—¡Gordiano! ¡Eco! ¿Cómo ha ido vuestro viaje?
—Te lo contaré en cuanto me haya bajado del caballo y descubra si todavía tengo dos piernas.
Lucio Claudio soltó una carcajada que le salió del corazón.
—¡Vamos, hombre! ¡De Roma aquí sólo hay unas horas! Y una buena carretera de adoquines. ¡Y el tiempo es excelente!
Eso era cierto. Era un día de finales de abril, uno de esos días dorados de primavera que uno desearía que duraran eternamente. El propio Febo parecía convencido; el sol estaba detenido en el cielo como embelesado ante la belleza de la tierra y sin ganas de moverse.
Y la tierra estaba preciosa, sobre todo aquel pequeño rincón metido en medio de los ondulados campos etruscos, al norte de Roma. Las colinas estaban cubiertas de encinas y salpicadas de flores amarillas y moradas. Los olivos del valle reflejaban destellos ocres y verdes bajo la suave brisa. Las higueras y los limoneros estaban en plena madurez. Las abejas zumbaban y revoloteaban entre las largas filas de cepas. Se oía el piar de los pájaros y sus trinos se mezclaban con la melodía que cantaban los esclavos de un campo próximo que abatían la hoz al unísono. Respiré hondo el dulce olor de la hierba secándose al sol. Incluso mi buen amigo Lucio parecía inusualmente sano, un Sileno, de mejillas de ciruela y pelo rojo rizado; lo único que le faltaba para completar la imagen era una jarra de vino y unas cuantas ninfas del bosque deseosas de servirle.
Bajé del caballo y descubrí que todavía tenía piernas después de todo. Eco bajó de su montura y dio un brinco de entusiasmo. ¡Ah! ¡Tener catorce años y no saber lo que son las agujetas! Un esclavo llevó nuestros caballos a la cuadra.
Lucio me dio una fuerte palmada en el hombro y me condujo a la villa. Eco corría dando vueltas a nuestro alrededor, como un perrito nervioso. Era una casa encantadora, baja y con varias ventanas, todas abiertas para dejar entrar la luz del sol y el aire fresco. Pensé en las casas de la ciudad, todas estrechas y apiñadas y sin ventanas, por miedo a que los ladrones subieran desde la calle. Allí, incluso la casa parecía haber suspirado de alivio y se permitía a sí misma relajarse.
—Ya ves, te lo dije —dijo Lucio—. ¡Mira tu sonrisa! La última vez que te vi en la ciudad, parecías un hombre que llevara unos zapatos demasiado estrechos. Sabía que esto era lo que necesitabas… una escapada al campo durante unos días. A mí siempre me funciona. Cuando el politiqueo del foro me desborda, huyo a mi granja. Ya verás. Unos pocos días y serás un hombre nuevo. Y Eco pasará unos días estupendos, subiendo a las colinas y bañándose en el arroyo. Pero ¿no has traído a Bethesda?
—No. Ella… —Iba a decir «se negó a venir», que era la pura verdad, pero temí que mi aristocrático amigo sonriera con desprecio ante la idea de que una esclava se negara a acompañar a su amo en un viaje—. Bethesda es una criatura de ciudad, ya sabes. No está acostumbrada al campo, así que la dejé en casa, con Belbo para que la cuidara. No me habría servido de nada aquí.
—Ya veo —dijo Lucio, asintiendo con la cabeza—. ¿Se negó a venir?
—Bueno…
Empecé a mover la cabeza, pero lo dejé y me eché a reír. ¿De qué servían las vanidades urbanas en aquel lugar, donde Febo bañaba con su dorada luz un mundo perfecto? Lucio tenía razón. Mejor dejar las tonterías para Roma. En un impulso, cogí a Eco y, cuando jugó a deshacerse de mi abrazo, salí en su persecución. Los dos corrimos en círculos alrededor de Lucio Claudio, que echó la cabeza atrás y se rió.
Aquella noche cenamos hígado de ganso con espárragos, setas revueltas en grasa de oca y gallina en salsa de vinagre y miel con piñones. La comida fue sencilla, pero se preparó soberbiamente. Elogié tanto la comida que Lucio llamó al cocinero para felicitarle.
Me sorprendió ver que el cocinero era una mujer, todavía veinteañera. Su pelo oscuro estaba recogido en un apretado moño, sin duda para que no le estorbara en la cocina. Sus gordezuelas mejillas parecían más gordezuelas aún a causa de la radiante sonrisa que le iluminaba la cara; apreciaba los elogios. Su cara era agradable, ya que no hermosa, y su figura, incluso con la ropa suelta, se notaba voluptuosa.
—Davia empezó como ayudante del cocinero principal de mi casa de Roma —explicó Lucio—. Le ayudaba a comprar, medía los ingredientes, todo eso. Pero cuando cayó enfermo el invierno pasado y tuvo que ocupar ella su lugar, demostró tal habilidad que decidí confiarle la cocina de la granja. Así pues, ¿te ha parecido bien, Gordiano?
—Por supuesto. Todo estaba buenísimo, Davia.
Eco la elogió asimismo, pero dio un sonoro bostezo. Demasiada comida buena y aire fresco, explicó señalando la mesa y tragando una gran bocanada de aire. Se disculpó y se fue directamente a la cama.
Lucio y yo llevamos unas sillas al lado del río y saboreamos su mejor vino mientras escuchábamos el gorgoteo del agua y el canto de los grillos, y observábamos las nubecillas, pasar como jirones de algodón por delante de la luna.
—Diez días así y creo que olvidaría cómo se vuelve a Roma.
—¡Ah! Pero apuesto a que no olvidarías cómo se vuelve a Bethesda —dijo Lucio—. Esperaba verla. Es una flor de ciudad, sí, pero ponla en el campo y dará flores lozanas que te sorprenderían. ¡Bueno, bueno! Seremos sólo tres.
—¿No hay más invitados?
—¡No, no, no! Esperé adrede hasta que no tuve ninguna obligación social pendiente para poder tener el lugar entero sólo para nosotros. —Me sonrió a la luz de la luna, luego torció los labios en una mueca de burla—. No es lo que estás pensando, Gordiano.
—¿Y qué estoy pensando?
