Estábamos sentados al sol en el atrio de la casa de Lucio Claudio, hablando de los últimos chismes del foro, cuando un temible alarido taladró el aire.
Lucio dio un salto y abrió los ojos de par en par. El grito terminó en un chillido felino, seguido por arañazos, golpes sordos y la aparición de un enorme gato amarillo corriendo por el tejado que teníamos a la vista. Las tejas de arcilla roja ofrecían poca resistencia a las garras de la criatura y el gato patinó tan cerca del borde que por un momento pensé que caería directamente en las piernas de Lucio. Lucio pareció pensar lo mismo. Se levantó de un salto, derribando la silla mientras se retiraba frenéticamente a la parte más lejana del estanque de los peces.
Al gato grande le seguía otro más pequeño, completamente negro. La pequeña criatura debía de tener una particular disposición agresiva para haberla tomado con un rival mucho más grande que él, pero su ferocidad atolondrada fue su perdición, porque mientras su oponente cruzaba el tejado sin dar un paso en falso, el gato negro perdió el equilibrio al dar un quiebro. Después de una sucesión de salvajes chillidos y uñas que rascaban las tejas, el gato negro cayó a plomo en el atrio, con los pies por delante.
Lucio gritó como un crío y blasfemó como un hombre. El joven esclavo que nos había escanciado el vino llegó corriendo.
—¡Bicho! —gritó Lucio—. ¡Apártate! ¡Fuera de aquí!
Tras el primer esclavo llegaron otros, que rodearon al animal. Hubo un momento de indecisión mientras el gato negro encogía las orejas y gruñía y los esclavos se quedaban quietos, temerosos de los colmillos y las uñas del gato.
Recuperando su dignidad, Lucio respiró normalmente y se enderezó la túnica. Chascó los dedos y señaló la silla volcada. Nada más levantarla el esclavo, Lucio se subió encima. Sin duda quería poner entre el gato y él tanta distancia como le fuera posible, pero cometió un terrible error, porque al situarse tan arriba se convirtió en el objeto más alto del atrio.
Sin avisar, el gato dio un salto repentino. Atravesó el cordón de esclavos, se subió a la silla de Lucio, corrió verticalmente por sus extremidades y su tronco, trepó por la cara, pasó por la coronilla, saltó al tejado y desapareció. Lucio se quedó un rato con la boca abierta.
Finalmente, ayudado por sus esclavos (muchos de los cuales parecían a punto de estallar en carcajadas), Lucio se las arregló para bajar de la silla. Cuando se sentó, le pusieron otra copa de vino en la mano, que se llevó temblorosamente a los labios. Vació la copa y se la devolvió al esclavo.
—¡Bueno, bueno! —dijo—. Salid ahora todos. La diversión ha terminado.
Mientras los esclavos salían del atrio, vi que Lucio se estaba ruborizando, sin duda por la vergüenza de haber perdido la compostura, por no hablar de su papel de árbol callejero a mayor guasa de un animal salvaje, en su propia casa y delante de sus esclavos. La expresión de su gorda y rubicunda cara era tan cómica que tuve que morderme los labios para no reír.
—Gatos —dijo al fin—. ¡Malditas criaturas! De niño apenas se veían por Roma. ¡Ahora han invadido la ciudad! Miles, por todas partes, vagando en libertad, riñendo y apareándose cuando les da la gana, y nadie es capaz de pararlos. Al menos, no se ven muchos aún por el campo; los granjeros los espantan porque asustan a los otros animales. ¡Misteriosos, feroces monstruitos! Seguro que vienen del Hades.
—En realidad vienen de Alejandría —dije con pachorra.
—¿En serio?
—Sí. Los marineros los trajeron de Egipto, o eso dicen. A los navegantes les gustan los gatos porque matan las ratas de los barcos.
—¡Vaya dilema… o ratas o una bestia salvaje con uñas y colmillos! ¡Y tú, Gordiano… todo este tiempo has estado sentado ahí como si no pasara nada! Claro, lo había olvidado, tú estás acostumbrado a los gatos. Bethesda tiene uno que cuida como si fuera una especie de animal doméstico, ¿no? ¡Como si fuera un perro! —hizo una mueca—. ¿Cómo llama Bethesda a ese bicho maléfico?
—Bast. Así es como los egipcios llaman a su rey felino.
—Qué gente tan extraña. Adorar a los animales como si fueran dioses. No hay que preguntarse por qué sus gobiernos andan siempre revolucionados. Un pueblo que adora a los gatos difícilmente puede estar preparado para gobernarse a sí mismo.
Me quedé callado ante aquella muestra de sabiduría convencional. Debería haber señalado que los adoradores de gatos que él tan alegremente desdeñaba habían conseguido crear una cultura de exquisita delicadeza y monumentales logros, mientras Rómulo y Remo todavía estaban chupando la teta de una loba, pero el día era demasiado caluroso para abordar un debate histórico.
—Si esa criatura vuelve, haré que la maten —murmuró Lucio, mirando nerviosamente al tejado.
—En Egipto —dije—, semejante acto sería considerado asesinato y castigado con la muerte.
Lucio me miró con recelo.
