrebata sin la más mínima consideración». Me levanté con furia y me deshice de su mano con un tirón seco. Vuelta hacia la multitud y con una seguridad y una fuerza inauditas, miré fijamente a los ojos de aquel hombre. La voz salió de mi interior como un cañonazo.
—¡Besa los pies de mi señora! —grité—. Arrodíllate y besa los pies de mi señora ahora mismo —indiqué con un gesto de mi dedo inhiesto señalando hacia la roca.
El hombre, como poseído por una fuerza desconocida, se dejó caer hasta hincar las rodillas en tierra. Como si una insólita presión empujara su cabeza hacia el suelo, acercó sus labios hasta la roca y la besó. Miré entonces a la multitud con la misma fuerza y fijeza con la que acababa de atravesar a aquel hombre. «Basta ya de estupideces», pensé. «Tengo que hacerme respetar de una vez por todas». Mi dedo seguía apuntando al mismo lugar. Rígido, como una amenaza, hablando por sí mismo, ordenando. A continuación, el resto de los asistentes fueron pasando, uno a uno, para mostrar su fervor besando la piedra.
Al día siguiente era sábado, 27 de febrero, día de la undécima aparición. Mi señora me hizo un encargo que, en un principio, consideré difícil de cumplir, pero que no dejaba de dar emoción a la aventura de las apariciones. Estas resultaban cada vez más amenas: mensajes que transmitir, secretos que guardar; la aparición de la fuente… Ahora se trataba de un encargo. Tras nuestra ceremonia habitual —que en aquella ocasión sobrepasó todos los límites y me dejó prácticamente extenuada—, mientras me estaba retocando para volver a la realidad, mi señora me anunció su deseo. Quería que se construyera una capilla en aquel lugar.
—¿Una capilla? —pensé en voz alta—. No es mala idea ya que viene tanta gente. Pero ¿cómo lo haré? Nadie me escuchará, muchos creen que estoy loca, que tengo alucinaciones. Claro que… muchos otros me consideran una santa. Si vengo aquí a rezar y cada vez son más los feligreses que me acompañan, lo más sensato sería precisamente construir una capilla. No os preocupéis, señora —anuncié llena de optimismo—, ya encontraré una solución. Estoy segura de que vuestro deseo será cumplido.
Regresé a casa bañada en el gozo y la alegría, trotando por el camino entre acacias y boj. Tenía una misión que cumplir y la certera intuición de que algo iba a ocurrir muy pronto, algo que me ayudaría a conseguir aquel objetivo. Al llegar, encontré a mi madre en la cocina, muy atareada, mis hermanos jugando en el patio y mi hermana Toinette esperándome con una sonrisa socarrona.
—La superiora quiere verte —me espetó sin ningún preámbulo.
Y yo, sin hacer comentarios ni dar tiempo a la reacción familiar, salí de nuevo por donde había entrado y corrí hacia el colegio de las hermanas.
Una monja me condujo hasta la celda de la madre Alexandrine, la superiora. Era austera y muy oscura. Apenas unos rayos de luz de media tarde se filtraban por entre las celosías. Las paredes sobrias concentraban un halo de humedad. Sólo había un jergón duro, una pequeña mesa con una lámpara de gas y una estatuilla de la Virgen con el niño en brazos tallada en madera noble. Según decían las hermanas, la madre Alexandrine se recogía durante largas horas en aquel lugar para meditar.
Cuando entré, estaba de pie, con las manos ocultas entre los hábitos, el semblante duro y, bajo sus pobladas cejas, una mirada tensa. Hice una ligera reverencia a la que ella respondió con un leve y seco movimiento de cabeza. Inmediatamente, hizo un signo para indicar a la hermana Renée, la monja que me había acompañado, que se fuera y cerrara la puerta. Mantuvo unos momentos de silencio, mirándome fijamente a los ojos.
—¿Tienes algo que transmitirme? —preguntó a continuación.
—Mi señora me envía —dije con modestia— para que os revele lo que ella me ha enseñado y entréis en ese reino que ella me ofrece.
—No sé quién es esa señora, pero en mis momentos de meditación tengo una extraña visión que me hace pensar en el misterio que entraña. También el procurador me ha alentado a hacerlo, ya que el otro día te observó durante una de las apariciones y asegura que tu transformación es sobrenatural. Quiero que me cuentes todo lo que ves. Estoy preparada y dispuesta para recibir lo que debes —recalcó esa palabra en tono severo— enseñarme. Si las apariciones son ciertas, si esa mujer es real, no puede olvidarse de mí.
Sus palabras me tranquilizaron. Me sentí orgullosa de estar allí, frente a aquella poderosa mujer recibiendo esa muestra de confianza. La obsequié con una sonrisa y una reverencia y me adelanté hacia ella diciéndole:
—Cuando veo a mi señora, ella se despoja de su túnica y me ofrece su cuerpo. Imaginaos que ante vos tenéis la más bella y sensual de las imágenes jamás creada, el más perfecto de los cuerpos, de una perfección tal que no puede existir en la tierra. Imaginaos ese cuerpo tierno, blando como la nata, ante vos y desnudo.
Me acerqué a ella un poco más y tanteé con mis manos el filo de su hábito; al comprobar que no había respuesta negativa, empecé a levantarle los faldones con suma lentitud.
