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En febrero de 1858 Lourdes no era más que un pequeño grupo de casas grises, cubiertas de triste pizarra. Ante sus humildes ojos los Pirineos mostraban una grandiosidad insolente. Altas y nevadas cimas, relucientes prados y lozanos valles que parecían, en un principio, inmerecidos.

A fin de año, el porquero del municipio reunía los cerdos de la villa a son de cuerno y los llevaba a pastar a orillas del Gave. Esa es la primera imagen que recuerdo, un alegre grupo de gorrinos, moteados en negro, retozando junto al montón de guijarros que el río arrastra en su corriente. Por ese mismo lugar conduje yo mi rebaño. Era pastora. A menudo, mi nodriza me hacía llamar para que cuidara a sus ovejas, lo cual me llenaba de alegría. Me complacía enormemente acariciarme con la piel mansa de los carneros jóvenes, sentarme a horcajadas con uno de ellos en el regazo y sentir su calor entre las piernas. Mi padre, François Soubirous, era molinero. Mi madre, Louise Casterot, cuidaba la casa y aceptaba algunos trabajos a jornal. Vivíamos en la antigua prisión de la calle Des Petits Fossés, una sombría celda, habitada antes de nosotros, por malhechores y criminales. Sus ventanas, aún con barrotes de hierro, daban a un reducido patio por el que se veían las rocas de la fortaleza. Los techos eran bajos, las paredes ahumadas y el suelo sin embaldosar. Nos rodeaba la miseria.

Yo era una niña enclenque, de aspecto frágil y desmantelado. A los catorce años (apenas aparentaba once o doce), aún no había hecho la primera comunión. Mi nodriza, que vivía en Bartrès, una apacible y aireada aldea entre verdes colinas, había intentado instruirme sin conseguirlo. Mi cabeza andaba por otros derroteros cuando ella me perseguía con el catecismo bajo el brazo para que me lo aprendiera. Al final, se enojaba conmigo, me llamaba tonta y arrojaba el catecismo a las gallinas, que se dispersaban asustadas con estrepitoso cacareo. Yo, sin embargo, no me sentía humillada, al contrario, nunca perdí la jovialidad. Era una niña débil y enfermiza, pero alegre y despreocupada. Solía hacer calceta en la pradera mientras guardaba las ovejas y mi imaginación volaba inventando personajes ideales que vendrían un día a envolverme en su maravilloso mundo de ensueño.

Una tarde, mi madre nos envió a mi hermana Toinette y a mí a recoger leña. Era el día 11 de febrero. Las fechas vienen a mí regaladas por el tiempo a través de una memoria clarividente. Me parece estar viendo un almanaque de la época del que caen gruesas hojas y en cada fecha hay un dato, una imagen…

Era jueves lardero, día, dicen, que evoca la abundancia y el regocijo. Pero en mi hogar, como siempre, imperaba la escasez. Después del almuerzo, mi madre había mirado apesadumbrada el rincón donde se guardaba la leña, al lado de la chimenea. No quedaba ni una brizna. Entonces nos miró a mi hermana y a mí. Rápidamente nos hicimos las despistadas ya que nos temíamos lo que iba a ordenamos y no nos hacía ninguna gracia salir de casa en un día de invierno tan gris y desabrido. Pero no hubo opción a excusas o discusiones, tuvimos que ir.

Al salir a la calle, nos saludó una bofetada de aire frío. El cielo estaba cubierto de inmensos nubarrones negros que amenazaban tormenta. Mi hermana fue a llamar a una amiga suya, Jeanne Abadie, para que nos acompañara. Su casa nos venía de paso, ya que era vecina nuestra, pero, de cualquier forma, mi hermana habría ido a buscar su compañía. No le gustaba nada salir sola conmigo. Decía que yo era una remilgada y una fastidiosa.

Pasamos, primero, por la calle que llegaba hasta el cementerio, al lado de la cual se solía descargar leña y a veces encontrábamos desperdicios abandonados. Aquel día no encontramos nada y decidimos llegar hasta el río. Bajamos entonces la pendiente que conducía hacia el Gave hasta llegar al Puente Antiguo. Allí nos encontramos con la vieja Pigou, la viuda de Cazaus a quien llamaban «la Urraca» porque era una entrometida. Estaba lavando su ropa en el río y, al vernos, nos preguntó enseguida qué nos llevaba por allí. Le dijimos que íbamos a buscar leña, y ella nos aconsejó que fuéramos por el lado de Massabieille, pues, siempre bien informada, se había enterado de que el señor de La Fitte acababa de hacer podar los árboles de su pradera. No nos sería difícil encontrar allí gran cantidad de ramas y hojarasca.

Massabieille era un lugar muy hermoso, por el que siempre sentí una gran atracción. Junto a un recodo del Gave, se alzaba una pequeña colina llena de grutas, donde, en días de tormenta, los pastores, o algún pescador de truchas sorprendido por el chubasco, solían refugiarse. Preferían, sobre todo, una en especial, algo más grande, que se abría por el norte siguiendo el torrente del río. La pared exterior de esta gruta estaba recubierta de hiedra y musgo y sólo algunas rocas y guijarros, colocados frente a ella, la protegían de las aguas del torrente. A sus pies crecía una zarza de largas espinas, a la que acompañaba un rosal silvestre. Al otro lado de la colina, se extendía la pradera del señor de La Fitte, bordeada de alisos y de álamos y separada por un pequeño canal que se desviaba del torrente para volver a encontrarlo ante la gruta, convirtiéndola así en un pequeño islote.

Tras emprender el camino del bosque, nos adentramos en la pradera pasando por el molino de Savy. Ya casi frente a la gruta, tuvimos que detenemos porque el canal del molino nos interceptaba el paso. La corriente no era muy fuerte, ya que el molino no funcionaba, pero sus aguas estaban muy frías. Mi hermana y su amiga se quitaron los zuecos y, con ellos en la mano y las faldas remangadas, atravesaron el canal. Yo no me atrevía a introducir los pies en el agua helada por miedo a un ataque de asma. Intenté en vano colocar unas piedras en el lecho del riachuelo para poder atravesarlo, pero de nada me sirvió. Al otro lado, las niñas chillaban de frío y metían los pies en la arena para calentarlos.

—¡Blandengue! ¡Remilgada! —me decían entre grandes risotadas.

