El pequeño César y los piratas

—¡Salve, Gordiano! Dime, ¿has oído lo que dicen en el Foro sobre el joven sobrino de Mario, Julio César?

Era mi buen amigo, Lucio Claudio el que se dirigía a mí en tales términos en las escaleras de las termas Senias. Yo entraba, pero él debía de estar saliendo.

—Si te refieres a esa vieja anécdota sobre el guapo César jugando a ser la reina del rey Nicomedes de Bitinia, sí, la he oído antes… a ti mismo, según creo, y más de una vez, y en cada ocasión con más detalles gráficos.

—No, no, esos pequeños cotilleos son ya historia antigua. Estoy hablando de lo que le ha sucedido con los piratas… pago de rescates, venganzas, ¡incluso crucifixiones!

Lo miré fingiendo curiosidad. Lucio sonrió y sus dos papadas se convirtieron en una única barbilla. Tenía los mofletes del color del azafrán a causa del calor de los baños, y sus rizos naranja todavía estaban húmedos. El brillo de sus ojos tenía esa especial alegría de ser el primero en contar un chisme especialmente jugoso.

Le confesé que me había picado la curiosidad. Sin embargo, como Lucio salía de los baños mientras que yo acababa de llegar, y como estaba deseando sumergirme en el agua caliente para contrarrestar el fresquito que flotaba aún en el aire de la primavera… la anécdota, por Hércules, tendría que esperar.

—¿Qué? ¿Y dejar que te la cuente otro y te explique todos los detalles al revés? ¡No, Gordiano, no, por los dioses! Te acompañaré. —Indicó por señas a sus sirvientes que dieran media vuelta. El ropero, el barbero, el manicuro, el masajista y los guardaespaldas parecieron algo confusos, pero nos siguieron sumisamente al interior de los baños.

Fue un golpe de suerte para mí, ya que necesitaba un poco de aseo y de atención personal. Bethesda se apañaba como mejor podía para no cortarme el pelo a trasquilones, y como masajista no tenía rival, pero Lucio Claudio era lo bastante rico para permitirse lo mejor en servicios corporales. Hay algo que debe decirse sobre el acceso ocasional a los servicios de los esclavos de un rico. Mientras me recortaban, limaban y pulían cuidadosamente las uñas de las manos y de los pies, me esculpían magistralmente el pelo y me rapaban sin dolor la barba, Lucio trataba de empezar la anécdota y yo no hacía más que impedírselo, para asegurarme de que recibía el tratamiento completo.

Hasta nuestra segunda visita a la piscina caliente no le permití empezar formalmente. Entre las nubes de vapor, con nuestra cabeza asomando del agua como islotes en la niebla, me contó su anécdota de marineros.

—Como sabes, Gordiano, en los últimos años el problema de la piratería ha aumentado de un modo muy serio.

—Culpa a Sila, a Mario y a la guerra civil —dije—. Las guerras significan refugiados, y los refugiados significan más bandidos en los caminos y más piratas en el mar.

—Sí, bien, sea cual fuere la causa, todos vemos las consecuencias. Barcos asaltados y capturados, ciudades saqueadas, ciudadanos romanos tomados como rehenes.

—Mientras tanto, el Senado vacila, como de costumbre.

—¿Qué puede hacer el Senado? ¿Encomendar una misión naval extraordinaria a algún general deseoso de poder, que luego pudiera utilizar las fuerzas que le damos para atacar a sus rivales políticos y declarar otra guerra civil?

Cabeceé.

—Atrapados entre señores de la guerra y bandoleros, con el Senado romano guiándonos, a veces no sé qué va a ser de nuestra república.

—Es lo que dicen todos los hombres que tienen dos dedos de frente —dijo Lucio. Compartimos un momento de silenciosa reflexión sobre la crisis del Estado romano. Lucio reanudó inmediatamente la anécdota.

—Bueno, cuando digo que los piratas se han vuelto tan atrevidos como para secuestrar a ciudadanos de Roma, no me refiero simplemente a comerciantes a quienes raptan de un barco mercante por pura casualidad. Me refiero a ciudadanos distinguidos, nobles romanos a quienes incluso los piratas ignorantes deberían conocer antes de molestar. Me refiero al joven Julio César, sin ir más lejos.

—¿Cuándo ocurrió?

—Al comienzo del invierno. César había pasado el verano en la isla de Rodas, estudiando retórica con Apolonio Molón. Se le había encomendado el cargo de agregado del gobernador de Cilicia, pero se entretuvo en Rodas todo el tiempo que pudo y partió al final de la temporada marítima. Ante las costas de la isla de Farmacusa su barco fue perseguido y capturado por los piratas. ¡César y todos los suyos cayeron prisioneros!

Lucio arqueó una ceja, lo que produjo un curioso dibujo de arrugas en su frente carnosa.

