El doctor San Hilario habría estado orgulloso. Quién sabe si no fue, en cierta medida, zahorí del pasado, si no estaba dotado de una clarividencia tal que presumía mi reencarnación y lo único que pretendía era darme el dato justo, el indicio necesario para indicarme el camino. Habría estado orgulloso si hubiera podido escuchar los acontecimientos que estoy narrando y, en especial, los que sucedieron; si hubiera sabido el verdadero origen de aquel monigote que se sentaba frente a él en un despacho intentando descubrir la naturaleza de su mal. Aunque no descarto que algo en su interior se lo anunciara, ya que fue él y no otro quien me dio la clave.
—Parecía un ángel —referían en el pueblo los que habían sido testigos de mi tercer rapto—. Como esos que están en los altares en actitud devota.
Las hermanas del Asilo me habían advertido que no me fiara de las apariciones, aunque, en el fondo, estaban convencidas de que yo no mentía. También su curiosidad e inquietud eran latentes.
Todos querían saber quién era la hermosa dama y, por ello, siguieron haciendo las más variadas conjeturas acerca de su identidad. Era, como había temido mi madre, la comidilla del pueblo, el tema de todas las tertulias, la charla favorita del café. Algunos aseguraban que se trataba del maligno, otros de un alma en pena, la mayoría se inclinaba por creer que era la Santísima Virgen y el sector más escéptico insistía en que no eran más que alucinaciones de una mequetrefe atontada y enfermiza.
Por los detalles que le habían dado, la señorita Antoinette Peyret, hija del alguacil y congregante de Lourdes, pensó que podría ser el espíritu errante de su presidenta, portador de algún secreto mensaje, que recurría a mí para transmitírselo.
—Esta señora que tiene el aspecto de una joven y que lleva velo blanco y un lazo azul es, sin duda, una hija de María —refirió a sus compañeras de congregación—. ¿No será acaso el alma de nuestra querida presidenta, la señorita Elisa Latapie, cuya desgraciada muerte hace pocos meses nos conmovió a todas? ¿No será ella la que se aparece para implorar oraciones?
Sólo había una forma de cerciorarse. Al anochecer del miércoles 17 de febrero se presentó en el calabozo acompañada por otra piadosa mujer con la intención de llevarme de nuevo a Massabieille.
Nos encontraron a mi madre y a mí riñendo, pues yo no cesaba en el empeño de volver a la gruta. Mi hermana intentaba, en vano, calmar su ira recordándole las palabras de la madre del molinero, pero ella insistía en un no rotundo repitiendo que ya era suficiente con lo que había pasado hasta el momento.
—De acuerdo —decía—, te encontraron muy arrobada y todo lo que quieras, pero se acabó. Ya está bien de ser la comidilla del pueblo. ¿Eres un ángel? Pues muy bien. Todos te admirarán y te respetarán por tu beatitud. Pero se acabaron los paseíllos a la gruta. No quiero que se conviertan en un espectáculo.
—Eso —confirmó mi padre, completamente borracho, desde el rincón de la alacena.
En ese momento, vimos aparecer a las dos congregantes. Mi madre se llevó las manos a la cabeza y, temiendo lo peor, se sentó en una silla para escuchar con paciencia las instancias de las dos mujeres, mientras con una rama seca azuzaba el fuego. No tardaron mucho en convencerla; al fin y al cabo, no tenía argumentos para negarse y ella misma lo sabía.
—¿Qué puedo hacer, Dios mío? —musitó—. ¿Qué voy a hacer si esto se extiende?
—Eso digo yo —asintió mi padre—. A ver qué vamos a hacer.
Y con un gesto de irremediable aceptación, la señora Louise, es decir, mi madre, dio su consentimiento para que a la mañana siguiente acompañara a las congregantes a la que ya empezaba a llamarse «la gruta milagrosa».
