—¡Jugando en el foro! Realmente, Gordiano, ¿quién puede tolerar semejante conducta? —Cicerón dio un bufido altanero y volvió la nariz hacia un círculo de hombres ocupados en tirar los dados sobre los adoquines.
—Pero, Cicerón, son las Saturnales —dije con cansancio. Eco y yo nos habíamos tropezado con él mientras nos dirigíamos a la casa de Lucio Claudio, y Cicerón había querido que lo acompañáramos un rato. Estaba irritable y no podía imaginar para qué quería nuestra compañía, a menos que fuera para engrosar las filas de su pequeño séquito de secretarios y paniaguados con quienes se paseaba por el foro. Para un político romano nunca es demasiado grande el séquito con que lo ven sus compatriotas, aunque en dicho séquito haya ciudadanos de dudosa respetabilidad como yo y un mudo de trece años.
Tras el cascabeleo de los dados estallaban los gritos de alborozo y lamentos de desengaño y, a continuación, el tintineo de las monedas que cambiaban de manos.
—Sí, las Saturnales —suspiró Cicerón—. Por tradición, los ediles de la ciudad deben permitir esta conducta en público durante la celebración del invierno, y las tradiciones romanas tienen que respetarse siempre. Sin embargo, me duele ver una conducta tan degradante en pleno corazón de la ciudad.
Me encogí de hombros.
—Los hombres juegan constantemente en la Subura.
—En la Subura —dijo; su pulida voz de orador exudaba desdén por mi barrio—, pero no aquí, en el foro, ¡en el sagrado foro romano!
Un grupo de borrachos apareció de ninguna parte y se metió trazando eses en medio del séquito de Cicerón. Giraban como trompos y con el borde de la túnica trazaban círculos alrededor de las rodillas. Se levantaban el bonete con el dedo índice y lo hacían girar en el aire, formando manchas rojas, azules y verdes. En medio de los celebrantes, transportado en una litera, había un jorobado vestido como el viejo rey Numa, con una túnica amarilla y una corona de hojas de papiro sobre el mugriento pelo. Asentía dando cabezadas de borracho y bebía a chorro de la bota de vino que llevaba en una mano mientras con la otra empuñaba un garrote retorcido como si fuera un cetro. Eco, fascinado por el espectáculo, abrió la boca en una silenciosa carcajada y aplaudió. A Cicerón no le hacía gracia.
—Las Saturnales son la festividad que menos me entusiasma, no importa lo sabios que fueran nuestros antepasados al fundarlas —gruñó—. Toda esta algarabía propia de borrachos y todo este desenfreno no tienen cabida en una sociedad sensata. Como puedes ver, hoy llevo toga, como de costumbre, sin importarme lo que decreten las tradiciones de la fiesta. No quiero disfrazarme con una sábana sucia, gracias. ¡Y los hombres dando saltitos para lucir el vello de las piernas! ¡Es el colmo! La ropa floja, la virtud afloja. La toga hace que el hombre se mantenga de una pieza, y ya sabes lo que quiero decir. —Cuadró los hombros, movió ligeramente los codos para que los pliegues de su toga cayeran de forma ordenada, y dobló el brazo sobre el pecho para mantener los pliegues en su lugar. Para parecer respetable con una toga, solía decir mi padre, un hombre debe tener un espinazo de hierro. La toga le iba a Cicerón que ni pintada.
Bajó la voz.
—Lo peor de todo —añadió— son las libertades que se concede a los esclavos durante la fiesta. Sí, les he dado a los míos un día de asueto y les permito que digan libremente lo que piensan, sin pasarse de la raya, claro, pero les he puesto límites en lo de ir de parranda por las calles con gorrito de colores, como los hombres libres. ¡Imagina que llegara el día que no pudieras saber si un extraño al que ves en el foro es un ciudadano o una propiedad semoviente! ¡La festividad está dedicada a Saturno, pero lo mismo podría estar dedicada a Caos! ¡Y me niego en redondo a seguir la absurda costumbre de permitir a mis esclavos ponerse mis ropas y tirarse en mi triclinio mientras les sirvo la cena!
—Pero, Cicerón, es sólo una vez al año.
—Una vez es demasiado, quienes dicen que es bueno subvertir de vez en cuando el orden establecido… dejar a un jorobado ser rey y hacer que los amos sirvan a los esclavos.
—¿Qué mejor ocasión para dejar volar la fantasía que el comienzo del invierno, cuando la cosecha está terminada, los barcos en las dársenas, los magistrados antiguos a punto de salir volando de sus cargos para que los nuevos puedan sustituirlos, y cuando toda la república deja escapar un suspiro de alivio por haber sobrevivido a otro año de corrupción, avaricia, traiciones y puñaladas traperas? ¿Por qué no puede Roma permitirse la licencia de vestir ropa ligerita y de abrir todos los odres de vino que hagan falta?
—Porque entonces Roma sería una mujerzuela —dijo Cicerón con actitud de censura.
—¿Es preferible un político ceñudo y de cuello tieso? Creo que Roma es las dos cosas y que todo depende del lugar desde donde la mires. No olvides que dicen que las Saturnales las fundó el dios Jano, y Jano tiene dos caras.
Cicerón lanzó un gruñido.
—Pero seguro que cumples al menos una de las tradiciones de las Saturnales —añadí—. El intercambio de regalos con los amigos y la familia. —Hice este comentario sin segunda intención, sólo para recordarle los aspectos más agradables de la fiesta.
Me miró sombrío y en su cara se dibujó una sonrisa como si de repente le hubiera caído una máscara.
—Eso sí lo hago —dijo, dando una palmada para llamar a uno de sus esclavos, que le llevó una pequeña bolsa de la que sacó un objeto que me puso en la palma—. ¡Para ti, Gordiano! —Se rió a carcajadas al ver mi expresión de sorpresa—. ¡Qué! ¿Pensabas que te hacía pasear por el foro sólo para darte mi mala opinión de este libertinaje?