—Recuerda —añadió— que César sólo tiene veintidós años, lo que podría explicar que fuera tan imprudente. Recuerda también que su buena presencia, su riqueza y sus relaciones siempre le han permitido conseguir lo que quiere. Figúrate: se encuentra de pronto entre las garras de los piratas cilicios, la gente más sanguinaria de la tierra. ¿Se acoquinó ante sus amenazas? ¿Agachó la testuz? ¿Baló como un cordero? De ningún modo. ¡Todo lo contrario! Se burló de sus captores desde el principio. Le dijeron que planeaban pedir un rescate de medio millón de sestercios. ¡César se rió en su cara! Por un cautivo como él, les dijo, si no pedían al menos un millón, es que eran como imbéciles de nacimiento. Y como los piratas eran cualquier cosa menos imbéciles, pidieron un millón.

—Interesante —dije—. Al dar mayor valor a su vida, obligó a los piratas a hacer lo mismo. Supongo que incluso los asesinos sedientos de sangre tienden a cuidar mejor a un rehén de un millón de sestercios que a otro que a lo sumo sólo valga la mitad.

—¿Así que crees que la jugada demuestra la inteligencia de César? Sus enemigos lo atribuyen a simple vanidad. Pero me quito la corona de laurel por lo que hizo a continuación, que fue negociar la liberación de casi todo su séquito. Sus numerosos secretarios y ayudantes quedaron en libertad porque César insistió en que el millón del rescate debía recogerse en varios lugares y para estas gestiones necesitaba movilizar a todo su séquito. A los únicos que retuvo junto a sí fue a dos esclavos, imprescindibles para cuidar de la comodidad de un noble, y a su médico personal, de quien César no puede prescindir debido a los ataques que le produce su enfermedad convulsiva.

»Bien, dicen que César pasó casi cuarenta días en las garras de los piratas y enfocó este cautiverio como si fueran unas vacaciones. Si se ponía a dormir la siesta y los piratas hacían demasiado ruido, enviaba a un esclavo a decirles que no alborotaran tanto. Cuando los piratas se enfrascaban en ejercicios y juegos, César se unía a ellos, los derrotaba de vez en cuando y los trataba, no como si fueran sus captores, sino sus guardias. Para ocupar el tiempo libre, escribía discursos y componía versos, tal como le había enseñado Apolonio Molón, y cuando terminaba una obrita conminaba a los piratas a que se sentaran en silencio y le escucharan. Si le interrumpían o hacían algún comentario crítico, les llamaba bárbaros y analfabetos. Les decía en broma que les iba a dar jarabe de látigo, como si fueran niños díscolos, y bromeaba incluso sobre hacerles morir en la cruz por ofender la dignidad de un patricio romano.

—¿Y los piratas soportaban semejante insolencia?

—¡Parecía encantarles! César ejercía una especie de fascinación sobre ellos, por el poder puro y desnudo de su voluntad. Cuanto más los maltrataba y ofendía, más encantados estaban.

»Por fin llegó el rescate y César fue liberado. Rápidamente se dirigió a Mileto, se puso al frente de unos cuantos barcos, y volvió directamente a la isla de los piratas. Los cogió por sorpresa, capturó a casi todos y no sólo reclamó el dinero del rescate sino que además se apoderó de sus tesoros, que se incautó como botín de guerra. Como el gobernador local, que buscaba una trampa legal que le permitiera reclamar el botín para sus propias arcas, dudara sobre lo que hacer con los piratas, César se ofreció para encargarse del castigo. Muchas veces, mientras había estado prisionero, había alardeado de que los iba a crucificar, y ellos se habían reído, pensando que eran simples bravatas de niño mimado… pero fue César quien rió el último, porque al final los crucificó. “Que los hombres aprendan a tomarme al pie de la letra”, dijo.

A pesar del calor del baño sentí un escalofrío.

—¿Todo eso te lo han contado en el foro, Lucio?

—Sí, está en boca de todos. César viene ya hacia Roma y la historia de sus hazañas le precede.

—¡La típica fábula moral que gusta a los romanos! —gruñí—. No hay duda de que ese ambicioso y joven patricio piensa hacer carrera política. Los chascarrillos como el que me has contado es la mejor manera de labrarse una reputación entre los votantes.

—Bueno, César necesita algo para recuperar la dignidad después de haberla perdido en la corte del rey Nicomedes —dijo Lucio con una sonrisa sarcástica.

—Sí, a los ojos de la multitud, nada refuerza tanto la dignidad romana como clavar a un puñado de hombres en la cruz —dije con talante sombrío.

—Y nada la mengua tanto como que le claven a uno, aunque sea en el lecho de un rey —observó Lucio.

—Esta agua se está calentando demasiado; me está poniendo irritable. Creo que voy a aprovechar los servicios de tu masajista, Lucio Claudio.

La historia de César y los piratas fue la comidilla de la república durante una larga temporada. Durante los meses siguientes, mientras la primavera se convertía en verano, la oí en varios idiomas y con multitud de variantes, en las tabernas y en las esquinas, en boca de filósofos en el foro y en boca de acróbatas delante del Circo Máximo. Era un claro ejemplo de hasta qué punto el problema de la piratería desbordaba a las autoridades, decían todos, asintiendo gravemente, pero lo que realmente les impresionaba era que aquel joven y bragado patricio hubiera cautivado con su arrogancia a unos piratas sedientos de sangre y, finalmente, hubiera descargado sobre ellos todo el peso de la justicia romana.