Volvieron a buscarme antes del alba para no llamar la atención de nadie. Por el camino, la campana de la iglesia románica sonaba anunciando la misa. Fuimos a oírla y bajamos luego por las calles desiertas, con paso apresurado, caminando sobre los guijarros puntiagudos. Las ventanas de las casas permanecían cerradas y apenas se oía el murmullo de algún ave que empezaba a despertarse en el corral. La señora Peyret llevaba escondida, dentro de los pliegues de su capucha negra, una hoja de papel, una pluma y un tintero de a dos sueldos. La otra mujer se había provisto de un cirio bendito, que adquirió en la fiesta de la Candelaria y que solía encender en su habitación en las festividades de la Virgen y en tiempo de tempestad.
Imantada por mi fervor y mis presentimientos, en las cercanías de la cueva, emprendí el vuelo como una golondrina. A pequeños saltitos y cabriolas, llegué hasta la gruta y me arrodillé frente al nicho de la roca y el rosal silvestre.
Así me encontraron aquellas señoritas cuando llegaron. La amiga de Antoinette Peyret encendió el cirio y ambas se arrodillaron imitándome.
—Oremus —dijo en voz baja una de las mujeres—. Si la señora invisible es verdaderamente la que creemos, nuestros ruegos tienen que serle agradables.
Miré el fondo oscuro de la gruta, más oscuro que nunca. ¿Vendrá hoy?, me asaltaba la duda, ¿se aparecerá ante estas dos beatas? Cogí mi rosario y empecé a juguetear con él entre los dedos mientras esperaba. De repente exhalé un grito:
—¡Hela aquí! ¡Ahí está otra vez!
Me parecía increíble. ¿Quería eso decir que se aparecería siempre que yo acudiera, independientemente de quién estuviera conmigo y lo que deseara? Pero ¿qué podía hacer yo ante un público tan ávido de descubrir la identidad de mi señora? Extendí los brazos hacia delante (aquellas mujeres pensarían que los extendía hacia el vacío) y rodeé con ellos la cintura de la dama quien, sin preámbulos, ya se había despojado de su túnica y me cubría a su vez con sus largas y sedosas extremidades. Así permanecí durante unos instantes, sin saber qué hacer, temerosa de que alguno de mis movimientos pudiera alertar a las congregantes.
La voz aflautada de la señorita Peyret rompió la espera y el silencio. Me estaba dando el papel y la pluma mojada de tinta para que se lo ofreciera a mi señora y ella, por escrito, manifestara cuál era su identidad y sus deseos.
—Vamos, niña —insistía la hija del alguacil—. Dile a esa señora que escriba su nombre. Pregúntale qué es lo que quiere. Si tiene necesidad de misas o cualquier otra cosa, las haremos. Haremos todo lo que nos pida, pero que lo escriba.
Yo desprecié la pluma con un gesto y maldije en mi interior aquella incómoda presencia, pues no podía ofrecerle a la dama mi cuerpo en plenitud como sucedió en las ocasiones anteriores.
—Lo lamento, amada señora —pronuncié en voz baja.
Ella sonrió y, con un guiño, me indicó lo que debía hacer. Me giré de nuevo hacia las mujeres y les arrebaté el papel y la pluma. Retrocedí con ellas unos cuantos pasos, alejándolas del rosal hasta un lugar desde el que sólo se podía ver la oscura entrada de la cavidad y les indiqué que no se movieran de aquel lugar.
—¿Qué pasa? —preguntó la amiga—. ¿Nuestra presencia molesta a la señora?
—No hay necesidad de asustarla —respondí—. Quédense aquí y sigan con sus oraciones. La señora desea un rosario completo.
Y me dirigí de nuevo hacia la roca con aquel papel y aquella pluma. Nada más entrar, los arrojé al suelo y me apresuré a desnudarme.