—Que a pesar de sus virtudes domésticas, tu amigo Lucio Claudio es un patricio sometido a los prejuicios de su clase; que escogí para invitarte una época en la que no había nadie por aquí, para que no fueras visto por mis amigos de la clase alta. Pero no se trata de eso en absoluto. ¡Quería que el lugar fuera sólo para ti, para que tú no tuvieras que aguantarlos a ellos! ¡Ah! Si conocieras a la gente de la que estoy hablando.
Sonreí al ver su incomodidad.
—A veces mi trabajo me pone en contacto con los patricios y los ricos, ya sabes.
—Ah, eso es diferente, tratar con ellos. No quiero ni hablar de los miembros de mi propia familia, aunque son los peores. Están los cazafortunas, los que están en los márgenes de la sociedad y piensan que pueden abrirse paso hacia la respetabilidad como los zorros. Y los patriarcas, los aburridos, vanidosos y viejos pedorros que nunca dejan olvidar a nadie que algún antepasado suyo estuvo dos temporadas de cónsul, o saqueó un templo griego, o mató una tripulación de cartagineses en la edad de oro. Y los chiflados que aseguran que descienden de Hércules o de Venus… más probablemente de Medusa, a juzgar por sus modales en la mesa. Y los niñatos ricos que no piensan más que en jugar y en las carreras de caballos, y las niñatas ricas que sólo piensan en nuevas túnicas y en joyas, y los padres que no piensan más que emparejar a los chicos con las chicas para que engendren más de lo mismo.
»Ya ves, Gordiano, tú conoces a esta gente en sus peores momentos, cuando ha habido un homicidio espantoso o algún otro delito, y están nerviosos y confundidos, y necesitan tu ayuda. Pero yo los conozco en momentos más afortunados, cuando se pavonean como pájaros africanos y rezuman encanto como si fuera miel y, créeme, en sus mejores momentos son mil veces peores. No puedes ni imaginar las espantosas reuniones que he tenido que soportar aquí, en la villa. No, no, eso se ha acabado durante los próximos diez días. Serán un respiro para ti y para mí al mismo tiempo… para ti de la ciudad y para mí de mi llamado círculo de amigos.
Pero no iba a ser así.
* * *
Los tres días siguientes fueron como un anticipo del Elíseo. Eco exploró todos los rincones de la granja, tan fascinado por las mariposas y los hormigueros como por el mecanismo rudimentario de la prensa de aceite y la de vino. Siempre había sido un joven de ciudad (corría abandonado por las calles antes de que yo lo adoptara), pero estaba claro que podía desarrollar cierto gusto por el campo.
En cuanto a mí, me regalaba con las artes culinarias de Davia al menos tres veces al día, recorría la granja con Lucio y su capataz y pasaba horas acostado a la sombra de los sauces que crecían a lo largo del río, leyendo las baratas novelas griegas de la pequeña biblioteca de Lucio. El argumento parecía siempre el mismo: chico humilde conoce a chica noble, chica es secuestrada por piratas, gigantes o soldados, chico rescata chica y al final resulta que chico ser de nacimiento noble. Pero semejantes tonterías parecían adecuarse a mi humor perfectamente. Me relajé, me sentí totalmente holgazán de cuerpo, mente y espíritu, y disfruté de cada momento.
Entonces llegó el cuarto día y con él los visitantes. Llegaron cuando caía ya la noche, en un coche abierto y tirado por cuatro caballos blancos y seguido por un pequeño séquito de esclavos. Ella vestía de verde y llevaba los rizos de color cobre peinados hacia arriba, según la moda «abanico» que hacía furor en la ciudad aquella primavera; el peinado era un marco idóneo para la sorprendente belleza de su cara. Él llevaba una túnica azul oscuro sin mangas y por encima de las rodillas, para que se le vieran los musculosos brazos y las atléticas piernas, y una barbita de forma extraña que parecía hecha para burlar las convenciones. Parecían de mi edad, a mitad de camino entre los treinta y los cuarenta.
Yo volvía a la villa desde el río. Lucio salió de la casa para saludarme, miró detrás de mí y vio a los recién llegados.
—¡Por los cojones de Numa! —murmuró, tomando prestada mi exclamación favorita.
—¿Amigos tuyos? —dije.
—¡Sí!
No habría parecido más desanimado si el visitante hubiera sido el fantasma de Aníbal.
Él se llamaba Tito Didio. Ella era Antonia, su segunda esposa. (Se habían divorciado de sus anteriores cónyuges para casarse, generando un gran escándalo y no poca envidia entre sus pares infelizmente casados). Según Lucio, que me llevó aparte mientras la pareja se instalaba en la habitación que había al lado de la mía, bebían como esponjas, se peleaban como gallinas y robaban como urracas. (Advertí que poco después de su llegada los esclavos retiraban discretamente los vinos más caros, la mejor plata y los fragilísimos vasos aretinos).
—Parece que tenían intención de pasar unos días en casa de mi primo Manio —explicó Lucio—, pero cuando llegaron no había nadie. Bueno, sé lo que pasó. Manio regresó a Roma para darles esquinazo.
—No.
—Desde luego que sí. ¡Me maravilla que no se hayan cruzado con él en el camino! Así que han venido aquí, pidiendo quedarse un tiempo. «Sólo, un par de días antes de volver a la ciudad. Teníamos muchas ganas de pasar unos días en el campo. Sé bueno, Lucio, déjanos quedarnos un poquito». ¡Lo más probable es que se queden diez días en lugar de dos!
Me encogí de hombros.
—A mí no me parecen tan malos.
—¿Que no? Espera. Espera y verás.
—Bueno, si tan terribles son, ¿por qué no les dejas pasar la noche y luego los echas?
—¿Echarlos? —Repitió la palabra como si yo hubiera dejado de hablar latín—. ¿Echarlos? ¿Quieres decir expulsar a Tito Didio, el hijo mayor de Marco Didio? ¿Negar hospitalidad a Antonia? Pero Gordiano, conozco a esta gente desde que era niño. Quiero decir que evitarlos, como ha hecho mi primo Manio… bueno, eso es una cosa. Pero decirles en la cara…
—No importa. Lo entiendo —dije, aunque en realidad no entendía nada.