* * *

Fue un tórrido día estival del mes sextil cuando me llamaron de la casa de un patricio llamado Quinto Fabio.

La mansión estaba en el Aventino. Parecía antigua y al mismo tiempo inmaculadamente conservada, indicio de que los propietarios habían prosperado allí durante varias generaciones. El vestíbulo estaba flanqueado de docenas de efigies de antepasados de la familia; los Fabios se remontaban a la fundación de la república.

Fui conducido a una habitación que daba al patio interior y en la que me esperaban mis anfitriones. Quinto Fabio era un cuarentón de mandíbula saliente y sienes plateadas. Su mujer, Valeria, tenía el pelo castaño y los ojos azules, y era sorprendentemente hermosa. Trajeron una silla para mí, y un esclavo para que me abanicara.

Normalmente, cuanto más arriba está un cliente en la escala social, más tarda en explicarme sus asuntos. Sin embargo, Quinto Fabio no se anduvo por las ramas y sacó un documento.

—¿Qué te parece? —dijo, mientras otro esclavo ponía el papiro en mis manos.

—Sabes leer, ¿verdad? —preguntó Valeria con nerviosismo, sin ánimo de ofender.

—Oh, sí, cuando voy despacio —dije, pensando en ganar tiempo para estudiar la carta (pues era una carta) y descubrir lo que la pareja deseaba de mis humildes cualidades. El papiro estaba manchado de agua y rasgado por los bordes, y en vez de enrollarlo, lo habían doblado varias veces. La caligrafía era infantil pero enérgica, con ringorrangos en algunas letras.

Amadísimos pater et mater:

A estas alturas, mis amigos ya os habrán hablado de mi secuestro. Fue una tontería irme a nadar yo solo… ¡Perdonadme! Sé que debéis estar afligidos por el miedo y la pena, pero no os asustéis demasiado; sólo he perdido un poco de peso y mis captores no son muy crueles.

Escribo para comunicaros sus demandas. Dicen que debéis darles 100.000 sestercios. Hay que entregarlos en Ostia durante la mañana de los idus del mes sextil, a un hombre que estará en la taberna llamada El pez volador. Vuestro agente deberá llevar una túnica roja.

Por su acento y sus modales rudos, sospecho que estos piratas son cilicios. Puede que alguno sepa leer (aunque lo dudo), así que no puedo hablar libremente, pero sabed que no estoy tan mal como podría esperarse.

¡Pronto volveremos a estar juntos! Es lo que fervientemente implora vuestro devoto hijo,

ESPURIO

Mientras meditaba la nota, por el rabillo del ojo vi que Quinto Fabio tamborileaba con los dedos en el brazo de su silla. Su mujer se pasaba las largas uñas por los labios.

—Supongo —dije fríamente— que querréis que vaya a pagar el rescate del pobre muchacho.

—¡Sí, por favor! —dijo Valeria, inclinándose y observándome con expresión asustada.

—No es un pobre muchacho —dijo Quinto Fabio con una voz sorprendentemente dura—. Tiene diecisiete años. Se puso la toga viril hace cerca de un año.

—¿Aceptas el trabajo? —dijo Valeria.

Fingí analizar la carta.

—¿Por qué no enviáis a alguien de vuestra propia casa? ¿Un secretario de confianza, por ejemplo?

Quinto Fabio me observó fijamente.

—Me han dicho que eres listo. Que descubres cosas.

—No se necesita a nadie listo para entregar el dinero de un rescate.

—¿Quién sabe qué inesperadas contingencias pueden presentarse? Me han dicho que puedo confiar en tu juicio… y en tu discreción.

—¡Pobre Espurio! —dijo Valeria con voz compungida—. Has leído su carta. Sin duda comprendes lo mal que lo están tratando.

—He visto que habla de sus tribulaciones, en efecto —dije.

—Si conocieras a mi hijo, si supieras lo cariñoso que es por naturaleza, te darías cuenta de lo desesperada que tiene que ser su situación para que mencione su sufrimiento. Si dice que ha perdido algo de peso, es que debe estar medio muerto de hambre. ¿Con qué lo alimentarán esos bárbaros? ¿Con cabezas de pescado y pan duro? Si dice que esos monstruos «no son muy crueles» ¡imagina lo crueles que deben de ser! Cuando pienso en la cruz que está pasando… ¡Oh! ¡Esto es superior a mis fuerzas! —dijo ahogando un sollozo.

—¿Dónde lo secuestraron? ¿Y cuándo?

—El mes pasado —dijo Quinto Fabio.

—Hace veintidós días —dijo Valeria con un sollozo—. ¡Veintidós interminables días con sus noches!

—Estaba en Bayas con unos amigos —explicó Quinto Fabio—. Tenemos una villa cerca de la playa y otra en Neápolis, al otro lado del golfo. Espurio y sus amigos cogieron un pequeño esquife y fueron a navegar entre los botes de pesca. El día era caluroso. Espurio decidió darse un baño. Sus amigos se quedaron en el bote.