Después de recoger un poco de leña al pie de la gruta, las dos niñas desaparecieron a lo largo del río y, al verme sola, decidí atravesar el torrente como lo habían hecho ellas. Había empezado a quitarme una media, cuando, de repente, oí a mis espaldas el rumor de un fuerte viento. Miré los álamos a ambos lados del río: ni el más tenue movimiento agitaba sus hojas. Continué descalzándome y oí de nuevo el mismo ruido. Entonces, me amedrenté. Al volver la cabeza hacia la gruta, vi en una de las grietas de la roca que el rosal silvestre, solo él, se movía. Casi al mismo tiempo, surgió del interior una nube luminosa que envolvía a una dama joven y hermosa, la más hermosa mujer que jamás he visto. Vestía una túnica blanca, ceñida a la cintura por un lazo azul y un velo, igualmente blanco, que caía por detrás de su cabeza. Sus ojos eran azules. Sus pies descalzos albergaban sendas rosas amarillas. Me miró con una mirada que no era humana y, con una sonrisa, me indicó que me acercara. Mientras lo hacía juntó sus manos en señal de oración, pero, cuando estuve frente a ella y apenas nos separaba la distancia de un cuerpo, las separó. Me sentí aturdida. Mis manos temblaban cuando las acerqué hasta el lazo azul y, torpemente, deshacía el nudo que lo sujetaba. Su manto cayó al suelo con una suavidad y lentitud desconocidas. Ante mis ojos apareció un abismo de frescura. Ya no hacía frío o al menos yo no lo sentía. En aquel momento, la humedad de la gruta era una sauna tibia y acogedora. Sin atreverme a tocar aquel panal de dulces esperanzas, me dediqué sólo a contemplarlo. Entre sus senos corría una gota de agua limpia deslizándose con lentitud. ¡Si mi dedo hubiera sido esa gota, esa gota resbalando a ligeros trompicones sobre la piel blanca, radiante! Piel dorada. ¡Si mi lengua hubiera sido esa gota! ¡Esa gota! Mi lengua rozando la lisura plateada de la dama. Me sentía aturdida, completamente turbada, desconcertada. Un torbellino de sensaciones me envolvió hasta el borde de la náusea. Cerré los ojos. Todo daba vueltas. Piel dorada, esa gota, mi lengua, mi dedo, esa gota… y oí una voz que procedía del interior de la gruta y que decía: «Vas a conocer el misterio oculto de quien tanto tiempo has esperado. Mírala, ha entrado en tu lecho. Se cubre con tu manta».

En ese instante, se desvaneció el hechizo. Durante algunos segundos quedó impreso, ante las rocas de la gruta, el halo radiante de aquella presencia. El aire frío, que hasta entonces no habían sentido mis mejillas ardientes y enrojecidas, volvió y, sacándolas de aquel extraordinario sueño, las despertó.

—¿Qué has visto, Bernadette, que tienes los ojos en blanco? —se burlaron mi hermana y su amiga cuando al volver me encontraron todavía inmóvil frente a la gruta.

Las miré. Estaban al otro lado del riachuelo riéndose de mí. Sin decir nada, me descalcé y atravesé sin dificultades las frías aguas del canal. Tan caliente estaba mi cuerpo que mis pies ni siquiera notaron la temperatura cortante de las aguas y las niñas frenaron de golpe sus risas para quedarse boquiabiertas ante lo que estaban viendo. Entonces, mi hermana Toinette se agachó a tocarme los pies y con gran estupor exclamó:

—¿Qué te ha sucedido, Bernadette, que todo tu cuerpo está caliente a pesar del frío? ¿Qué ocurre con tus pies que arden a pesar de las heladas aguas?

—Nada —respondí y me agaché para recoger las ramas secas.

Hicimos tres hatillos y con ellos en la cabeza subimos la cuesta para buscar el camino del bosque. No volvimos a pronunciar una sola palabra hasta llegar de nuevo a casa.

Sé que Toinette le relató a mi madre que algo extraño me había sucedido al quedarme sola frente a la gruta de Massabieille, pues por la noche, a la hora de los rezos familiares, ambas me observaban con inquieta curiosidad y discutían sin disimulo, como comadres, dejando escapar la mirada por el rabillo del ojo. Yo no podía olvidar la visión de aquella tarde que había llenado mi cuerpo de deseo. Un deseo abrasador, incontenible. Por eso no pude evitar las lágrimas mientras formulaba mis oraciones.

—Dios te salve María, llena eres de gracia —murmuraba lentamente—, el Señor es contigo —y las lágrimas aparecieron lentas, con una dulzura inesperada— y bendita tú eres —resbalaban por mis mejillas hasta la comisura de los labios— entre todas las mujeres —cerré los ojos— y bendito es…

—¡Lo ves! —gritó Toinette en ese momento—. ¡Lo ves, mamá! Algo raro le ha sucedido.

Mi madre levantó la vela de resina hasta la altura de mi rostro, la paseó ante mi cara, de derecha a izquierda, de arriba a abajo. Me observó atentamente, con los ojos hambrientos, intentando adivinar qué era lo que podía sucederme. Después se giró para colocar de nuevo la vela en su sitio, volvió a sus rezos con aire compungido y simplemente murmuró:

—Esta hija mía me va a matar.

Durante todo el día, la imagen de la luminosa señora me había obsesionado. No era lo inquietante y extraordinario de la visión lo que me preocupaba, yo sabía que un día, algún día, aparecería algo, alguien para descubrirme un mundo diferente, lejos de la humillación constante y la miseria en que vivía. Había llegado por fin, ahí estaba, pero ¿sabría yo responder a su grandeza, a sus deseos, a sus peticiones si estas aparecían? Yo no me había atrevido a tocarla. Tal vez no había entendido su mensaje. ¿Habría algún ruego en su aparición? La visión había desaparecido. Puede que estuviera disgustada… quizá no supe entender…

Ya en la cama, la obsesión de aquella imagen no me dejaba dormir. La pequeña gota que se deslizó por entre los senos de la hermosa dama, su bello rostro iluminado, su cintura lisa y ondulante. Un deseo incontenible de rodearla con mis brazos y posar mi cabeza en su vientre se apoderó de mí y, de repente, un escalofrío de terror me sacudió al pensar que tal vez no volvería a verla. Me arrebujé entre las mantas intentando contener los temblores y repitiéndome que aquello no podía ser cierto, que volvería, sin duda, tenía que volver, no podía abandonarme, dejarme así, con la amarga sensación de saber que el sueño existe y no poder alcanzarlo. «Volverá, volverá, tiene que volver».

Repetí estas palabras durante largo rato, como una letanía, y esto me ayudó a recobrar la calma. Entonces imaginé lo que haría con ella la próxima vez que la viera. Tenía que llenarla de gozo, no podía permitir que algo en mí la disgustara. En ese momento, el recuerdo de su visión, antes que inquietarme, me llenaba de tranquilidad, me sumía en vaporosas sensaciones, como si me hubiera tendido en una nube de algodón, en uno de esos enormes cúmulos blancos de primavera que viajan lentamente por un cielo de intenso azul. Imaginé una dulce danza con ella en esa nube, nuestros cuerpos limpios, libres de vestiduras, ágiles como en los sueños. Mi cama, dura y de ásperas mantas, me pareció en aquellos momentos un nido de plumas, tierno y mullido. Sentí algo en mi cuerpo que nunca antes había sentido… ¡Oh, no, miento! Había notado ese sutil hormigueo cuando jugaba con los carnerillos en el prado. Sí, era cierto; pero no era tan intenso y arrebatador como ahora.