Fueran cuales fuesen sus defectos, los dos peligrosos visitantes tenían una virtud que lo compensaba todo: eran encantadores. Tan encantadores que la primera noche, cenando en su compañía, empece a pensar que Lucio había exagerado. Ciertamente, no hicieron gala de ningún prejuicio clasista ni con Eco ni conmigo. Tito quería saberlo todo acerca de mis viajes y de los trabajos que realizaba para los abogados como Cicerón. (¿Es cierto que está castrado?, preguntó inclinándose seriamente hacia mí). Eco estaba fascinado por Antonia, que era mucho más bella a la luz de las lámparas. La mujer estuvo coqueteando con él, pero lo hizo con una gracia natural que no era ni condescendiente ni significativa. Ambos eran ingeniosos, vibrantes y urbanos, y su sentido del humor era sólo ligera y encantadoramente vulgar.
También apreciaban la buena cocina. Al igual que había hecho yo mi primer día en la villa, insistieron en felicitar al cocinero. Cuando apareció Davia, la cara de Tito se iluminó por la sorpresa, y no sólo por el hecho de que el cocinero fuera una mujer joven. Cuando Lucio abrió la boca para presentarla, Tito le quitó el nombre de los labios.
—¡Davia! —dijo. La palabra dejó una sonrisa en su cara. Una expresión de disgusto apareció en los ojos de Antonia. La mirada de Lucio, momentáneamente sin palabras, iba de Davia a Tito.
—¿Así que tú… ya conocías a Davia?
—Claro. Nos vimos una vez en tu casa de la ciudad. Aunque Davia no era entonces la cocinera. Sólo una pinche de cocina, si mal no recuerdo.
—¿Cuándo fue eso? —preguntó Antonia con una ligera sonrisa.
Tito se encogió de hombros.
—¿El año pasado? Supongo que en una de las fiestas de Lucio. Lo extraño… es que no recuerdo que tú estuvieras. Algo te retuvo en casa aquella noche, querida. Quizá un dolor de cabeza… —Dedicó a su esposa una mirada conmiserativa y luego volvió a mirar a Davia con una sonrisa diferente.
—¿Y cómo es que conociste a la ayudante del cocinero? —La voz de Antonia tenía un tono ligeramente cortante.
—Creo que fui a la cocina a pedirle un favor al cocinero, o algo parecido. Y entonces… bueno, entonces conocí a Davia. ¿Verdad, Davia?
—Sí.
Davia miraba al suelo. Aunque era difícil decirlo a la luz de la lámpara, me pareció que se había ruborizado.
—Bueno —dijo Tito dando una palmada—, ¡te has convertido en una espléndida cocinera, Davia! Totalmente digna de las exigencias de tu amo, que son famosas por su altura. Todos estamos de acuerdo en eso, ¿verdad, Gordiano… Eco… Lucio… Antonia?
Todos asentimos a la vez, unos con más entusiasmo que otros. Davia dio las gracias con un murmullo y desapareció en la cocina.
Los nuevos invitados de Lucio estaban cansados del viaje. Eco y yo habíamos disfrutado de un largo y alegre día. Todo el mundo se retiró temprano.
La noche era cálida. Ventanas y puertas estaban abiertas para aprovechar la ligera brisa que soplaba. Había un gran silencio en la tierra, de esos silencios que nadie experimenta en la ciudad. Cuando empezaba a deslizarme hacia los brazos de Morfeo, en un silencio tan absoluto que pensaba que podía oír el lejano y soñoliento removerse de las ovejas en el redil, el callado suspiro de la hierba que bordeaba el camino e incluso el suave gorgoteo del río, Eco, con quien compartía la habitación, empezó a roncar suavemente.
Entonces comenzó la pelea. Al principio sólo puede oír voces en la habitación de al lado, no palabras. Pero al poco rato empezaron a gritar. La voz de la mujer era más alta y clara que la de él.
—¡Sucio adúltero! Ya es bastante que te aproveches de las chicas en tu propia casa, pero ponerte a ligar con las esclavas de otro hombre…
Tito gritó algo, presumiblemente en su defensa. Ella no se impresionó.
—¡Maldito embustero! No puedes engañarme. He visto cómo la mirabas esta noche. Y no te atrevas a repetir lo del buscador de perlas de Andros. ¡Aquello sólo sucedió en tu imaginación calenturienta!
Tito gritó de nuevo. Antonia también. Siguieron así un largo rato. Oí ruido de cacharros rotos. Una breve pausa y los gritos continuaron.
Gruñí y me tapé la cabeza con la manta. Al rato me di cuenta de que los gritos habían cesado. Me di la vuelta pensando que finalmente me sería posible dormir y noté que Eco estaba de rodillas en su cama, con la oreja pegada a la pared.
—Eco, ¿qué lémures estás haciendo?
Mantuvo la oreja pegada a la pared y me hizo señas para que me callara.
—¿Se están peleando otra vez?
Se dio la vuelta y negó con la cabeza.
—Pues ¿qué pasa?
Vi a la luz de la luna que esbozaba una sonrisa traviesa. Agitó las cejas como un mimo callejero, dibujó una O con dos dedos y con un dedo de la otra mano hizo un gesto obsceno que conocen todos los mimos callejeros.
—Entiendo. Bueno, deja de escuchar. Es de mala educación. —Me di la vuelta y me puse el cobertor sobre la cabeza.
Debí de dormir un largo rato, hasta que la luz de la luna, después de ir desde la parte de la habitación que ocupaba Eco hasta la mía, me dio en la cara y me despertó. Suspiré y tiré de la manta, y vi que Eco estaba todavía de rodillas, con la oreja pegada a la pared. ¡Aquellos dos habían estado con la misma marcha toda la noche!
Durante los dos días siguientes, Lucio Claudio me llevó aparte varias veces para disculparse por aquella alteración de mis vacaciones, Eco se dedicaba a sus sencillos placeres, yo todavía encontraba tiempo para leer solo en el río, y en la medida en que Tito y Antonia nos interrumpían, eran al mismo tiempo irritantes y divertidos. Nadie podía ser más agradable que Tito en las cenas, al menos hasta la primera copa de más; después, sus chistes eran casi vulgares y sus codazos casi rudos. Y nadie podía ser más interesante que Antonia alrededor de una mesa donde se servía cerdo asado, hasta que sucedía algo que estropeaba su brillo. Tenía una mirada que podía atravesar a un hombre como un clavo ardiendo, tan seguro como que el animal que había en la mesa había sido espetado y puesto a asar.
Nunca había conocido a una pareja como ellos. Empecé a entender por qué ninguno de sus amigos podía negarles nada. También empecé a comprender cómo entretenían a estos amigos con sus repentinos ataques de furia y su omnívora pasión por el otro, que se calentaba, se enfriaba y podía quemar o helar a cualquier extraño que se acercara demasiado.