—¡No me digas! Me doy cuenta de que los egipcios adoran todo tipo de pájaros y animales terrestres, pero eso no les impide robarles los huevos o comerse su carne. ¿Matar a una vaca es allí asesinato?
—Quizá no, pero descalabrar a un gato sí lo es. De hecho, cuando era joven y estuve en Alejandría, una de mis primeras investigaciones fue sobre la muerte de un gato.
—¡Bromeas, Gordiano! No estarás diciendo que fuiste contratado realmente para seguir la pista del asesino de un gato, ¿verdad?
—Fue un poco más complicado.
Lucio sonrió por primera vez desde que habíamos sido interrumpidos por la gatomaquia.
—Vamos, Gordiano, no te burles de mí —dijo, dando una palmada para que el esclavo sirviera más vino—. Tienes que contarme la historia.
Me alegré de verle recobrar el buen humor.
—Muy bien —dije—. Te contaré el cuento del gato de Alejandría…
La barriada llamada Rakotis es la parte más vieja de Alejandría. El corazón de Rakotis es el templo de Serapis, un magnífico edificio de mármol construido a escala descomunal y decorado con fabulosos adornos de alabastro, oro y marfil. Los romanos que han visto el templo admiten llenos de envidia que en esplendor «podría» rivalizar con nuestro austero templo de Júpiter… lo cual dice más del provincianismo romano que de los méritos arquitectónicos de los dos templos. Si yo fuera un dios, sabría qué templo escogería para vivir.
El templo es un oasis de luz y esplendor, rodeado por un laberinto de calles estrechas. Las casas de Rakotis, hechas de tierra endurecida, son altas y están pegadas unas a otras. Las calles están cruzadas por cuerdas en las que los inquilinos tienden la ropa, el pescado y las gallinas muertas. El aire suele ser tranquilo y caliente, pero a veces una brisa marina se las ingenia para cruzar la isla de Faros, el gran puerto y la muralla de la ciudad, y mecer las altas palmeras que crecen en las callejas y jardines de Rakotis.
En Rakotis, uno casi se puede imaginar que la conquista griega no ocurrió nunca. La ciudad puede deber su nombre a Alejandro y estar gobernada por un Ptolomeo, pero la gente del viejo barrio es inequívocamente egipcia, pues es de ojos oscuros y con esos rasgos que se ven en las estatuas de los faraones. Estas gentes son diferentes de nosotros, así como sus dioses, que no son ni romanos ni griegos, de perfecta forma humana, sino extraños híbridos de animales y hombres, espantosos de ver.
Se ven muchos gatos en Rakotis. Vagan por allí a su antojo, confiados, calentándose al sol, cazando saltamontes, dormitando en cornisas y tejados, observando los inaccesibles peces y gallinas muertas, muy lejos de sus garras. Pero los gatos de Rakotis no tienen hambre; todo lo contrario. La gente les pone cuencos de comida en la calle, murmurando encantamientos mientras lo hacen, y ni siquiera a un mendigo hambriento se le ocurriría coger esa comida consagrada… porque los gatos de Rakotis, como todos los gatos de Egipto, se toman por dioses. Los hombres se inclinan cuando se cruzan con ellos en la calle, y ay del grosero visitante de Roma o Atenas que se atreva a reírse disimuladamente al ver tales cosas, ya que los egipcios son tan vengativos como piadosos.
Cuando tenía veinte años, después de haber visto las Siete Maravillas del Mundo, me encontraba en Alejandría. Cogí un alojamiento en Rakotis por varias razones. Primera, porque un joven forastero con poco dinero podía encontrar allí un alojamiento adecuado a sus recursos. Pero Rakotis ofrecía mucho más que una habitación barata. Para alimentar el estómago, los vendedores de los rincones atestados de gente pregonaban exóticos manjares desconocidos en Roma. Para alimentar el intelecto, escuchaba a los filósofos que leían y debatían en las escaleras de la biblioteca que había al lado del templo de Serapis. Allí conocí al filósofo Dión; pero ésa es otra historia. En cuanto a los otros apetitos comunes a los jóvenes, también eran fácilmente satisfechos; los alejandrinos se tienen por las personas más tolerantes y mundanas del mundo, y cualquier romano que lo discuta sólo demuestra su propia ignorancia. Por cierto, conocí a Bethesda en Alejandría; pero esa también es otra historia.
Una mañana que estaba paseando por una de las calles más solitarias del barrio, escuché un ruido detrás de mí. Era un ruido confuso, como el de una multitud gritando no muy lejos. El gobierno de Egipto es notoriamente inestable y los motines son bastante comunes, pero parecía demasiado temprano para que la gente anduviera por las calles con ganas de jaleo político. Sin embargo, cuando me detuve para escuchar, el ruido creció y el retumbar se convirtió en voces humanas irritadas.
Poco después, apareció un hombre con túnica azul por la esquina, corriendo directamente hacia mí, con la cabeza vuelta hacia atrás. Me aparté rápidamente de su camino, pero cambió su curso y tropezó conmigo. Caímos al suelo en un revuelo de brazos y piernas.
—¡Por las turmas de Numa! —grité, pues aquel imbécil había hecho que me arañara las manos y las rodillas con las ásperas piedras del suelo.
