Cuando desperté era aún noche cerrada y un pájaro cantaba. Pensé que se había equivocado. Antes, aquel lugar había sido un bosque, un enorme y frondoso bosque habitado por especies de todo tipo. Todo debía de ser un bosque en ese antes indefinible. Su canto me recordó el valle del Gave, los extensos prados y el silbido de miles y miles de pájaros. El que ahora cantaba debía de ser uno de los pocos que se salvó de la masacre y, cada noche, seguramente, repetía la misma ceremonia. Al anochecer, se dormía rendido después de la jornada y durante unas cuantas horas permanecía en ese sueño profundo, infranqueable. Pero después del necesario descanso, cuando entraba ya en la duermevela, algún ruido repentino le despertaba —tal vez el motor de un coche o los taconazos, risas y traspiés de una pareja que regresaba a casa de madrugada, o el lamento de un perro abandonado que aullaba su soledad a la luna—. El pájaro, seguramente, se despertaba sobresaltado, abría los ojos y, confundido por la iluminación del barrio y el resplandor del alumbrado a la entrada de la autopista, empezaba a cantar. Cuando aquello era un bosque, la noche era negra, completamente negra en el rincón de su nido. «Está amaneciendo», debió de exclamar aturdido por las luces. «No es posible, está amaneciendo y yo aquí, dormido como un zángano». Entonces empezada su canto dulce y monótono, cantaba y cantaba y, probablemente, se quedaba semidormido esperando el verdadero amanecer.
A mí me sucedió como a ese pájaro. Cuando desperté era de noche en el recuerdo y algunas luces me confundieron. Inicié entonces este peregrinar por los confines del tiempo, del antes y el ahora, de un antes que se duplica y se confunde. Pero he visto claro. Una revelación divina, la iluminación, el inicio del camino. Pongo en orden mi vida, esta vida, y veo todo el cúmulo de señales, indicios de lo que fue, pautas para entender. Si al tío Andrés no le hubieran cosido la barriga y un psiquiatra iluminado no me hubiera dicho que me enamorara de la Virgen, ahora nada tendría sentido. Veo las imágenes fosforescentes en la mesilla de noche y el pollo de todos los domingos; el mes de mayo con sus cánticos —mes de María—; mi comunión vestida de Bernadeta con el velo blanco y el hábito blanco también, y el escapulario y las sandalias, sin ningún lujo, como antes fue, nada de medallas ni nomeolvides de oro ni guantes de nailon, sólo un misal, de buena edición, pero sencillo, y un rosario de plástico con olor a rosas. ¡Qué casualidad que yo fuera vestida de Bernadeta!, la única de mi colegio. Entonces sentí vergüenza y humillación. ¡Qué diferentes se ven las cosas cuando una es ignorante! Y, más tarde, los cursillos de cristiandad, la congregación mañana, las hermanas del Sagrado Corazón y el Club de Amigos del Pedal de Badalona, donde estaba José María, mi director espiritual. Nada es gratuito, ahora me doy cuenta, y la casualidad no existe.
El tío Andrés empezó a encontrarse mal una tarde de domingo, precisamente, y todos le echaron la culpa al pollo. «A ver cuándo pones conejo», le dijo a la tía en su febril agonía. Pero los médicos diagnosticaron algo más grave, que nada tenía que ver con el pollo mal cocinado de todos los fines de semana, y se lo llevaron al hospital. Era un hombre beato y fuerte, pero sabía que, a pesar de su fortaleza, tenía pocas probabilidades de seguir comiendo pollo y prefirió encomendarse a su beatismo. Devoto como nadie de la Virgen María, se entregó a ella mientras era conducido hacia una sala de operaciones donde un galeno y su séquito de enfermeras abrirían su cuerpo para extraerle el mal. En un acto de fe inmensa, hizo la promesa de partir en peregrinación hacia el santuario de Nuestra Señora de Lourdes todos los años que le quedaran de vida. En agradecimiento a la Virgen por haberle salvado, acompañaría a los enfermos para darles coraje y ánimo, y avivar su fe con el ejemplo, ya que en su propio ser se habría obrado el milagro.
Y le quitaron el mal, y se salvó, y cumplió su promesa.