Eco se acercó a mí y juntos miramos el pequeño objeto redondo que brillaba al sol pálido del invierno. Parecía un simple abalorio de plata, pero cuando me lo acerqué a los ojos vi que tenía forma de cícera, mejor dicho, de garbanzo, la legumbre llamada cícer de la que la familia Cicerón recibía su glorioso nombre. Eco dejó escapar una exclamación inaudible.
—¡Cicerón, me siento muy honrado! —dije. Por el peso del pequeño objeto, tenía que ser de plata maciza. La plata es el material típico de los regalos de las Saturnales entre las personas que pueden permitirse semejante extravagancia.
—Le he regalado a mi madre un collar entero de garbanzos —dijo orgullosamente Cicerón—. Mandé que me lo hicieran el año pasado en Atenas, mientras estudiaba allí.
—Me temo —dije, haciendo una seña a Eco para que buscara en la bolsa— que no tengo nada que se le compare, sólo esto. —Ningún hombre sale durante las Saturnales sin regalos que dar cuando la ocasión lo requiera, y le había dado a Eco una bolsa antes de salir, con un puñado de velas de cera. Eco me dio una y se la pasé a Cicerón. Era el regalo tradicional de un hombre modesto a otro mejor situado, y Cicerón lo aceptó graciosamente.
—La he comprado en una pequeña tienda que hay en la calle de los Candeleros —dije—. Es de la mejor calidad, teñida de azul oscuro y perfumada con jacinto. Aunque, dado lo que sientes por la fiesta, quizá no salgas esta noche para iluminar el foro con velas.
—He quedado con mi hermano Quinto para celebrar una pequeña reunión familiar esta noche; estoy seguro de que nos quedaremos en casa. Pero suelo quedarme a menudo despierto hasta tarde, leyendo. Utilizaré tu regalo para alumbrarme la próxima vez que tenga que estudiar un papiro sobre leyes. El aroma me recordará lo hermosa que es nuestra amistad. —Con tanta miel en los labios, ¿quién podía dudar que el joven Cicerón llevaba camino de convertirse en el orador más famoso de la historia de Roma?
Nos separamos de Cicerón y nos dirigimos al Palatino. Incluso allí, en el barrio más elegante de Roma, se jugaba abiertamente y había borrachos alborotadores en las calles; la única diferencia era que en el juego se apostaba más alto y los juerguistas llevaban túnicas más caras y de mejor tela. Llegamos a casa de mi amigo Lucio Claudio, que abrió la puerta en persona.
—¡Soy el portero! —dijo riendo a carcajadas—. No te lo creerás, pero les dije a los esclavos que se tomarán todo el día libre ¡y se lo han tomado en serio! ¡Sólo Saturno sabe dónde estarán o qué estarán haciendo! —Con su nariz de fresa y sus mejillas de ciruela, Lucio Claudio era el vivo retrato de la bondad, y más en aquellos momentos en que la radiante y achispada sonrisa le dulcificaba los rasgos.
—No creo que hayan ido muy lejos sin dinero —dije.
—¡Tienen dinero! Le di a cada uno una bolsa con unas monedas y un gorrito de fieltro. ¿Cómo iban a pasárselo bien sin apostar?
Moví la cabeza con desprecio fingido.
—Me pregunto, amigo Eco, qué pensaría Cicerón de la liberalidad de nuestro amigo Lucio.
Eco lo cogió al momento y se puso a hacer una siniestra imitación de Cicerón, envolviéndose en su túnica festiva como si fuera una toga, echando atrás la cabeza y arrugando la nariz. Lucio se rió con tanta fuerza que empezó a toser, y su cara se volvió más roja que nunca. Al final recuperó el aliento y se enjugó las lágrimas.
—Cicerón diría que un amo tan tolerante con sus esclavos está eludiendo su responsabilidad de mantener la paz y el orden en la sociedad… ¡pero que me aspen si me importa! Pasa y te enseñaré por qué estoy de tan buen humor. ¡Los regalos acaban de llegar esta mañana!
Lo seguimos a través del vestíbulo, por un inmaculado jardín decorado con una maravillosa estatua de Minerva y por un largo pasillo, hasta que llegamos a una habitación pequeña y oscura que había al fondo de la casa. Se oyó un ruido sordo y una maldición ahogada cuando Lucio se golpeó la rodilla contra una especie de cofre que había pegado a la pared.
—Luz, más luz —murmuró, inclinándose sobre el cofre y trasteando con los postigos cerrados de una ventana alta y estrecha.
—Déjame a mí, amo —dijo una voz ronca en la oscuridad. Eco dio un respingo. Sus ojos son muy agudos, pero ni siquiera él había visto al propietario de la voz cuando entramos en la habitación.
La invisibilidad es una característica muy buscada entre los esclavos domésticos, y sin duda era una de las especialidades de aquel hombre que gozaba de la confianza de Lucio, un griego canoso que se llamaba Stéfanos y que había estado al frente de la casa del Palatino durante varios años. Fue de ventana en ventana, andando con los miembros extrañamente rígidos, descorriendo el pestillo de las estrechas contraventanas y abriéndolas para dejar entrar el aire y el sol.
Lucio dio las gracias al esclavo, que le respondió con una típica expresión de obediencia que apenas oí. Al igual que Eco, estaba paralizado por el resplandor cegador de la plata. Ante nuestros deslumbrados ojos, el sol que entraba a raudales por las ventanas se había transformado en un fuego blanco y líquido que resplandecía y bailaba. Miré a Eco y vi sus facciones coloreadas por rombos de luz refleja, luego volví la mirada hacia el esplendor que había ante nosotros.