Al tercer día de su visita, Lucio anunció que había algo especial que podíamos hacer todos juntos.
—¿Has visto alguna vez recoger miel de la colmena, Eco? No, no creo. ¿Y tú, Gordiano? ¿Tampoco? ¿Y vosotros dos?
—Pues en realidad no —dijo Antonia. Ella y su marido habían dormido hasta el mediodía y acababan de reunirse con nosotros en el río, para la comida del mediodía.
—¿Tiene que hacer tanto ruido el agua? —Tito se frotó las sienes—. ¿Has hablado de abejas, Lucio? Me parece que esta mañana tengo un enjambre entero en la cabeza.
—Ya no es por la mañana, Tito, y las abejas no están en tu cabeza, sino en una vaguada que hay más abajo —dijo Lucio.
Antonia arrugó la frente.
—¿Cómo se recoge la miel? Nunca lo he pensado… A mí me basta con comérmela.
—Bueno, es toda una ciencia —dijo Lucio—. Tengo un esclavo llamado Ursus al que compré expresamente por sus conocimientos sobre las abejas. Construye los panales con corteza de árbol, sujeta los pedazos con sarmientos y luego los cubre con barro y hojas. Mantiene alejadas las plagas, se asegura de que los prados tengan las flores adecuadas y recoge la miel dos veces al año. Ahora que las Pléyades se han elevado en el cielo, dice que es el momento de la cosecha de primavera.
—¿De dónde viene la miel? Quiero decir, ¿de dónde la sacan las abejas? —preguntó Antonia. La ignorancia daba a su rostro un encanto engañosamente inocente.
—¿A quién le importa? —dijo Tito, cogiendo su mano y besándole la palma—. ¡Tú eres mi miel y mi abeja reina!
—¡Y tú mi zángano!
Se besaron. Eco hizo una mueca. Enfrentada a los besos reales, su rijosidad adolescente se convertía en puritanismo.
—¿De dónde sale la miel? —dije—. ¿Y realmente hay monarquía entre las abejas?
—Bueno, te lo contaré —dijo Lucio—. La miel cae del cielo, como el rocío. Eso dice Ursus y él debe saberlo. Las abejas la recogen y la juntan hasta que se vuelve pegajosa y espesa. Para tener un lugar donde ponerla, recogen savia de los árboles y la cera de algunas plantas y construyen celdas dentro de los panales. ¿Que si tienen monarquía? ¡Oh, sí! Alegremente dan su vida para proteger a la reina. A veces dos enjambres diferentes se enfrentan en una guerra. Las reinas se quedan atrás, planeando la estrategia, y el choque puede ser terrible, ¡actos de heroísmo y sacrificio que rivalizarían con la Ilíada!
—¿Y cuando no están en guerra? —dijo Antonia.
—Un panal es como una ciudad bulliciosa. Unas abejas salen a trabajar al campo, a recoger el rocío de miel, otras trabajan dentro, construyendo y manteniendo las celdas, y las reinas promulgan leyes para el bienestar general. Dicen que Júpiter concedió a las abejas sabiduría para gobernarse a si mismas en pago por haberle salvado la vida. Cuando el niño Júpiter estuvo escondido en una cueva para que no lo matara su padre Saturno, las abejas le alimentaron con miel.
—Haces que parezcan incluso superiores a los humanos —dijo Tito riéndose y besando la muñeca de Antonia.
—¡Oh!, difícilmente. Todavía son monárquicas y no han avanzado lo suficiente para tener una república, como nosotros —explicó Lucio muy en serio, sin darse cuenta de que se estaban burlando de él—. Bueno, ¿quién quiere venir a ver cómo recogen la miel?
—No me gustaría que me picaran —dijo Antonia con cautela.
—No hay peligro de que eso suceda. Ursus adormece a las abejas con humo. El humo las vuelve torpes y pesadas. Y estaremos lejos de su camino.
Eco asintió con entusiasmo.
—Podría ser interesante… —dijo Antonia.
—No para mí —dijo Tito, recostándose en la verde orilla del río y frotándose las sienes.
—¡Tito! No seas un zángano torpe y pesado —dijo Antonia, dándole un codazo y haciéndole un puchero—. Ven con nosotros.
—No.
—Tito… —Hubo un leve dejo de amenaza en la voz de Antonia.
Lucio hizo una mueca, previendo una pelea. Se aclaró la garganta.
—Sí, Tito, ven con nosotros. El paseo te sentará bien. Te estimulará la circulación de la sangre.
—No. He tomado una decisión.
Antonia esbozó una sonrisa crispada.
—Muy bien, haz lo que quieras. Te perderás la diversión y peor para ti. ¿Vamos, Lucio?
—Los enemigos naturales de la abeja son el lagarto, el pájaro carpintero, la araña y la polilla —rezongó el esclavo Ursus, que iba al lado de Eco, encabezando nuestra pequeña comitiva—. Todas esas criaturas gustan mucho de la miel y le harían cualquier daño a las colmenas para conseguirla. —Ursus era un cuarentón grande y macizo, desbordante de alegría, y de pelos, a juzgar por las matas que le asomaban por las aberturas de la túnica de manga larga. Varios esclavos nos seguían por el sendero que corría a lo largo del río, portando las brasas y antorchas de paja que serían utilizadas para hacer humo—. También hay plantas que son enemigas de las abejas —continuó Ursus—. El tejo, por ejemplo. Nunca pongas una colmena cerca de un tejo porque las abejas se marearán y la miel se volverá agria y goteará. Pero prosperarán al lado de los olivos y los sauces. Para recoger el rocío de miel les gustan las flores rojas y moradas; el jacinto rojo es su favorito. Si hay tomillo cerca, lo utilizarán para dar un delicado sabor al resultado. Prefieren vivir cerca de un río, con remansos sombríos y musgosos donde beber y lavarse. Y les gusta la paz y la tranquilidad. Como verás, Eco, el apartado lugar donde tenemos las colmenas reúne todas estas cualidades: estar cerca de un río, rodeadas de olivos y sauces, y con las flores que más gustan a las abejas.
Oí las abejas antes de verlas. Su zumbido se fundió con el rumor del río y fue creciendo mientras atravesábamos un seto y entrábamos en una vaguada resguardada del sol y cubierta de flores, tal como Ursus había descrito. Había magia en aquel lugar. Sátiros y ninfas parecían retozar en las sombras, un poco más allá de donde podíamos ver. Incluso imaginé al niño Júpiter acostado en la suave hierba, viviendo de la miel de las abejas.
