La casa de las vestales

—¿Qué sabes de las vírgenes vestales? —dijo Cicerón.

—Lo que saben todos los romanos: que hay seis; que vigilan la llama eterna del templo de Vesta; que sirven al menos durante treinta años, durante los cuales hacen voto de castidad. Y que en cada generación estalla un terrible escándalo…

—Sí, sí —dijo Cicerón. La litera dio un ligero bandazo, arrojándolo hacia delante. Era una noche sin luna y los porteadores de la litera, que recorrían las calles desigualmente empedradas a la luz de una antorcha, nos estaban dando un viaje lleno de baches—. He sacado el tema a colación sólo porque uno nunca sabe estos días… vivimos en unos tiempos tan irreligiosos… y no es que yo preste oídos a las supersticiones…

La mente más aguda de Roma estaba diciendo tonterías. Cicerón estaba anormalmente agitado.

Había llegado a la puerta de mi casa en medio de la noche, me había sacado de la cama y había insistido en que lo acompañara a un destino desconocido.

Los porteadores trotaban con nosotros encima; casi habría preferido apearme y trotar junto a ellos. Aparté las cortinas y miré fuera. Dentro de la litera había perdido la orientación; la calle oscura parecía igual a cualquier otra.

—¿Dónde vamos, Cicerón?

No me hizo caso.

—Como bien has dicho, Gordiano, las vestales son especialmente sensibles al escándalo. Sin duda habrás oído hablar del inminente juicio de Marco Craso.

—Es la comidilla de la ciudad… el hombre más rico de Roma acusado de corromper a una vestal. Y no a una vestal cualquiera, sino a la misma Licinia.

—Sí, la Virgo Máxima, alta sacerdotisa de Vesta y prima lejana de Craso. La acusación es absurda, por supuesto. Es tan probable que Craso esté envuelto en ese asunto como que lo esté yo. Como yo, y al contrario que muchos de nuestros contemporáneos, Craso está por encima de los bajos apetitos de la carne. A pesar de eso, hay un montón de testigos dispuestos a declarar que ha sido visto en compañía de Licinia en numerosas ocasiones: en el teatro durante las fiestas, en el foro, revoloteando a su alrededor, prácticamente molestándola. También me han dicho que hay pruebas circunstanciales que indican que la ha visitado durante el día en la casa de las vestales, sin testigos. Aunque fuera así, eso no es delito a menos que lo sea la insensatez. Los hombres odian a Craso sólo porque se ha hecho muy rico. Eso tampoco es un delito…

La mente del genio había empezado a divagar otra vez. La hora, después de todo, era tardía. Me aclaré la garganta.

—¿Vas a defender a Craso en el tribunal? ¿O a Licinia?

—¡A ninguno! Mi carrera política ha entrado en una fase muy delicada. No puedo permitir que se me relacione con un escándalo referente a las vestales. ¡Por eso son tan desastrosos los sucesos de esta noche!

Por fin, pensé, íbamos a ir al grano. Miré de nuevo por entre las cortinas. Parecía que nos aproximábamos al foro. ¿Qué intereses podíamos tener entre los templos y las plazas públicas a las tantas de la noche?

—Como probablemente sabrás, Gordiano, una de las vestales más jóvenes es pariente mía.

—No, no lo sabía.

—Pariente política; Fabia es hermanastra de mi mujer y por lo tanto mi cuñada.

—Pero la vestal sometida a investigación es la Virgo Máxima, Licinia.

—Sí, el escándalo sólo la ha salpicado a ella… hasta los sucesos de esta noche.

—Cicerón, ¿haces adrede esto del misterio?

—Muy bien. Esta noche ha ocurrido algo en la casa de las vestales. Algo horrible. ¡Impensable! Algo que amenaza no sólo con destruir a Fabia, sino con cubrir de calumnia la misma institución de las vestales y con socavar todo el estamento religioso de Roma. —Cicerón bajo la voz que había empezado a elevarse hasta el registro de los oradores—. No dudo que la persecución de Licinia y Craso esté relacionada de alguna manera con este último desastre; hay una conspiración para propagar la duda y el caos en la ciudad, utilizando a las vestales como punto de partida. ¡Si mis años en el foro me han enseñado algo es que ciertos políticos romanos no se detienen ante nada!

Me asió el brazo.

—¿Te das cuenta —añadió— de que este año es el décimo aniversario del incendio que arrasó el templo de Júpiter y destruyó los oráculos sibilinos? La masa es supersticiosa, Gordiano; todos están dispuestos a creer que en el décimo aniversario de tan terrible catástrofe puede ocurrir algo igual de terrible. Ya ha ocurrido. La cuestión es si ha sido dispuesto por los dioses o por los hombres.

La litera dio un bandazo final y se detuvo. Cicerón relajó la presión de mi brazo, se recostó y suspiró.

—Hemos llegado a tu destino.

Aparté las cortinas y vi la columnata de la casa de las vestales.

—Cicerón, puede que no sea un experto en cuestiones religiosas, pero sé que entrar en la casa de las vestales una vez oscurecido es una ofensa que se castiga con la muerte. Supongo que no esperarás que yo…

—Esta noche no es como las demás noches, Gordiano.

—¡Cicerón! ¡Por fin has vuelto! —La voz que salía de la oscuridad era extrañamente familiar. Una masa de cabello rojo entró en el círculo de antorchas y reconocí al joven Marco Valerio Mesala Rufo (llamado así por lo rufo de su pelo), al que no había visto en los siete años que habían pasado desde que había ayudado a Cicerón en la defensa de Sexto Roscio. Entonces sólo tenía diecisiete años y era un muchacho de mejillas coloradas y nariz pecosa; ahora era un funcionario religioso, uno de los más jóvenes elegidos para el colegio de augures, encargado de interpretar la voluntad de los dioses leyendo los presagios de los rayos y el vuelo de los pájaros. A mí me seguía pareciendo un muchacho. A pesar de la gravedad del momento, sus ojos brillaban y sonreía mientras se acercaba a Cicerón y le cogía la mano; parecía que el amor por su mentor no había disminuido con los años.