El cofre con el que había tropezado la rodilla de Lucio era de madera bellamente tallada y con incrustaciones de obsidiana y conchas marinas. Un paño color rojo sangre cubría la tapa de bisagras. Encima del paño estaba la más sorprendente colección de objetos de plata que había visto en mi vida.
—Magnifico, ¿verdad? —dijo Lucio.
Me limité a asentir, pues ante aquel despliegue de cosas bellas me había quedado tan mudo como Eco.
—Fíjate en el jarro —dijo Lucio con entusiasmo—. La forma… la elegancia. ¿Ves el asa, esa forma de cariátide con la cara escondida?
El jarro era ciertamente exquisito, como el peine de plata con incrustaciones de cornalina que hacía juego con un cepillo, también de plata, en cuyo reverso había un sátiro en relieve espiando a unas ninfas que se bañaban. Había un collar de plata y ámbar al lado de otro de plata y lapislázuli, y vi otro de plata y ébano; cada uno hacía juego con series de pendientes y pulseras. Había dos copas de plata con escenas de caza en relieve alrededor de la base, y otras dos copas decoradas con un dibujo geométrico griego.
Lo más impresionante de todo, aunque sólo fuera por su tamaño, era un plato de plata de un codo de diámetro. Su borde era un círculo de hojas de acanto en relieve, mientras que en el centro podía verse a Sileno, el demonio de la alegría, alborotando en medio de un despliegue de sátiros, faunos y ninfas. En un momento en que Lucio no nos miraba, Eco señaló la cara de Sileno e hizo un gesto con la cabeza hacia nuestro anfitrión. Vi lo que quería decir; aunque se podía decir que todas las imágenes de Sileno tenían un parecido de familia con Lucio Claudio, pues tenían una cara redonda y gorda encima de un cuerpo gordo y redondo, aquella se le parecía tanto que no podía ser otra cosa que un retrato.
—Debes de haber encargado estas piezas especialmente para ti —dije.
—Sí, las encargué a unos artesanos que tienen una tienda en la calle de los Plateros. Creo que son una prueba de que en Roma se puede encontrar una calidad artesanal tan elevada como en Alejandría o en cualquier otra parte.
—Si —dije—, siempre que se tenga dinero para pagar.
—Bueno, fue un poco extravagante —admitió Lucio—, pero la plata sin refinar viene de España, no de oriente, lo que reduce el precio. De todas formas, merece la pena el gasto para ver la cara que pondrán mis primos cuando vean lo que les regalo por las Saturnales. La plata es lo que se da tradicionalmente, claro…
—Quien se lo pueda permitir —murmuré.
—… aunque me temo que algunos de mis parientes han venido diciendo que soy un poco tacaño. Bien, no tengo mujer ni hijos, así que es natural que no prodigue mi riqueza entre quienes me rodean, y a veces cuesta empaparse en el espíritu de la fiesta cuando uno está soltero. Pero este año no… este año he tirado la casa por la ventana, como puedes ver.
—Ya lo veo —dije, pensando que incluso los patricios ricos y corridos como los Claudios estarían impresionados por la generosidad de Lucio.
Lucio se quedó un momento mirando el vistoso surtido de vasos y joyas, y se volvió al esclavo, que seguía allí.
—Pero Stéfanos, ¿qué es esto? ¿Qué haces remoloneando en la oscuridad, con el día tan espléndido que hace? Deberías estar fuera, correteando con los otros.
—¿Correteando, amo? —dijo el arrugado esclavo secamente, como para indicar que la posibilidad de que él hiciera una cosa así era bastante remota.
—Bueno, ya sabes lo que quiero decir… deberías estar fuera entreteniéndote.
—Ya me entretengo aquí dentro, amo.
—Para pasártelo bien entonces.
—Te aseguro que soy tan capaz de pasármelo bien aquí como en cualquier otra parte —dijo Stéfanos. Parecía improbable que pudiera pasárselo bien en ninguna circunstancia.
—Muy bien —dijo Lucio riendo—, haz lo que quieras, Stéfanos. Esa es, después de todo, la finalidad de la fiesta.
Lucio se detuvo de nuevo ante el cofre y acarició amorosamente el jarro que había señalado al principio y al que parecía especialmente ligado. Luego nos condujo al atrio y nos ofreció una copa de vino.
—Para Eco con mucha agua —dije mientras Lucio nos servía de una sencilla jarra de plata, llena de espumeante vino granate. Eco frunció el entrecejo pero extendió la copa, deseoso de coger lo que pudiera. Por pasadas experiencias, sabía que Lucio tenía un almacén de las mejores cosechas y no quise aguar mucho mi vino para apreciar su delicado aroma con toda su fuerza. Para ser un hombre acostumbrado a que le sirvieran, Lucio nos sirvió de un modo irreprochable, luego se sirvió él y se sentó junto a nosotros.
—Considerando lo mucho que trabajas, Gordiano, supongo que disfrutarás inmensamente de la fiesta.
—En realidad suelo estar más ocupado en días de fiesta que en otros.
—¿De verdad?
—El delito no se va de vacaciones —dije—. O más exactamente: al delito le gustan los días de fiesta. No tienes ni idea de la cantidad de robos y asesinatos que se cometen los días festivos… por no hablar de indiscreciones e infidelidades.
—Me pregunto por qué.
Me encogí de hombros.
—Las obligaciones normales de la sociedad se relajan; la gente es más sensible a la tentación y está más inclinada a hacer cosas que de ordinario no haría, por todo tipo de razones… avaricia, despecho o simplemente diversión. Las familias se reúnen, tanto si simpatizan entre sí como si no, lo que puede terminar con algún cráneo aplastado. Y el gasto del entretenimiento puede obligar incluso a un hombre rico a cometer actos realmente desesperados. Y para los que ya tienen una predisposición al delito, considera las ventajas de las fiestas para su vicio secreto, cuando la gente baja la guardia y se aturde atracándose de comida y bebida. ¡Desde luego que sí! Una festividad romana es una invitación al delito y los días que más ocupado estoy suelen ser los días de fiesta.