Las colmenas, diez en total, estaban alineadas en plataformas de madera a la altura de la cintura, en medio del claro. Tenían forma de cúpula alta y parecía que las capas de barro seco y hojas hubieran sido puestas allí por la naturaleza; Ursus era un maestro en el oficio además de un pozo de sabiduría. Cada panal tenía sólo una estrecha abertura que servía de entrada y, a través de estas aberturas, las abejas iban y venían.
Una figura que había al lado de un sauce cercano atrajo mi mirada y, en un momento de sobresalto, pensé que un sátiro se había plantado en el claro para unirse a nosotros. Antonia la vio al mismo tiempo que yo. Dejó escapar una exclamación de sorpresa y luego aplaudió complacida.
—¿Y qué está haciendo ese individuo aquí? —Se echó a reír y se acercó para verlo mejor.
—Vigila la vaguada —dijo Ursus—. Es el guardián tradicional de las colmenas. Asusta a los ladrones de miel y a los pájaros.
Era una estatua broncínea del dios Príapo, sonriendo lascivamente, con una mano en la cadera y una hoz levantada en la otra. Estaba desnudo y su priapismo era empinadísimamente notorio. Antonia, fascinada, le echó un buen vistazo y luego tocó su erecto falo, grotescamente grande, para que le diera suerte.
Mi atención en aquel momento se había desviado hacia Eco, que se había acercado al otro lado de la vaguada y se había detenido en medio de unas flores moradas que crecían cerca del suelo. Corrí hacia él.
—¡Ten cuidado con eso! No cojas más. Ve a lavarte las manos en el río.
—¿Qué pasa? —dijo Ursus.
—Es lengua etrusca, ¿no? —dije.
—Sí.
—Si eres tan cuidadoso como dices con lo que crece aquí, me sorprende verlo. La planta es venenosa.
—Para la gente, quizá si —dijo Ursus, restando importancia a la cuestión—. Pero no para las abejas. A veces, cuando una colmena se pone enferma, es lo único que la cura. Se cogen las raíces de la lengua, se cuecen con vino, se deja enfriar y se les da a las abejas para que lo beban. Les insufla nueva vida.
—Pero surtiría el efecto contrario en una persona.
—Sí, pero todos los de la granja saben que tienen que alejarse de esa flor y los animales son demasiado inteligentes para comérsela. Dudo que las flores sean venenosas; son las raíces las que contienen el tónico de las abejas.
—Bueno, incluso así, ve a lavarte las manos en el río —dije a Eco, que había escuchado la charla sin perder prenda y me miraba expectante. El colmenero se encogió de hombros y siguió con la recogida de la miel.
Como Lucio había prometido, era fascinante observarlo. Mientras los otros esclavos encendían y apagaban las antorchas, para producir humo, Ursus se metió sin miedo en medio de la nube de abejas aturdidas. Tenía la boca llena de agua, que ocasionalmente escupía en una fina llovizna si las abejas empezaban a despejarse. Destapó los panales uno por uno y utilizó un largo cuchillo para sacar una parte de las celdillas. Las nubes de humo, el lento y deliberado avance de Ursus de panal en panal, la magia cerrada del lugar y la no menos importante y sonriente presencia del vigilante Príapo envolvían el momento en una aureola religiosa y rústica. Así habían recogido los hombres la dulce labor de las abejas desde el principio de los tiempos.
Sólo sucedió una cosa que rompió el hechizo. Mientras Ursus estaba destapando el último de los panales, una nube de polillas sepulcralmente blancas salió de la superficie de la tierra. Revolotearon a través del humo y se dispersaron en medio de las hojas relampagueantes del olivo. De aquel panal Ursus no sacaría miel, ya que, según dijo, la presencia de las polillas salvajes era un mal presagio.
* * *
El grupo partió de la vaguada de buen humor. Ursus cortó trozos de panal y los repartió. Los dedos y labios de todo el mundo pronto estuvieron pegajosos por la miel. Incluso Antonia se puso hecha una pena.
Cuando llegamos a la villa echó a correr.
—¡Zángano —gritó—, tengo un beso de miel para ti! ¡Una dulce razón para que me beses la punta de los dedos! ¡Tu miel está cubierta de miel!
¿Qué vio Antonia cuando entró corriendo en el vestíbulo de la casa? Seguro que no más de lo que vimos nosotros, que entramos dos zancadas detrás de ella. Tito estaba completamente vestido, y Davia también. Quizá había una expresión fugaz en sus rostros que nosotros nos perdimos, o quizá Antonia intuyó más que vio la causa que despertó su furia.
Fuera lo que fuese, la pelea comenzó entonces y allí mismo. Antonia salió del vestíbulo a toda velocidad, camino de su habitación. Tito la siguió rápidamente. Davia, ruborizándose, salió corriendo hacia la cocina.
Lucio me miró y entornó los ojos.
—¿Qué pasa ahora?
Una hebra de miel, tan fina como la seda de una araña, le colgaba de la gordezuela barbilla.
El enfado entre Antonia y Tito no dio señales de haber terminado a la hora de la cena. Mientras Lucio y yo hablábamos de la recogida de la miel y Eco participaba con elocuentes florituras manuales (su evocación del vuelo de las polillas fue especialmente vívida), Antonia y Tito guardaban un silencio pétreo. Se retiraron a su dormitorio temprano. Aquella noche no hubo ruiditos de reconciliación. Tito ladraba y gemía como un perro de vez en cuando. Antonia chillaba y lloraba.
Eco dormía a pesar del ruido, pero yo me agitaba y daba vueltas, y finalmente decidí dar un paseo. La luna iluminaba mi camino cuando salí de la villa, di una vuelta por las cuadras y fui paseando hasta las dependencias de los esclavos. Al doblar una esquina, vi dos formas sentadas muy juntas en un banco, al lado del pórtico que conducía a la cocina. Aunque su pelo no estaba recogido en un moño, sino suelto para dormir, la luz de la luna iluminaba su cara lo bastante para reconocer a Davia. Por su forma de oso conocí al hombre que se sentaba a su lado, rodeándola con un brazo y acariciándole la cara: Ursus. Estaban tan pendientes el uno del otro que no se dieron cuenta de mi presencia. Di media vuelta y volví sobre mis pasos, preguntándome si Lucio estaría enterado de que la cocinera y el colmenero se entendían.