Así fue como la casa (y en especial mi habitación) se llenó de souvenirs fácilmente renovables de año en año, que, por lo general se acumulaban invadiendo todos los rincones. El tío Andrés acudía gozoso y contento a su cita anual con el brazo enfundado en un brazalete distintivo. Al regresar, reunía a toda la familia y nos enseñaba las diapositivas. Era la misma tarde en que nos entregaba los souvenirs, un domingo, casi siempre, después del pollo. Mientras la tía servía el café y las pastas, él preparaba el proyector y los carros, iba mirando al trasluz las diapositivas una a una, las ordenaba con metódica pasión, cuidaba de que todas estuvieran en la posición correcta —aunque después siempre había alguna rebelde que salía boca abajo y provocaba las risas de mi prima y las mías, y su histérica reprimenda—. Luego quitaba el cuadro de la pared, un paisaje enorme con dos perros y un ciervo, apagaba las luces y empezaba la sesión. En el muro blanco, aparecía un mar de lisiados, tullidos, enfermos desahuciados cubriendo la explanada del santuario; el tío en acción, siempre gordito y siempre con una sonrisa en los labios, transportando camillas, ayudando al baño milagroso, dando de comer —o lo que hiciera falta, decía él— y rezando; muchas monjas, enfermeras eventuales, niños contrahechos y madres desesperadas. Solía tirar dos carretes, aunque algunos años veíamos también las del viaje anterior. La reunión se alargaba hasta la hora de la merienda. Recuerdo que en medio de todas las diapositivas siempre salía una manchita negra que aparecía en los lugares más improcedentes: la nariz del tío, la lengua de un enfermo a punto de recibir la santa hostia o el culo de la señora que se inclinaba para besar los pies de la Virgen. Cada nueva diapositiva creaba la incógnita. ¿Dónde saldría el clavito del cuadro que había quedado allí, guardián de la pared, como un testigo inoportuno? Era lo que más me gustaba de la reunión.
Al encenderse de nuevo las luces venía la entrega de regalos con gran algarabía por parte del tío Andrés. Siempre eran variaciones sobre el mismo tema: medallas azules con la imagen de la Virgen, bolitas de cristal con figuritas dentro que al girarlas levantaban una lluvia de nieve artificial, estampas, pequeños recipientes conteniendo agua bendita, más medallas, escapularios, los famosos rosarios con olor a rosa y figuritas fosforescentes. Una de esas estatuillas presidía mi mesilla de noche. Era pequeña. Si la rodeaba con mi mano, apenas asomaba la cabeza. Ella fue testigo de mis primeros encuentros con el amor solitario. En la oscuridad de mi habitación, cuando sólo se oía el trajinar de las vecinas fregando los platos de la cena y apenas un hilo de luz rozaba mi ventana, su fosforescencia resplandecía. Un cosquilleo, hasta entonces desconocido, me invadía y mi mano, guiada por una extraña fuerza, bajaba hasta los confines de un pubis aún tierno y despoblado y lo acariciaba con fruición. Noche tras noche se repetía esa ceremonia, de tal forma que sólo ver el resplandor de mi pequeña estatuilla ya mis bragas se mojaban, me hervía la sangre y mi mano se desplazaba. En pocos minutos, conseguía aquella sacudida milagrosa que alborotaba todo mi cuerpo.
He aquí la primera señal. ¿Es casual acaso que la Virgen de Lourdes presidiera mis primeras masturbaciones? Ella me acompañó en el descubrimiento del placer y de mi cuerpo durante años. Cuando la cama se agitaba, allí estaba su luz resplandeciente, su mirada. ¿Quién guiaba mi mano?
Hice la comunión, como ya he dicho, vestida de Bernadeta. Aquel fue para mí un día amargo, incomprensible, que no quiero recordar, pero me veo obligada a destacarlo ya que —de nuevo la casualidad— yo era la única niña del colegio que lucía ese atuendo. Las otras llevaban hermosos trajes de encaje blanco, lucían joyas y relojes nuevos, zapatos de charol y hermosos misales con el filo de las hojas dorado. Éramos doce niñas de una pequeña escuela privada situada en un piso, sin patio y con sólo tres aulas: la de las párvulas, la de primaria y la de las mayores (ingreso al bachillerato y secretariado comercial). Ahora, en su lugar, hay una tienda de electrodomésticos y aparatos de alta fidelidad y un videoclub.