—Espurio es un nadador fuerte —dijo Valeria, con un orgullo que neutralizaba el temblor de su voz.

Quinto Fabio se encogió de hombros.

—Mi hijo es mejor nadando que haciendo otras cosas. Mientras sus amigos miraban, dio una vuelta completa, nadando de un bote de pesca a otro. Sus amigos lo vieron hablar y reír con los pescadores.

—Espurio es muy extrovertido —explicó la madre.

—Fue nadando y alejándose cada vez más —continuó Quinto Fabio—, hasta que sus amigos lo perdieron de vista durante un rato y empezaron a preocuparse. Entonces uno de ellos vio a Espurio a bordo de lo que todos pensaron que era un barco de pesca, aunque era más grande que los demás. Tardaron un rato en darse cuenta de que el barco había desplegado la vela y se estaba alejando. Sus amigos trataron de seguirlo con el esquife, pero ninguno de ellos tenía verdadera habilidad navegando. Antes de que se dieran cuenta, la embarcación había desaparecido, y Espurio con ella. Finalmente, los jóvenes volvieron a la villa de Bayas. Todos pensaban que Espurio volvería tarde o temprano, pero no fue así. Los días pasaron sin una sola noticia.

—¡Imagina nuestra preocupación! —dijo Valeria—. Enviamos avisos de desesperación al encargado de la villa. El encargado hizo averiguaciones entre los pescadores de todo el golfo, tratando de encontrar alguno que pudiera explicar lo que había pasado e identificar a los hombres que se habían ido con Espurio, pero sus pesquisas no condujeron a ninguna parte.

Quinto Fabio esbozó una sonrisa de desprecio.

—Los pescadores de Neápolis… si alguna vez has estado allí, conocerás a esa gente. Descendientes de viejos colonos griegos que nunca han abandonado las costumbres griegas. ¡Algunos ni hablan latín! En cuanto a sus gustos e inclinaciones personales, cuanto menos se hable mejor. No puede esperarse que semejantes personas cooperen en la búsqueda de un patricio romano secuestrado por piratas.

—Sin embargo —dije—, yo habría jurado que los pescadores, al margen de sus prejuicios personales contra la clase patricia, son los enemigos naturales de los piratas.

—Aunque fuera así, mi hombre de Bayas fue incapaz de descubrir nada —dijo Quinto Fabio—. No supimos lo que le pasó exactamente a Espurio hasta que recibimos su carta hace unos días.

Miré la carta de nuevo.

—Tu hijo llama cilicios a los piratas. Me parece un poco traído por los pelos.

—¿Por qué? —dijo Valeria—. Todo el mundo dice que son los más sanguinarios del mundo. Se comenta que hacen incursiones en todas las costas, desde Asia hasta Hispania, pasando por África.

—Sí, sí, pero ¿en esta parte de la costa de Italia? ¿Precisamente en los alrededores de Bayas?

—Estoy de acuerdo en que es una noticia sorprendente —dijo Quinto Fabio—. Pero ¿qué puede esperarse cuando el problema de la piratería empeora mientras el Senado no hace nada?

Fruncí los labios.

—¿Y no te parece raro que esos piratas quieran que el rescate se lleve a Ostia, que está a cuatro pasos de Roma? Es demasiado cerca.

—¿A quién le importan esos detalles? —dijo Valeria con voz quebrada—. ¿Qué importa si tenemos que ir hasta las columnas de Hércules o sólo a unos cuantos pasos del Foro? Tenemos que ir donde ellos digan para que Espurio vuelva a casa sano y salvo.

Asentí.

—¿Y la cantidad? Faltan dos días para los idus. Cien mil sestercios son diez mil piezas de oro. ¿Podéis reunir esa cantidad?

Quinto Fabio lanzó un bufido.

—El dinero no es problema. La cantidad es casi un insulto. Aunque tengo que preguntarme si el chico vale siquiera ese precio —añadió entre dientes.

Valeria lo miró con fiereza.

—Fingiré que no te he oído decir eso, Quinto. ¡Y delante de un extraño! —Me miró y rápidamente bajó los ojos.

Quinto Fabio no le hizo caso.

—Bien, Gordiano, ¿aceptas el trabajo?

Miré la carta con inquietud. Quinto Fabio se irguió ante mi vacilación.

—Si es cuestión de honorarios, te aseguro que puedo ser generoso.

—Los honorarios siempre son tema de discusión —admití, aunque teniendo cuenta el vacío de mis arcas particulares y el humor de mis acreedores, no estaba en condiciones de negarme—. ¿Iré solo?

—Desde luego. Naturalmente, tengo intención de enviar, una compañía de hombres armados…

Levanté la mano.

—Me lo temía. No, Quinto Fabio, me niego en redondo. Si alimentas la fantasía de rescatar vivo a tu hijo utilizando la fuerza, te propongo que lo olvides. Por el bien del muchacho tanto como por el mío propio, no puedo permitirlo.

—Gordiano, voy a enviar hombres armados a Ostia.

—Bien, pero irán sin mí.

Respiró hondo y me observó con fijeza.