Mi mano se paseó explorando mi cuerpo. Mis pezones estaban duros y erguidos, tocarlos me estremecía. Mi sexo estaba húmedo. Detuve mi mano en él y lo acaricié lentamente, con suavidad, pensando en ella, recordándola, intentando retener aquella imagen, tenía miedo de que se me borrara. Oía el crujir de la leña, aún humeante, la respiración acompasada y profunda de mis hermanos dormidos y los ronquidos atronadores de mis padres, pero nada me perturbaba. Seguí acariciándome, como hubiera querido acariciarla a ella, y en ese gesto, llena de paz, me quedé dormida.

A partir de aquel día sentí que algo en mí había cambiado. Todos coincidían en decir que me había vuelto más contemplativa de lo que ya hasta entonces había sido. Algunos incluso se atrevieron a afirmar que me había entrado el «mal del cielo». Ciertamente, mi buen humor se había trastocado. Nada llamaba mi atención, hacía las cosas sin interés y con gran apatía; me movía de un lado para otro de forma mecánica, como un autómata. En muchas ocasiones, no oía cuando me llamaban o no atendía a lo que me decían porque mi mente no estaba allí.

Mi madre y mi hermana seguían intrigadas por lo que había podido pasarme en Massabieille y sospechaban que mi estado actual tenía mucho que ver con aquello. Mi hermana no había perdido el tiempo. Había expandido la noticia entre sus amigas y estaban todas ellas ávidas de curiosidad.

Yo, en lo más íntimo de mi corazón, sentía un arrebato irresistible que me impulsaba a volver a la gruta, pero tenía la prohibición de mi madre.

—Te va a dar algo —decía—. No teníamos bastante con el asma, que ahora encima te has vuelto lela. Tú allí no vuelves.

Y, por otro lado, estaban mi hermana y sus amigas al acecho esperando resolver el enigma de la cueva. No tuve más remedio que escaparme. Lo hice tres días más tarde. Era domingo. Aproveché la hora del descanso, después de la comida, para escurrirme como una culebrilla a través de la puerta de madera vieja que daba a la calle sin necesidad de atravesar el patio. Mis padres dormían la siesta en su raído camastro, mis hermanos jugaban a las tabas en el patio y mi hermana Toinette, afortunadamente, había salido de casa para visitar a su amiga Jeanne. No se había dignado invitarme a acompañarla, lo cual, antes que molestarme, agradecí enormemente.

Bajé de nuevo por la calle del cementerio para que nadie me viera. Atravesé corriendo el camino del bosque. La brisa movía las hojas de los árboles y se oía el trinar de algunos pájaros y el batir de sus alas en el corto y certero vuelo que emprendían al sentir mis pasos; el crepitar rítmico de las hojas secas bajo mis pies, la sacudida de algún arbusto cobijando a una alimaña.

Llegué hasta el prado, sentí el sol tibio rozando mi cara y templando tímidamente el aire que la azotaba en mi carrera. Luego atravesé de un salto el pequeño canal y, extenuada, caí de rodillas frente a la cueva.

No sabía cuál era el sistema para llamar a la aparición. Inicié una especie de plegaria improvisada que susurraba entre jadeos, aún fatigada por el esfuerzo de mi carrera. Conforme mi respiración se iba serenando y mi letanía sonaba como un murmullo hueco, la gruta se iba iluminando lentamente hasta llenarse de una luz cegadora.

—¡Hela ahí! —exclamé—. ¡Está aquí! ¡Está aquí! ¡Me sonríe!

La señora estaba erguida, con las manos cruzadas sobre el pecho y una sonrisa celestial. Yo también sonreí, hice una reverencia y deshice con suavidad el lazo que sostenía su túnica blanca. Esta empezó a caer desde sus hombros, deslizándose por los brazos con lentitud, como si algo la frenara. Ella la retuvo unos instantes con la punta de sus dedos antes de dejarla caer, cuando ya su pecho estaba al descubierto y me miraba con una sonrisa arrobadora. Giró levemente la cabeza y la dejó caer por fin. Así quedó la túnica a sus pies, envolviendo sus blancos tobillos.

—¡Oh, mi señora! —dije acercando una mano a su vientre—. No sé qué queréis de mí ni por qué habéis venido a buscarme ni qué podría hacer para agradaros. No sé quién sois, imagen de mis sueños, pero no renunciaré a vos y haré cualquier cosa por teneros cerca, por veros, por estar a vuestro lado.

Ella posó su mano en mi cabeza, acariciándome el pelo, la hizo bajar por mi cara. Sus dedos rozaron mis mejillas, luego se posaron bajo mi barbilla y la levantaron. ¡Oh hermosura entre la hermosura, qué destellos de belleza emanaban de su rostro! Con la otra mano me tomó del brazo y me levantó.

—No te arrodilles —dijo—. Abrázame.

¡Oh, entonces, su voz! ¡Oh, su voz! Sinfonía de violines y campanas. Ni el más sublime de los coros, ni el más perfecto conjunto de ángeles, arcángeles y serafines —todos juntos— habría podido siquiera igualarla. ¡Oh, su voz! Magia donde la hubiera, canción de querubines.

La rodeé con mis brazos. Mi pelo acariciaba su cuello, mi cara se posaba en su pecho. ¡Su pecho! Allí por donde pasara aquella gota. Mis labios reposaban justo allí. ¡Dios mío!, pensé, esto no es cierto, es producto de mi fantasía, no es más que un sueño. Mis labios en su pecho, y mi lengua ansiosa, abriéndose paso entre ellos para llegar a rozar la piel mansa, piel dorada; mis labios, su boca…

Subir hacia la cumbre por el angosto terraplén de su barbilla. Lengua que escala con torpe armonía recodos inalcanzables. Mi boca en su boca. Mi lengua más ansiosa, si cabe, franqueando canceles, rompiendo celosías. Y entonces entra en esa cueva mojada y explora sus rincones. ¡Oh, cascada de delicias! Ni las frutas más frescas ni los más dulces obsequios de la naturaleza podrían compararse a su sabor. ¡Qué manantial, su boca! ¡Qué pócima secreta! ¡Qué brebaje poseedor! Era tal la emoción que me embargaba al separar mis labios de ella que no fui capaz de moverme ni de soltarla ni de hincarme de nuevo a sus pies. Me mantuve así, abrazada, hundiendo otra vez mi cabeza en su pecho, oyendo el rítmico latido que su corazón emitía. Mantra divino, latido de otro mundo.