—¡Entonces me considero afortunado por estar hoy en tu compañía, Gordiano! —dijo Lucio, levantando la copa.
En aquel momento oímos que se abría la puerta principal, luego voces elevadas en el vestíbulo. Dos esclavos jóvenes entraron en el atrio dando traspiés. El frío les había coloreado las mejillas, que estaban casi tan rojas como los gorritos que llevaban en la cabeza. Tenían los ojos hinchados por la bebida, pero se enderezaron al ver a su amo.
—Zropso, Zótico, espero que os estéis divirtiendo —dijo Lucio con sinceridad.
Zropso, que era más delgado y rubio, se enderezó de golpe, sin saber de qué modo reaccionar, mientras su compañero, que era gordo y moreno, rompió bruscamente en una carcajada y echó a correr dando saltitos por el atrio, hacia la parte trasera de la casa.
—Sí, amo, muchísimo, amo —dijo Zropso finalmente. Se apoyó en un pie y luego en el otro, como esperando ser despedido.
Lucio cogió una corteza de pan y se la tiró al esclavo.
—¡Largo! —dijo riéndose. Zropso echó a correr detrás de Zótico, con cara de estar muy confundido.
Bebimos en silencio un rato, saboreando el vino.
—Se nota que te gusta la informalidad, Lucio —dije con sorna—, aun a costa de escandalizar a un pobre esclavo.
—Zropso es nuevo en la casa. No entiende qué son las Saturnales —dijo Lucio. Acababa de terminar la segunda copa de vino y se estaba sirviendo otra. Me volví hacia Eco, esperando que me guiñara un ojo de complicidad, pero parecía distraído y miraba hacia el interior de la casa.
—¿Y serías capaz de servir la cena a tus esclavos? —pregunté, recordando que Cicerón había palidecido ante la idea de condescender hasta aquel punto.
—Yo creo que por ahí no pasaría, Gordiano. Tengo la casa llena, pero sólo un esclavo es mío. Voy a pasarme la tarde visitando primos y entregando regalos, y supongo que acabaré molido. Pero dejaré que los esclavos se tiren en los triclinios como si fueran mis invitados y se turnen para servirse unos a otros mientras yo ceno en mi alcoba. Parece que les gusta esta pequeña farsa, a juzgar por el ruido que hacen. ¿Y tú? ¿Harás de criado de tus esclavos domésticos durante la cena?
—Sólo tengo dos.
—¡Ah, sí! El guardaespaldas, ese gigantesco Belbo, y la concubina egipcia, la hermosa Bethesda. ¿Qué hombre se negaría a servirla? —Lucio suspiró y se estremeció. Siempre había estado enamorado de Bethesda y más que un poco intimidado por ella.
—Iremos a casa a preparar la cena en cuanto salgamos de aquí —dije—, y esta noche, antes de que la gente se aglomere en las calles con velas encendidas, Eco y yo les serviremos la cena a los dos mientras ellos están tan ricamente recostados en los triclinios.
—¡Delicioso! ¡Me gustaría verlo!
—A condición de que estés dispuesto a servir a los esclavos, como todos los hombres libres de la casa.
En aquel momento vi por el rabillo del ojo que Eco volvía la cabeza con brusquedad hacia la parte trasera de la casa. Tenía un oído muy agudo, por eso oyó que el esclavo se aproximaba antes de que Lucio o yo nos diéramos cuenta. Al poco rato, Zropso llegó corriendo al atrio con cara de consternación. Abrió la boca, pero se atragantó con las palabras.
—Bien, Zropso, ¿qué ocurre? —dijo Lucio, arrugando la carnosa frente.
—¡Algo terrible, amo!
—¿Sí?
—Es el viejo Stéfanos, amo…
—Sí, sí, vamos, escúpelo.
Zropso se retorció las manos e hizo una mueca.
—Por favor, amo, ¡ven a verlo tú mismo!
—Bueno, ¿qué puede ser tan terrible para que un esclavo ni siquiera pueda decirlo? —dijo Lucio, aligerando la cuestión mientras se levantaba del asiento con mucho aparato—. ¡Vamos, Gordiano, probablemente sea asunto de tu interés! —dijo riéndose.
Pero las risas cesaron cuando seguimos al joven Zropso hasta la habitación en la que Lucio nos había enseñado la plata. Todas las ventanas estaban cerradas menos la más cercana al cofre. A la fría luz que entraba vimos el desastre que había entorpecido la lengua de Zropso. El paño rojo estaba todavía sobre el cofre, pero a un lado, y todas las piezas de plata habían volado. Delante del cofre, en el suelo, el viejo esclavo Stéfanos yacía de costado, con los brazos sobre el pecho. Tenía en la frente un agujero del que salía sangre y, aunque sus ojos estaban abiertos de par en par, había visto yo demasiados cadáveres para saber que Stéfanos había dejado el servicio de Lucio Claudio para siempre.
—¡Por Hércules! ¿Qué ha pasado? —exclamó Lucio—. ¡La plata! ¡Y Stéfanos! ¿Está…?
Eco se arrodilló para buscarle el pulso al caído y puso el oído sobre los labios separados del esclavo muerto. Levantó la vista hacia nosotros y negó con la cabeza seriamente.
—Pero ¿qué ha pasado? —gritó Lucio—. Zropso, ¿qué sabes de esto?
—¡Nada, amo! Entré en la habitación y la encontré exactamente como está ahora, y fui a decírtelo inmediatamente.
—¿Y Zótico? —preguntó Lucio en tono sombrío—. ¿Dónde está?
—No lo sé, amo.