—Imaginaos —proseguí— sus caderas redondas, sus líneas perfectas, sin ángulos, sin un solo punto de escape a la armonía. —Noté su inquietud y me detuve. Sus rodillas estaban ya al descubierto, mis manos rozaban sus piernas y mis brazos sostenían las pesadas ropas—. Imaginaos —continué con voz lenta, mis manos escalando sus muslos con extrema suavidad—, imaginaos su piel como la pulpa de la uva, sus mejillas como pétalos de rosa, y esa sonrisa que viene de otro mundo, luminosa, abismal. La tenéis ante vos. —Había llegado a la ingle y paré mis manos allí. Los pulgares buscaron con sinuosos círculos entrar en el musgo aprisionado por unos calzones rígidos, casi impenetrables, como un muro. Estaba mojada, completamente mojada y se dejaba tocar aunque una profunda tensión la tambaleaba. Proseguí mi discurso intentando despojarla de sus hábitos, lo cual resultó harto difícil—. ¿Sabéis como es su cintura? Es pequeña, estrecha; es como una ola que te llama a navegar en ella. ¿Y sus labios?…
Tuve que hacer una pausa porque no había forma de soltarle el escapulario; cuando por fin, con su ayuda, lo conseguimos, el hábito se desató y salieron disparados, por la presión que los contenía, dos enormes pechos sonrosados, de gigantescos pezones anaranjados, que vinieron a estrellarse en mi cara. Así, con mi nariz hundida en ellos, proseguí mi discurso.
—Sus labios son tan tiernos, tan mullidos, tan sabrosos. Su boca es una sima de dulzura, una marea de…
—¿Os habla? —me interrumpió la superiora con voz trémula, casi sin aire. Me extrañé del trato que me daba, pero enseguida, me di cuenta de su estado: los ojos perdidos en el infinito, su cuerpo ya desnudo y tembloroso, abierto como una anémona. A sus pies yacían inertes los hábitos negros. Su boca entreabierta y sus manos en mis hombros—. ¿Os habla? —repitió—. Sí, sí… Habladme como ella os habla.
—Me habla, sobre todo, con sus manos y con su cuerpo —puse las mías en sus pechos—. Pero, cuando su voz asoma, os aseguro que ni los ángeles podrían imitarla. —Seguí acariciando sus pechos con un movimiento rotatorio que hizo erizar sus pezones y endurecerlos como piedras y, afinando mi voz al máximo, proseguí—. Es como un coro de violines que tañen adormecidos por la magia, parece venir de un lugar lejano y acariciarte, rozarte solamente los oídos; pero te llega hasta el fondo, te abraza como la poesía.
Y, al pronunciar estas frases, acerqué mis labios a su oreja y dejé que mi aliento la llenara y que después mi lengua se colara en su interior como un anguila, abriéndose paso, como podía, en aquel lóbulo semiprisionero por la cofia. Ella se estremeció, la voz apenas le salía.
—¿Y qué os dice? —preguntó.
—Me ha encargado que os haga una petición.
Besé, entonces, sus mejillas, su cuello, sus hombros, bajé hasta aquellos pezones amoratados, me detuve en ellos y proseguí lentamente mi descenso.
—¿Qué? —jadeó—. Decidme, ¿cuál es esa petición?
Acariciando con mi lengua la cavidad mojada, brotando ansiosa, antes de responder lamí con celeridad su excitado clítoris y aguardé a que su ansiedad rayara el cénit.
—Decidme, ¿qué es? —suplicaba entre espasmos que acompañaban el ritmo de mi succión—. Decidme, decidme. Haré lo que sea. Señora… Señora, os lo ruego, habladme, habladme por voz de esta niña…
No detuve mis caricias hasta estar segura de que su excitación llegaba a límites tan altos que era imposible volver atrás. Y ella seguía en lo que dejaba de ser un gemido para convertirse en un grito:
—¡Habladme! —bramó desesperada.
Y yo, repitiendo textualmente las palabras que por la mañana había oído pronunciar a mi señora, solicité con voz queda:
—Decid a los sacerdotes que hagan construir una capilla para mí.
La superiora cayó postrada de rodillas ante mí. Sus manos colgaban de mis hombros y la cabeza intentaba ocultarse en mi pecho. Su respiración era tan agitada y su pulso tan acelerado que a cualquiera habría resultado alarmante. Pero yo no me asusté, al contrario, sabía que había llegado a donde deseaba y que aquello tendría consecuencias muy positivas para mí y para mi señora. Me mantuve en pie y en silencio, sujetándola por las axilas para que no se derrumbara más todavía. Y cuando, por fin, consiguió calmarse, sus ojos llorosos, llenos de emoción, hinchados y enrojecidos, se clavaron en mí con una expresión que nada tenía que ver con aquella mirada amenazante que me propinó nada más entrar en la celda. Ahora su voz era suave, entrecortada por súbitos e incontrolables sollozos:
—Dile a tu señora que su deseo será cumplido.
Las lágrimas resbalaron por sus mejillas. Retiró sus brazos, dejándolos caer con lentitud y, en su recorrido, sus manos parecían abandonar mi cuerpo como quien deja atrás una carretera, un recuerdo o una conclusión irremediable. Se abrazó a sí misma, protegiendo sus pechos. Luego recogió los hábitos y se cubrió con pudor. Abrazándolos contra el pecho, inclinó aún más la cabeza para acurrucarse en ellos y, al mismo tiempo, me pidió que la dejara sola.