Una mano deshizo a mi espalda el lazo de mi vestido y mis ropas fueron cayendo al suelo una tras otra. Entonces, su piel en mi piel. El abrazo. Y el silencio. El abrazo largo, quieto, tenso, insaciable. El abrazo desnudo, el calor, el silencio… de nuevo el silencio. No sé cuánto tiempo duró ese abrazo que me cerró los ojos y me sumió en un agradable letargo. Cuando me quise dar cuenta, el sol ya estaba bajando. No sé en qué momento desapareció la imagen, no lo había notado, pero el tiempo se me había tragado.

Debía vestirme a toda prisa, temblaba de frío, la cueva estaba húmeda. Debía volver corriendo a casa. Recogí mis ropas, que yacían en el suelo junto a un zarzal, me las puse tan deprisa como pude, las primeras en la gruta, las otras una vez iniciado el camino, y reemprendí la veloz carrera de regreso a casa.

—¡¡Bernadette!! ¿Dónde has estado? —gritó mi madre enfadada. Y, al verme llena de sudor, jadeante, mi respiración ahogada, se echó las manos a la cabeza—. Pero ¿qué es lo que quieres? ¿Matarme? Mira cómo vienes. ¿Y tu asma? ¿Acaso no piensas en tu asma? ¡Dios mío! Esta hija es un castigo.

Estaba tan enojada que fue a buscar un palo y estuvo a punto de fustigarme con él. Salió al patio sin parar de repetir sus lamentos, volvió con el palo, se acercó con furia hasta donde yo estaba y lo levantó sobre mi cabeza. Me encomendé a todos los santos. Puedo sufrir, pensé, cuantos martirios y torturas me envíe el cielo con tal de no perder el tesoro que ahora tengo. Me sacrificaré hasta el extremo de mi resistencia para mantenerlo. Había cerrado los ojos y me había concentrado con todas mis fuerzas en ese pensamiento esperando la llegada del golpe. Pasados unos segundos, al no sentir nada, me atreví a abrir uno de ellos. ¿Me habría convertido en un ser insensible al dolor?, me preguntaba, ¿o estaría todavía dentro del sueño?

Vi entre la sombra de mis pestañas entornadas la silueta de mi madre con el palo levantado y una expresión incierta, como si dudara. Algo la había frenado y, con su mirada un poco bisoja, me interrogaba. Tal vez mi expresión radiante, pletórica de emoción a pesar del cansancio, la detuvo. Con los brazos aún en alto y el palo amenazando, me instó a que le explicara lo que me estaba pasando y lo que había estado haciendo en el tiempo que duró mi ausencia.

—He estado… —titubeé—. Madre, he estado… —la luz se encendió, junté mis manos en señal de oración, entorné la mirada, respiré profundamente y acerté a decir con serenidad—: Madre, he estado rezando.

Mi madre sabía que yo era devota y obediente en las cuestiones religiosas, a pesar de no haber conseguido todavía aprenderme el catecismo. Debió de creerme, o tal vez sus brazos empezaban a notar el cansancio, porque los bajó. Se me quedó mirando un instante más, el nerviosismo agitaba más de lo normal su ojo ciclópeo. Temí que se arrepintiera y volviera a levantar el palo, esta vez para dejarlo caer en mi espalda sin más contemplaciones. Por suerte, no fue así. Dio media vuelta y se retiró hacia la cocina. Antes de entrar vociferó:

—¡Me enfermaréis! ¡Entre todos me mataréis!

No la volvimos a oír hasta la hora de la cena.

Entretanto, mi hermana Toinette había estado contemplando la escena escondida tras la puerta del granero. Cuando mi madre se hubo marchado, se acercó a mí y con aire receloso exclamó:

—Yo sé dónde has estado.

A su rabia respondí con una mirada compasiva. ¡Pobre hermana mía! Debía de estar impresionada por lo que ocurrió en Massabieille. Además, no podía gozar del privilegio para el que yo había sido elegida; no podía por menos que sentirme humildemente orgullosa y compadecerme de ella.

—Has estado en Massabieille —prosiguió—. No sé qué debes de encontrar allí, pero más te valdría decírmelo.

—Lo que tengo que decir se lo he dicho ya a nuestra madre. Sí, he estado en Massabieille. He ido allí para rezar.

—No me lo creo.

—Voy a hacer mi primera comunión y tengo que prepararme.

—Mentira, algo te pasa. Mejor sería para ti que me lo dijeras, porque acabaré descubriéndolo de todas formas y, si nuestra madre se entera, no quiero pensar en lo que podría pasarte.

No temía sus amenazas, pero tanto insistía y tanta pena me daba verla carcomida por la curiosidad que decidí relatarle lo que había visto con la condición de que permaneciera callada. De todas formas, más me valía tenerla como confidente que como espía.

—Está bien —le dije—, pero has de prometerme que guardarás el secreto.

—Te lo prometo.

—Nadie debe enterarse de esto.

—No.

—No sólo nuestra madre, tampoco tus amigas, ni siquiera Jeanne. ¿De acuerdo?

—Que sí. No seas pesada, dímelo ya.

Tomé aire antes de empezar a relatar.

—¿Recuerdas cuando me quedé arrodillada en la gruta el día en que fuimos a buscar leña a Massabieille?

—Claro —respondió—, cómo no me voy a acordar, de eso se trata, ¿no?

—Lo que vi allí fue algo maravilloso. Primero oí unos sonidos extraños y vi un rosal que se movía. Entonces, en la grieta de la roca, se me apareció una señora vestida de blanco con un lazo azul y un gran manto que le cubría la cabeza. Estaba rodeada de un fuerte resplandor y…

—Eres una tonta —me interrumpió—. Te lo habrás imaginado.

—No me lo he imaginado, la vi con mis ojos, era una mujer muy hermosa y estaba llena de luz por todas partes.

—Eso es mentira. No existen señoras hermosas con túnicas blancas y llenas de luz.

—¿Por qué habría de mentirte?

—¿Y por qué se te iba a aparecer a ti una señora?

—No lo sé, pero es cierto.

—Lo que quieres es llamar la atención, hacerte la interesante para que alguien te haga caso.

—Si fuera así, no te habría dicho que me guardaras el secreto.

—Entonces son fantasías, paparruchas. Siempre estás en las nubes y ahora, además, ves visiones.

Comprendí que no podía narrarle el resto de lo sucedido. Me limité, entonces, a insistir en que la visión era cierta y que aquella misma tarde se había repetido.