Qué contraste entre su devoción silenciosa y la pareja que se alojaba en la habitación contigua a la mía. Cuando volví a la cama, tuve que taparme la cabeza con una almohada para ahogar los ruidos de la batalla entre Tito y Antonia.
Pero la mañana siguiente trajo un nuevo día. Mientras Lucio, Eco y yo desayunábamos pan con miel en el pequeño jardín que había delante del estudio de Lucio, Antonia volvió del río con una cesta de flores.
—¡Antonia! —dijo Lucio—. Pensaba que todavía estabas en la cama.
—En absoluto —dijo, resplandeciente—. Me levanté antes del amanecer y tuve el capricho de ir al río a coger flores. ¿No son preciosas? Mandaré a una de las muchachas que haga una guirnalda para ponérmela esta noche en la cena.
—Tu belleza no necesita adornos —dijo Lucio. La verdad es que Antonia estaba especialmente radiante aquella mañana—. ¿Y dónde está… ejem… tu zángano, si me permites llamarlo así?
Antonia se rió.
—Todavía durmiendo, imagino. Pero iré a despertarlo. ¡El día es demasiado bonito para perdérselo! Estaba pensando que Tito y yo deberíamos coger una cesta con comida y vino, e irnos a pasar el día en el río. Sólo nosotros dos…
Enarcó las cejas. Lucio comprendió.
—Ah, sí, bueno, Gordiano y yo tenemos muchas cosas en que ocuparnos aquí en la villa. Y Eco… tú creo que estabas pensando en hacer una excursión a la colina, ¿verdad?
Eco, aunque no entendía lo que pasaba, asintió con la cabeza.
—Bueno, pues parece que tú y tu zángano tendréis el río sólo para vosotros —dijo Lucio.
Antonia sonrió.
—Lucio, eres lo más dulce que hay en el mundo. —Se detuvo y le besó la ruborizada coronilla.
Poco más tarde, mientras terminábamos el desayuno sin prisas, vimos a la pareja paseando hacia el río, sin ni siquiera un esclavo que les llevara la cesta y la manta. Iban cogidos de la mano, y se reían y achuchaban tan lascivamente que Eco se les quedó mirando con cara de haba.
Por un curioso fenómeno acústico, a veces se oía en la casa algún ruido agudo procedente del río. Así fue como, poco más tarde, estando con Lucio frente a la villa, mientras él hablaba de las faenas de la jornada con el capataz, me pareció oír un grito y después un chasquido hueco. Lucio y el capataz, uno hablando y el otro escuchando, no parecieron darse cuenta, pero Eco, que trasteaba con un viejo lagar, levantó las orejas. Eco será mudo, pero su oído es muy fino. El grito había sido de Tito. Habíamos oído demasiado su voz durante los últimos días para no reconocerla.
Los cónyuges no se habían arreglado, después de todo, y otra vez estaban dale que te pego.
Al poco rato fue Antonia quien gritó. Todos la oímos. No era el familiar chillido de Antonia en un ataque de rabia. Era un grito de pánico.
Volvió a gritar. Echarnos a correr, Eco en cabeza y Lucio gruñendo y resoplando detrás.
—Por Hércules —exclamó—, debe de estar matándola.
Pero Antonia no estaba muriéndose. Tito sí. Estaba boca arriba en la manta, con la corta túnica recogida en las caderas. Miraba la frondosa techumbre que le cubría con las pupilas muy dilatadas.
—Me marea, gira… —dijo jadeando. Tosió, resolló y se apretó el cuello, luego se inclinó a un lado. Se aferró la barriga espasmódicamente. Su cara tenía un mortal matiz del azul.
—¡Por todos los lémures! —exclamó Lucio—. ¿Qué le ha pasado, Antonia? Gordiano, ¿qué podemos hacer?
—¡No puedo respirar! —dijo Tito, soltando las palabras sin aire—. El fin… mi fin… ¡ay! ¡Cómo duele! —Se cogió el taparrabos con fuerza—. ¡Malditos sean los dioses!
Tiró de la túnica, como si le oprimiera el pecho. El capataz me dio su cuchillo. Corté la túnica y la desgarre, dejando a Tito sin más vestimenta que el taparrabos que le ceñía las caderas; no le sirvió de nada, pero nos reveló que todo su cuerpo se estaba volviendo azul. Lo puse de costado y le miré la boca, pensando que quizá se había atragantado, pero tampoco sirvió de nada.
Estuvo forcejeando hasta el final, luchando por respirar. Fue una muerte horrible. Al final, los estertores y gemidos se detuvieron. Sus pulmones se vaciaron. La vida desapareció de sus ojos abiertos.
Antonia estaba allí mismo, atónita y muda, con la cara como la pétrea cara de una tragedia.
—¡No, no! —susurró, cayendo de rodillas y abrazando el cadáver. Empezó a gritar de nuevo y a sollozar salvajemente. Su sufrimiento fue tan doloroso de ver como la agonía de Tito y tampoco pudo hacerse nada al respecto.
—¿Cómo lémures ha ocurrido esto? —dijo Lucio—. ¿Cuál ha sido la causa?
Eco, el capataz y yo nos miramos como idiotas.
—¡Ella tiene la culpa! —gimió Antonia.
—¿Qué? —dijo Lucio.
—¡Tu cocinera! ¡Esa bruja! ¡Es culpa suya!
Lucio miró a su alrededor, los restos de comida dispersos por el suelo. Cortezas de pan, una pequeña jarra de miel, aceitunas negras, una bota de vino. También había una botella de arcilla, rota… responsable, sin duda, del chasquido hueco que había oído.
—¿Qué quieres decir? ¿Estás diciendo que Davia lo envenenó?
Los sollozos de Antonia parecían atragantársele.
—Sí, eso es. ¡Sí! Fue una de mis propias esclavas la que puso la comida en la cesta, pero ella fue la que preparó la comida. ¡Davia! La muy bruja lo envenenó. ¡Lo envenenó todo!
—¡Oh, querida! Pero eso significa… —Lucio se arrodilló. Cogió a Antonia por los brazos y la miró a los ojos—. ¡Que tú también estás envenenada! Antonia, ¿sientes algún dolor? Gordiano, ¿qué podemos hacer por ella?
Lo miré sin expresión. No tenía ni idea.