—Rufo te sacará de aquí —dijo Cicerón.

—¿Qué? ¿Me sacas de la cama en medio de la noche, me haces atravesar media Roma sin darme explicaciones claras y ahora me abandonas?

—Creía que había dejado claro que no debe relacionárseme con los sucesos de esta noche. Fabia pidió ayuda a la Virgo Máxima, ésta se la pidió a Rufo, que es conocido suyo; todos juntos me llamaron a mí, pues saben mi vínculo familiar con Fabia; yo te he buscado a ti, Gordiano… y éste es el final de mi participación. —Me hizo señas impacientes para que saliera de la litera. En cuanto mis pies tocaron el suelo, sin siquiera despedirse, dio una palmada y la litera se puso en movimiento. Rufo y yo lo vimos partir rumbo a su casa del Capitolino.

—Ahí va un hombre extraordinario —suspiró Rufo. Yo pensaba algo muy diferente, pero me mordí la lengua. La litera dobló una esquina y desapareció de nuestra vista.

Ante nosotros estaba la entrada de la casa de las vestales. A los lados había dos braseros gemelos; sombras vacilantes danzaban por la ancha escalera de peldaños. Pero la casa estaba a oscuras y sus altas puertas de madera cerradas a cal y canto. Normalmente estaban abiertas día y noche. (¿Quién iba a atreverse a invadir la morada de las vestales sin ser invitado o con malas intenciones?). Al otro lado de la calle, el templo de Vesta estaba extrañamente iluminado, y de él salía un suave cántico que se perdía en el aire tranquilo de la noche.

—¡Gordiano! —dijo Rufo—. Qué extraño es verte después de tantos años. Oigo hablar de ti de vez en cuando…

—Como yo de ti, y te veo ocasionalmente, presidiendo alguna invocación pública o privada de los auspicios. Nada importante puede pasar en Roma sin un augur que interprete los presagios. Debes de estar muy ocupado, Rufo.

Se encogió de hombros.

—Hay quince augures en total, Gordiano. Yo soy el más joven y sólo un principiante. Muchos de los misterios son para mí justamente eso… misterios.

—Rayo a la izquierda, bueno; rayo a la derecha, malo. Y si la persona para la que estás pronosticando no está contenta con el resultado, sólo tienes que mirar en dirección opuesta, cambiando, derecha por izquierda. Parece sencillo.

Rufo apretó los labios.

—Veo que eres tan escéptico en cuestiones religiosas como Cicerón. Sí, en gran parte son fórmulas vacías y juego político. Pero hay otro elemento, la percepción del cual requiere, supongo, cierta sensibilidad por parte del perceptor.

—¿Y prevés rayos esta noche? —dije, olisqueando el aire.

Sonrió débilmente.

—En realidad, sí, creo que va a llover. Pero no deberíamos estar aquí hablando, donde cualquiera puede vernos. Vamos. —Empezó a subir las escaleras.

—¿Entrar en la casa de las vestales? ¿A estas horas?

—La Virgo Máxima en persona nos está esperando. ¡Vamos!

Lo seguí escaleras arriba, vacilando. Llamó suavemente a una puerta, que se abrió silenciosamente hacia dentro. Respirando profundamente, le seguí hasta el interior.

Nos detuvimos en un vacío vestíbulo que se abría a un patio interior, flanqueado de galerías porticadas. Todo estaba oscuro; no había ni una sola antorcha encendida. El largo estanque del centro del patio estaba negro y lleno de estrellas, su superficie cristalina rota sólo por algunos juncos que brotaban en el centro.

Sentí un súbito temor supersticioso. Se me erizó el vello de la nuca, una película de sudor me cubrió la frente y me sentí incapaz de respirar. Mi corazón latía tan fuerte que pensé que iba a despertar a una virgen dormida. Quería coger el brazo de Rufo y susurrarle al oído que debíamos volver al foro, «de inmediato»… tan profundo es el miedo a lo prohibido que nos inculcaron en la niñez, cuando nos contaban historias de hombres escondidos en lugares sagrados y obligados a sufrir castigos inimaginables. Por una ironía del destino, sólo cuando se asocia un hombre con la gente más respetable del mundo, como Cicerón y como Rufo, puede de repente encontrarse en el lugar más prohibido de toda Roma, a una hora en que su sola presencia podría significar la muerte. Uno está durmiendo inocentemente en su cama y cuando se da cuenta está en la casa de las vestales.

Hubo un débil ruido detrás de nosotros. Me volví y vi en la oscuridad una leve mancha blanca que paulatinamente se convirtió en una mujer. Debía de ser la que nos había abierto la puerta, pero no era una esclava. Era una de las vestales, a juzgar por su aspecto… el cabello muy corto, alrededor de la frente una corona blanca y ancha como una diadema, y adornada con cintas. Llevaba una estola blanca y sobre los hombros el manto de lino blanco de las vestales.

Chasco los dedos y sentí gotas de agua en la cara.

—Purificados seáis —susurró—. ¿Juráis por la diosa de la tierra que entráis en esta casa sin malas intenciones y a requerimiento de la señora de esta casa, la Virgo Máxima, suma sacerdotisa de Vesta?

—Lo juro —dijo Rufo. Seguí su ejemplo. La vestal nos condujo a través del patio. Mientras pasábamos al lado del estanque oí un suave chapoteo. Me enderecé al oírlo, pero sólo vi las ondas que recorrían la negra superficie, lo que hizo que las estrellas reflejadas rielasen y parpadearan. Me incliné sobre el oído de Rufo y susurré:

—¿Una rana?

—¡Pero hembra, no macho! —dijo, y me indicó con el dedo que callara. Cruzamos la columnata rodeados de profundas sombras y nos detuvimos ante una puerta que habría sido invisible de no ser por la débil raya de luz que se filtraba por debajo. La vestal llamó muy suavemente y susurró algo que no alcancé a oír; luego nos dejó y desapareció entre las sombras. Poco después la puerta se abrió hacia dentro. Una cara apareció: asustada, hermosa y muy joven. También llevaba la diadema de las vestales.