De nuevo me hundí en sus brazos, en su vientre, agarrándola con fuerza, girando en un torbellino infinito. Besos, caricias; sus menudos y afilados dientes hincándose en mi cuello, en mis orejas. La sal de su piel en mi lengua, el sudor; un laberinto de dedos, manos, uñas, perfiles, siluetas. Gemidos, espasmos. Y en aquella cúpula de tactos, de pieles, sintiendo su vello rizado cosquilleando en mi nariz, un manantial de gelatina dulce se deslizó por mi lengua hasta el fondo de mi boca. De nuevo un pozo sin fondo, una espiral que cae hacia arriba; el intenso galopar por una pradera llena de surcos y colinas. La escalada arrolladora hasta alcanzar esa cima ya conocida, ya esperada y deseada. Y después, su manto enredado entre nuestros cuerpos exhaustos y satisfechos; desenredarse entre risas y más besos. Y más caricias, ahora dulces, tranquilas, lentas, mesuradas. Oí su voz: aquella cascada de campanillas pidiéndome que volviera, que regresara allí durante los quince días siguientes. Que no faltara a la cita, que ella estaría esperándome. ¡Qué maravillosa puerta abierta me estaba ofreciendo! ¡Y con qué dulzura! ¡Qué sensual su voz cuando me hablaba!
Mientras recogía mis ropas para vestirme, me arrodillé de nuevo y, cuando acabé de ligarme el mandil, recogí el papel y la pluma, que habían quedado tirados en el suelo, testigos de nuestro intenso retozar, y corrí hacia las mujeres, que aún me esperaban, rosario en mano, al otro extremo de la cueva.
—¿Qué te ha dicho? —preguntaron llenas de emoción al ver mi rostro iluminado.
—Que tenga la bondad de venir aquí durante quince días —exclamé—. ¡Qué tenga la bondad! ¿Se dan cuenta? Me ha tratado de vos.
—¿Qué has contestado?
—Le he dicho que sí, que nada podrá detenerme.
—¿Y para qué quiere que vengas, la señora? —interrogó la amiga con una mirada confusa.
—No lo sé —respondí.
—¿Por qué nos has indicado que nos fuéramos, que esperáramos aquí?
—Para obedecer a la señora.
—¿Acaso nuestra presencia le disgusta? Te ruego que se lo preguntes —exclamó azorada la hija del alguacil.
Así lo hice. Regresé a la cueva y aún estaba allí, quieta, serena, altiva. Yo seguía con el papel y la pluma entre mis manos y sin saber qué hacer con ellos. Las dos nos reímos al mirarlos. Luego, con su voz profunda y aquella seguridad que la dotaba de absoluta perfección, me indicó lo que debía responder.
—Me ha dicho —expliqué al volver— que no os promete haceros felices en este mundo, pero sí en el otro.
Y les devolví, por fin, el papel y la pluma. Las señoras se santiguaron emocionadas.
—¡Oh! ¡No ha escrito nada! —advirtió sorprendida la señorita Peyret—. Pregúntale quién es.
Al girarme otra vez, la imagen había desaparecido. Miré a las dos mujeres con aire desconsolado.
—Los seres sobrenaturales —acerté a decir— no revelan su secreto. La señora es mi ama. Volveré aquí durante quince días y lo haré sola, pues sólo yo la veo. Sólo a mí me reclama.
Entonces, las tres nos pusimos a rezar en voz muy baja, tal como había propuesto la señorita Peyret.
Se oían, monótonas, la canción eterna del Gave rodando sobre los guijarros y nuestra oración al abrigo de la blanca inmensidad de los Pirineos. Nada se alteraba. Desde el bosque llegaba la melodía alegre de los pájaros como un canto de esperanza. Ya nada podría detener aquel devenir. El misterio se había renovado.
—¡Ah, qué feliz debéis ser de tener una hija como esta! —habían dicho las dos mujeres a mi madre cuando me devolvieron a casa.
Pero ella estaba muy lejos de sentirse una madre privilegiada. Tampoco las hermanas del colegio tenían una opinión clara acerca de mis alucinaciones, en especial la madre superiora, que me llamó para interrogarme.
—Volveré allí durante los próximos quince días —aseguré—. Ella me lo ha pedido y debo hacerlo.
Las otras hermanas me miraban con recelo, me acuciaban con sus preguntas.
—¿Quién es?
—Una dama blanca.
—¿Qué quiere?
—Sólo amor.
—¿Qué te ha pedido?