—¿Qué quieres decir? Vinisteis juntos.
—Sí, pero tuve que ir a hacer mis necesidades y fui a la letrina del otro lado de la casa. Después vine a buscar a Zótico, pero no lo encontré.
—¡Bueno, pues encuéntralo! —barbotó Lucio. Zropso se volvió dócilmente para irse.
—No, espera —dije—. A mí me parece que no hay prisa por buscar a Zótico, si es que todavía está en la casa. Creo que sería más interesante averiguar por qué se te ocurrió venir precisamente a esta habitación, Zropso.
—Estaba buscando a Zótico, ya lo he dicho. —El esclavo bajó los ojos.
—Pero, ¿por qué aquí? Es una de las habitaciones privadas de tu amo. Yo diría que sólo están autorizados a entrar los esclavos del rango de Stéfanos y las muchachas de la limpieza. ¿Por qué estabas buscando a Zótico aquí, Zropso?
—Yo… me pareció oír un ruido.
—¿Qué ruido?
Zropso puso cara de pena.
—Me pareció que alguien… reía.
Eco dio una palmada de repente para llamar nuestra atención y asintió con energía.
—¿Qué dices, Eco? ¿Tú también oíste esa risa?
Asintió e hizo un ademán con las manos para indicar que desde el atrio había sonado débil y muy lejana. Miré a Zropso.
—¿La risa salía de esta habitación?
—Eso pensé. Primero la risa y después… después una especie de matraca y un golpe, o un ruido sordo, no muy alto.
Miré a Eco, que frunció los labios con ambivalencia y se encogió de hombros. También él, sentado en el atrio, había oído algo en la parte de atrás de la casa, pero el sonido había sido confuso.
—¿Era Zótico riéndose? —pregunté.
—Eso creí —dijo Zropso sin convicción.
—Vamos, ¿era Zótico o no? Seguro que su risa te resulta familiar… los dos veníais riendo cuando llegasteis de la calle.
—No sonaba como la risa de Zótico, pero supuse que era él, a no ser que hubiera alguien más en la casa.
—Nadie —dijo Lucio—. Estoy seguro.
—Alguien podría haber entrado —dije, acercándome a las abiertas contraventanas—. Es curioso… este pestillo parece partido. ¿Se había roto antes?
—Creo que no —dijo Lucio.
—¿Qué hay al otro lado de la ventana?
—Un pequeño jardín.
—¿Y qué rodea el jardín?
—La casa por tres lados y una tapia por el otro.
—¿Y qué hay al otro lado de la tapia?
—La calle. ¡Oh, amigo mío! Ya entiendo lo que quieres decir. Sí, supongo que alguien joven y con agilidad podría haber escalado la pared y entrado en la casa.
—¿Esa tapia también puede escalarse desde dentro?
—Supongo que sí.
—¿Podría hacerlo un hombre con una bolsa llena de plata a la espalda?
—Gordiano, no pensarás que Zótico…
—Espero que no, por su bien, pero cosas más extrañas han ocurrido cuando a un esclavo se le da un poco de libertad, un poco de dinero y mucho vino.
—¡Misericordiosa Fortuna! —exclamó Lucio—. ¡La plata! —Fue hacia el cofre y alargó la mano como para tocar fantasmagorías donde ya no había plata—. La jarra, las joyas, las copas… ¡todo ha desaparecido!
—No hay señales de armas —dije, mirando por la habitación—. Quizá una de las piezas perdidas fue usada para dar ese golpe en la cabeza de Stéfanos. Algo con un borde más bien recto y duro, a juzgar por el aspecto de la herida. Quizá el plato…
—¡Que idea tan horrible! Pobre Stéfanos. —Lucio apoyó las manos en la tapa del cofre y las apartó de repente con un gemido de horror. Levantó la mano y vi que tenía la palma manchada de sangre.
—¿De dónde ha salido eso? —dije.
—Del paño que tapa el cofre. Es difícil de ver con esta luz y por ser rojo el paño, pero hay una mancha húmeda de sangre.
—Fijaos, lo han movido hacia un lado. Pongámoslo como estaba antes.
Movimos el paño y vimos que la mancha de sangre coincidía con el borde de la tapa del cofre.
—Como si se hubiera dado el golpe ahí —dijo Lucio.
—Sí, como si se hubiera caído… o lo hubieran empujado —dije.
Zropso se aclaró la garganta.
—Amo, ¿busco a Zótico ya?
Lucio enarcó una ceja.
—Iremos a buscarlo todos juntos.
Una rápida inspección por los cuartos de los esclavos nos reveló que Zótico no estaba en la casa. Volvimos a la malhadada habitación del tesoro.
—¿Busco a Zótico en la calle, amo?
El temblor de la voz de Zropso indicaba que se daba perfecta cuenta de lo delicado de su posición. Si Zótico, había cometido homicidio, y robo, ¿no era probable que su amigo Zropso hubiera sido cómplice en el plan? Aunque Zropso fuera totalmente inocente, según la ley el testimonio de los esclavos debía obtenerse mediante tortura; si la plata no se recuperaba y el asunto no se resolvía rápidamente, era probable que Zropso se enfrentara a un feo porvenir. Mi amigo Lucio tiene buen corazón, pero a fin de cuentas procede de una vieja familia patricia, y los patricios de Roma no estarían donde están hoy si hubieran sido altruistas o escrupulosos, especialmente en la administración de sus propiedades, humanas o no.
Lucio envió a Zropso a sus dependencias y luego se volvió hacia mí.
—Gordiano, ¿qué debo hacer? —gimió; en aquel momento no parecía un patricio.
—Retener a Zropso aquí, desde luego. Fuera sólo podría entrarle el pánico y tener la loca idea de escapar, y eso siempre termina mal para un esclavo. Además —añadí en voz baja—, puede que sea culpable de conspirar para robarte la plata. También te sugiero que contrates algunos gladiadores, si puedes encontrar alguno sobrio, para reducir a Zótico, si lo encuentran.