Al año siguiente de la comunión, las doce niñas entrábamos a formar parte del coro del colegio. Cantábamos salmos en los ejercicios espirituales y canciones a la Virgen durante el mes de mayo:
—Veniid y vaamos tooodas, con floores aa Marííía, con flores aa Marííía, que madre nuestra es.
Ya entonces sentía una especial atracción por las niñas mayores. Me gustaba ver sus pechos realzados por los primeros sujetadores y su coqueteo altivo. Estar en el coro era para mí un espectáculo y casi un privilegio. Allí fue donde conocí a mi amiga Lourdes (no pienso hacer comentarios acerca de su nombre); no era de las que más me gustaba, pero compartía con ella algunas secretas inclinaciones. Era dos años mayor que yo, estaba en ingreso. Al salir de la escuela cogíamos el mismo camino para ir a casa y un día nos hablamos.
—Tú estás en el coro —dije a modo de introducción.
—Sí, claro —contestó ella—, estoy en ingreso.
—…
—Tú has entrado este año, ¿no? —siguió.
—Sí, claro —contesté en el mismo tono que ella—, hice la comunión el año pasado.
No dijimos nada más hasta llegar a la esquina de mi calle, donde nos separamos.
—Adiós.
—Adiós.
Pero me sentí muy importante por haber entablado conversación con una de las mayores. Ella me descubrió todas esas «cosas de la vida» que, cuando te enteras, te dejan con la boca abierta hasta entrada la madurez: qué era la regla, de dónde venían los niños, qué significaba «hacer el amor»… Cada tarde nos esperábamos a la salida de la escuela y hacíamos el camino de regreso conversando. Creo que, en el fondo, se sentía responsable de mi información sobre ese tipo de temas de los que ella estaba tan al corriente.
—¿Tú ya tienes la regla? —me preguntó un día.
—¿El qué?
—La regla.
En aquel momento pensé que se refería a uno de los artilugios que usábamos en la clase de dibujo, pero conforme Lourdes seguía hablando me iba dando cuenta de que mis canales informativos sufrían graves anomalías.
—Es lo que te viene para ser mujer. Un día te sale sangre y ya siempre te sale sangre hasta que te mueres o eres muy vieja.
—¿Sangre? ¿De dónde? —pregunté no sin cierto temor a pesar de la tranquilidad con la que mi amiga me lo explicaba.
—De abajo.
—¿De abajo?
—Sí.
—¿Dónde?
—Del agujero. Tenemos tres agujeros, uno por donde sale el pipí, otro por donde sale la caca y otro por donde sale la regla. ¿A ti no se te ensucian las bragas con una cosa blanca como un moco?
—Sí, a veces.
—Se llama «flojo» y sale por el mismo agujero que la regla.
Nos quedamos en silencio unos segundos. Mi desconcierto era tal que ni siquiera podía sentir angustia.
—¿Y has dicho que te sale sangre toda la vida?
—Sí, pero no todos los días, sólo una semana al mes. Se llama la «mala semana». Te pones una compresa para no ensuciar y ya está, pero durante esa semana no te puedes bañar, ni lavarte la cabeza ni beber cosas frías.
En los días que siguieron, se me acumularon un montón de interrogantes que Lourdes siempre me aclaraba complacida de poder instruirme. El camino hasta casa se nos hacía corto y empezamos a merendar juntas, casi cada tarde, en su habitación, donde además podíamos completar las informaciones con documentos gráficos y hasta realizar algún que otro juego secreto.
—Mira lo que he conseguido —dijo sacando una revista de debajo del colchón. En una de las páginas aparecía un hombre desnudo. Era la primera vez que veía un pene y sentí repugnancia.
—¿Qué es eso? —exclamé.
—La titola —sentenció ella sin inmutarse—, lo de los hombres. Se llama titola o polla o pene, y esto de aquí son los huevos, que también se llaman testículos o cojones.
—¿Tantos nombres para una cosa tan fea?
—Sí —suspiró—, a mí tampoco me gusta. Creo que no me voy a casar nunca, no quiero que nadie me meta eso dentro.
De nuevo, mi radar detectó una anomalía en el sistema de información sobre cosas de la vida.
—¿Meter dentro de qué el qué? —interrogué titubeante.
—¡Ah!, pero bueno —exclamó—. ¿Tampoco sabes cómo se hacen los niños?
—Sé que los niños salen de la madre —repuse un poco ofendida, al menos eso sí lo sabía.