El extraño detuvo el pataleo para ponerse en pie y me miró. Era un cuarentón bien vestido y bien alimentado. Sus ojos estaban llenos de pánico, pero en ellos también había un brillo de esperanza.
—¡Hablas en latín! —dijo roncamente—. Entonces eres romano, como yo.
—Sí.
—Paisano, ¡sálvame! —Estábamos ya en pie, pero el extraño se movía de una manera tan espasmódica y se aferraba a mí de tal forma que casi hizo que volviéramos a caer al suelo.
El ruido de voces de cólera se acercaba. El hombre miró hacia la calle por la que había llegado. El miedo, bailaba en su cara como una llama. Me cogió con las dos manos.
—¡Te juro que nunca he tocado a ese animal! —susurró roncamente—. La niña dice que lo maté, pero ya estaba muerto cuando llegué yo.
—¿De qué hablas?
—¡Del gato! ¡Yo no he matado al gato! Ya estaba muerto, tirado en la calle. ¡Pero esos egipcios chiflados quieren desmembrarme! Si pudiera llegar a mi casa…
En aquel momento aparecieron varias personas por la esquina, hombres y mujeres vestidos con los harapos de las clases más pobres. Llegó más gente, gritando y haciendo muecas de odio. Venían a toda prisa hacia nosotros, unos blandiendo palos y cuchillos, otros agitando los puños en el aire.
—¡Ayúdame! —chilló el hombre con voz quebrada como la de un niño—. ¡Sálvame! ¡Te recompensaré! —La multitud estaba ya encima de nosotros. Me revolví para escapar de su tenaza. Al final se apartó de mí y continuó su precipitada huida. Mientras la indignada multitud se abalanzaba sobre mí, me pareció por un momento que era yo el objeto de su furia. Unos cuantos se dirigían en línea recta hacia mí y yo no veía posibilidad de escapar. «La muerte siempre nos alcanza», dice el viejo poema egipcio, y comprendí que estaba muy cerca.
Pero un hombre que iba casi en cabeza de la multitud, notable por su larga barba rizada, según la moda babilonia, comprendió el error y gritó con voz de trueno:
—¡No es éste! ¡Es el de azul! ¡Por allí, al final de la calle! ¡Rápido o se nos escapará otra vez!
El grupo de hombres y mujeres que habían estado a punto de golpearme hicieron una finta en el último momento y siguieron corriendo. Me escondí bajo un dintel, fuera de su vista, y me quedé de piedra al ver el tamaño de la multitud que pasaba ante mí. ¡La mitad de los habitantes de Rakotis detrás de un romano vestido de azul!
Una vez que pasó el grueso de la multitud, volví a la calle.
Detrás venían unos cuantos rezagados. Entre ellos reconocí a un hombre que vendía pasteles en una tienda de la calle de los Panaderos. Respiraba pesadamente, pero andaba a paso decidido. En la mano empuñaba un rodillo de amasar. Yo lo conocía como pastelero orondo y alegre, cuya alegría principal consistía en llenar los estómagos de otros, pero aquella mañana tenía en la cara el implacable rictus de los vengadores sin piedad.
—Menapis, ¿qué está pasando? —dije, andando a su lado. Me dirigió una mirada tan llena de desprecio que pensé que no me había reconocido, pero cuando habló, estuvo claro que sí.
—Vosotros los romanos venís con vuestros pomposos modales y vuestra riqueza mal adquirida y nosotros hacemos lo que podemos para aguantaros. Os habéis metido en nuestra vida y lo aguantamos. ¡Pero cuando profanáis, llegáis demasiado lejos! ¡Hay cosas de las que ni siquiera un romano puede librarse!
—Menapis, cuéntame qué está pasando.
—¡Ha matado un gato! El muy imbécil mató a un gato a un tiro de piedra de mi tienda.
—¿Viste cómo ocurrió?
—Una niña le vio hacerlo. Gritó de terror, como es natural, y la gente llegó corriendo. Pensaban que la niña estaba en peligro, pero era peor. ¡El estúpido romano había matado un gato! Lo habríamos lapidado en el acto, pero se las arregló para escapar y echó a correr. Cuanto más duraba la persecución, más gente se unía al grupo. No escapará de nosotros ahora. ¡Mira, el romano debe de haber sido atrapado!
La caza parecía haber terminado, pues la multitud se había detenido en una plaza amplia. Si lo habían alcanzado, el de azul debía de ser ya una sanguinolenta masa pisoteada, pensé, y sentí náuseas. Pero mientras me acercaba, la multitud se puso a canturrear:
—¡Que salga el matagatos! ¡Que salga el matagatos!
Menapis se puso a cantar con los otros, golpeándose la mano con el rodillo y dando patadas en el suelo.
Parecía que el fugitivo se había refugiado en una casa de aspecto próspero. Por las caras que miraban horrorizadas desde las ventanas del último piso, antes de cerrarse éstas de golpe, el lugar parecía estar lleno de romanos, y sin duda era el domicilio particular del fugitivo. Que no era pobre ya lo había imaginado por la calidad de su túnica azul, y el tamaño de su casa me lo confirmó. Un rico comerciante, pensé, pero ni la plata ni ningún pico de oro lo salvarían de la ira de la gente. La masa siguió cantando y se puso a golpear la puerta con palos.