—Se te debe estar trastornando un poco el juicio. Pasas demasiado tiempo sola con las ovejas en los prados. Demasiado sol en la cabeza. Lo que tendrías que hacer es aprenderte el catecismo de una vez, en lugar de estar inventando historias.

A pesar de sus reproches, noté que mi hermana estaba un poco atemorizada por mis extrañas manifestaciones. Me aconsejó que no volviera a Massabieille; pero yo, profundamente impresionada ya por lo que había sucedido, repliqué firmemente que no podía dejar de ir. Y nuestra conversación se cerró no sin cierto resquemor por su parte.

A la mañana siguiente, Toinette, a quien el secreto maravilloso desasosegaba y ardía en deseos de revelarlo, no cesó de hacer carantoñas a mi madre mientras esta la peinaba junto a la ventana. Temiendo lo peor, salí con disimulo y me puse a recoger las hojas secas que ensuciaban el patio. A los pocos minutos oí la primera exclamación y aceleré la recogida de hojas como si con ello pudiera acelerar también el desenlace. Un poco más tarde, mi nombre sonó como un trueno a través de los barrotes de la ventana y llegó hasta mis oídos haciéndome tambalear.

—¡¡Bernadeeeeette!!

—Sí, madre —acerté a decir tímidamente.

—Ven aquí. ¿Es cierto lo que me cuenta tu hermana?

Toinette se estaba retocando el pelo todavía cuando yo entré. Apartó la mirada para no tener que cruzarla con la mía.

—Dime —insistió mi madre—, ¿es cierto?

No podía ocultarlo, pero tampoco referirlo con toda naturalidad. Tenía que encontrar una fórmula para protegerme y de este modo repetir mis visitas cuando quisiera y sin necesidad de ocultarme.

—¿A qué se refiere? —dije, intentando darme un poco de tiempo.

—Dice tu hermana que has hablado con una mujer en la gruta de Massabieille. ¿Es eso cierto?

—No exactamente, madre. Verá, se lo explicaré —tragué saliva—. El otro día, mientras estaba rezando, en la gruta de Massabieille, tuve una visión maravillosa. De repente, se me apareció una dama muy hermosa, que parecía venir de otro mundo. Tenía las manos unidas y la mirada perdida. Yo no podía creérmelo. Me froté los ojos hasta hacerme daño, pero, al abrirlos, ella siempre estaba allí y tenía una corona de luz resplandeciente a su alrededor.

—¡Ay, pobre de mí! —exclamó mi madre—. Lo que me faltaba. Ahora una iluminada en la familia. Como si tuviera poco con lo que ya tengo.

Se puso a dar vueltas por la casa muy inquieta. En el pueblo, a menudo corrían rumores acerca de apariciones misteriosas, que provocaban males desconocidos. La última había sido ante un pastor de la comarca, que siempre estaba solo con las cabras en el monte. Un día empezó a tener visiones que llegaron a aterrorizarle. Desde el monte llegaban sus gritos hasta el pueblo. La última vez que lo vieron, corría despavorido hacia el valle. Se perdió tras el bosque de álamos y nadie volvió a saber nada de él. Decían que había sido poseído por el demonio, que este había hecho que se lo tragara la tierra. Se explicaban muchas historias diabólicas. La hija de Sajou había enfermado de alucinaciones hacía un par de años y al hermano del señor Pomian lo habían internado en el sanatorio para enfermos mentales de Tarbes por la misma causa.

—Ilusiones —repetía mi madre—. Te habrá engañado la vista. Será alguna piedra blanca que brillaba con el reflejo del sol.

—No, madre —insistí—. No era una piedra, se lo aseguro. Era una dama muy hermosa y me ha llamado, quiere que vaya a verla, quiere que vaya siempre a rezar allí con ella.

—¡Ay, Dios mío! ¡Dios mío! ¿Y si se trata de un espíritu maligno? La desgracia caerá sobre nosotros.

—Pero, madre —repliqué—, un espíritu maligno no se aparece en forma de hermosa mujer vestida de blanco.

—¿Qué no? ¿Y tú qué sabes? Los trucos del demonio son infinitos —dijo—. Tú no tienes ni idea de esas cosas.

A continuación, empezó a sermonearme refiriéndome mil casos de alucinaciones, sin olvidar las del pastor de Arnés, la hija de Sajou y el hermano del señor Pomian. Luego siguió hablándome de los engaños del demonio, de las ilusiones de los sentidos y de la enajenación mental a causa de todas estas cosas.

—No le digas nada a nadie —continuó—. Y tú tampoco —añadió con tono recriminatorio dirigiéndose a mi hermana—. Creerían que te has vuelto loca. Algunos ya empezaron a sospechar algo desde que te entró ese estado de contemplación en el que parece que estés siempre ausente. Compórtate como las demás niñas, saluda cuando te saluden y sonríe con tu sonrisa bobalicona, como lo has hecho siempre. Más vale que piensen que eres un poco tonta a que crean que estás poseída o que te has vuelto loca.

—Pero, madre —volví a insistir, ya un poco desesperada—, no olvide que yo estaba rezando cuando se me apareció la señora y los rezos no atraen al diablo sino que lo espantan.

—Te repito que tú no sabes nada de esas cosas. A partir de ahora te limitarás a rezar en la iglesia o en casa cuando lo hagamos todos. Tú no has visto nada.

Y tú… —volvió a dirigirse a mi hermana—, tú no sabes nada, no has oído nada ni viste nada en la gruta el día que fuisteis a recoger leña.

—¿Y qué pasará con su amiga Jeanne? —inquirí—. Ella también estaba ese día.

—Ella tampoco ha visto nada —dijo mi madre—. Y, si lo ha visto, ya no se acuerda, así que no se lo recordéis vosotras.

Mi estrategia no había funcionado. En casa no se volvió a hablar del tema, pero se respiraba un ambiente de cierta tensión. Conforme pasaban los días, se acrecentaba en mí el deseo de volver a la gruta. No podía escaparme, pues se habrían enterado; mi hermana estaba pendiente de todos mis movimientos. Tampoco podía exponerlo con claridad ya que mi madre se habría enfurecido al oírme. Pensé, entonces, que, si mi hermana intercedía por mí, podría conseguir mi objetivo. Ella estaba ansiosa por saber lo que ocurría en realidad en la cueva y ardía en deseos de acompañarme allí para ver lo mismo que yo. Por ello, no tuvo ningún reparo en hacerlo. Las oí discutir en la cocina.

—Serán alucinaciones —decía mi hermana—. Yo puedo ir allí con ella y convencerla de que no hay nada. Así se le acabarán las manías.

La astucia de mi hermana, a veces, me sorprendía. Tras largo rato de plática, Toinette logró convencer a mi madre de que era víctima de un espejismo y que, al no volver a verla, la visión cesaría, y cesaría también aquella obsesión insensata que se había apoderado de mí.