Abrió la puerta del todo para dejarnos entrar. La habitación estaba débilmente iluminada por una sola lámpara, bajo la cual estaba sentada otra vestal con un papiro desenrollado. Era mayor que su compañera, de unos cuarenta y tantos años. Su cabello corto estaba plateado en las sienes. Mientras nos aproximábamos, mantuvo los ojos en el papiro y empezó a leer en voz alta en griego. Su voz era suave y melodiosa:

Lucero vespertino, congregador de todas

las que el alba dispersó:

tú reúnes a la oveja, a la cabra;

tú guardas a la criatura para su madre.

Dejó el papiro a un lado y levantó la vista, primero hacia Rufo, luego hacia mi. Suspiró.

—En tiempos de calamidades, las poetisas me reconfortan. ¿Estás familiarizado con Safo?

—Un poco —dije.

—Soy Licinia.

La miré más fijamente. ¿Era por aquella la mujer por la que el hombre más rico de Roma había puesto en peligro su vida? La Virgo Máxima no parecía extraordinaria en ningún sentido, al menos no para mis ojos; por otra parte, ¿qué mujer podía ponerse tranquilamente a leer a Safo en medio de lo que hasta el formal Cicerón había calificado de catástrofe?

—¿Eres Gordiano, el que llaman el Sabueso? —dijo y asentí con la cabeza—. Cicerón mandó recado a Rufo diciéndole que vendrías. ¡Ah! ¿Qué habríamos hecho esta noche sin la ayuda de Cicerón?

—«Semejante es a un dios inmortal» —dijo Rufo, citando otro verso de Safo.

Siguió un silencio incómodo. La joven que había abierto la puerta permanecía en las sombras.

—Vayamos al grano —dijo Licinia—. Ya debes de saber que he sido acusada de conducta prohibida a una vestal; me acusan de haber tenido una aventura frívola con mi pariente Marco Craso.

—Eso he oído.

—Mi juventud pasó hace mucho y no me interesan los hombres. ¡La acusación es absurda! Es cierto que Craso busca mi compañía en el foro y en el teatro, y me importuna constantemente… ¡pero si nuestros acusadores supieran de qué hablamos cuando estamos solos! Créeme, no tiene nada que ver con asuntos del corazón. Craso es tan legendario por su avaricia como las vestales por su castidad… pero no quiero complicarte las cosas. Craso tiene su defensa y yo tengo la mía, y en tres días los tribunales oirán nuestros casos y decidirán. No hay testigos ni pruebas de actos contrarios a mi voto; el proceso no es más que una molestia para humillar a Craso y para socavar la fe del pueblo en las vestales. Ningún tribunal razonable podría encontramos culpables; sin embargo, después de los sucesos de esta noche, las cosas podrían empeorar para ambos.

Miró hacia la oscuridad y frunció el entrecejo, y acarició el papiro que tenía en el regazo, como si la conversación fuera de mal gusto para ella y anhelara volver de nuevo a los suaves ritmos de la poetisa lésbica. Cuando habló otra vez, su voz era lánguida y soñolienta.

—Fui consagrada a Vesta cuando tenía ocho años; todas las vestales son elegidas a temprana edad, entre los seis años y los diez. Servimos al menos durante treinta años. Los primeros diez somos novicias, estudiantes de los misterios, como Fabia. —Señaló a la joven de las sombras—. Los siguientes diez años llevamos a cabo los deberes sagrados… purificar el altar y hacer ofrendas de sal, vigilar la llama eterna, consagrar templos, asistir a las celebraciones, guardar las reliquias sagradas. En los siguientes diez años, nos convertimos en maestras y enseñamos a las novicias, transmitiendo los misterios. Al final de los treinta años se nos permite dejar la vida consagrada, pero las pocas que eligen hacerlo a menudo terminan mal. —Suspiró—. Dentro de la casa de las vestales, una mujer adquiere ciertos hábitos y esperanzas, cae en un ritmo de vida incompatible con el mundo de fuera. Muchas vestales mueren como han vivido, rindiendo casto servicio a la diosa y su llama eterna.

»A veces… —su voz tembló—. A veces, sobre todo en los primeros años, una puede sentir la tentación de apartarse del voto de castidad. La consecuencia es la muerte, no una sencilla y piadosa muerte, sino un destino horrible de contemplar.

»El último escándalo de esta índole sucedió hace cuarenta años. La hija virgen de una buena familia fue fulminada por un rayo. Su ropa se desgarró y su desnudez quedó al descubierto; los adivinos interpretaron esto como que las vestales habían violado sus votos. Tres vestales fueron acusadas de impureza junto con sus presuntos amantes, y procesados por el colegio de los pontífices. Una fue encontrada culpable. Las otras fueron absueltas. Pero el pueblo no quedó satisfecho. El populacho rabió y alborotó hasta que se nombró una comisión especial. El caso volvió a abrirse. Las tres vestales fueron condenadas.

La cara de Licinia se ensombreció. Sus ojos brillaron a la luz de la lámpara.

—¿Conoces el castigo, Gordiano? El amante es azotado públicamente hasta que muere; un asunto horrible, pero sencillo y rápido. No ocurre lo mismo con la vestal. A ella la despojan de la diadema y del manto de lino. Es azotada por el Pontífice Máximo. La amortajan como a un cadáver, la tienden en una litera cerrada y la llevan a través del foro seguida por su gimiente familia, obligada a vivir la desgracia de su propio funeral. La conducen hasta un lugar que hay junto a la Puerta Colina, donde se ha preparado una pequeña cripta subterránea, con un colchón, una lámpara y una mesa con algo de comida. Un verdugo corriente la conduce por una escalerilla hasta la celda, pero no le hace daño. Su persona todavía está consagrada a Vesta; ningún hombre puede matarla. La escalera de mano se retira, la tumba se sella, la tierra se apisona. Y se deja a los dioses que se lleven la vida de la vestal.