Menapis gritó:
—¡Los palos no romperán la puerta! ¡Tenemos que hacer un ariete! —Miré al panadero, hombre alegre por lo general, y un estremecimiento me recorrió el espinazo. Todo aquello por un gato…
Me fui a una esquina tranquila de la plaza, donde algunos vecinos se habían aventurado a salir de sus casas para ver la conmoción. Una anciana egipcia, impecablemente vestida con una túnica de lino blanco, miraba a la multitud con desprecio.
—¡Vaya chusma! —dijo, sin dirigirse a nadie en particular—. ¿A quién se le ocurre, asaltar la casa de un hombre como Marco Lépido?
—¿Tu vecino? —dije.
—Durante muchos años, como su padre antes que él. Un honrado comerciante romano y un honor para Alejandría mayor que toda esa chusma junta. ¿También tú eres romano?
—Sí.
—Eso pensé, por tu acento. Bien, no tengo problemas con los romanos. Tratar con hombres como Marco Lépido y sus iguales enriquecieron a mi difunto marido. ¿Qué ha podido hacer Marco para atraer a semejante chusma ante su puerta?
—Le acusan de haber matado un gato.
Dio un respingo. Una expresión de horror contorsionó su arrugada cara.
—¡Eso sería imperdonable!
—Él asegura que es inocente. Dime, ¿quién más vive en esa casa?
—Marco Lépido vive con dos primos suyos. Le ayudan a llevar los negocios.
—¿Y sus mujeres?
—Los primos están casados, pero sus mujeres e hijos viven en Roma. Marco es viudo. No tiene hijos. ¡Mira! ¿Qué locura es ésta?
Moviéndose entre la multitud como un cocodrilo entre azucenas iba una inmensa palmera arrancada. En cabeza de los que la portaban iba el hombre de la barba babilónica. Mientras apuntaban con el árbol a la puerta de Marco Lépido, comprendí que era un ariete. «¡Yo no maté al gato!», había dicho Marco Lépido. Y: «¡Ayúdame! ¡Sálvame!». Y también, qué caramba: «¡Te recompensaré!». Me parecía, como buen romano al que se le había pedido ayuda, que no tenía elección: si el hombre de azul era inocente del crimen, era mi deber ayudarle. Por si el deber no bastara, mi estómago gruñón y mi bolsa vacía dejaban la balanza en concluyente desequilibrio.
Necesitaría actuar con rapidez. Volví por el camino por donde había llegado.
El trayecto hasta la calle de los Panaderos, normalmente atestado de gente, estaba casi desierto; los tenderos y vendedores ambulantes habían salido corriendo a matar al romano. La tienda de Menapis estaba vacía; al mirar dentro, vi montones de masa sin forma encima de la mesa y el fuego del horno apagado. El gato había muerto a un tiro de piedra de su tienda; y más o menos a esa distancia, doblando la esquina, en una pequeña calle lateral, me encontré con un círculo de sacerdotes con la cabeza rapada y gacha.
Mirando entre las túnicas naranjas vi el cadáver del gato, despatarrado sobre los adoquines. Había sido una criatura hermosa, de lomo brillante y pellejo como el azabache. No cabía duda de que lo habían matado deliberadamente, ya que le habían rebanado el cuello.
Los sacerdotes se arrodillaron y colocaron el gato muerto en un pequeño féretro, el cual se cargaron sobre sus hombros. Cantando y lamentándose, comenzaron una lenta procesión hacia el templo de Bast.
Miré alrededor, no muy seguro de lo que hacer. Un movimiento en una ventana atrajo mi atención, pero cuando miré hacia arriba no había nada que ver. Seguí mirando hasta que una carita apareció y rápidamente volvió a desaparecer.
—Niña —dije suavemente—. ¡Niña!
Al poco rato reapareció. Tenía la redonda cara despejada, envuelta en un halo de pelo negro. Sus ojos tenían forma de almendra y sus labios se fruncían en un puchero.
—Hablas raro —dijo.
—¿Sí?
—Como el otro hombre.
—¿Qué otro hombre?
Pareció pensárselo un momento, pero no contestó.
—¿Quieres oírme gritar? —dijo. Sin esperar respuesta, gritó. El chillido me hirió los oídos y resonó extrañamente en la calle vacía. Apreté los dientes hasta que calló.
—Oye —dije—, ha sido un buen grito. ¿Eres la niña que gritó antes?
—No sé.
—Quiero decir cuando mataron al gato.
Arrugó la frente.
—No del todo.
—¿No eres la niña que gritó cuando mataron al gato?
Meditó la pregunta.
—¿Te ha enviado el hombre de la barba rara? —dijo finalmente.
Pensé un momento y recordé al hombre de la barba babilonia cuyo grito me había salvado de la multitud, «¡Es el de azul!», y al que había visto con el ariete.
—¿Quieres decir una barba babilonia, rizada con tenacillas?
—Sí —dijo—, rizada, como rayos que le salieran de la barbilla.