—¿Qué quieres que haga entonces? Después de pagar el rescate y de que liberen a mi hijo, ¿no quieres que haya por allí ningún pelotón armado para capturar a esos piratas?

—¿Es capturarlos lo que pretendes?

—Es para lo que sirven los hombres armados. —Me mordí el labio y negué lentamente con la cabeza—. Me advirtieron que eras un regateador —añadió gruñendo—. Muy bien, piensa lo que te digo: si resuelves con éxito la liberación de mi hijo y después mis hombres son capaces de recuperar el rescate, te recompensaré con la veinteava parte de lo que recuperen, además de tus honorarios.

El tintineo de aquellas monedas sonó como dulce música en mi imaginación. Me aclaré la garganta y calculé mentalmente. La veinteava parte de cien mil sestercios eran cinco mil sestercios, quinientas piezas de oro. Dije la cantidad en voz alta para asegurarme de que no había malentendidos. Quinto Fabio asintió lentamente.

Con quinientas piezas de oro pagaría las deudas, repararía el tejado de mi casa, compraría otro esclavo para que fuera mi guardaespaldas (una necesidad de la que venía prescindiendo demasiado), y aún me quedaría un pico.

Por otra parte, el asunto no me olía bien. Al final, por unos generosos honorarios y la perspectiva de quinientas piezas de oro, decidí que podía taparme las narices.

Antes de abandonar la casa, pregunté si había algún retrato del joven secuestrado que pudiera ver. Quinto Fabio se retiró, dejándome en manos de su mujer. Valeria se secó los ojos y esbozó una débil sonrisa mientras me conducía a otra habitación.

—Una pintora llamada Iaia pintó a la familia el año pasado, cuando estábamos de vacaciones en Bayas. —Sonrió, evidentemente orgullosa del parecido. El retrato de grupo se había hecho al encausto, sobre tabla. Quinto Fabio estaba a la izquierda, con la cara muy seria. Valeria sonreía dulcemente a la derecha. Entre ellos había un joven moreno, muy atractivo, con vivaces ojos azules, que era, inequívocamente, su hijo.

El retrato sólo llegaba hasta los hombros pero se veía que llevaba ya la toga viril.

—El retrato se hizo para celebrar la mayoría de edad de vuestro hijo.

—Sí.

—Es casi tan guapo como su madre —dije, haciéndolo constar como un hecho comprobado, no como un cumplido.

—La gente dice que nos parecemos mucho.

—Parece que tiene algún rasgo de su padre en la boca.

Valeria negó con la cabeza.

—Espurio y mi marido no son de la misma sangre. Mi primer marido murió en la guerra civil. Cuando Quinto se casó conmigo, adoptó a Espurio y lo nombró su heredero.

—Espurio es su hijastro, entonces. ¿Hay otros varones en la familia?

—Sólo Espurio. Quinto quería más hijos, pero no pudo ser. —Se encogió de hombros con malestar—. Pero ama a Espurio como si fuera de su propia carne, estoy segura, aunque no siempre lo demuestra. Es cierto que tienen sus diferencias, siempre están peleándose por el dinero, pero ¿qué padre e hijo no las tienen? Espurio puede ser extravagante, lo admito, y los Fabios son famosos por su tacañería. Pero las agrias palabras que oíste pronunciar antes a mi marido… no las tengas en cuenta. Esta terrible prueba nos ha puesto a todos los nervios de punta.

Valeria se volvió hacia el retrato de su hijo y sonrió tristemente, con labios trémulos.

—¡Mi pequeño César! —susurró.

—¿César?

—Ya sabes a quién me refiero… el sobrino de Mario, el que fue capturado el invierno pasado y consiguió escapar. ¡Oh! ¡A Espurio le encantaba escuchar esas historias! El joven César fue su ídolo. Siempre que lo veía en el foro, volvía a casa sin respiración y decía: «Mater, ¿sabes a quién he visto hoy?». Yo sonreía, sabiendo que sólo César podía ponerlo tan nervioso. —Sus labios temblaron—. Y ahora, por una broma de los dioses, el mismo Espurio ha sido capturado por los piratas. Por eso es mi pequeño César, porque debe de estar haciendo de tripas corazón, y ruego a los dioses que no le ocurra nada.

El día siguiente partí para el puerto de Ostia, acompañado por los hombres que Quinto Fabio había contratado y equipado para la ocasión. El grupo estaba compuesto por veteranos del ejército y gladiadores libertos, hombres sin porvenir que no tenían empacho en coquetear con la muerte a cambio de una modesta paga. Éramos cincuenta en total, amontonados en una estrecha barca que bajaba por el Tíber. Los hombres se turnaban para remar, cantaban antiguas canciones del ejército y fanfarroneaban sobre sus hazañas en el campo de batalla o en el circo. Si hubiera creído todo lo que contaban, entre todos debían de haber matado ya a todos los habitantes de Roma y a los de cinco ciudades como ella.