—¡Enterrada viva! —susurró Fabia roncamente. La joven seguía en las sombras, tocándose nerviosamente los labios con la mano.

—Sí, enterrada viva —la voz de Licinia era serena, pero fría como la muerte. Tras un largo rato, se miró el regazo, donde yacía el papiro de Safo estrujado por su propia mano.

—Creo que ya ha llegado el momento de explicarle a Gordiano por qué lo hemos llamado. —Dejó el papiro y se puso en pie—. Un intruso ha entrado en esta casa a primera hora de la noche. Más exactamente, dos intrusos, y es posible que tres. Un hombre vino a visitar a Fabia después del anochecer, por invitación suya, dice él…

—¡Falso! —dijo la joven.

Licinia la hizo callar con una mirada de desprecio.

—Fue descubierto en la habitación de Fabia. Pero peor que eso… lo verás por ti mismo, Gordiano.

Cogió la lámpara y nos guió por un corto pasadizo hasta otra habitación. Era más sencilla e íntima que la anterior. Las paredes estaban cubiertas por cortinas ornamentales de un color rojo oscuro que parecía absorber la luz del brasero que había en una esquina. Sólo había dos muebles, una silla sin respaldo y un triclinio para dormir. El triclinio, observé, parecía recién hecho, las almohadas estaban bien puestas, la colcha limpiamente estirada. El hombre que estaba en la silla levantó la vista cuando entramos. Contrariamente a la moda actual, no estaba afeitado, sino que llevaba una pequeña barba. Me pareció que sonreía, muy débilmente.

Parecía tener unos años menos que yo, alrededor de treinta y cinco, más o menos como Cicerón. Al contrario que Cicerón, era notablemente atractivo. Lo que no quiere decir que fuera especialmente guapo; si evoco su cara con el recuerdo, sólo puedo señalar que su pelo y su barba eran oscuros, sus ojos penetrantes y azules, y sus rasgos regulares. Pero en su presencia de carne y hueso había algo indefiniblemente atractivo y una alegría contagiosa en sus ojos que parecía bailar como chispas de fuego.

—Lucio Sergio Catilina —dijo, poniéndose en pie y presentándose.

El clan patricio de los Sergios se remonta a la época de Eneas; no había un apellido más respetable en la república. A Catilina lo conocía por su reputación. Unos decían que era encantador y otros que un sinvergüenza. Todos estaban de acuerdo en que era inteligente, aunque algunos decían que demasiado inteligente.

Me dirigió una extraña semisonrisa que sugería que se reía de algo por dentro… pero ¿de qué? Agachó la cabeza.

—Dime, Gordiano, ¿qué tienen en común cinco personas que hay en esta habitación?

Desconcertado, miré a Rufo, que frunció el entrecejo.

—Todavía «respiran» —dijo Catilina—, ¡mientras que el sexto no!

Dio un paso hacia la cortina de la pared más lejana y la apartó para descubrir otro pasadizo. En el suelo, doblado de una forma poco natural, yacía el cuerpo de un hombre que sin duda estaba muerto.

Rufo y Licinia contemplaron con seriedad reprobadora el gesto teatral de Catilina, mientras que Fabia estaba a punto de echarse a llorar, pero ninguno dio muestras de sorprenderse. Tragué aire, me arrodillé y examiné el cuerpo doblado durante un rato.

Me incorporé y me senté en la silla, sintiéndome ligeramente mareado. La vista de un hombre con la garganta cortada nunca es agradable.

—¿Éste es el motivo por el que me has hecho venir, Licinia? ¿Éste es el desastre del que hablaba Cicerón?

—Un asesinato en la casa de las vestales —susurró—. ¡Un sacrilegio sin precedentes!

Luché para contener las náuseas. Rufo había vuelto con una copa de vino y me la puso en la mano. Me la bebí dándole las gracias.

—Creo que sería mejor que empezáramos por el principio —dije—. En nombre de Júpiter, ¿qué estás haciendo aquí, Catilina?

Se aclaró la garganta y tragó saliva; una sonrisa parpadeó en sus labios y se desvaneció, como si fuera un tic nervioso.

—Fabia me llamó; o al menos eso pensé.

—¿Cómo es eso?

—Recibí esto a primera hora de la noche —dijo, sacando un trozo de papiro doblado:

VEN ENSEGUIDA A MI HABITACIÓN DE LA CASA DE LAS VESTALES. DESPRECIA EL PELIGRO, TE LO RUEGO. MI HONOR ESTÁ EN JUEGO Y NO ME ATREVO A CONFIAR EN NADIE MÁS. SÓLO TÚ PUEDES AYUDARME. DESTRUYE ESTA NOTA DESPUÉS DE LEERLA.

Fabia

La inspeccioné durante un rato.

—¿Has enviado tú esta nota, Fabia?

—¡Nunca!

—¿Cómo llegó hasta ti, Catilina?

—Un mensajero vino a mi casa del Palatino, un chico contratado en la calle.

—¿Estás acostumbrado a recibir mensajes de las vestales?

—En absoluto.

—Sin embargo, pensaste que éste era auténtico. ¿No te sorprendió recibir una comunicación tan íntima de una vestal?

Catilina sonrió con condescendencia.

—Las vestales llevan una vida casta, Gordiano, no retirada. No debería sorprenderte que conozca a Fabia. Ambos pertenecemos a viejas familias. Nos hemos encontrado en el teatro, en el foro, en comidas privadas. Incluso, aunque en raras ocasiones, y siempre a la luz del día y en presencia de testigos, la he visitado en la casa de las vestales; compartimos cierto interés por los poetas griegos y los vasos aretinos. Nuestra conducta en público siempre ha sido irreprochable. Sí, me sorprendió recibir el mensaje, pero sólo porque era alarmante.

—¿Y a pesar de todo optaste por hacer lo que se te pedía… venir aquí de noche, burlando las leyes de hombres y dioses?

Se rió suavemente. La negrura de su barba hacía su sonrisa más deslumbrante.