—¿Y quién se los mete? —preguntó con cierto retintín, pero enseguida continuó con serenidad—. Bueno, no te preocupes, es normal que no lo sepas porque aún eres pequeña.
Su dulzura era tal que no podía molestarme por aquella afirmación. Y además tenía razón, Lourdes era mucho mayor que yo. Preferí no reivindicar nada y atender a sus explicaciones.
—Para hacer un niño, la noche de bodas, el hombre mete su pene en el agujero de abajo de la mujer.
—¿Qué agujero? —me atreví a preguntar, ya que, habiendo tantos, la cosa no estaba tan clara.
—El de la reeegla —suspiró—. Para eso se tiene, para poder tener niños. Y por eso, cuando ya la tienes has de andarte con mucho cuidado con los chicos porque puedes quedarte embarazada. Algunas niñas de mi clase dicen que no tienes que dejar ni que te besen, pero no es cierto, lo único que tienes que impedir es que te metan la titola en el agujero. Eso se llama hacer el amor. El hombre mete el pene y lo saca y lo vuelve a meter. Por eso, cuando un niño quiere hacerte una broma guarra te pregunta si quieres jugar al juego del «mete–saca» —esperó unos segundos y prosiguió con cierta resignación—. Bueno —dijo—, yo ya lo he decidido, no pienso casarme.
—Yo tampoco —dije con voz temblorosa apartando la mirada de la revista.
A las dos nos gustaba mucho ir al coro. Cantar nos elevaba el espíritu y en los descansos podíamos criticar a las otras niñas, destacar las novedades, comentar nuestras preferencias e incluso aprovechar para manosearnos. Estábamos al tanto de los períodos menstruales de todas ellas, de quién usaba sujetador o se pintaba al salir de la escuela porque le gustaba un chico, y de quién, sobre todo, no parecía tener intención de gustar a los chicos. Además, nos recreábamos siguiendo los pasos del sacristán, un jovencito de ostensible cojera, que a Lourdes le atraía de forma muy particular.
—Cuando le veo siento una cosa rara —me decía—. Pobre hombre, deberíamos rezar para que su pierna se ponga bien y sea un chico como los demás.
De ahí salió uno de nuestros juegos favoritos. Hasta entonces, el que más nos gustaba era el de los médicos, donde podíamos realizar toda suerte de toqueteos. A Lourdes, que llegó a estar realmente obsesionada con el sacristán, se le ocurrió un juego nuevo: el del milagro. Una de nosotras representaba el papel del sacristán cojo que venía a la iglesia a orar ante una santa; la otra era la santa, quien, compadecida por la bondad y ternura del sacristán, lo sanaba. Por lo general, Lourdes era el sacristán y yo la santa, pero a veces intercambiábamos los papeles y debo reconocer que el rijoso movimiento de mis piernas acercándome a ella, subida en una silla con las manos unidas y la mirada perdida, el sinuoso vaivén al caminar y las dificultosas maniobras para inclinarme ante su altar resultaban de lo más excitante. Mientras el sacristán rezaba, la santa colocaba una mano sobre su cabeza y, con gran solemnidad, le decía: «Hijo, túmbate». El sacristán se tendía en el suelo con las manos recogidas sobre el pecho y la santa bajaba de su pedestal para arrodillarse junto a él. Pasaba su mano repetidas veces por la pierna enferma y por la sana, llegaba hasta la ingle —ahí el chico empezaba a sentir una turbadora alteración—. La santa restregaba sus manos con pasión entre las piernas del muchacho repitiendo: «Te curarás, te curarás». Y el sacristán movía sus caderas arriba y abajo mientras recitaba una retahíla de súplicas: «Cúrame, te lo ruego, por favor, quiero curarme, hazlo, sigue, quiero curarme»…, hasta que sentía que algo cambiaba en su cuerpo. Sus piernas se agitaban con energía, su pecho se abría, sudaba, su corazón palpitaba con más fuerza que nunca y una sacudida eléctrica le recorría las entrañas: «¡Estoy curado», exclamaba entonces entre sollozos, «estoy curado, gracias, estoy curado!»…, y se fundía en un profundo abrazo con la santa.