—¿Y si no tiene la plata encima?
—Entonces dependerá de ti decidir el procedimiento para sacarle la verdad.
—¿Y si dice que es inocente?
—Supongo que es posible que un extraño pueda haber saltado la tapia y robado la plata. Quizá otro de tus esclavos, o alguien de la calle de los Plateros que se hubiera enterado de tus recientes adquisiciones. Pero primero busca a Zótico y descubre qué es lo que sabe.
Eco, que había estado pensativo durante un rato, llamó mi atención de repente. Señaló el cadáver de Stéfanos y luego representó una pantomima, sonriendo estúpidamente y fingiendo reír.
Lucio se quedó desconcertado.
—¡La verdad es que no veo nada divertido en el asunto!
—No, Lucio, lo has malinterpretado. ¿Estás diciendo, Eco, que fue a Stéfanos a quien oíste reír?
Eco movió la cabeza para indicar que había estado dando vueltas al asunto y que finalmente había tomado una decisión al respecto.
—¿Stéfanos riéndose? —dijo Lucio en el mismo tono que podría haberle salido si Eco hubiera visto a Stéfanos escupiendo fuego o trazando círculos con las pupilas.
—Es verdad, parecía hombre serio —dije, echando una mirada escéptica a Eco—. Y si era Stéfanos el que se reía, ¿por qué no lo dijo Zropso?
—Probablemente porque nunca había oído reír a Stéfanos —dijo Lucio—. Y creo que yo tampoco. —Miró el cadáver con cara de confusión—. ¿Estás seguro de que la risa que oíste era de Stéfanos, Eco?
Eco se cruzó de brazos y asintió muy serio. Había tomado una decisión.
—¡Está bien! Quizá nunca lo sepamos con seguridad —dije, dirigiéndome hacia la puerta.
—¿No te quedas para ayudarme, Gordiano?
—Lo siento, Lucio Claudio, debo irme. Hay una cena que preparar y una concubina a la que servir.
Llegamos a casa relativamente indemnes. Un grupo de putas risueñas nos retuvo durante un rato bailando a nuestro alrededor, otro rey Numa llevado en litera me volcó una copa de vino en la cabeza y un gladiador borracho vomitó en una sandalia de Eco, pero por lo demás el trayecto desde el Palatino a la Subura fue un camino de rosas.
El menú que preparamos para cenar fue muy sencillo, como correspondía a mis dotes. Incluso así, Bethesda no parecía capaz de quedarse fuera de la cocina. Cada dos por tres miraba desde de la puerta, arrugando el sintomático entrecejo y moviendo la cabeza como si incluso mi forma de coger el cuchillo traicionara mi total incompetencia en asuntos culinarios.
Por fin, cuando el sol invernal empezaba a hundirse en el horizonte, Eco y yo salimos de la cocina y encontramos a Bethesda y a Belbo cómodamente echados en los triclinios normalmente reservados a nosotros. Eco puso las mesitas mientras yo sacaba los diversos platos: lentejas, pastel de mijo con carne picada y flan de huevo con miel y piñones.
Belbo pareció contento con lo que le servimos, pero es que a Belbo le gusta todo mientras le pongan suficiente; se relamió, comió con los dedos y no pudo contener las carcajadas cuando envió a su amo Eco a buscar más vino, tomando como una broma la tradición de invertir los papeles. Bethesda, por su parte, recibió los platos con aire de fría objetividad. Como siempre, su actitud típicamente distante ocultaba la verdad profunda de lo que sucedía en su interior, que sospechaba que era tan complejo y sutil como el plato más exquisito. Por un lado era escéptica respecto de mis dotes culinarias, por otro disfrutaba de la novedad de ser servida y de fingir que era una matrona romana, y por otro deseaba que no se le notase ningún signo exterior de deleite, porque… bueno, porque Bethesda es Bethesda.
Se dignó a felicitarme sin embargo por el flan de huevo, detalle que acogí con una reverencia.
—¿Y qué tal ha ido el día, amo? —preguntó con despreocupación, recostándose en el triclinio. Me quedé al lado, con las manos cogidas en la espalda, en señal de respeto. En su imaginación, ¿me había convertido en esclavo… o, peor aún, en marido?
Le conté los acontecimientos de la jornada, como a menudo hacen los esclavos al final del día cuando los amos se lo indican. Bethesda escuchaba distraídamente, acariciándose con las manos el lujuriante pelo negro y toqueteándose los carnosos labios. Cuando le describí mi encuentro con Cicerón, sus ojos oscuros relampaguearon, pues siempre recelaba de cualquier hombre que tuviera más ganas de libros que de mujeres o de comida; cuando le conté que había estado en casa de Lucio Claudio, sonrió, pues sabe lo sensible que es este hombre a su belleza; cuando le conté la muerte de Stéfanos y la desaparición de la plata, se puso muy pensativa. Se inclinó para apoyar la barbilla en una mano y de repente se me ocurrió que estaba peligrosamente cerca de parodiarme.
Después de haberle contado los desagradables sucesos, me pidió que se los explicara otra vez más detenidamente, luego llamó a Eco, que había estado practicando una especie de juego infantil chocando las manos con Belbo, para que le clarificara algunos aspectos de la historia. De nuevo, como había hecho en casa de Lucio, insistió en que había sido a Stéfanos a quien había oído reír.
—Amo —dijo Bethesda pensativamente—, ¿torturarán al esclavo Zropso?
—Posiblemente —suspiré—. Si Lucio no consigue recuperar la plata, puede que pierda la cabeza… Lucio, quiero decir, aunque Zropso podría perder la suya al final, y esta vez sin metáforas.