—Quiere que vaya allí durante quince días sin faltar ninguno. Quiere verme, estar conmigo.
—¿Por qué te ha elegido a ti?
—Lo ignoro.
—Esa mujer no es humana —afirmó la superiora—, te ha trastornado.
—Es cierto —confirmó la hermana Emmanuelle—, te tiene poseída.
—Soy suya —afirmé.
—Ex corpo exire! ¡Que el demonio salga de tu cuerpo! —gritó la superiora.
—No es el demonio —afirmé con energía—. Ella es amor, igual que Dios.
—¡Sacrílega! —bramó.
—Ella es amor —repetí sin inmutarme, clavando mis ojos en la superiora—, la más alta expresión del amor.
Aturdidas ante mi firmeza y mi arrogancia, acostumbradas a la timidez y usual ñoñería que me caracterizaban, callaron todas y un helado silencio inundó la sala. Mantuve la mirada de la superiora, fija en mí, amenazante.
—Si queréis saber —propuse lentamente— hasta dónde llega el amor de mi señora, orad conmigo hermanas, yo os invito.
Quedaron todas intrigadas por aquella insinuante propuesta, pero no hicieron señal de aceptarla. La madre superiora no dijo nada, respiró profundamente, siempre con su mirada clavada en mis pupilas, y ordenó que me retirase. Antes de abandonar la sala, me llamó para anunciarme que tendríamos una nueva conversación, esta vez en privado, y que ya me avisaría.
Siguiendo mi promesa, a la mañana siguiente, al rayar el alba, me encaminé de nuevo hacia la gruta. No se oía más que al arroyuelo que se escurría por la pendiente de las calles. A pesar de mi discreción y las precauciones que tomé para que nadie se percatara de mis visitas a la gruta, unas vecinas al acecho, que espiaban por las rendijas de los postigos, me siguieron. Una pequeña comitiva de una decena de personas bajó tras de mí a Massabieille por el camino del bosque. Pero ¿qué podía hacer yo? Despistarla era imposible, el pueblo no era tan grande. ¿Acaso impedir que me siguieran? ¿Acaso negarme a mi promesa y al deseo tan hondo que sentía por encontrar a mi señora?
Apenas arrodillada frente a la gruta, entré de nuevo en aquel éxtasis maravilloso. Efectivamente, la dama había venido a posarse sobre la rama del rosal silvestre.
—¡Qué hermosa es! —exclamé.
La señora, en aquella ocasión, no dijo nada. Yo sabía que debía contemplarla en silencio y esperar. A la dama no le gustaba la presencia de otra gente, aunque no pudieran verla. Desató el manto azul que envolvía su cintura y descorrió su túnica dejando entrever su cuerpo blanco, casi tan blanco como el vestido; sus pechos pequeños y erguidos, su poblado pubis negro.
—¡Oh, mi señora! —exclamé—. ¿Qué puedo hacer en este momento?
Yo quería seguir su ejemplo. Despojarme de mis ropas y acercarme a ella para abrazarla. Pero qué pensarían todas aquellas gentes… Entonces sí, me tomarían por loca, creerían que el demonio estaba detrás de todo aquello. Tal vez me encerrarían o me quemarían en la hoguera. ¡Dios mío! Cuánta angustia y cuánto deseo mezclados.
No me atreví a desnudarme, ni siquiera me acerqué a tocarla. Tomé el rosario entre mis dedos y lo manoseé con delicadeza mientras observaba a la dama. Su cuerpo, ya liberado por completo de sus ropas, sólo acariciado por el velo blanco que caía a su espalda, aparecía ante mí con toda su plenitud. Recorrí sus formas, su piel milímetro a milímetro, hasta aprenderla de memoria. Y por la noche, ya desvanecida su imagen, ya de regreso después del trasiego de la pequeña multitud, después de las oraciones de rigurosa ejecución, en el silencio de mi cama, la evoqué, dulce señora, y la traje hasta mí. Y recorrí entonces mi cuerpo como deseaba haber recorrido el suyo aquella mañana. Acaricié mis senos como deseaba volver a acariciar los suyos, me hundí en mi propia humedad como deseaba haberme hundido, hasta ahogarme, en la suya. Y en ese bucear de mis dedos entre labios mojados, agitándome, revolviéndome sobre mí misma, con la sensación certera de tenerla entre mis brazos, descendí hasta el abismo. Mi respiración ardiente era la suya; mi temblor, el de ambas; mi gemir, su canto; y mi estallido, el palpitar de su sangre viajando veloz por sus venas.