Antonia no mostraba síntomas. No estaba envenenada, después de todo. Pero algo había matado a su marido y de la manera más repentina y terrible.
Sus esclavas llegaron corriendo enseguida. Las dejamos lamentándose al lado del cadáver y volvimos a la villa para hablar con Davia. Lucio encabezó el grupo hasta la cocina.
—¡Davia! ¿Sabes lo que ha pasado?
Davia miró al suelo y tragó saliva.
—Dicen que uno de tus huéspedes ha muerto, amo.
—Sí. ¿Qué sabes del asunto?
Davia pareció consternada.
—¿Yo? Nada, amo.
—¿Nada? Estaban comiendo comida preparada por ti cuando Tito se puso enfermo. ¿Todavía dices que no sabes nada?
—Amo, no entiendo lo que quieres decir…
—Davia —dije—, debes contamos lo que había entre Tito Didio y tú.
Davia titubeó y miró a otro lado.
—¡Davia! El hombre ha muerto. Su mujer te acusa. Corres un grave peligro. Si eres inocente, la verdad puede salvarte. ¡Sé valiente! Cuéntanos lo que había entre Tito Didio y tú.
—¡Nada! Lo juro por el espíritu de mi madre. No es que él no lo intentara y lo siguiera intentando. Se acercó a mí en la casa de la ciudad del amo la primera noche que me vio. Trató de hacerme entrar en una habitación vacía. Yo no quise. Siguió intentando lo mismo aquí. Me seguía, me arrinconaba. Me tocaba. ¡Yo nunca le di pie! Ayer, mientras estabais en las colmenas, vino detrás de mi, tirándome de la ropa, pellizcándome y besándome. Yo no paraba de correr. Perseguirme parecía gustarle. Cuando por fin volvisteis, casi lloré de alivio.
—Así que te acosaba —dijo Lucio tristemente—. Bueno, me lo creo. Es culpa mía, supongo; debería haberle dicho que mantuviera las manos lejos de mis propiedades. Pero ¿tan terrible fue que tuviste que envenenarle?
—Yo nunca…
—¡Tendrás que torturarla si quieres averiguar la verdad! —Antonia apareció en la puerta. Tenía los puños apretados, el pelo en desorden. Parecía completamente loca, una arpia vengativa—. ¡Tortúrala, Lucio! Es lo que se hace cuando un esclavo testifica en un juicio. Es tu derecho, pues eres su amo. Es tu deber, pues eras el anfitrión de Tito. ¡Exijo que la tortures hasta que confiese y ella misma se condene a muerte!
Davia se puso tan blanca como las polillas que había salido de las colmenas. Cayó desmayada.
Antonia, loca de dolor, se retiró a sus habitaciones. Davia recuperó el conocimiento, pero parecía presa de fiebres cerebrales; temblaba como un animal asustado y no quería hablar.
—Gordiano, ¿qué voy a hacer? —Lucio paseaba por el vestíbulo—. Tendré que torturarla si no quiere confesar. ¡Pero ni siquiera sé cómo se hace! Ninguno de mis esclavos de la granja sabría hacer de verdugo. Supongo que podría consultar con alguno de mis primos…
—Hablar de tortura es prematuro —dije, preguntándome si realmente Lucio tendría corazón para torturar a nadie. Era un hombre bueno en un mundo cruel; pero a veces, lo que el mundo esperaba de él prevalecía sobre su naturaleza elemental. Podía sorprenderme. Pero no quería averiguarlo—. Creo que deberíamos echarle otro vistazo al cadáver, ahora que nos hemos calmado un poco.
Volvimos a la orilla del río. Tito estaba como lo habíamos dejado, vestido únicamente con el taparrabos. Le habían cerrado los ojos.
—Tú sabes mucho de venenos, Gordiano —dijo Lucio—. ¿Qué crees?
—Hay muchos venenos y muchas reacciones. No puedo empezar a suponer cuál mató a Tito. Si encontráramos alguna provisión de veneno en la cocina, o si alguno de los demás esclavos hubiera visto a Davia poniendo algo en la comida…
Eco señaló la comida desparramada, representó el acto de dar de comer a un animal de la granja y luego la muerte del animal… una pantomima muy desagradable de ver después de haber visto una muerte auténtica.
—Sí, podríamos buscar el veneno en la comida de esa manera, en los excrementos de algún animal. Pero si estaba en la comida que vemos aquí, ¿por qué Antonia no se ha intoxicado también? Eco, tráeme los restos de la botella de arcilla. ¿Recuerdas haber oído que algo se rompía casi al mismo tiempo que oímos gritar a Tito?
Eco asintió y me dio los trozos de arcilla.
—¿Qué crees que contenía? —dije.
—Imagino que vino. O agua —dijo Lucio.
—Pero hay una bota de vino ahí. Y el interior de esta botella parece estar tan seco como el exterior. Tengo una corazonada, Lucio. ¿Querías llamar a Ursus?
—¿Ursus? ¿Por qué?
—Tengo que hacerle una pregunta.
El colmenero llegó enseguida bajando pesadamente por la loma. Pese a ser tan grande y paquidérmico, la muerte le daba miedo. Se quedó lejos del cadáver y hacía una mueca cada vez que lo miraba.
—Soy de ciudad, Ursus. No entiendo mucho de abejas. Nunca me ha picado ninguna. Pero he oído decir que con su aguijón pueden matar a un hombre. ¿Es eso cierto?
Pareció ligeramente confuso ante la idea de que sus queridas abejas pudieran hacer aquello.
—Bueno, si, puede suceder. Pero es raro. A unos, casi todos, les pican y enseguida se les pasa. Pero a otros…
—¿Has visto alguna vez a alguien que muriera por la picadura de una abeja, Ursus?
—No.
—Pero con todo lo que sabes, seguro que tienes algo que decir sobre el asunto. ¿Cómo ocurre? ¿Cómo mueren?
—Los pulmones se abren. Mueren asfixiados. No pueden respirar, se ponen azules…
Lucio se horrorizó.
—¿Crees que ha sido así, que le picó una de mis abejas?
—Echemos un vistazo. La picadura habría dejado una marca, ¿verdad, Ursus?
—¡Ah, sí! Una hinchazón roja. Mejor aún, busca el aguijón ponzoñoso. Se queda clavado cuando la abeja levanta el vuelo. Es muy pequeño, pero no difícil de encontrar.