Su jefe era un viejo centurión de Sila llamado Marco, que tenía una fea cicatriz que le recorría la mejilla derecha, le cruzaba los labios y le bajaba hasta la barbilla. Puede que a causa de la vieja herida le hiciera daño hablar, pues no recuerdo haber conocido un hombre más parco en palabras. Cuando intenté descubrir qué órdenes le había dado Quinto Fabio, Marco me dio a entender enseguida que yo sabría únicamente lo que él quisiera contarme, que por el momento era nada.

Era un extraño entre aquellos hombres. Apartaban los ojos cuando yo pasaba. Cada vez que conseguía trabar un asomo de conversación con alguno, el elegido encontraba inmediatamente algo más importante que hacer y antes de que me diera cuenta, estaba hablando solo.

Pero hubo uno al que caí simpático. Se llamaba Belbo. Hasta cierto punto, estaba igualmente marginado por los otros, ya que no era libre, sino un esclavo de Quinto Fabio que estaba allí para completar el pelotón debido a su gran tamaño y a su fuerza. Uno de sus propietarios anteriores lo había entrenado como gladiador, pero Quinto Fabio lo tenía en las cuadras. El pelo de la cabeza de Belbo era del color de la paja, mientras que el de su barbilla y su pecho era una mezcla de rojo y amarillo. Era con diferencia el más alto del grupo. Los otros le gastaban bromas diciendo que si se movía demasiado rápido por la barca, nos haría zozobrar a todos.

Yo no esperaba sacar nada interrogándole, pero pronto descubrí que Belbo sabía más de lo que yo pensaba. Confirmó que el joven Espurio no estaba en buenas relaciones con el padrastro.

—Siempre ha habido rencillas entre ellos. El ama quiere al chico y el chico quiere a su madre, pero el amo parece que le tiene cierta manía a Espurio. Y es extraño, porque el chico se parece mucho al padrastro en muchas cosas.

—¿De verdad? Pero si es igual que su madre.

—Sí, y habla y se mueve como ella, pero es como una especie de máscara, como la cálida luz del sol cuando brilla en el agua fría. En el fondo, es tan inflexible como el amo e igual de obstinado. Pregunta a cualquiera de los esclavos que haya cometido el error de disgustarle.

—Quizá sea ése el problema que tienen —sugerí—. Que sean demasiado parecidos y compitan por las atenciones de la misma mujer.

Llegamos a Ostia, donde amarramos la embarcación a un pequeño embarcadero que se adentraba en las aguas del río.

Más abajo, al final de los muelles fluviales, se divisaba el mar abierto. Las gaviotas nos sobrevolaban en círculos. El olor del agua salada perfumaba la brisa. El más fuerte de los hombres descargó los cofres que contenían las diez mil piezas de oro y los cargó en un carro, que se introdujo en un almacén de los muelles. Cerca de la mitad de los hombres se quedaron custodiándolos.

Temía que el resto se dirigiera a la taberna más cercana, pero Marco mantuvo el orden e hizo quedarse a los hombres en la barca. Ya lo celebrarían al día siguiente, cuando se solucionara lo del rescate y lo demás.

En cuanto a mí, tenía intención de procurarme alojamiento en El Pez Volador, la taberna mencionada en la carta de Espurio. Le dije a Marco que quería llevar a Belbo conmigo.

—No. El esclavo se queda aquí —dijo.

—Lo necesito como guardaespaldas.

—Quinto Fabio no dijo nada sobre eso. No debes llamar la atención.

—La llamaré más si aparezco sin guardaespaldas.

Marco lo pensó durante un momento y estuvo de acuerdo.

—Qué alivio —exclamó uno cuando Belbo salió de la barca y subió al embarcadero—, ¡este gigante ocupaba el espacio de tres hombres!

Belbo sonrió amablemente sin darse por ofendido. Encontré El Pez Volador en el sector marítimo de los muelles, donde estaban anclados los barcos más grandes y que faenaban en el mar. El edificio tenía una taberna y una cuadra en la planta baja, y pequeñas habitaciones en alquiler en el primer piso. Cogí una habitación, pedí para mí y para Belbo un fabuloso plato de atún cocinado con mejillones, y a continuación di un largo paseo para volver a familiarizarme con las calles. Hacía mucho tiempo que había pasado una temporada en Ostia.

Mientras el sol se hundía entre las olas, inflamando el horizonte, me senté en el puerto y me puse a hablar con Belbo de cosas sin importancia y a mirar la variada gama de pequeños barcos que se alineaban en los muelles y los más grandes que estaban anclados a lo lejos, en aguas más profundas. La mayoría eran barcos mercantes y barcas de pesca, pero entre ellos había un buque de guerra pintado de rojo y rodeado de remos. El gran espolón broncíneo de la proa despedía brillos de un rojo sangre bajo la luz oblicua del sol.

Belbo y yo no dejábamos de pasarnos la bota y el vino aguado no tardó en soltarle la lengua. Al final le pregunté qué órdenes había dado su amo al centurión Marco en relación con el grupo de hombres armados.

Su respuesta fue brusca.

—Tenemos que matar a los piratas.

—¿Así de simple?

—Bueno, no tenemos que matar al chico, evidentemente. Pero los piratas no tienen que escapar con vida si podemos evitarlo.