—Acabaréis conmigo —claudicó al fin.

Ambas salieron de la cocina. Mi madre mirándome a mí, nos ordenó que fuéramos a pedir permiso a mi padre.

—No quiero tener yo toda la responsabilidad en este asunto —dijo—. Id, marchaos y no me rompáis más la cabeza. Pero estad de vuelta para las vísperas o sabréis lo que os aguarda.

Mi padre solía vagabundear por casa del hostalero Cazenave, probando un poco de vino. Lo encontramos en el establo, donde el hostalero daba el pienso a los caballos y él se dejaba caer entre los montones de paja con una botella en la mano. En principio se opuso a nuestra petición sin apenas atendemos, fijando sus ojos desorbitados en el cristal verdoso de la botella casi vacía. Pero, al fin, influido por las reflexiones de Cazenave y sin demasiado interés en replicar nada, nos dio su consentimiento.

—¿Qué daño les puede hacer una mujer que se aparece en una roca? —le decía el hostalero—. Déjalas que se diviertan ahora que son jóvenes, que ya tendrán tiempo para ser desgraciadas.

—Fantasías —dijo mi padre con voz pastosa sin apartar los ojos de la botella—. Siempre están inventando bobadas.

—Las fantasías no hacen daño, hombre.

—He dicho que no, y cuando yo digo que no es que no —balbuceó.

—Déjalas ir, que no estás tú ahora para imponer nada a nadie —concluyó el hostalero cogiéndole la botella y ayudándole a levantarse—. Anda, vamos —dijo—, te acompañaré a tu casa.

—Bueno —sentenció él con una sonrisa vidriosa.

Al abandonar el establo, Toinette se apresuró a avisar a Jeanne y al resto de sus amigas a quienes, a pesar de su promesa, había contado el prodigio. Yo, mientras tanto, pasé por la iglesia parroquial de Saint–Pierre para recoger un poco de agua bendita. Me sentía algo intimidada por las advertencias de mi madre sobre los maleficios diabólicos y pensé que no estaba de más ir prevenida por si surgían acusaciones malsanas. Me había provisto de un frasco que sumergí en la pila bautismal. Lo tapé con cuidado y lo guardé en el bolsillo de mi delantal. De esta forma, estaba protegida por el sortilegio y acallaría las malas lenguas.

Emprendí de nuevo el camino del bosque acompañada por unas cinco o seis muchachas. Otras tantas nos seguían a cierta distancia, pues habían sido avisadas de improviso y ni siquiera les dio tiempo de acabar su tocado.

Bajábamos a paso ligero, yo a la cabeza, un poco por delante de mi hermana y de Jeanne que me custodiaban una a cada lado. Estaba segura de que, al haber tanta gente, la visión no aparecería, pero yo debía seguir la ceremonia completa: me arrodillaría ante la gruta, rezaría el rosario y un par de Avemarías, rociaría con agua bendita las paredes y el suelo, besaría la losa que está junto al rosal, haría unas cuantas genuflexiones, me santiguaría una y otra vez, luego me agacharía para besar el suelo en un acto de humildad y veneración y, al final, abandonaría la gruta confesando que, igual que las veces anteriores, al rezar había visto a una hermosa señora vestida de blanco. De este modo, demostraría a todos que, efectivamente, lo que tenía eran alucinaciones, pero que estas no entrañaban ningún mal. Mi hermana y sus amigas se reirían de mí. No me importaba, estaba dispuesta a soportar sus burlas. Pero el aburrimiento de los rezos y el no ver nada en la gruta acabarían por desanimarlas y no querrían volver a acompañarme. Mi madre se convencería de que no había nada diabólico en mi empresa, al contrario, pura inocencia, y me permitiría volver cuando quisiera. Tal vez, incluso, se sintiera estremecida por mi devoción, podría pensar que, al preparar mi primera comunión, rezaba con tal fervor que hasta me parecía ver a la Virgen. Si todo salía bien, al día siguiente podría volver a la gruta yo sola, invocar a la aparición y, entonces sí, seguro que vendría.

Tan pronto llegamos al nicho de la gruta, caí de rodillas iniciando la ceremonia. Pero cuál sería mi sorpresa cuando, al comenzar mis rezos, la gruta empezó a iluminarse con creciente intensidad. Una luz cegadora, mucho más violenta que en las dos ocasiones anteriores, inundó la cueva y me envolvió en ella. Al mismo tiempo, un sonido agudo atravesaba mis oídos y me aislaba por completo del mundo exterior. Noté que mis pupilas se agrandaban. Atónita contemplé cómo de una nube resplandeciente salía la misma mujer que se apareció las dos veces anteriores.

Qu’ey yé! —exclamé en patués, que era mi dialecto, pues yo apenas sabía expresarme en francés. Aún tuve oportunidad de oír a mis espaldas a una de las niñas que gritaba aterrada:

—Échale agua bendita.

¡Santo cielo! Entonces sí que, de veras, no podía dar crédito a mis ojos. Me levanté y arrojé con suavidad el contenido del frasco alrededor del rosal silvestre. Mis movimientos eran lentos, tenía la impresión de estar flotando.

En ese momento el tiempo se detiene. Su túnica se abre, se deshace; manto que empieza a caer acariciando su cuerpo. Un molino de colores girando a mi alrededor y miles, miles de mariposas revoloteando. Y aquellos pechos blancos, tiernos como la masa del pan. Y las gotas, otra vez las gotas, ahora ingrávidas, flotando como diminutas luciérnagas alrededor de la dama. Se acercan a ella, salpican su rostro, se deslizan por su piel siguiendo un itinerario desordenado, resbalan por el tobogán de sus senos para detenerse al borde de ese acantilado que forman las dos cimas, redondas y erguidas, y caer por fin a sus pies en una grácil acrobacia. Corretean por su vientre y por su cuello, por la ondulada colina de sus hombros, con un movimiento sinuoso, en una ruta imprevisible. Juego de cristalinas perlas, minúsculas, atrevidas; caleidoscopio de reflejos plateados clavándose en mis ojos. Y mi lengua se acerca, imán travieso, para secarlas una a una. Un coro de ninfas canta a lo lejos. Sabor salado en mi boca. Me acerco aún más a su piel y a sus rincones y a sus entrañas. La abrazo. Mis manos se posan en sus dos montículos redondos y tiernos, masa blanda que mis dedos amasan con movimientos circulares, la presión justa; y noto en mi vientre el roce afelpado de su terciopelo negro.