Al acabar la escolaridad, la familia de Lourdes se trasladó a otra ciudad y dejamos de vernos. Nos escribimos algunas cartas y tuvimos un extraño encuentro, al cabo más o menos de un año, en el que no supimos qué decimos. En poco tiempo perdimos el contacto definitivamente y yo me sentí sola por primera vez. No conocía a nadie en el instituto, que al lado de mi pequeña escuela, me parecía un monstruo, una especie de fortaleza armada, llena de puertas, pasillos y gente que te arrastraba como la corriente imparable de una inundación. Entraba en mi adolescencia y me sentía presa de un irresistible amor a las mujeres. A menudo acudía a las librerías de viejo buscando manuales de sexualidad —que entonces eran difíciles de encontrar y siempre reaccionarios— para saber y entender qué era lo que me pasaba y por qué debía ocultarlo. Pronto me enteré, ya que ese apartado, el que más me interesaba, aparecía siempre en el capítulo de desviaciones, aberraciones sexuales o anormalidad. Estaba sola, me daba miedo iniciar amistades y me sentía diferente.
De nuevo el tío Andrés vino a solucionarme la papeleta. Los domingos seguíamos yendo a su casa a comer el pollo. Una tarde invitaron al café a José María, un joven seminarista con bambas, ágil, miope y flaco, de nuez muy marcada y amplia sonrisa equina. Él llenó mi vida social hasta que me fui de casa. Era muy aficionado a la bicicleta y por ahí inició la conversación cuando los mayores nos dejaron solos a los jóvenes —mi prima, José María y yo— para que habláramos de nuestras cosas. Más tarde me enteré de que todo había sido una maniobra urdida por el tío Andrés para encarrilarme. Temía por mi futuro de oveja descarriada consciente de que la mía no era, precisamente, un modelo de familia cristiana. «Esta chica necesita compañías sanas y un buen ejemplo, ya que en su casa no se lo dan», le oí decir alguna vez. Pretendía que me metiera en grupos de acción católica, igual que mi prima, y, como era su costumbre, lo consiguió. Pero nunca logró que yo fuera de enfermera a Lourdes. Tal vez hubo un fallo en la ordenación del destino o quizás estaba escrito que no debía tener una revelación a tan tierna edad. Sea como fuere, la cuestión es que me metí de nuevo en vereda.
José María me invitó a unirme al Club de Amigos del Pedal, del que él era socio. A mí también me gustaba la bicicleta, así que aquella me pareció una buena forma de llenar los sábados, a pesar de que intuía la maniobra de mi tío. Solíamos pedalear por la carretera del Maresme y a veces llegábamos hasta Mataró o incluso hasta Arenys. Su estilo de monje seglar no me gustaba mucho, pero se portaba muy bien conmigo y yo invertía mi soledad en una actividad agradable. Al poco tiempo me habló del grupo. Él salía con un grupo de chicos y chicas, todos muy majos y muy sanos, que hacían fiestas, excursiones, iban al cine; y también se encontraban para actividades de apostolado y cónclaves religiosos (esto último me lo dijo un poco más tarde). De este modo y sin saber muy bien por qué, mientras mi país se rebelaba contra el oscuro poder de la religión en plena dictadura, yo me vi de nuevo arrastrada por ese carro de iglesias y vírgenes, que no me resultaba desconocido y, ahora sé por qué, me ha perseguido toda mi vida. De ahí pasé a los cursillos de cristiandad, la congregación mariana los miércoles por la tarde, la guardia de las Hijas de María un sábado al mes y el doctor San Hilario.
Las excursiones me gustaban, dormíamos chicos con chicos y chicas con chicas (aunque el panorama monjil de las chicas del grupo no era lo que se dice muy libidinoso); las fiestas y salidas al cine llenaban esos huecos muertos que representaban entonces para mí los fines de semana; las actividades de apostolado las hacía por pura inercia. En general, me aburría con ellos, pero era lo único que tenía. Mientras tanto, en el instituto los ojos se me perdían tras las piernas de la profesora de literatura, los enormes pechos de la de filosofía y los ojos azules, como dos gotas del Mediterráneo, de mi compañera de pupitre. Un día me decidí a hablar con José María sobre el tema. Al fin y al cabo, él era mi consejero espiritual. Le dije lo que me sucedía sin entrar en demasiados detalles. Él me escuchó, como era su costumbre, con la expresión grave del que tiene la responsabilidad de aconsejar. Los brazos cruzados, la cabeza gacha, la mirada perdida en el suelo. Escuchó sin interrumpirme, con atención y recogimiento. Al finalizar, sólo pronunció una frase: «Ay de la que caiga en manos de una experimentada». Unos días más tarde, me llevó a un psiquiatra.