—Realmente, Gordiano, ¿qué mejor excusa para quebrantar esas leyes que ir al rescate de una vestal en apuros? ¡Por supuesto que vine! —Su expresión se hizo más formal—. Ahora me doy cuenta de que probablemente no vine solo.

—¿Te siguieron?

—En aquel momento no estaba seguro; paseando solo por Roma, uno siempre tiende a imaginar la presencia de espías en las sombras. Pero sí, creo que es posible que me siguieran.

—¿Un hombre o varios?

Se encogió de hombros.

—¿Este hombre? —Señalé el cadáver.

Catilina volvió a encogerse de hombros.

—No lo había visto antes.

—Ciertamente va vestido para espiar… capa negra con capucha. ¿Dónde está el arma que lo mató?

—¿No la has visto?

Apartó las cortinas de nuevo y señaló una daga que había en un charco de sangre, en el pasadizo. Cogí una lámpara y la inspeccioné.

—Qué aspecto tiene la hoja; es tan larga como la mano de un hombre y la mitad de ancha, tan afilada que el borde brilla incluso a través de la sangre. ¿Es tu puñal, Catilina?

—¡Claro que no! Yo no lo maté.

—Entonces, ¿quién lo hizo?

—¡Si lo supiéramos, no estarías tú aquí! —Entornó los ojos y sonrió, con tanta dulzura como un niño. En aquel momento era difícil imaginarlo rebanándole el gaznate a otro hombre.

—Si esta daga no es tuya, Catilina, ¿dónde está tu puñal?

—No tengo puñal.

—¿Qué? ¿Has atravesado Roma en una noche sin luna y no llevas armas?

Asintió.

—Catilina, ¿cómo quieres que te crea?

—Créeme o no me creas. La casa de las vestales está a un corto paseo de mi casa, en lo que después de todo es uno de los mejores barrios de la ciudad. No me gusta llevar puñal. Siempre me corto los dedos.

La semisonrisa bailoteó en sus labios otra vez.

—Quizá deberías continuar con tu versión de los sucesos de esta noche. Una nota falsificada te atrajo aquí. Llegaste a la entrada…

—… y encontré las puertas abiertas, como de costumbre. Debo admitir que necesité cierto valor para cruzar el umbral, pero todo estaba tranquilo y por lo que sabía en aquel momento nadie me había seguido. Conozco un poco el templo, ya que lo he visitado de día; vine directamente a esta habitación y encontré a Fabia sentada en la silla, leyendo. Pareció sorprendida al verme, debo admitirlo.

—Es verdad —dijo Fabia, hablando sobre todo a Licinia—. Yo nunca habría enviado semejante nota. No tenía idea de que iba a venir.

—¿Qué pasó entonces? —dije.

Catilina se encogió de hombros.

—Nos reímos en silencio.

—¿Encontrábais divertida la situación?

—¿Por qué no? Siempre estoy gastando bromas a mis amigos, y ellos a mí. Deduje que uno de ellos me había engañado para que viniera. ¡Convendrás conmigo en que la faena no está mal!

—Si no fuera porque he visto a un muerto en el suelo.

—Ah, sí —dijo, arrugando la nariz—. Estaba preparándome para salir… bueno, me entretuve un rato, saboreando el delicioso peligro de la situación. ¿Qué hombre no lo habría hecho?… Y entonces oímos un grito terrible detrás de la cortina. El tipo de ruido que hace un hombre, supongo, cuando le están cortando la garganta. Aparté la cortina y ahí estaba, retorciéndose en el suelo.

—¿No viste ni rastro del asesino?

—Sólo el cuchillo en el suelo, todavía bailando en ese charco de sangre.

—¿No perseguiste al asesino?

—Confieso que me quedé paralizado del susto. Y poco después empezaron a llegar las vestales.

—El grito se oyó en toda la casa —dijo Licinia—. Yo llegué la primera. Las otras llegaron poco después.

—¿Y qué viste?

—El cadáver; y a Fabia y a Catilina abrazados…

—¿Puedes ser más precisa?

—No entiendo.

—Licinia, me obligas a ser crudo. ¿Cómo estaban vestidos?

—¡Pero bueno! ¡Exactamente como ahora! Catilina con la túnica, Fabia con el hábito.

—Y la cama…

—… estaba igual que la ves ahora: intacta. Si estás insinuando…

—No insinúo nada, Licinia; sólo quiero ver el suceso exactamente como ocurrió.

—Pues era un buen espectáculo —dijo Catilina, con los párpados caídos—. Un cuerpo ensangrentado, una daga, seis vestales consternadas… ¡Un momento extraordinario cuando piensas en él! ¿Cuántos hombres pueden decir que han estado en medio de un cuadro vivo tan salvaje y sensual?

—Catilina, ¡eres absurdo! —dijo Rufo con asco.

—¿Nadie vio escapar al asesino? ¿Tú tampoco, Licinia, ni las otras?

—No. Aunque el patio estaba oscuro, como ahora. Pero me apresuré a enviar a una de las esclavas a cerrar la puerta.

—Entonces, ¿es posible que el villano esté atrapado dentro de la casa?

—Eso espero. Pero ya lo hemos registrado todo y no hemos encontrado a nadie.

—Entonces escapó; a menos, claro, que Catilina se lo haya inventado todo…

—¡No! —gritó Fabia—. Catilina dice la verdad. Sucedió tal como él lo cuenta.

Catilina puso las palmas hacia arriba y enarcó las cejas.

—Ahí lo tienes, Gordiano. ¿Mentiría una vestal?

—Catilina, esto no es una broma. Debes darte cuenta de las circunstancias. ¿Quién, aparte de ti, tenía motivos para matar a este intruso?

No tuvo respuesta para esto.

—No soy experto en leyes religiosas —dije—, pero es difícil imaginar una ofensa más grave que cometer un homicidio en la casa de las vestales. Aunque puedas explicar tu presencia aquí esta noche… y pocos jueces creerían que una nota falsificada o un bromazo es una excusa digna, el hecho del cadáver permanece. En un caso ordinario de asesinato, un ciudadano romano tiene la opción de huir a una tierra extraña antes que enfrentarse al juicio y al castigo; pero cuando hay una profanación por medio, las autoridades no dan opción a la clemencia. A menos, claro, que huyas de la ciudad esta noche…

Me miró con fijeza. Sus ojos parecían de un azul inaudito, como si llamas azules danzaran tras ellos.