Me vi sumida en un profundo éxtasis y sentí que me elevaba, que me envolvía un enorme y algodonoso cirro; que me cegaba, y todo se tornaba luz y se tomaba blanco. Empecé a jadear y a agitarme. Tenía la sensación de estar cabalgando aquella nube. Un vuelo delirante que se convertía en galopar frenético a lomos de un enorme Pegaso. Subí y subí hasta lo más alto. Y me llenó una sensación celestial, un estremecimiento tal que no puede ser explicado. Una última sacudida me detuvo en lo alto de la cima y no pude contener un alarido, quién sabe si de gozo, de placer o de vértigo.

Las niñas debían de estar oyendo mis jadeos, pues noté que algo a mi espalda se alteraba. Movimientos inquietos, murmullos espantados. Hasta aquel momento no había percibido su presencia. Ahora me llegaba como un eco lejano. Conforme la nube se deshacía, la realidad empezaba a hacerse latente y volvía el ambiente húmedo de la cueva, sus paredes enmohecidas y sus sombras. La bella dama desapareció, el aire gélido azotó mi cara bañada en sudor. Su sonrisa había quedado grabada en el fondo oscuro de la gruta. Me levanté tambaleante y fui a sentarme en una roca junto al río. El agua helada sobre mi rostro me estremeció. Estaba temblando.

A mi lado, las niñas no cesaban en sus comentarios inquietos y sus preguntas:

—¿La has visto?

—¿Dónde está?

—¿Cómo es?

—¿Qué te ha dicho?

—¿Qué ha hecho?

La más pequeña, viendo mi rostro con aquella expresión de enajenamiento sobrenatural y todo mi cuerpo bañado en sudor, sollozó:

—Se está muriendo.

Otra de ellas, con gran estupor, exclamó entre dientes:

—Ha levitado, yo la he visto, ha levitado.

Era el domingo de Carnaval. Más tarde me explicaron que, estando yo arrodillada, con el rostro fijo en la roca, insensible a todo, Jeanne Abadie, que se había quedado con las niñas más rezagadas, lanzó una piedra al rosal exclamando:

—Espera, espera. Voy a apedrear a tu dama blanca y las dos sabréis lo que es bueno.

Esto, junto al desconcierto general y mi pasividad ante cualquier acontecimiento externo, asustó a algunas de las niñas, que huyeron pidiendo socorro. Sus gritos fueron oídos por la madre de Nicolau, el molinero de Savy —aquel molino cercano al canal— y esta se aproximó hasta donde yo estaba. Cuando llegó, me encontró arrodillada en la losa, con la mirada perdida en la infinita oscuridad de la gruta. Reiteradamente intentó, con dulce solicitud (pues era una mujer de extremada ternura), que volviera en mí y recobrara mi estado normal, pero yo ni siquiera la oía. Entonces fue al molino a buscar a su hijo.

Nicolau llegó en mangas de camisa, con la cabeza descubierta, irónico y dispuesto a burlarse de aquellas «extravagancias pueriles». Yo estaba ya sentada en la piedra, junto al río, con el rostro empapado y la respiración jadeante. Al verme así, semidesmayada y llorosa, con la mirada extraviada y el semblante feliz, el molinero se asustó. Su sonrisa se convirtió en una mueca. No sabía qué hacer conmigo, no se atrevía a tocarme.

—¡Esta niña —exclamó— está arrebatada por un misterio prodigioso y sobrenatural!

No obstante, alentado por la insistencia de su madre, el joven molinero acabó por tomarme entre sus brazos y llevarme con suma precaución hasta el molino.

—¡Ay! —suspiraba la anciana—, ¡qué enigmas!

Luego les preguntó a las niñas qué picardías habíamos ido a hacer a la cueva.

—Picardía ninguna —le aclaró una de ellas—, Bernadette fue a rezar porque asegura que ve a una mujer de color blanco con luces. Y, de repente, se ha quedado así, traspuesta. Nosotras no hemos hecho nada.

—Mentira —repuso la más pequeña—, Jeanne le ha tirado una piedra.

—Tú te callas, enana —intervino Jeanne.

—Me ha llamado enana —lloriqueó la otra.

Pero la madre del molinero ya no atendía a las niñas. Aquella información la había dejado intrigada. Yo veía a una mujer mientras rezaba ¿Qué podía significar aquello?

—¡Ay! ¡Qué misterio! ¡Qué misterio! —replicó sacudiendo la cabeza.

Mis ojos quedaron fijos en la imagen maravillosa. En vano el molinero los tapaba intentando romper el hechizo o interceptar la visión, pero nada podía interponerse entre la imagen y yo, nada podía ocultarla. Intentaron también cerrar mi boca, contener la baba que caía. Tampoco lo consiguieron y a punto estuvieron de hacerme morder mi propia lengua. Tal fue la impresión y el estupor que había marcado aquella aparición.

No volví por completo a la realidad hasta llegar a la cocina del molino, reconocer el acostumbrado mobiliario, enfrentarme a él, sentir en mis mejillas el calor de la lumbre encendida y oír el crepitar de la leña mientras, sentada junto al fuego, con la boca aún abierta, todos me rodeaban, me zarandeaban, me daban palmaditas en la cara y sorbos de agua azucarada que no llegaba a tragar.

Entretanto, las niñas habían vuelto apresuradamente a sus casas para contar lo sucedido. Mi hermana Toinette entró sollozando en el calabozo donde vivíamos diciéndole a mi madre que yo estaba como muerta.

—¡Sólo nos faltaba esto! —había exclamado mi madre fuera de sí—. Esta alucinada será la comidilla del pueblo. ¡Dios mío! ¡Dios mío! Nos meterán a todos en la cárcel por su culpa.

Su retahíla no paró en todo el camino hasta llegar al molino de Savy y, al entrar y verme, prosiguió en un tono aún más irritado.

—¡Pícara! ¡Insensata! ¿Quieres que todo el mundo se burle de nosotros? Ahora pagarás tus beaterías y tus cuentos con esa señora. ¡Iluminada, más que iluminada!

Siempre precavida, se había provisto de un palo que agitaba mientras profería aquella sarta de gritos e insultos. No dudó en levantarlo contra mí, pero rápidamente, la anciana Nicolau la detuvo diciendo:

—¿Qué vas a hacer, desgraciada? Si tu hija es un ángel del cielo. ¿No te has dado cuenta de nada? Ella es la elegida. Detén tu ira y siente el orgullo de ser su madre.

—¿Eeeh? —exclamó mi madre absolutamente conmocionada.

Miró hacia todos lados con su mirada torcida. Yo no me movía, seguía con mi boquita abierta, una sonrisa de feliz borrachera y la imagen de la aparición grabada en mis pupilas.

—¿Elegida para qué? —preguntó a continuación bajando ya el palo.