Examinamos el pecho y los miembros del cadáver, le dimos la vuelta y examinamos su espalda. Le inspeccionamos el pelo y miramos el cráneo.
—Nada —dijo Lucio.
—Nada —admití.
—De todas formas, ¿cuáles son las posibilidades de que una abeja haya aparecido por aquí…?
—La botella, Eco. ¿Cuándo oímos que se rompía? ¿Antes o después de que Tito gritara? «Después», indicó Eco por señas, rodando los dedos hacia mí. Dio dos palmadas. «Inmediatamente» después.
—Sí, así es como lo recuerdo yo también. Una abeja, un grito, una botella rota… —Imaginé a Antonia y a Tito como los había visto la última vez juntos, cogidos de la mano, sobándose mientras se dirigían al río—. Dos enamorados, solos en una apartada orilla ¿qué podíamos esperar que ocurriera entre ellos?
—¿Qué quieres decir, Gordiano?
—Creo que debemos volver a inspeccionar a Tito, más a conciencia.
—Habla claro, caramba.
—Que deberíamos quitarle el taparrabos. Está desceñido, ¿lo ves? Probablemente gracias a Antonia.
Tal como pensaba, encontramos la hinchazón roja de la abeja en las partes más íntimas del muerto.
—Desde luego, para estar completamente seguros tenemos que encontrar el aguijón y quitarlo. Te dejo la tarea a ti, Lucio. Era tu amigo, después de todo, no el mío.
Lucio localizó y extrajo el pequeño aguijón.
—Qué raro —dijo—. Pensaba que sería más grande.
—Qué, ¿el aguijón?
—No, su… bueno, eso de lo que siempre alardeaba, pensé que sería, oh, no importa.
* * *
Enfrentada a la verdad, Antonia confesó. Nunca había pretendido matar a Tito, sólo castigarle por perseguir a Davia.
Su temprana excursión al río, ostensiblemente para coger flores, había sido en realidad una expedición para capturar una abeja. Para este propósito había utilizado la botella de arcilla, tapada con un corcho, y luego la había escondido bajo las flores, en la cesta. Más tarde, el mismo Tito, sin saberlo, había transportado la abeja en la botella hasta el río, escondida en la cesta de la comida.
Fue el Príapo del valle el que había dado la idea a Antonia.
—Siempre pensé que el dios era muy «vulnerable» —nos dijo. Si podía infligir una herida a Tito en la parte más sensible de su anatomía, pensó, el castigo no sería sólo doloroso y humillante, sino también, y nunca mejor dicho, acojonante.
Mientras yacían en la manta al lado del río, Antonia envolvió a Tito en un amoroso abrazo. Se acariciaron y se soltaron la ropa. Tito se puso erecto, tal como ella había planeado. Mientras estaba en posición supina, con los ojos cerrados y una sonrisa soñadora, Antonia cogió la botella de arcilla. La sacudió, para mover a la abeja, luego la destapó y rápidamente apretó la boca de la botella contra el miembro viril. La picadura se infligió antes de que Tito se diera cuenta de lo que estaba pasando. Dio un respingo, gritó y golpeó la botella para quitársela de las manos. Se rompió contra un sauce.
Antonia estaba preparada para huir, ya que Tito se pondría hecho una furia. Pero Tito, por el contrario, empezó a apretarse el pecho y a atragantarse. La catástrofe que siguió la cogió totalmente por sorpresa. Tito estaba muerto al poco rato. La sorpresa y el dolor de Antonia eran sinceros. Quería hacerle daño, pero no matarlo.
Pero no podía admitir lo que había hecho. En un impulso, escogió a Davia como chivo expiatorio. En el fondo Davia era la culpable por haber tentado a su marido.
Se acordó que Lucio no propagaría la verdad de lo que había pasado. A su círculo de amigos les contaría que Tito había muerto por la picadura de una abeja, pero no el papel representado por Antonia. El homicidio no había sido intencionado, después de todo, no había sido un asesinato. El dolor de Antonia era probablemente suficiente castigo. Pero que acusara a Davia era imperdonable. ¿Habría mantenido la mentira hasta llegar a la tortura y la muerte de Davia? Lucio creía que sí. Permitió a Antonia que se quedara a pasar la noche y luego envió su equipaje a Roma, junto con el cadáver de su cónyuge. A ella le dijo que no volviera a visitarle nunca ni a dirigirle la palabra.
Paradójicamente, Tito se habría salvado si hubiera sido un poco más servicial o un poco menos calenturiento. Lucio no tardó en saber, en una la conversación que siguió al funeral muerte de Tito, que el difunto había sido picado una vez por una abeja, cuando era pequeño, y se había puesto muy enfermo. Tito no había hablado del incidente ni con sus amigos ni con Antonia; sólo su vieja niñera y sus parientes más cercanos lo sabían. Cuando se negó a ver la recogida de la miel, supuse que lo había hecho porque quería estar solo para perseguir a Davia, pero también porque tenía miedo (y con razón) de acercarse a las colmenas, y no quería admitir su miedo. Si nos hubiera contado entonces su extrema sensibilidad a las picaduras de abeja, estoy seguro de que Antonia nunca habría llevado a cabo su vengativo plan.
Eco y yo nos dispusimos a disfrutar del resto de nuestra estancia, pero los días que siguieron a la partida de Antonia fueron melancólicos. Lucio estaba de mal humor. Los esclavos, siempre supersticiosos con cualquier muerte, estaban inquietos. Davia estaba todavía conmocionada y sus recetas se resintieron. El sol era tan brillante como cuando llegamos, las flores igual de fragantes, el río no menos alegre, pero la tragedia arrojó un velo sobre todo. Cuando llegó el día de nuestra partida, ya ardía en deseos de estar entre el bullicio y el amnésico ajetreo de la ciudad. ¡Y menuda historia le contaría a Bethesda!
Antes de irnos, fui a ver a Ursus y eché un último vistazo a las colmenas de la vaguada.
—¿Alguna vez te ha picado una abeja, Ursus?
—¡Oh, sí! Muchas.
—Debe de doler. Pero no mucho, supongo. De otra forma dejarías de ser colmenero.
Ursus hizo una mueca.
—Sí, las abejas pican. Pero siempre digo que cuidarlas es como amar a una mujer. Te pican a menudo, pero sigues volviendo por más porque la miel lo vale.
—No siempre, Ursus —dije suspirando—. No siempre.