—¿No tenéis que capturarlos para que dicte sentencia un magistrado romano?

—No. Tenemos que matarlos en el acto, a todos.

Asentí con la cabeza.

—¿Podrías hacerlo? Es tu deber, pero ¿podrías?

—¿Matar a un hombre? —Se encogió de hombros—. No soy como los otros de la barca. No he matado a tantos centenares de enemigos.

—Sospecho que muchos exageraban.

—¿Tú crees? De todas formas, fui gladiador durante poco tiempo. No he matado a muchos hombres.

—¿No?

—No. Sólo… —Arrugó la frente, calculando—. Sólo a veinte o treinta.

A la mañana siguiente me levanté temprano y me puse una túnica roja, como especificaba la carta del rescate. Antes de bajar las escaleras para ir a la taberna, le dije a Belbo que buscara un lugar frente al edificio desde donde vigilar la entrada.

—Si me voy, sígueme, pero mantén la distancia. ¿Crees que podrás hacerlo sin llamar la atención?

Asintió con la cabeza. Miré su pelo color paja y su voluminoso físico, y me entraron algunas dudas.

Cuando comenzó a apretar el calor, el encargado de la taberna descorrió las cortinas para que entrara el aire fresco. El puerto estaba cada vez más animado. Me senté pacientemente y observé a los marineros y mercaderes que pasaban. Belbo había encontrado cerca de la taberna un pequeño cobertizo, discreto y en sombras, desde el que vigilar. Su cara bovina y su expresión amodorrada le hacían parecer un vago que eludía a su amo y trataba de robar unos momentos para echar un sueñecito. O Belbo fingía muy bien o era realmente tan lerdo como parecía.

No tuve que esperar mucho tiempo. Un joven que ni siquiera era lo bastante mayor para tener barba entró en la taberna, parpadeó ante la súbita oscuridad, vio mi túnica y se aproximó.

—¿Quién te enviá? —preguntó. Su acento me pareció griego, no cilicio.

—Quinto Fabio.

Asintió con la cabeza y me observó un momento mientras yo le observaba a él. Su largo cabello negro y su barba enmarañada enmarcaban un rostro enjuto acostumbrado al sol y al viento. Había un asomo de salvajismo en sus grandes ojos verdes. No había cicatrices visibles en su cara ni en sus bronceadas extremidades, como podría haberse esperado en un pirata curtido por las batallas. Tampoco tenía la expresión de desesperada crueldad común en semejantes hombres.

—Me llamo Gordiano —dije—. ¿Cómo tengo que llamarte a ti?

Pareció sorprendido de que le preguntara el nombre y finalmente dijo «Cleón» con un tono que sugería que habría preferido dar un nombre falso pero no se le había ocurrido ninguno. El nombre era griego, como sus rasgos.

Lo miré con recelo.

—Estamos aquí por lo mismo, ¿no?

—Por el rescate —dijo, bajando la voz—. ¿Dónde está?

—¿Dónde está el muchacho?

—Sano y salvo.

—Tengo que asegurarme.

Asintió con la cabeza.

—Puedo llevarte junto a él ahora, si quieres. Sígueme.

Dejamos la taberna y fuimos a lo largo del puerto durante un rato, luego doblamos por una calle estrecha y bordeada de almacenes. Cleón andaba rápido y empezó a girar bruscamente en cada cruce, cambiando la ruta y a veces rehaciendo el camino que habíamos recorrido ya. Esperaba tropezar con Belbo en el instante menos pensado, pero no se le veía por ningún sitio. O era inesperadamente habilidoso en seguimientos secretos o lo habíamos despistado.

Nos acercamos a un carro, cuyo fondo estaba cubierto por una pesada lona de hacer velas. Tras mirar nerviosamente a su alrededor, Cleón me empujó hacia el carro y me dijo que me metiera bajo la lona. El conductor del carro puso los caballos en movimiento. Desde donde estaba tendido no podía ver nada. El carro dio tantas vueltas que perdí la cuenta y finalmente desistí de trazar un mapa con nuestro itinerario.

El carro se detuvo por fin. Los goznes chirriaron. El carro dio una sacudida hacia delante. Unas puertas se cerraron de golpe. Incluso antes de que apartaran la tela, supe, por el olor a paja y a boñigas, que estábamos en una cuadra. También alcanzaba a oler el mar; no habíamos avanzado mucho tierra adentro. Me senté y miré alrededor. El alto recinto estaba iluminado sólo por unos pocos rayos de luz del sol que entraban por los agujeros de las paredes. Miré hacia el conductor, que volvió la cara hacia otra parte.

Cleón me cogió del brazo.

—Querías ver al chico.