Querido doctor San Hilario, si ahora pudiera agradecerle sus palabras, si ahora pudiera rendirle honores, como merece, por tan sabia revelación…
Lo eligió con esmero aunque no tuvo que dar muchas vueltas para encontrarlo. El doctor San Hilario, psicosomatólogo según su propia definición, había criado a siete o nueve hijos (no recuerdo el número exacto pero sé que era impar), tenía el despacho en uno de los barrios más lujosos de Barcelona y pertenecía a la más grande y poderosa secta religiosa que obraba en aquellos tiempos en nuestro país (también de esto último me enteré años más tarde). Hicimos, durante un largo período, sesiones semanales. Le hablaba de mi infancia, de mis padres, del colegio, de un futuro lejano y onírico, de lo que se me ocurría… A menudo, salía el tema de las mujeres y, como yo estaba allí para redimirme o curarme o saber (en realidad, yo no tenía ni idea de por qué estaba allí, pero quería saber), reprimía mi desconfianza y le hablaba con toda claridad. Él me escuchaba con aquella que más que sonrisa era un rictus gingival y, cuando le tocaba el turno, me hablaba de la fe. Al parecer, su teoría (nada que ver con otras corrientes psicológicas tan apartadas de la mística) consistía en convertir a sus clientes en fervorosos creyentes que soportaran con resignación y, por qué no, con jovialidad las penalidades de este mundo para encontrar la paz y la felicidad en el otro. Es decir: salvar almas. Lejos de cuestionar su titularidad o su capacidad para ejercer la profesión, yo quería saber, y por eso durante tanto tiempo fui fiel a la cita y soportaba sus canónicos discursos sin pestañear. Pero aquel día no pude más. Me resulta imposible recordar cómo llegamos a ese punto, sólo tengo presente su cara iluminada, angelical, su paternal mirada, con la cabeza ladeada y un bigotito semihitleriano adornando el techo de su nacarada sonrisa. «¿Has probado», decía, «… por qué no intentas…?». Tampoco puedo recordar cuál fue exactamente la frase de introducción, creo que pronunció ambas en sendos momentos de su elocución o tal vez simplemente usó el imperativo. Era una mañana de invierno luminosa y clara de esas que sólo el Mare Nostrum es capaz de regalar.
—Ella es —decía él mientras mi mirada atravesaba los cristales del amplio ventanal de su despacho para perderse en el intenso azul de aquel cielo de invierno—… ella es la mujer entre todas las mujeres; la más amada y la más amable; en ella encontrarás el verdadero amor, el amor más puro, puesto que no busca la satisfacción de la carne; ella te acompañará siempre, siempre te será fiel, no lo dudes, nunca te abandonará, siempre estará a tu lado para protegerte, escucharte, ayudarte y consolarte en tu sufrimiento. En ella encontrarás el camino para desatar tu amor sin temores y ella a su vez te dará el amor más grande. ¿Por qué no lo haces? ¿Por qué no lo intentas? Pruébalo, estoy seguro de que, si consigues enamorarte de la Virgen María, esa angustia que ahora te quema se convertirá en una emoción de gozo, de dicha, en el más elevado sentimiento de pureza…
El doctor San Hilario ya me había dado otras soluciones a problemas más sencillos, que, para mi desgracia, llegué a poner en práctica, pero a esta concretamente no le veía muy bien la fórmula. Salí de su consultorio y no volví a aparecer por él. Dejé también el grupo, la congregación mariana, el Club de Amigos del Pedal, las sesiones de apostolado y el pollo de los domingos. Nadie me llamó. A los pocos meses me fui de casa. No volví a tener noticias de José María ni de ninguno de ellos, excepto en una ocasión, casi diez años más tarde.