Luego reposé tendida en el jergón, con un brazo extendido como si de verdad la estuviera rodeando, con la cabeza reclinada hacia un lado, como si de verdad la tuviera apoyada en su regazo.
Aquella noche, antes de acostarme, había comunicado a mis padres la petición de la señora y mi firme propósito de cumplirla. Iría a Massabieille cada día durante quince días. Mi madre, totalmente desconcertada e impotente, había ido a visitar a su hermana mayor, la tía Bernarde, para pedirle consejo. Al parecer, mi tía le había pedido un poco de tiempo para reflexionar, pero, al cabo de pocas horas, se presentó en el calabozo para dar su siempre respetada opinión.
—Si la visión es del cielo —la oí decir desde mi cama—, no puede suceder nada malo aunque Bernadette continúe con las visitas. Si es del infierno…
—¿Qué? ¿Qué? —interrogaba mi madre.
—Pues… si es del infierno…
—¿Qué pasa si es del infierno? —balbuceó la voz gangosa de mi padre.
Hubo unos segundos de silencio hasta que, por fin, mi tía sentenció:
—Pues que no puede ser, ea, que no. La Santísima Virgen no puede permitir que una niña que se entrega a ella rezando el rosario sea engañada por el demonio. Lo que debemos hacer es ir allí y ver lo que sucede. Bernadette es nuestra. Vamos a Massabieille y pronto sabremos lo que debemos hacer.
—¡Oh, no! —imploré yo en un susurro, arrebujada entre las mantas.
El sábado 20 de febrero volví a la gruta a primera hora de la mañana acompañada por mi madre. Recuerdo que llevaba un vestido estrecho y ligero, tejido en lana de color marrón que me picaba mucho. Iba cubierto por un delantal y con un pañolón cruzado sobre el pecho. Un pañuelo pirenaico de Madrás, con los dibujos descoloridos, cubría mi cabeza y enmarcaba mi cara dejándola a merced del viento helado que aquella mañana azotaba el valle del Gave; sobre el pañuelo, la caperuza blanca que mi madre había comprado años atrás en el mercado de delante de la iglesia. Llevaba también mis zuecos con escarpines zurcidos y medias de lana.
Cuando llegamos a Massabieille, una inmensa muchedumbre había invadido la gruta y sus alrededores. Algunos jóvenes se habían subido encima del nicho cogiéndose a las ramas de los arbustos. Se oían comentarios, rumores; un zumbido insistente que se detuvo al llegar yo. «Dame fuerzas», imploré. La muchedumbre, en un profundo silencio, me abrió paso hasta el lugar donde solía arrodillarme: una losa fina ante el rosal silvestre.
Prescindiendo de toda aquella gente, intenté concentrarme al máximo para invocar a la visión. No veía más que la hornacina donde había de aparecer la mujer de mis deseos. Apreté los ojos y repetí para mí misma:
—Que aparezca, que aparezca, tiene que aparecer.
De repente, se encendió la gruta con rayos que emanaban desde el fondo y una voz a mis espaldas, trémula, exclamó: «Ahora la ve». El eco se reprodujo lejano hasta apagarse y, entonces sí, la imagen iluminada emergió como de costumbre envuelta en estrellas. ¡Qué hermosa fue entonces su primera sonrisa! ¡Qué cómplice, qué amorosa!
—¡Oh, mi señora! —le dije—, anoche os evoqué en mis sueños.
—Lo sé —respondió.
—Me entregué a vos con todo mi empeño.
—Yo lo sentí —dijo ella.