—Ese hombre me salvó la vida —dije. Era la verdad.
—Entonces puedo hablar contigo —dijo—. ¿Tú también tienes un regalo para mi?
—¿Un regalo?
—Como el que me dio él. —Levantó una muñeca de caña de papiro y trapos.
—Muy bonita —dije, empezando a comprender—. ¿Te dio la muñeca por gritar?
Se rió.
—Fue justo. ¿Quieres oírme gritar otra vez?
Sentí un escalofrío.
—Más tarde. En realidad, no viste quién mató al gato, ¿verdad?
—¡Idiota de la bellota! Nadie mató al gato, no de verdad. El gato estaba actuando, como yo. Pregúntale al hombre de la barba rara. —Sacudió la cabeza ante mi credulidad.
—Desde luego —dije—. Lo sabía; pero lo había olvidado. ¿Así que piensas que hablo raro?
—Sí, lo creo —dijo, imitando mi acento. Los niños alejandrinos adquieren la propensión al sarcasmo a muy corta edad—. Tú hablas raro.
—Como el otro, dijiste.
—Sí.
—¿Te refieres al hombre de la túnica azul, al que persiguen por haber matado al gato?
Su cara redonda se alargó un poco.
—No, nunca le he oído hablar, menos cuando el panadero y sus amigos fueron tras él y él gritó. Pero yo puedo gritar más fuerte.
Parecía dispuesta a demostrarlo, así que asentí rápidamente.
—¿Quién entonces? ¿Quién habla como yo? ¡Ah, sí! El hombre de la barba rara —dije, pero sabía que me equivocaba incluso cuando lo estaba diciendo, porque el hombre me había parecido inequívocamente egipcio y no romano.
—No, él no, idiota. El otro hombre.
—¿Qué otro hombre?
—El que estuvo aquí ayer, el de la nariz con mocos. Les oí hablar ahí en la esquina, al de la barba rara y al que habla como tú. Hablaban, señalaban con el dedo y parecían muy serios, el barbudo se tiraba de la barba y el de la nariz con mocos se la sonaba, pero finalmente se les ocurrió algo divertido y empezaron a reír. «¡Y pensar que tu primo es un amante de los gatos!», dijo el de la barba rara. Parecía que estaban planeando gastarle una broma a alguien. Lo olvidé todo hasta que esta mañana vi al de la barba rara otra vez y me dijo que gritara cuando viera al gato.
—Ya veo. Te dio la muñeca, luego te enseñó el gato.
—Sí, parecía tan muerto que engañó a todo el mundo. ¡Incluso a los sacerdotes!
—El hombre de la barba rara te enseñó el gato, tú gritaste, la gente llegó corriendo ¿qué pasó luego?
—El de la barba rara señaló a un hombre que pasaba por la calle y gritó: «¡El romano lo hizo! ¡El de azul! ¡Ha matado al gato!». —La niña recitaba con gran convicción, levantando la muñeca como si ésta fuera una actriz.
—El hombre de los mocos que habla como yo —dije—. ¿Estás segura de que se habló de un «primo»?
—¡Sí, sí! Yo también tengo un primo. Le gasto muchas bromas.
—¿Qué aspecto tiene el hombre de los mocos? Se encogió de hombros.
—Es un hombre.
—Sí, pero ¿alto o bajo? ¿Joven o viejo?
Pensó un momento, luego volvió a encogerse de hombros.
—Un hombre, como tú. Como el de la túnica azul. Todos los romanos sois iguales.
Sonrió. Luego volvió a gritar, sólo para demostrarme lo bien que lo podía hacer.
Cuando volví a la plaza, un grupo de soldados de Ptolomeo había llegado de palacio y estaba intentando, con muy poco éxito, alejar a la multitud. Los soldados eran ampliamente superados en número y la multitud sólo había retrocedido unos pasos. Lanzaban piedras y ladrillos contra la casa y algunos golpeaban los ya resquebrajados postigos. Parecía que se había hecho un intento serio de derribar la puerta, pero ésta había resistido.
Un factótum del palacio real, un eunuco a juzgar por su voz chillona, apareció en el lugar más alto de la plaza. Era un tejado cercano a la casa sitiada. Trató de calmar a la multitud, asegurándoles que se haría justicia. Era interés del rey Ptolomeo, por supuesto, aplacar lo que podía convertirse en un incidente de carácter internacional; el asesinato de un rico comerciante romano a manos de los alejandrinos podía causar un gran perjuicio político.
El eunuco siguió gritando, pero la multitud no se dejaba impresionar. Para ellos, el asunto era sencillo y claro: un romano había matado cruelmente a un gato y no estarían satisfechos hasta que el romano estuviera muerto. Reanudaron el canturreo, ahogando la voz del eunuco:
—¡Que salga el matagatos! ¡Que salga el matagatos!
El eunuco bajó del tejado. Yo había decidido entrar en la casa de Marco Lépido. La cautela me decía que tal actitud era una locura, pues ¿cómo iba a salir vivo una vez estuviera dentro? Y, de todos modos, debía de ser imposible porque si hubiera una manera sencilla de entrar en la casa, la multitud ya la habría descubierto. Entonces se me ocurrió que quien estuviera en el mismo tejado en el que había estado el eunuco de Ptolomeo, podía saltar o descender al tejado de la casa sitiada.