—Aunque bromee y me gusten los enigmas, Gordiano, no dudes que entiendo las circunstancias en que me encuentro. No, no huiré de Roma como un conejo asustado, dejando que una joven vestal se enfrente sola a una acusación de iniquidad.

Fabia empezó a llorar. Catilina se mordió el labio.

—Si esto era algo más que una simple broma… y el cadáver lo demuestra… entonces creo que puedo saber quién está detrás de todo.

—Algo es algo. ¿Quién está detrás?

—El mismo hombre que está detrás de la acusación contra Licinia y Craso. Publio Clodio. ¿Lo conoces?

—He oído hablar de él, ciertamente. Un agitador de masas, un buscador de embrollos…

—Y enemigo personal mío. Un intrigante crónico. Un hombre de tan baja moral que no tendría reparos en involucrar a las vírgenes vestales en un plan para derrotar a sus enemigos.

—Así que sospechas que Publio Clodio te atrajo aquí con un mensaje falsificado y te hizo seguir. Pero ¿por qué iba a enviar a este hombre detrás de ti? ¿Por qué no dar la alarma desde fuera de la casa, atrapándote dentro? Todavía no tenemos un motivo para el asesinato de este hombre.

Catilina se encogió de hombros.

—No puedo decirte más.

Moví la cabeza.

—Haré lo que pueda. Quiero interrogar a las otras vestales y a todas las esclavas que había en la casa esta noche; eso puede esperar a mañana. Quizá pueda seguir la pista del chico que te llevó el mensaje y llegar así hasta Clodio o hasta quien sea. Quizá pueda descubrir al hombre u hombres que te siguieron cuando venías hacia aquí, si es que existen; quizá puedan ser convencidos para que digan lo que saben sobre el muerto y sus razones para estar aquí. Todo esto no es más que circunstancial, me temo, pero puede que descubra algo útil para tu defensa, Catilina. De todas formas, lo veo muy negro. No veo que se pueda hacer nada más esta noche, excepto registrar de nuevo todo el edificio.

—Ya hemos registrado y no hemos encontrado nada —dijo Licinia.

—Pero podemos buscar otra vez —dijo Fabia—. Por favor, Virgo Máxima.

—Muy bien —dijo Licinia con seriedad—. Llama a las esclavas y diles que cojan cuchillos de las cocinas. Volveremos a mirar en todos los rincones y grietas.

—Iré contigo —dijo Catilina—. Para protegerte —añadió mirando a Fabia—. El hombre que estamos buscando es un criminal desesperado, no lo olvidemos.

Licinia puso mala cara, pero no protestó.

* * *

En el patio sin luna, bajo la columnata, me detuve para acostumbrar mis ojos a la oscuridad. Rufo chocó conmigo. Me tambaleé y le di una patada a un guijarro que patinó por las baldosas. El ruido pareció estruendoso en medio del silencio. Del estanque llegó un ligero chapoteo.

El ruido me asustó y el corazón me dio un vuelco. Es la rana otra vez, pensé. Sin embargo, veía fantasmas en las sombras y sacudí la cabeza para librarme de aquellas imágenes. De igual manera, pensé, Catilina podía haberse imaginado que le seguían hombres que no estaban allí. Incluso así, sentí de alguna manera que Rufo y yo no estábamos solos en el patio. El débil cántico de las vestales en el templo cercano parecía revolotear en el aire suspendido encima de nosotros. Me senté en un banco, cerca de los juncos del borde del estanque, y miré las estrellas que tachonaban su negra superficie.

Rufo se sentó a mi lado.

—¿Qué piensas, Gordiano?

—Creo que estamos en aguas profundas.

—¿Crees a Catilina?

—¿Y tú?

—¡Ni por un momento! Ese hombre es más falso que un sestercio de madera, todo encanto y ninguna sustancia.

—¡Ah! Lo comparas con Cicerón, quizá, y lo encuentras caprichoso. Sin embargo, parece encajar con su carácter que respondiera a una carta tan imprudente por pura aventura, ¿no? Esa parte de la historia parece creíble; ¿o es tan retorcido como para falsificar él mismo, una carta y utilizarla de excusa?

—¡Ciertamente, es lo bastante malvado para hacerlo!

—No estoy seguro de eso. En cuanto a su inocencia en el asesinato, me ha impresionado el detalle de que encontrara el cuchillo todavía bailando en el charco de sangre. Parece un detalle demasiado llamativo para ser inventado en el momento.

—Subestimas su inteligencia, Gordiano.

—O tú subestimas su nobleza. ¿Y si fue Fabia quien asesinó al intruso y Catilina está mintiendo para protegerla?

—¡Eso si que es absurdo, Gordiano! La muchacha es frágil y tímida…

—Y está muy enamorada de Catilina. ¿No te has dado cuenta, Rufo? ¿Podría haberlo matado en un arrebato, para proteger a su amante?

—Eso es demasiado fantástico, Gordiano.

—Quizá tengas razón. El murmullo del lejano cántico y el estanque lleno de estrellas me distraen. Incluso pienso en la posibilidad de que fuera Licinia quien empuñara el cuchillo…

—¡La Virgo Máxima! ¿Con qué fin?

—Para desviar la atención de su inminente juicio. Para vengarse en los jóvenes amantes… suponiendo que sean amantes… porque está locamente celosa de ellos. O para protegerlos, matando al hombre enviado a espiarlos… porque se vuelve más sentimental con la edad, como yo. Pero su plan fracasó cuando el hombre gritó y las otras vestales llegaron corriendo…

—Aguas profundas —dijo Rufo—. ¿Podremos encontrar alguna vez la verdad?