José María compartía otra de sus grandes aficiones con Toni, un amigo del barrio que nada tenía que ver con sus inclinaciones apostólicas. Ambos eran apasionados de los trenes eléctricos. Conocían todos los modelos de locomotoras existentes en el mercado e invertían grandes sumas de dinero (en especial Toni, que carecía de problemas económicos) en adquirir las últimas miniaturas que aparecían y que eran verdaderas joyas de coleccionista. Toni había instalado en el garaje de su casa un gran complejo de maquetas por el que corrían aquellas obras de arte. Cuando estaba con él, José María se transformaba, era otro, incluso sus marcadas facciones se suavizaban, su expresión se hacía dulce y parecía un niño tierno y soñador. A mí me llamaba muchas tardes para que le acompañara, siempre había algo nuevo e interesante que mostrarme. «¿No sabes?», inquiría ilusionado, «hemos conseguido una locomotora tal» o, «Toni ha comprado una reproducción de un vagón cual, que es una maravilla». No puedo recordar los nombres, siempre eran extranjeros.
Para llegar hasta la sala en donde estaban las maquetas había que atravesar todo el garaje, subir unas escaleras y pasar por un pequeño pasadizo volado a unos tres o cuatro metros del suelo. A mí me daba miedo aquella pequeña altura mientras que a ellos les llenaba de una emoción insólita. Llegar hasta su tesoro era toda una aventura y yo, una de las pocas privilegiadas que tenía acceso a ella.
Una tarde, después de muchos años, encontré a Toni por casualidad. Nos metimos en un bar y estuvimos charlando durante horas. Al preguntarle por José María me dijo que, tras la muerte de su madre, con la que vivía solo desde su infancia y que ocurrió en condiciones muy dramáticas, abandonó el piso de la calle Córcega y nadie volvió a saber nada de él. Su desaparición fue muy extraña. Los que más le conocíamos sabíamos que su vida no había sido fácil y comprendíamos que debía de guardar con enorme celo sus secretos escondidos tras aquella máscara de jovialidad y buen humor. Toni dijo que la última vez que lo había visto, se había despedido de él de una forma especial, que incluso había llegado a conmoverle, y no había vuelto a aparecer por el garaje. Intentó localizarle sin ningún resultado. Había dejado su trabajo en una editorial sin dar explicaciones y, por supuesto, sin dejar señas. Me dijo también que un día, estando en la cola de un cine, había tenido una curiosa visión:
—De repente tuve esa inquietante sensación de que tienes una mirada clavada en la nuca. Me giré y vi a una mujer. Llevaba un traje azul ceñido, zapatos de tacón y un bolso de piel sintética colgado del brazo. Había algo esperpéntico en su aspecto. Su enorme boca pintada, lo exagerado de su maquillaje, sus caderas estrechas, le daban aquel aire ridículo de monigote travestido. Efectivamente, me estaba mirando con una expresión trémula y asustada. Aparté instintivamente la mirada, pero me quedé con una amarga duda. Aquella mujer me recordaba a José María, es más, tenía la absurda seguridad de que era él. Cuando me giré de nuevo para comprobarlo, había desaparecido.
Los años que siguieron al abandono del grupo y de mi actividad religiosa representan el período más oscuro de mi vida. Tan oscuro, que apenas puedo adentrarme en ese abismo y recordar qué sucedió. He estado vagando. He vivido dando tumbos intentando apartarme del lugar que me corresponde, negándome a reconocer la evidencia. Invoco, ya sin remedio, al doctor San Hilario. ¡Ay, si le hubiera hecho caso… con lo servidito en bandeja que me lo puso… qué fácil habría sido todo!
Sin embargo, he comprendido y nunca es tarde. Ahora veo claro, puedo volver atrás, mucho más atrás en el recuerdo, y entender. Signos, señales, avisos. Al final, siempre ha habido algo que me indicaba que debía regresar.
Estuve afiliada a grupos políticos de acción revolucionaria. Mi país despertaba también de un largo y forzoso letargo y el compromiso, que nunca antes había sentido, afloró en mí con la fuerza de un potro salvaje. Eran tiempos de clandestinidad, había que buscar, por tanto, los lugares más recónditos para nuestras citas y reuniones de trabajo. Algunos sacerdotes ofrecían las iglesias para celebrar asambleas, realizar encierros, o para ocultar a compañeros perseguidos por la policía. Yo era de las asiduas al disfrute de toda esta serie de colaboraciones eclesiásticas, de tal forma que me vi de nuevo rodeada, hasta la obsesión, por la inmaculada mirada de un ejército de efigies y camafeos al que llegué a temer, más incluso, que a la propia policía. Allí estaban observándome, con su mirada fría y atenta, con su recriminación latente. Vírgenes con niño en los brazos, niños con bola del mundo en las manos, madres–de–Dios de labios entreabiertos y altísima mirada. De nuevo, todas ellas a mi alrededor. Y la música de fondo de las asambleas era el murmullo del rosario que rezaban las mujeres en una capilla contigua, misterio tras misterio, ahora los de gozo, ahora los de dolor, ahora los de gloria. Y otra vez el soniquete recurrente:
Santa–María–madre–de–Dios–ruega–por–nosotros–pecadores–ahora–y–en–la–hora–de–nuestra–muerte–amén.