—¡Oh, mi señora! Dejadme repetir esa escena ahora que estáis presente.
Con un suave movimiento, sus dedos largos deshicieron el lazo azul que abrazaba su cintura. Abrió el manto, escaló con sus manos hasta el borde de los hombros, y lo dejó caer al suelo.
—¡No hay belleza que se pueda comparar a vos, mi dulce señora! —exclamé al ver ante mí su cuerpo ligero; siempre me parecía la primera vez, siempre me parecía estar contemplando algo nuevo, algo único, indescriptible y misterioso—. ¿Qué puedo daros yo, que soy tan poca cosa? Tomadlo todo de mí. Bebed mi sangre si ese es vuestro deseo. Soy toda vuestra. Tomadme —y extendí los brazos y bajé la cabeza sollozando de emoción.
Arrodillada frente a mí, ella tomó mi cara entre sus manos y la alzó hasta que mis ojos rozaron los suyos. Acercó sus labios a los míos y hundió en ellos su lengua esponjosa y limpia. De nuevo nos fundimos en el abrazo y nuestros cuerpos se balancearon mientras nuestras manos ansiosas se perdían por lo más recóndito de nuestra humana geografía.
¿Humana he dicho? Aquella mujer no era humana, no era humano aquel abismo. Sentí, otra vez, que me elevaba con ella hasta el firmamento. Siempre la misma sensación y siempre nueva, distinta. Ya ni mis pies, ni mis rodillas tocaban el frío suelo. Ya las nubes me envolvían y yo me dejaba arrastrar por corrientes eólicas en un vertiginoso vuelo de subidas y descensos. Siempre un camino diferente para llegar al mismo sitio. Ya nuestros cuerpos retozaban en el esponjoso lecho que debieron de tejer los ángeles para nosotras. Ya girábamos en el aire, pecho contra pecho, con los brazos aferrados a la espalda, a los hombros, a la cintura, a las nalgas. A sus nalgas redondas y mullidas. Y otra vez sus pechos erguidos reclamando mi lengua. Y otra vez el carrusel de colores, suspiros, cascabeles… Y una especie de vértigo se apoderó de mí, me atacó hasta las entrañas, al saber que aquello podía desaparecer en unos segundos. Y sentí que no me importaba nada morir en aquel momento.
—¡Detened el tiempo, mi señora —exclamé desesperada—, detenedlo!
Pero el tiempo transcurrió y aquel momento se desvaneció, como había ocurrido en las ocasiones anteriores. Un descenso lento, un abrazo que se pierde, una luz que se va apagando poco a poco. Y mis brazos extendidos, implorando que no llegue el final, y su fulgor se extingue como un eclipse mientras siento las rodillas clavadas en la losa y el frío hiriendo mis mejillas, helando las lágrimas de emoción que me corren.
Volvió el murmullo de la gente que, al ver mi rostro ensombrecido, había comprendido que la visión ya no estaba.
—Miradla, parece admirada de encontrarse todavía en este mundo.
En efecto, aquel brusco despertar, no era otra cosa que el regreso a las penas, a la miseria y a la oscuridad de mi hogar.
Allí estábamos otra vez. Mi madre yendo y viniendo. Los hombres pasándose la botella unos a otros. Las mujeres dándome aire y la lumbre encendida.
Algunos testigos narraban entusiasmados lo que habían visto. Sentado en el alféizar estaba el señor Rocher con sus piernas lisiadas colgando sin llegar al suelo y las muletas apoyadas en el muro. Sólo teníamos una silla y en ese momento la ocupaba yo.
—Pero ¿tú la viste? —preguntó Rocher a uno de los narradores.
—Claro, estaba muy cerca de ella.
—¿Y cómo es esa señora?
—No vi a la señora, estúpido, sólo vi a la niña, pero sé que hablaba con ella y sus gestos cuando dialogaba eran…
—¿Y cómo sabes que es una señora?
—¿Qué va a ser si no, una oveja? —gruñó molesto el narrador, que tenía un especial interés por describir mis movimientos—. Te digo que sus gestos no eran comparables con nada.