—A trozos —dije—, y quizá mirando donde no esperamos encontrarla. —Me froté los ojos y traté de reprimir un bostezo. Cerré los ojos… sólo un momento…

Me desperté de un salto cuando me tocaron un hombro, abrí los ojos y vi a Catilina.

—¿La búsqueda…? —dije.

—No ha dado fruto. Hemos mirado, detrás de cada cortina, debajo de cada colchón, dentro de cada bacinilla.

Asentí con la cabeza.

—Entonces volveré a mi casa ya, si Licinia es tan amable de enviar a los porteadores de literas al pie de la escalinata. Esperaré fuera. —Empecé a andar hacia las grandes puertas atrancadas—. Supongo que ésta será la única vez que estaré dentro de este lugar a estas horas de la noche. Ha sido una experiencia memorable.

—No muy desagradable, espero —dijo Catilina. Bajó la voz—. Harás lo que puedas por mí, ¿verdad? Fisga en beneficio mío, localiza a ese mensajero, descubre lo que puedas sobre Clodio y sus planes. No olvido a mis amigos, Gordiano. Te lo pagaré en el futuro.

—Por supuesto —dije, y pensé: «Si es que tienes futuro, Catilina».

La vestal que nos había dejado entrar apareció para desatrancar la puerta. Tenía los ojos gachos, sobre todo para no mirar a Catilina.

Mientras la puerta se abría, oí que caía un objeto en el estanque. Sonreí a la vestal.

—Las ranas están inquietas esta noche.

Negó con la cabeza cansadamente.

—No hay ranas en el estanque —dijo. La puerta se cerró detrás de mí. Oí caer la tranca. Bajé lentamente los escalones. Una brisa repentina sopló desde el foro, con olor a lluvia. Miré hacia arriba y vi que las estrellas empezaban a desvanecerse una por una detrás de un manto de negras nubes que llegaban del oeste.

De repente me di cuenta de la verdad. Subí corriendo los escalones y llamé a la puerta, al principio suavemente. Como no hubo respuesta, golpeé con el puño.

La puerta dio una sacudida y se abrió. Me deslicé dentro. La vestal frunció el entrecejo, confundida. Catilina y Fabia estaban al lado del estanque, con Licinia y Rufo al lado. Fui hacia ellos rápidamente, absorbiendo la extrañeza de la luz de las estrellas, el canto lejano, la atmósfera de santidad y muerte que había dentro de los muros prohibidos.

—El asesino está todavía aquí, dentro de la casa —dije—. ¡Aquí, en nuestra presencia!

Miradas recelosas pasaron por todas las caras. Licinia dio un paso atrás. Incluso Fabia y Catilina se apartaron.

—¿Tenéis aún los cuchillos que cogisteis para la búsqueda?

Licinia sacó un cuchillo de cocina de los pliegues de su estola, y lo mismo hizo Fabia.

—¿Y tú, Rufo?

Rufo sacó una daga corta, igual que yo. Sólo Catilina estaba sin armas.

Fui hasta el borde del estanque.

—Cuando entré en la casa de las vestales, vi juncos saliendo del centro del estanque… sólo en el centro. Sin embargo esos juncos están ahora muy cerca del borde, algo ha estado cayendo en el agua, aunque no hay ranas en el estanque. —Me estiré hacia los juncos huecos, los sacudí, los saqué del agua y los tiré sobre las losas del suelo.

Poco después, un hombre salió del agua, escupiendo y tosiendo. Tropezó y resbaló, luchando contra el obstáculo de la capa de lana empapada que le colgaba como una cota de malla. La capa era negra y con capucha, como la que había llevado su cómplice. En la oscuridad parecía un monstruo hecho de negrura emergiendo de un estanque de pesadilla. Entonces algo osciló en el espacio, brillando a la luz de las estrellas. El hombre avanzó hacia mí, empuñando su daga.

Fue Catilina aunque iba sin armas, quien se arrojó sobre el criminal. Ambos cayeron al agua. Rufo y yo corrimos tras ellos por el estanque, pero en medio del caos de espuma era imposible descargar un golpe.

La lucha terminó tan bruscamente como había empezado. Catilina se levantó apoyándose en manos y rodillas, con la barba chorreando agua, los ojos abiertos de par en par, como si incluso él estuviera sorprendido de lo que había hecho. El sacrílego yacía retorcido en el agua, rodeado por un borbolleo de lo que incluso en el agua oscura no podía tomarse por otra cosa que por sangre; las estrellas reflejadas en su superficie eran de un rojo intenso.

—Ayúdame a sacarlo del agua —dije—. ¡Rápido, Rufo!

Arrastramos al hombre hasta las losas del suelo. Su cuchillo estaba clavado hasta la empuñadura en su propio corazón. Sus dedos todavía aferraban el puño. Sus ojos estaban abiertos como platos. Temblaba y se agitaba de vez en cuando, pero su cara, de ancha nariz, frente estrecha y mejillas sombreadas por una barba incipiente, estaba extrañamente en paz. Las esclavas de la casa, alertadas por el ruido, se congregaron alrededor. En el templo de Vesta la sacerdotisa, sin hacer caso de nada, continuaba su cántico.

Como Cicerón, y sospecho que como Catilina, no soy hombre especialmente religioso. Sin embargo me pareció que el mismo Júpiter demostraba su favor por Catilina en aquel momento ¿Habría confesado el asesino antes de morir si no hubiera cruzado el cielo un hilo finísimo del propio rayo de Júpiter?

El moribundo lo vio. Sus ojos se dilataron. Rufo se dobló sobre él y tocó la mano con la que aferraba el puño de su daga.

—Soy un augur —dijo Rufo con un tono de autoridad que excedía largamente sus años. A pesar de su pelo rojo, sus pecas y sus brillantes ojos castaños, no parecía en absoluto un muchacho en aquel momento—. Interpreto los auspicios.

—El rayo… —gruñó el hombre.

—A tu derecha; la mano que aferra la daga que tienes en tu corazón.

—¿Un mal augurio? ¡Dímelo, augur!

—Los dioses han venido por ti…

—¡No, no!