Parecía una empresa digna de Hércules; hasta que oí en mi cabeza el lastimoso eco de la voz del desconocido: «¡Ayúdame!». «¡Sálvame!».
Y: «¡Te recompensaré!». El edificio desde el que había hablado el eunuco había sido tomado por los soldados, como los demás edificios adyacentes a la casa sitiada, para evitar que la multitud ganara la entrada por una pared medianera o pegando fuego a toda la manzana. Tardé en convencer a los guardias de que me dejaran entrar, pero el hecho de ser romano y asegurar que conocía a Marco Lépido me consiguió una audiencia con el eunuco del rey.
Los sirvientes reales entran y salen de Alejandría; los que no saben satisfacer a su amo se convierten en comida para los cocodrilos y son rápidamente reemplazados. Aquel sirviente real sabía lo que era estar a las órdenes de un monarca que podía aniquilarlo con un simple arqueamiento de cejas. Había sido enviado a sofocar una multitud furiosa y a salvar la vida de un ciudadano romano y, de momento, sus posibilidades de éxito parecían bastante remotas. Podía pedir más soldados, acuchillar a la multitud, pero semejante baño de sangre podía degenerar en una situación aún peor. Para acabar de rematar las cosas, había por allí un alto sacerdote de Bast, que pisaba los talones al eunuco, gimiendo y agitando sus ropas de color naranja y pidiendo que se hiciera justicia en nombre del gato muerto.
El atribulado eunuco estaba abierto a cualquier idea que yo quisiera sugerirle.
—¿Eres amigo del otro romano, el perseguido por la multitud? —preguntó.
—El «criminal» —corrigió el alto sacerdote.
—Un conocido suyo —dije y era cierto, si a haber cambiado unas palabras desesperadas después de tropezar en la calle se le podía llamar conocimiento—. De hecho, soy representante suyo. Me ha contratado para sacarle de este embrollo. —Lo cual, en cierto modo, también era verdad—. Y creo que sé quién mató realmente al gato. —Esto no era tan cierto, pero podía serlo si el eunuco se avenía a cooperar conmigo—. Debes introducirme en la casa de Marco Lépido. He pensado que tus soldados podrían bajarme hasta su tejado con una cuerda.
El eunuco se quedó pensativo.
—Por la misma ruta, podríamos rescatar a Marco Lépido haciéndole subir por la misma cuerda hasta este edificio, donde mis hombres podrían protegerlo mejor.
—¿Rescatar al asesino de un gato? ¿Darle protección armada? —El sacerdote estaba indignado. El eunuco se mordió el labio.
Al final se acordó que los hombres del rey se hiciesen con una cuerda para bajar al tejado de la casa sitiada.
—Pero no podrás volver por el mismo camino —insistió el eunuco.
—¿Por qué no? —Tuve una súbita visión de la casa ardiendo conmigo dentro, o de una multitud iracunda irrumpiendo por la puerta y apaleando y acuchillando, a todos los habitantes.
—Porque la cuerda será visible desde la plaza —dijo el eunuco—. Si la multitud ve a «quien sea» saliendo de la casa, imaginará que es el hombre que persigue. ¡Entonces entrarán en este edificio! No, te permitiré pasar a la casa de tu paisano, pero después te las arreglarás solo.
Lo pensé un momento y accedí. Detrás del eunuco, el alto sacerdote de Bast sonreía como un gato, sin duda previendo mi inminente fallecimiento y ronroneando ante la idea de que otro romano impío abandonara el valle de los vivos.
Mientras me bajaban al tejado del comerciante, sus esclavos se dieron cuenta de lo que estaba pasando y dieron la alarma. Me rodearon de inmediato, dispuestos a arrojarme a la plaza, cuando levanté las manos para demostrarles que no iba armado y grité que era amigo de Marco Lépido. Mi latín pareció aplacarles. Al final me bajaron por unas escaleras para conducirme ante su amo.
El hombre de azul se había escondido en una pequeña habitación que tomé por un despacho, ya que estaba abarrotada de rollos y trozos de papiro.
Me miró cautelosamente y me reconoció.
—Eres el hombre con el que tropecé en la calle. ¿Por qué has venido?
—Porque me pediste ayuda, Marco Lépido. Y porque me ofreciste una recompensa —dije a bocajarro—. Me llamo Gordiano.
Tras las ventanas cerradas, que daban a la plaza, la multitud empezó a canturrear de nuevo. Una piedra golpeó las contraventanas con un estampido. Marco dio un salto y se mordió los nudillos.
—Éstos son mis primos, Rufo y Appio, —dijo, presentándome a dos hombres más jóvenes que acababan de entrar en la habitación. Como su primo más viejo, los dos estaban bien alimentados y bien vestidos, y al igual que él parecían incapaces de reprimir el pánico.
—Los guardias de fuera están empezando a debilitarse —dijo Rufo—. ¿Qué vamos a hacer, Marco?
—¡Si entran en la casa nos matarán a todos! —dijo Appio.