—Podría ser un señor —insistió Rocher.
El testigo cogió la botella y echó un trago. Luego se limpió los labios con la manga y prosiguió en tono irritado.
—Los señores nunca se aparecen. Siempre son hermosas damas vestidas de blanco, generalmente rubias y con los ojos cristalinos. Eso dicen todas las apariciones. Si tuvieras un poco más de cultura lo sabrías. Además, la niña lo ha dicho y ella es quien la ve. Así que no hay más que hablar.
—Puede ser una pantomima de la niña. Tú te lo crees todo.
—Pero si tú no has estado allí. Os aseguro —prosiguió dirigiéndose a todos— que nunca había visto nada parecido. Por sus movimientos se nota que se trata de algo muy especial. Está en éxtasis, tal como narran los libros que hablan de apariciones. Más vale andarse con cuidado ante estas cosas, no vaya a ser que nos encontremos delante de una santa.
—Es cierto —intervino una mujer—, deberías verlo por ti mismo, Rocher. Sus arrobamientos son celestiales. Deberías ver con qué gracia se inclina, cómo su cuerpo se ve atraído hacia delante, de qué forma lo balancea como si estuviera mecida por las olas. ¿Y sus manos? Sus manos parecen abrazar…, no sabría cómo decirte, parece que estén abrazando a un espectro. Pero su cara, que acostumbra a ser blanca como la nieve, sube de color poco a poco. Parece que un fuego interior le quemara las entrañas. En un momento dado, sus ojos se agrandan, se salen de las órbitas, comienzan a girar y ella jadea, se agita y se estremece. Parece quebrarse en un grito. Es como una explosión. Yo creo que es una descarga de amor y de fe. Ahora que he sido testigo, estoy segura. Estoy segura de que la niña no miente y de que lo que ve, lo que le sucede, no es cotidiano.
El incrédulo Rocher bajó torpemente de su asiento y, mientras se colocaba las muletas bajo los sobacos, exclamó con despecho:
—¡Bah! Yo no me creo esas historias. Las damas no se aparecen para hablar con niñas, sino para hacer milagros.
Salió después renqueando bajo la mirada atenta de todos, que siempre temíamos que tropezara, y la puerta se cerró tras él con un chirrido escandaloso. Días más tarde, el incrédulo Rocher habría de convertirse y sería uno de mis más fervientes y fieles defensores.
El otro hombre se fue un poco más tarde y también las mujeres. Mi madre, que se había mostrado todo el tiempo apesadumbrada y recelosa y que en toda la velada sólo había pronunciado la frase: «Ya no reconozco a mi hija», se retiró también a sus tareas después de arrastrar a mi padre hasta la cama. Y yo me quedé sola, en el silencio húmedo y oscuro de aquel calabozo. Cayó bruscamente el vacío, como una herida abierta en el estómago, justo en la boca del estómago. Las paredes enmohecidas, las grietas en el suelo y en los muros, parecían abrirse en mi interior. Todo era gris y macabro en contraste con el recuerdo aún vivo de la luminosa presencia de la visión.
Al día siguiente volvería, ese era mi combustible, la energía que me mantenía viva y me ayudaba a salir adelante, a enfrentarme con todas las adversidades. Al día siguiente volvería.
Y efectivamente, al día siguiente estaba allí. Era domingo y la multitud era aún mayor. ¡Qué podía ya importarme! Allí iba yo, gallarda y atrevida a buscar el pan de mis días, mi salvación, mi remolque. Vinieron obreros, canteros y picapedreros que, por ser su día de descanso, podían acercarse hasta la gruta para observar. La noticia iba extendiéndose de tal manera que cada vez eran más y no sólo del pueblo, sino de toda la comarca los que conocían el evento y querían comprobar por sí mismos lo que estaba sucediendo.