Nadie respondió a aquella pregunta. Un incómodo silencio presidió los minutos que siguieron. Todos me miraban. Y yo en el centro, totalmente absorta y ajena a lo que pasaba.

—¡Ay la que me espera! —exclamó después mi madre cayendo desplomada sobre un saco de trigo.

Allí estuvo, derrotada, contemplando la escena sin decir nada más, hasta que, pasado el encantamiento, me tomó de la mano para llevarme a casa.

En aquellos días, no podía entender lo que sucedía entre la gente (no llegué a entenderlo nunca, en realidad y, si me apuro un poco, ni siquiera ahora que lo veo desde otra vida). Unos me veneraban, otros deseaban castigarme. En el pueblo todo el mundo hacía interpretaciones acerca de lo que me estaba sucediendo y, en especial, muy en especial, acerca de quién podría ser la extraña dama de las apariciones. Pero, pasara lo que pasara, fuera quien fuera la hermosa señora, se había apoderado de mí; me había llevado a las cotas más altas del placer, de la fantasía, del ensueño. No tenía ninguna intención de renunciar a ella, antes al contrario, mi deseo era ir cada vez más lejos, hasta morir, si era necesario, en aquel estado de sublime fruición.

Durante el camino de regreso a casa, no cesé de girarme para ver la roca de la gruta, allá abajo, en el camino del bosque.

A la mañana siguiente, en el colegio del Asilo, las otras niñas de la clase, que no me habían visto en éxtasis, se mofaron de mí llamándome visionaria, mentirosa y extravagante. ¿Cómo podía hacerles entender que aquella señora me había descubierto el más grande de los placeres existentes? ¿Cómo hacerles degustar aquel paraíso? Ninguna de ellas, estaba segura, había conocido nada parecido y la mejor forma de que me creyeran era llevarlas por el mismo camino de sensaciones que yo había conocido en el acercamiento a mi señora. Al principio, no se me ocurría la fórmula para desvelarles aquel misterio del alma y del cuerpo, pues nada me proporcionaba la excitación que sentía frente a la dama. Pero, guiada por una intuición divina, acerté a encontrar un sistema que nos uniera a todas en aquel gozoso devenir.

Me atreví a reunir a las niñas en la hora del descanso, tan segura estaba de que aquella sensación las impresionaría a todas ellas. Era un grupo reducido, de unas ocho o diez, las que más me habían incordiado y, al mismo tiempo, más curiosas se mostraban. Por eso, cuando les propuse transmitirles lo que me había enseñado mi señora, no dudaron en aceptar. Les advertí que, si seguían todas mis indicaciones, iban a entrar en un estado de sublime arrobamiento como si hubieran ingerido un extraño elixir o hubieran contactado con la divina bondad, como ocurría con santa Teresa —las hermanas, a menudo, nos hablaban de ella y de sus éxtasis—. No debían tener miedo de lo que ocurriría en su interior ni impedir a su cuerpo que se expandiera como deseara y reclamara.

Cuando las tuve a todas a mi alrededor, cerré los ojos y me concentré con ahínco en la imagen de la dama iluminada en el interior de la gruta. Enseguida la vi. Se me apareció como un festival de lucecillas en la oscuridad de mis párpados apretados y pronto comencé a notar aquel cosquilleo que ya conocía y que tanto me agradaba.

—¿No lo sentís? —les dije a las otras niñas—. ¿No sentís un hormigueo entre las piernas?

Estábamos todas en círculo, arrodilladas con las nalgas reposando sobre los talones, tal como yo había indicado.

—Balancead suavemente vuestras caderas —propuse—. Pensad en una hermosísima mujer vestida de blanco. Sus pechos son blandos como la masa del pan. Recordad la textura esponjosa que tiene la ubre de una vaca cuando la ordeñáis en el establo; y aquel líquido blanco y cálido que os corre entre los dedos. Recordad la miel. Mirad qué parcela de hierba, dorada y ocre, se extiende bajo su vientre. Si vuestros dedos entran en esa pequeña caverna que protege tan espumoso rizo, notaréis un manantial almibarado que lo baña; el mismo que ahora os corre y se desliza por vuestra escondida bóveda. ¿No notáis ese hormigueo?

—Sí, yo lo siento —exclamó con un hilo de voz una de ellas.

—Yo también —dijo otra—. Tengo miedo.

—No os asustéis. No temáis. Pensad que esa dama blanca se os entrega por entero. Enredad vuestros dedos en su pelo, una larga y lacia cabellera dorada. Deslizad vuestras manos por sus hombros y su cuello. Recorred con vuestra lengua el lóbulo perfecto de su oreja. Besadla. Notad que su saliva es aún más dulce, más fresca y agradable que el sabor de las más gordas y oscuras cerezas. Explorad vuestra piel entre las ropas, como lo haríais con ella. También está húmedo el incipiente rizo que os está naciendo bajo el regazo. ¿Notáis ahora ese hormigueo?

—Sí, sí —exclamaron otras voces.

—Yo también.

—Y yo.

—Yo también lo siento.

—Cruzad vuestras manos sobre el pecho. Yo también sentí, la primera vez, que mis pezones se erguían como lo están ahora los vuestros. Y temí por ellos, pero al tocarlos toda mi piel se erizó con una agradable sensación de algodones. Tocadlos sin miedo. Agitad vuestro cuerpo con ritmo, sin perder el compás. Recitad, si eso os ayuda, alguna plegaria, alguna letanía. No perdáis de vista a esa hermosa y brillante dama que ahora os invade, se introduce en vuestro interior, os levanta, os transporta… Seguid, seguid adelante hasta el final, sin que nada os detenga, sin temor a la inmensa explosión que se avecina. Seguid, sentid y entregadle a ella todo el placer que se está apoderando de vuestro cuerpo.

Durante los minutos que siguieron, mi voz dejó de oírse para dar paso a los suspiros de las niñas, al roce de las telas de sus faldones, al sibilino murmullo de sus rezos, a sus gemidos, a sus lamentos, a sus jadeos y, por último, al estallido de gozo que las niñas lanzaban en el momento de alcanzar la culminación de sus emociones y hacer entrega de ella a aquella hermosa señora que había nacido en la imaginación de cada una.

Cuando la hermana Geneviève llegó hasta donde estábamos alertada por unos quejidos que le resultaban extraños, sólo quedaba ya nuestra respiración honda y entrecortada. Nos encontró arrodilladas en círculo, con las manos unidas, el semblante arrebatado, sudorosas y con la cabeza agachada ocultando las lágrimas que a más de una le corrían mejilla abajo. Aquella visión, más que asustarla, la emocionó. Se quedó inmóvil en la puerta del oratorio antes de atreverse a preguntar con voz trémula:

—¿Qué estáis haciendo, pequeñas?

—Orando, madre —respondí yo—, orando.