—Evidentemente, eres un hombre rico, Marco Lépido —dije—. Comerciante, según tengo entendido.
Los tres primos me miraron sin expresión, asombrados de mi aparente indiferencia a la crisis del momento.
—Sí —dijo Marco—. Tengo una pequeña flota. Transportamos a Roma cereales, esclavos y otras mercancías. —Hablar del oficio le tranquilizó notablemente, tal como recitar un cántico familiar tranquiliza a un fiel en el templo.
—¿Compartes el negocio con tus primos? —pregunté.
—El negocio es totalmente mío —dijo Marco con un dejo de pundonor—. Lo heredé de mi padre.
—¿Sólo tuyo? ¿No tienes hermanos?
—Ninguno.
—¿Y tus primos son simples empleados, no propietarios?
—Si lo pones así…
Miré a Rufo, el más alto de los primos. ¿Era miedo a la multitud lo que leí en su cara o la huella de antiguos resentimientos? El primo Appio empezó a pasearse por la habitación, mordiéndose las uñas y lanzándome miradas que tomé por hostiles.
—Entiendo que no tienes hijos, Marco Lépido —dije.
—No. Mi primera mujer sólo me dio hijas; todas murieron de fiebres. La segunda era estéril. Ahora no estoy casado, pero pronto lo estaré, cuando mi prometida llegue de Roma. Sus padres la han enviado en barco y me han jurado que es fértil, como sus hermanas. ¡El año que viene por estas fechas puede que sea un orgulloso padre por fin! —Esbozó una débil sonrisa, luego se mordió los nudillos—. Pero ¿de qué sirve complacerse en el futuro cuando no lo tengo? ¡Maldigo a todos los dioses de Egipto por haber puesto a ese gato muerto en mi camino!
—Creo que no fue un dios quien lo hizo. Dime, Marco Lepido, si murieras antes de casarte, antes de tener un hijo, y no permita Júpiter tal tragedia, ¿quién heredaría tus propiedades?
—Mis primos, a partes iguales.
Rufo y Appio me miraron seriamente. Otra piedra golpeó las ventanas y todos dimos un salto. Era imposible leer en sus caras el menor signo de culpabilidad.
—Ya veo. Dime, Marco Lépido, ¿quién crees que podía saber ayer que esta mañana ibas a pasar por esa calle de Rakotis?
Se encogió de hombros.
—Mis placeres no son un secreto. Hay una casa en esa calle en la que paso ciertas noches en compañía de un pequeño Ganímedes. No teniendo mujer en este momento…
—Entonces ¿cualquiera de tus primos podría haber sabido que vendrías por ese camino esta mañana?
—Supongo —dijo, encogiéndose de hombros. Si estaba demasiado distraído para ver el meollo, sus primos no lo estaban. Rufo y Appio me miraron con expresión turbia y entre sí con cara de interrogación.
En aquel momento entró en la habitación un gato gris, estirando la cola y con la cabeza erguida, al parecer indiferente al caos de la calle y a la desesperación de los de la casa.
—¡Qué ironía! —gimió Marco Lépido, rompiendo a llorar de repente—. ¡Qué amarga ironía! ¡Ser acusado de matar a un gato… cuando yo jamás haría una cosa así! Adoro a esas pequeñas criaturas. Les doy un lugar de honor en mi casa, las alimento en mi propio plato. ¡Ven, precioso Nefer! —Se inclinó e hizo con las manos una silla de la reina para el gato, que de un salto se instaló en ella. El animal se puso de espaldas y ronroneó. Marco Lépido abrazó al animal, acariciándolo para mitigar su angustia. Rufo parecía compartir la afición de Lépido por los gatos, ya que sonrió débilmente y se puso también a acariciar la barriga del animal.
Había llegado a un callejón sin salida. Me parecía bastante probable que al menos uno de los primos se hubiera confabulado con el egipcio de la barba para planear la destrucción de Marco Lépido, pero ¿cuál? Si la niña hubiera sido capaz al menos de darme una descripción mejor. «Todos los romanos sois iguales». ¡Encima!
—¡Tú y tus malditos gatos! —dijo súbitamente Appio, arrugando la nariz y apartándose al rincón más alejado del cuarto—. Son los gatos los que tienen la culpa. ¡Todos hacen encantamientos! Alejandría está llena de ellos y por eso no puedo ser más desdichado. ¡Cada vez que me acerco a alguno pasa lo mismo! ¡Nunca había estornudado hasta que llegué aquí! —Y diciendo esto, estornudó y resopló, y sacó un paño de la túnica para sonarse la goteante nariz.
Lo que siguió no fue bonito, aunque quizá fuera justo.
Le conté a Marco Lépido, todo lo que había sabido por la niña. Le hice acercarse a la ventana y abrí los postigos lo suficiente para señalar al hombre de la barba babilonia, que en aquel momento estaba inspeccionando la preparación de una hoguera. Marco había visto antes a aquel hombre, en compañía de su primo Appio.
¿Qué resultado esperaba yo? Había querido ayudar a otro romano en el extranjero, salvar a un inocente de la ira de una masa enloquecida y ganar mientras tanto unas cuantas monedas para mi bolsa… propósitos honorables todos. ¿No me di cuenta de que, inevitablemente, un hombre moriría? Entonces era muy joven, y no siempre pensaba las cosas hasta su resultado lógico.