De la Academia de Medicina habían enviado a un representante con la misión de observar el caso y redactar un informe para la facultad. Era el doctor Dozous, con su fama de escéptico. Se colocó a mi lado durante la aparición y me tomó el pulso. Aquel día mi visión sólo fue contemplativa. Tenía pegado al galeno que no paraba de auscultarme y toquetearme por todas partes. En algún momento incluso sentí que me hacía cosquillas. Mi señora se reía y yo la veía danzar ante mí, acariciarse, pasar su mano por sus níveos pliegues enseñándome cómo debía hacerlo cuando estuviera sola.
Alguien había dejado un cirio encendido dentro de la gruta. Lo cogí entre mis manos y lo balanceé con movimientos enérgicos, como si quisiera ahuyentar a un espíritu maligno. Lo que conseguí, tal como deseaba, fue ahuyentar al médico. Para asustarle un poco más, acerqué los dedos a la llama simulando no sentir nada y oí que el doctor exclamaba en patués:
—Moun Diou! Qu’es brulla!
Entonces, se retiró a observar desde un poco más atrás. De esta forma, yo podía cubrir el cirio con mi cuerpo y, debido a la estrechez de la cueva, el doctor no llegaba a ver mis movimientos aunque se inclinara para intentarlo. Para más seguridad, le advertí que no se acercara.
Ya en situación, coloqué el cirio entre mis piernas, me subí con disimulo los faldones y el mandil, separé el calzón y lo introduje en el húmedo agujero que se abría bajo mis bragas. Acomodé de nuevo las nalgas para que reposaran sobre los talones y mantuve el cirio agarrado con las manos como si fuera la rienda de un caballo. Así podía desplazarlo arriba y abajo, deslizándolo con suavidad por la gelatina que brotaba a raudales de mi tierna oquedad. Y empecé a cabalgar con lentitud, casi sin moverme.
Y la amazona vuela otra vez sobre cordilleras nacaradas, cruza dorados desiertos, atraviesa océanos, salva acantilados y entra en la tormenta. ¡Arriba, arriba! Galopa sin fin mi brava montura. Un rayo me traspasa, el trueno me agita y veo a mi señora trotando también a lomos de su propia mano. Las dos unidas, separadas por ese pequeño espacio vacío de la cueva, pero unidas. Y la tormenta sigue descargando su furia. ¡Adelante, adelante con fuerza, alazán, que la meta está cerca! Pero, en ese instante, algo se quiebra.
Unas manos me estaban agitando desde atrás tomándome por los hombros. Me desenganché velozmente del cirio y lo planté en tierra. Nunca había sido tan brusca la desaparición de la visión, pero en aquel momento no me preocupó. Me habían asustado, temía una reprimenda.
Era, de nuevo, el doctor Dozous, que no hizo caso de mi advertencia y alertado por mis movimientos se acercó a reconocerme. Tomó mi mano. Parecía aturdido, nervioso. Primero echó una rápida mirada al cirio que, curiosamente —milagrosamente, se diría—, aún permanecía encendido. Después observó con detenimiento la palma de mi mano, las uñas, los dedos, los nudillos, ajustando continuamente su monóculo para asegurarse de que la vista no le engañaba. Sólo había algunas gotas de cera reseca entre mis dedos, ningún rastro de quemaduras.
—Nou ya pas arré! —exclamó con solemnidad tomando el monóculo entre sus dedos—. En verdad que no hay nada —insistió dirigiéndose a los que se encontraban más cerca.
Hizo una pausa y se volvió para mirarme otra vez, tras lo cual, suspiró.
—Debo manifestar humildemente —concluyó— que mi ciencia no alcanza a entender el arrebato de esta niña y su insensibilidad ante las fuerzas de naturaleza terrenal.
Sacudió la cabeza. Con el ceño fruncido y aire preocupado, recogió sus bártulos, los metió en el maletín y se retiró a redactar el informe, dejándonos a todos anonadados. No sería tan escéptico el doctor como decían, ya que, posteriormente, fue él quien inauguró el despacho de constataciones médicas del santuario de la Virgen de Lourdes y certificó la veracidad de un sinfín de curaciones milagrosas.
Yo, por mi parte, desde aquel día acudí a la cita con un cirio en la mano.