—Mira dónde van a encontrarte, en la casa de las vestales con la sangre del hombre que asesinaste todavía caliente. Se pondrán furiosos…

Otro rayo cruzó el cielo. Los cielos retumbaron.

—¡He sido un impío! ¡He ofendido terriblemente a los dioses!

—Sí, y harías mejor en apaciguarlos mientras puedas. Confiesa lo que has hecho, aquí, en presencia de la Virgo Máxima.

El hombre se convulsionó tan violentamente que pensé que moriría allí mismo y en aquel momento. Pero al poco rato se recuperó.

—Perdóname…

—¿Por qué has venido aquí?

—Seguía a Catilina.

—¿Por orden de quién?

—De Publio Clodio. («¡Lo sabía!», susurró Catilina).

—¿Qué te proponías?

—Teníamos que seguirlo hasta esta casa sin ser vistos. Teníamos que espiarle en la habitación de la vestal. Yo tenía que esperar hasta el momento más comprometido… ¡pero no se quitaron la ropa! —Se rió y gimió de dolor.

—¿Y luego?

—Luego tenía que matar a Cneo.

—¿El hombre que vino contigo? Pero ¿por qué? ¿Por qué matar a tu compañero?

—¿Qué mejor para hundir a Catilina del todo que pillarle desnudo con una vestal, al lado de un cadáver y de una daga ensangrentada? ¡Pero no se quitaron la ropa! —Le entró otro ataque de risa. La sangre le caía por la comisura de la boca—. Así que… finalmente… seguí adelante y le corté la garganta a Cneo. ¡El pobre tonto no se lo esperaba! Yo tenía que escapar en silencio y dar la alarma al otro lado de las puertas. ¡Pero no había contado con que Cneo gritara tan fuerte! Solté el cuchillo… como Clodio me había dicho que hiciera, para estar seguro de que habría un arma que incriminara a Catilina. Luego cogí el cuchillo de Cneo y corrí hacia el patio. De repente empezaron a aparecer lámparas por todas partes, bloqueándome el camino de las puertas. Recordé un truco que me había enseñado un antiguo centurión del ejército… me metí en el estanque, tan silencioso como una sierpe de agua, y corté un junco para respirar por él. Cuando salí al cabo de un rato para ver cómo iban las cosas, las puertas estaban cerradas y atrancadas, y había una vestal de guardia. Volví a deslizarme bajo el agua y esperé. Es como la muerte estar debajo del agua, mirando, el cielo negro y todas esas estrellas…

Los rayos bailaban a nuestro alrededor, tanto a la derecha como a la izquierda. Sonó un gran trueno y el cielo se abrió sobre nuestras cabezas para dejar escapar un torrente de lluvia. El sacrílego tuvo una última convulsión, se puso rígido y aflojó los músculos de pronto.

Como toda Roma sabe, los juicios de las vestales Licinia y Fabia y de sus supuestos amantes terminaron con la absolución de todos.

Licinia y Craso fueron juzgados al mismo tiempo. La defensa de Craso fue novedosa pero efectiva. Su razón para perseguir apasionadamente a Licinia resultó que no era la lascivia, sino simple codicia. Parece que Licinia tenía una villa en las afueras de la ciudad que él estaba dispuesto a adquirir a precio de carcajada. Un indicio de la reputación de avaricioso que tiene Craso fue que los jueces aceptaran esta excusa sin ponerla en duda. Craso fue humillado públicamente y se hicieron chistes a su costa durante una temporada; pero me han dicho que siguió molestando a Licinia hasta que finalmente adquirió la propiedad al precio que quiso.

Los juicios de Fabia y Catilina se celebraron por separado, aunque los dos degeneraron rápidamente en esgrima política. Cicerón estuvo ausente de los procesos, pero algunos de los más respetados oradores de Roma hablaron en la defensa, incluidos Pisón, Catulo y… Marco Catón, probablemente el único hombre de Roma con reputación de ser más impermeable a las tentaciones sexuales que Cicerón. Catón hizo insinuaciones tan temerarias sobre las maquinaciones de Clodio (sin pruebas, ya que los asesinos estaban muertos y el asesinato se había frustrado, aunque no sin daños) que Clodio encontró conveniente huir de Roma y pasar varios meses en Bayas, esperando que pasara el furor. Más tarde, Cicerón agradeció en privado a Catón que defendiera el honor de su cuñada. Catón altivamente replicó que no lo había hecho por Fabia, sino por el bien de Roma. ¡Vaya par de presumidos!

Catilina también fue absuelto. El hincapié en que él y Fabia habían sido descubiertos totalmente vestidos pesó mucho en su favor. Por mi parte, estoy indeciso sobre si es culpable o inocente de haber seducido a Fabia. Me parece raro que pasara tanto tiempo cortejando a una joven que había jurado castidad si no eran impúdicas sus intenciones. ¿Y como sabía Clodio que Catilina respondería a una falsa carta de Fabia sino porque tenía razones para creer que ambos eran ya amantes? El repetido lamento del asesino de que «no se quitaron las ropas» parecía en la superficie, reivindicar a Catilina y a Fabia; pero hay muchas cosas que dos personas pueden hacer aunque estén completamente vestidas.

Las intenciones y motivos de Catilina continúan siendo un misterio para mí. Sólo el tiempo nos dirá qué carácter tiene realmente.

Mucho después de que terminaran los juicios, recibí un inesperado regalo de la Virgo Máxima… un papiro con los poemas de Safo. Eco, que tiene ya diecisiete años y estudia griego, dice que es su texto favorito, aunque no estoy seguro de si es lo bastante mayor para apreciar sus matices. A mí también me gusta a veces sacarlo de la estantería, sobre todo en las largas noches sin luna, y leerlo en voz alta y lánguida:

La luna se ha puesto y puestas están

Las Pléyades; pronto vendrá la medianoche

y con ella la hora de separarse:

y yo, en el lecho, sin nadie.

Ese pasaje en especial me hace pensar en Licinia, sola en su habitación de la casa de las vestales.