—¿Y si encuentran a Zótico, sin la plata y afirmando que es inocente?
—Lo más seguro es que lo torturen —dije—. Lucio no se atrevería a presentarse ante su familia ni ante sus colegas si permitiera que lo engañara un esclavo.
—Engañado por un esclavo —murmuró Bethesda con actitud reflexiva, asintiendo. Luego movió la cabeza y puso la cara más imperiosa que tenía—. ¡Amo, tú estabas allí! ¿Cómo es que no viste la verdad?
—¿Qué quieres decir?
—Bebiste el vino de Lucio Claudio a palo seco, ¿verdad? Sin duda te obnubiló el cerebro.
A los esclavos se les permiten muchas libertades en las Saturnales, pero aquello pasaba ya de castaño oscuro.
—¡Bethesda! Exijo…
—¡Tenemos que ir a casa de Lucio Claudio enseguida! Se levantó de un salto y corrió a buscar la capa. Eco me preguntó con la mirada. Me encogí de hombros.
—Coge tu capa, Eco, y también la mía; la noche es fresca. También deberías venir tú, Belbo, si consigues levantarte del triclinio. Las calles estarán imposibles esta noche.
No contaré la locura que supone cruzar Roma en la noche de las Saturnales. Baste decir que en ciertos tramos del trayecto me alegré mucho de tener a Belbo con nosotros; normalmente sólo su voluminosa presencia era suficiente para abrirse paso entre el gentío alborotado. Cuando finalmente llamamos a la puerta de Lucio, nos abrió otra vez el amo de la casa.
—¡Gordiano! Me alegro de verte. El día va de mal en peor. ¡Ah! Eco… Belbo… ¡y Bethesda! —La voz se le quebró cuando pronunció el nombre y los ojos se le pusieron como platos. Se ruborizó, si es que era posible que su rubicunda cara adquiriera un rojo más brillante.
Nos condujo a través del jardín. La estatua de Minerva nos miraba desde lo alto; su actitud sabia era un estudio en claro de luna y sombras. Lucio nos introdujo en una habitación suntuosamente amueblada que estaba al lado mismo del jardín; un llameante brasero la caldeaba.
—Seguí tu consejo —dijo—. He contratado hombres para buscar a Zótico. Le encontraron muy pronto, tan borracho como un sátiro y apostando en la calle, al lado de un burdel de la Subura… tratando de ganar lo que necesitaba para entrar, dijo.
—¿Y la plata?
—Ni rastro. Zótico jura que nunca ha visto la plata y que ni siquiera sabía que existía. Dice que salió por la parte trasera de la casa, por una ventana que hay en las dependencias de los esclavos. Dice que Zropso le aburría y que quería salir solo.
—¿Le crees?
Lucio agachó la cabeza.
—¡Ay de mí! No sé qué creer. Lo único que sé es que Zótico y Zropso entraron, Zótico se fue, y que en algún momento Stéfanos fue muerto y la plata robada. ¡Sólo quiero que la plata vuelva! Mis primos han venido hoy y no tenía nada para darles. Por supuesto, no he querido explicarles la situación; les he dicho que mis regalos se retrasaban y que iría a verles mañana. Gordiano, no quiero torturar a estos muchachos, pero ¿qué otra cosa puedo hacer?
—Llévame a la habitación en la que guardabas la plata —dijo Bethesda, dando un paso adelante y quitándose la capa, que dejó en una silla cercana. Su cascada de pelo negro emitió destellos azul oscuro y morados a la luz del brasero. Su expresión era impasible y sus ojos estaban fijos en Lucio Claudio, que parpadeó ante su mirada. Hasta yo me acobardé un poco al verla iluminada por el fuego, pues aunque llevaba el cabello suelto como una esclava y vestía con una sencilla túnica de esclava, su cara tenía la misma seducción majestuosa que la broncínea cara de la diosa del jardín.
Bethesda siguió mirando fijamente a Lucio, que se limpió una gota de sudor de la frente. El brasero calentaba, pero no tanto.
—Desde luego —dijo—. Aunque ya no hay nada que ver. Mandé que trasladaran el cadáver de Stéfanos a otra habitación…
Su voz fue apagándose mientras se daba la vuelta y nos conducía a la parte trasera de la casa, cogiendo un candil que colgaba de la pared para alumbrar el camino.
A la luz parpadeante del candil, la habitación parecía muy vacía y ligeramente misteriosa. Los postigos estaban cerrados y habían quitado de encima del cofre el paño manchado de sangre.
—¿Qué postigos estaban abiertos cuando encontrasteis muerto a Stéfanos? —dijo Bethesda.
—Es-estos —dijo Lucio con un ligero balbuceo. Se abrieron nada más tocarlos—. El pestillo está roto —explicó, tratando de cerrarlos de nuevo.
—Claro que está roto; los postigos no se abrieron utilizando el pestillo, sino que se forzaron —dijo Bethesda.
—Sí, imaginamos eso esta mañana —dijo—. Debieron de empujar desde fuera. Algún extraño que forzó la entrada…
—No creo —dijo Bethesda—. ¿Y si los cogieron por la parte superior y tiraron de ellos para abrirlos… así? —Bethesda fue a otra ventana, tiró de los postigos para abrirlos y el pequeño pestillo se rompió por la mitad.
—Pero ¿por qué iban a hacer eso? —preguntó Lucio. Abrí la boca y tragué una bocanada de aire, empezando a comprender lo que Bethesda tenía en la cabeza. Fui a decir algo, pero me mordí la lengua. La idea era suya, después de todo. Dejaría que fuera ella quien la expusiera.
—El esclavo Zropso dijo que primero había oído una risa, luego un ruido de matraca y luego un golpe. La risa, según Eco, era de Stéfanos.
Lucio negó con la cabeza.
—Cuesta imaginarlo.