La furia de Marco Lépido me cogió por sorpresa. Quizá no tenía por qué, considerando la terrible conmoción que había sufrido aquel día y teniendo en cuenta que era un brillante empresario y por lo tanto despiadado hasta cierto punto; y teniendo en cuenta, finalmente, que la traición dentro de la familia a menudo conduce a los hombres a actos de extrema crueldad.
Acobardado ante Marco Lépido, Appio confesó su culpa. Rufo, al que Appio declaró inocente, pidió clemencia para el primo común, pero sus ruegos fueron ineficaces. Aunque debíamos de estar a cientos de millas de Roma, las normas de la familia romana no cambiaban en aquella casa de Alejandría y todo el poder residía en el cabeza de familia. Cuando Marco Lépido se arrancó la túnica azul y ordenó que se la pusieran a su primo Appio, los esclavos de la casa obedecieron. Appio se resistió, pero estaba vencido. Cuando Marco ordenó que Appio fuera arrojado por la ventana, a la multitud, así se hizo.
Rufo, pálido y tembloroso, se metió en otro cuarto. Marco adoptó una expresión pétrea y dio media vuelta. El gato gris se enroscó a sus pies, pero nadie le hizo caso.
El egipcio barbado, sin darse cuenta de la sustitución, gritó a los otros componentes de la multitud que se vengaran en el hombre de azul. Sólo mucho más tarde, cuando la multitud se hubo dispersado y el egipcio pudo ver de cerca el cadáver machacado, se dio cuenta del error. Nunca olvidaré su expresión, que cambió de la sonrisa de triunfo a la máscara del horror mientras se aproximaba al cuerpo, examinaba su cara y luego miraba a la ventana en la que estaba yo. Había presidido la muerte de su propio cómplice.
Quizá era justo que Appio sufriera la suerte que había planeado para su primo. Sin duda pensó que mientras esperaba a salvo en la casa familiar, el egipcio de la barba llevaría a cabo el plan tal como lo habían planeado, y su viejo primo sería despedazado en la calle de los Panaderos. No había previsto que Marco Lépido eludiera a la multitud y huyera hasta su casa, donde los tres primos quedaron atrapados. Tampoco había previsto la intervención de Gordiano el Sabueso… o, para el caso, la intervención del gato gris, que hizo que se delatara con un estornudo.
Así terminó el episodio del gato de Alejandría, cuya muerte fue vengada terriblemente.
Días después de haber contado esta historia a Lucio Claudio, fui a visitarle de nuevo a su casa del Palatino. Me sorprendió ver que habían instalado un nuevo mosaico en las escaleras de su casa. Las pequeñas teselas de colores representaban un peligroso mastín de Molosia y formaban las siguientes palabras: CAVE CANEM.
Un esclavo me hizo entrar y me escoltó hasta el jardín del centro de la casa. Mientras me aproximaba, oí un gemido, acompañado de una risa profunda. Me acerqué a Lucio Claudio, que estaba sentado y tenía en los muslos algo que parecía una rata blanca y gigante.
—¿Qué rábanos es eso?
—Es mi querido, dulce, adorable y pequeño Momo.
—En el umbral he visto un mastín de Molosia, lo que ciertamente no es ese animal.
—Momo es una terrier de Mitilene… pequeña, cierto, pero muy feroz —dijo Lucio a la defensiva. Como para demostrar el punto de vista de su amo, la perrita portátil empezó a ladrar de nuevo. Luego se puso a lamer la barbilla de Lucio, lo que pareció gustar inmensamente al amo.
—El umbral advierte que hay que tener cuidado con el perro —dije con escepticismo.
—Como está mandado… especialmente los visitantes no bienvenidos y los de la variedad cuadrúpeda.
—¿Esperas que este perro tenga a raya a los gatos?
—¡Sí! Nunca más turbarán mi paz esas malditas criaturas, no con la pequeña Momo aquí para protegerme. ¿No es cierto, Momo? ¿No eres la más feroz cazagatos que hay en el mundo? Valiente, audaz, pequeña Momo…
Entorné los ojos y vi por el rabillo que algo negro y sinuoso se movía en el tejado. Casi seguro que era el mismo gato que había aterrorizado a Lucio durante mi última visita.
Un momento después, el terrier había saltado del regazo de su amo y estaba bailando una frenética danza circular en el suelo, ladrando frenéticamente y enseñando los dientecitos. Arriba en el tejado, el gato negro arqueó el lomo, bufó y desapareció.
—¡Ya lo has visto, Gordiano! ¡Cuidado con este perro, gatos de Roma! —Lucio recogió al terrier en sus brazos y le besó la nariz—. ¡Muy bien, Momo, muy bien! Y el incrédulo Gordiano dudaba que tú…
Pensé en un dicho que me había enseñado Bethesda: que en este mundo están los que quieren a los gatos y los que quieren a los perros, y nunca cerrarán filas los dos. Pero Lucio Claudio y yo siempre podríamos compartir por lo menos una copa de vino y comentar los últimos chismes del foro.