O el canto de un coro de niños, acompañado por un órgano, repitiendo las mismas canciones que yo había entonado, años atrás, al lado de Lourdes:
Salve Regina Mater misericordiae,
vita, dulcedo et spes nostra salve.
Ad te clamamus exsules filii Hevae.
Ad te suspiramus gementes et flentes
in hac lacrimarum valle
Eia ergo. Advocata nostra,
illos tuos misericordes
oculos ad nos converte
Ed Jesum benedictum fructum ventris tui
nobis post hoc exsilium ostende.
O clemens.
O pía.
O dulcís Virgo María.
Y tuve que abandonar la política huyendo de aquella persecución. Posteriormente, tomé contacto con grupos feministas, y, en especial, con los sectores que, de forma más radical, luchaban por el reconocimiento de la condición homosexual. Allí conocí a una mujer, diez años mayor que yo, de la que fui amante hasta que me enteré de que había colgado los hábitos y abandonado el convento hacía poco menos de un año. «¡Otra vez!», exclamé para mis adentros. «Pero ¿qué está pasando?».
Para colmo se llamaba Bernardina, un detalle al que no había prestado atención pues se hacía llamar Nadi, seudónimo que, por suerte, no evocaba nada en especial.
A pesar de sus inclinaciones lésbicas, seguía manteniendo sus creencias. Un día cometió el error de decírmelo y mostrarme su gran secreto: una pequeña habitación, una especie de santuario donde guardaba sus reliquias, presidido por una inmensa estatua de la Macarena. Me invitó a luchar en ambos caminos de forma simultánea.
—Una cosa no está reñida con la otra —dijo.
La besé en los labios con cariño, salí de su casa y no volví nunca más.
Después de aquello, empecé a viajar sin rumbo, a vagar por el mundo en busca de algo que ni yo misma podía definir. Un tortuoso, laberíntico devenir hasta llegar a este amanecer tan esperado. Nada es gratuito, ahora me doy cuenta, todo está relacionado. Ha sido un despertar doloroso y confuso, como el de aquel pájaro que cantaba a media noche esperando la lenta llegada del alba. ¡Qué luz divina ha guiado mi camino!
He despertado en este lugar extraño. Una ciudad que duerme. Sus habitantes hablan una lengua que apenas puedo entender. No sé cómo llegué hasta aquí. Esta ciudad, que mucho tiempo atrás fuera un bosque, me evoca imágenes que he vivido. Recorro estas calles con la sensación de que ya antes las había pisado; reconozco las viejas piedras que un día me cobijaron. Y de repente, la luz se enciende. Una señal divina me ilumina, como la estrella que te guía; estaba ahí, en el firmamento, siempre ha brillado, pero no la reconocías. Todo han sido claves para entender. Nunca una revelación ha sido tan controvertida y extraña, y a la vez tan clara. Esa persecución insistente de imágenes fosforescentes, sugestivas invitaciones a retozar con la Virgen; su presencia constante, siempre al acecho. ¡Infeliz de mí! Cuánto tiempo ha tenido que pasar.
Ahora lo sé. He venido a narrar lo que aconteció en otra época, cuando yo, en una vida anterior deambulaba por estos mismos parajes con una caperuza blanca, una cestita y un rosario. Yo conocí a la Virgen. Un día se me apareció, hablé con ella, recibí sus enseñanzas y elevé a mis hermanas al espacio más alto del amor y la pureza. Al despertar del sueño, mi mente se ha iluminado como una gran pantalla de Cinemascope y he visto pasar una a una todas las imágenes de mi vida anterior. Yo fui Bernadette Soubirous. Voy a relatar lo que ahora, sin ninguna duda, recuerdo que he vivido.