—¿Porque nunca habías oído la risa de Stéfanos? Puedo decirte por qué: porque sólo se reía a tus espaldas. Pregunta a cualquiera de los esclavos que lleven aquí más tiempo que Zropso y a ver qué te dicen.
—¿Cómo lo sabes? —protestó Lucio.
—Ese hombre dirigía tu casa, ¿no? Era tu principal esclavo de Roma. Créeme, de vez en cuando se reía de ti a tus espaldas. —Lucio pareció sorprendido ante semejante idea, pero Bethesda no pensaba discutirla—. En cuanto a la matraca que oyó Zropso, acabas de oír el mismo ruido, cuando abrí los postigos tirando de ellos. Luego Zropso oyó un golpe sordo… que era el ruido que hizo la cabeza de Stéfanos al chocar con el borde duro del cofre. —Bethesda hizo una mueca—. Luego cayó al suelo, yo diría que aquí, asiéndose al cofre y con la cabeza sangrando. —Señaló el lugar exacto en que habíamos encontrado a Stéfanos—. Pero el ruido más significativo fue el que nadie oyó… el tintineo de la plata, que probablemente habría hecho un ruido considerable si alguien la hubiera metido a toda prisa en una bolsa y luego hubiera salido corriendo con ella.
—Pero ¿qué quiere decir todo eso? —dijo Lucio.
—Quiere decir que tu esclavo de cara impávida, que según tú no tenía sentido del humor, ha tenido su propia forma de celebrar las Saturnales este año. Stéfanos te gastó una broma inocente en secreto… luego se rió a carcajadas de su propia impertinencia. Pero se rió demasiado fuerte. Stéfanos era muy viejo, ¿verdad? Los esclavos viejos tienen el corazón débil. Cuando el corazón les falla, es probable que se caigan y busquen algo a lo que asirse. —Bethesda asió la parte superior de las contraventanas y las sacudió hasta que se abrieron—. Fueron un débil asidero. Cayó y se golpeó en la cabeza, luego quedó yerto en el suelo. ¿Fue el golpe en la cabeza lo que le mató o fue el corazón? ¿Quién lo sabe?
—¡Pero la plata! —preguntó Lucio—. ¿Dónde está?
—Donde Stéfanos cuidadosa y silenciosamente la escondió, pensando en darle un susto a su amo.
Contuve la respiración mientras Bethesda abría la tapa del cofre; ¿y si se había equivocado? Pero allí, semienvueltos en paños bordados, reluciendo a la luz del candil, estaban los vasos, los collares y las pulseras que Lucio nos había enseñado por la mañana.
Lucio dio un respingo y pareció que se iba a desmayar de alivio.
—No puedo creerlo —dijo finalmente—. ¡Stéfanos nunca había gastado semejante broma!
—¡Oh! ¿Seguro que no? —dijo Bethesda—. Los esclavos gastan ese tipo de bromas continuamente, Lucio Claudio. El motivo de tales bromas no es que los amos los descubran y se sientan ridículos, porque entonces el esclavo impertinente sería castigado. No, el motivo es que el amo nunca se dé cuenta de que lo han convertido en blanco de una broma. Stéfanos probablemente había planeado que estaría en la calle divirtiéndose cuando tú descubrieras que la plata había desaparecido. Habría dejado que el pánico, te dominara un rato, luego habría vuelto a casa y cuando le dijeses, fuera de ti, que la plata había desaparecido, te la habría enseñado en el cofre.
—Pero me habría puesto furioso.
—Más diversión para Stéfanos. Porque cuando le preguntaras por qué había puesto la plata allí, habría dicho que se lo habías dicho tú y que él se había limitado a seguir tus órdenes.
—¡Pero nunca le di tales instrucciones!
—«Sí que lo hiciste, amo», habría dicho, cabeceando ante tu distracción, y con su cara de juez, no te habría quedado más remedio que creerle. Piensa, Lucio Claudio, y seguro que recordarás otras ocasiones en que te encontraste en un aprieto y Stéfanos se vio obligado a señalar que se debía a tu mala memoria.
—Bueno, ahora que lo mencionas… —dijo Lucio, con aspecto claramente incómodo.
—Y todo el tiempo, Stéfanos se reía de ti a tus espaldas —dijo Bethesda.
Moví la cabeza.
—Debería haber comprendido la verdad antes, cuando estuve aquí —dije a mi pesar.
—Tonterías —dijo Bethesda—. Tú eres sabio en los caminos del mundo, amo, pero no sabes cómo trabaja la mente de un esclavo, ya que nunca lo has sido. —Se encogió de hombros—. Cuando me contaste la historia, comprendí la verdad al momento. No tenía que conocer a Stéfanos para saber cómo trabajaba su mente. Hay una manera de ver el mundo que es común a todos los esclavos; vamos, me parece a mi.
Asentí y me puse un poco rígido.
—¿Quiere esto decir que, a veces, cuando no encuentro algo, o cuando recuerdo claramente haberte dado una orden y tú me convences de que no es así…?
Bethesda sonrió ligeramente, como las diosas de la sabiduría deben de sonreír cuando meditan una broma para entendidos, demasiado llena de matices para los simples mortales.
Aquella misma noche nos unimos a la multitud del foro con nuestras velas de cera. Las grandes plazas públicas y las imponentes fachadas de los templos quedaron iluminadas por miles de luces parpadeantes. Lucio estuvo con nosotros y todos coreamos el alegre cántico de «¡Io, Io, Saturnalia!» que resonaba por todo el foro. Por la sonrisa de bendito que esbozaba comprendí que había recuperado el buen humor. Bethesda también sonreía, ¿por qué no? En su muñeca, reluciendo como un círculo de fuego líquido a la luz parpadeante de su vela, había una pulsera de plata y ébano, regalo saturnal de un admirador agradecido.