Bajé del carro y lo seguí. Nos detuvimos ante uno de los pesebres. Al ver que nos acercábamos, una figura con túnica oscura se levantó de la paja. Incluso a la escasa luz reinante lo reconocí por el retrato. Visto así, en carne y hueso, el joven Espurio se parecía aún más a Valeria, pero mientras que la piel de su madre era de un blanco lechoso, la suya estaba profundamente bronceada por el sol, lo que hacía que sus ojos y dientes relumbraran como el alabastro y, así como su madre solía tener una expresión de angustia, la de Espurio parecía sarcástica y divertida. En el retrato tenía cara de niño mofletudo y su actual delgadez le sentaba mejor. En cuanto a sufrimiento, no tenía la expresión acobardada del hombre que ha padecido, sino más bien la de un joven que hubiera pasado unas largas vacaciones. Sus modales, sin embargo, eran prácticos.

—¿Por qué has tardado tanto? —me soltó.

Cleón lo miró tímidamente y se encogió de hombros. Si el muchacho quería imitar la bravuconería de César, al parecer lo había conseguido.

Espurio me miró con escepticismo.

—¿Quién eres?

—Me llamo Gordiano. Tu padre me ha enviado a rescatarte.

—¿Ha venido él en persona?

Vacilé.

—No —dije finalmente, señalando con la cabeza al pirata, para darle a entender a Espurio que en presencia de sus captores no deberíamos discutir más que los detalles imprescindibles.

—¿Has traído el rescate?

—Está esperando en alguna parte. Antes quería cerciorarme de que estabas sano y salvo.

—Bueno, ya me has visto. Dales el dinero a estos bárbaros y sácame de aquí. Me aburro de tanto tratar con esta gentuza. Ya tengo ganas de volver a Roma y entablar una buena conversación, ¡y no digamos probar una comida decente! —Cruzó los brazos—. ¡Bueno, vete de una vez! Los piratas están por todas partes, aunque no los veas. No te quepa duda de que nos matarían alegremente si les dieras una excusa. ¡Bestias sedientas de sangre! Has visto que estoy vivo y bien. En cuanto tengan el rescate, me dejarán ir. ¡Date prisa!

Volví al carro. Cleón me tapó con la lona. Oí abrirse la puerta de la cuadra. El carro se puso en marcha. Otra vez estuvimos dando vuelta hasta que finalmente se paró el vehículo. Cleón apartó la lona. Me froté los ojos ante la súbita claridad y bajé de un salto. Habíamos vuelto al punto de partida, al puerto, a poca distancia de El Pez Volador.

Mientras caminábamos hacia la taberna, el corazón me dio un vuelco al ver a Belbo en el mismo lugar en que lo había visto por última vez, apoyado en la puerta del cobertizo que había delante de la taberna… con la boca entreabierta, en actitud de contar moscas, y con los ojos cerrados, como si ya las hubiera contado todas. ¿Se había dormido de pie el muy gandul y no se había enterado siquiera de que me había ido y había vuelto?

—He de irme —dijo Cleón—. ¿Dónde tengo que recoger el rescate?

Le expliqué dónde estaba el almacén de orillas del Tíber. Cleón llevaría el carro y algunos hombres. Una vez que el oro estuviera cargado, yo iría con ellos, solo, y cuando estuvieran a segura distancia, dejarían a Espurio bajo mi custodia.

—¿Qué garantía tengo de que vayáis a liberar al muchacho? O de que me dejéis libre a mí, que viene a ser lo mismo.

—Lo que queremos es el rescate, tú no nos interesas, ni tampoco el… el muchacho. —Hubo un extraño quiebro en su voz—. ¡Dentro de una hora entonces! —Se dio la vuelta y se perdió entre la multitud.

Esperé un momento y giré sobre mis talones con la intención de lanzarme sobre Belbo y darle de puntapiés en las espinillas. Pero nada más volverme me di de manos a boca con una roca inamovible, con una pared de granito, con el propio Belbo. Mientras reculaba, me cogió de la pechera para sujetarme como si fuera un niño.

—¡Pensé que estabas dormido! —exclamé. Se rió.

—Soy bueno haciéndome el muerto, ¿eh? Este truco me salvó una vez la vida en el circo. El otro gladiador pensó que me había desmayado de miedo, me puso el pie en el pecho y sonrió a su patrón… y antes de que se diera cuenta, estaba mordiendo el polvo y con mi espada en la garganta.

—Bien, ¿nos has seguido o no?

Belbo bajó la cabeza.

—Os he seguido, sí. Pero os perdí enseguida.

—¿Me viste al menos cuando subí al carro?

—No.

—¡Por los cojones de Numa! Así que no tenemos ni idea de dónde está el muchacho. No podemos hacer nada salvo esperar a que Cleón venga en busca del rescate. —Observé con desinterés el mar y las gaviotas que nos sobrevolaban—. Dime, Belbo, ¿por qué las circunstancias de este secuestro tienen un olor tan extraño?

—¿Lo tienen?

—Algo huele a podrido en Ostia.

—Con el pescado que hay aquí, no me extraña —dijo Belbo.

Di una palmada.

—¡Un rayo de luz desciende de los cielos y atraviesa la niebla! —Belbo miró el cielo despejado y arrugó la frente—. Quiero decir, estimado Belbo, que de repente he comprendido la verdad… bueno, eso creo.

* * *

—¿Lo entiendes? Es absolutamente esencial que tú y tus hombres no hagáis ningún intento de seguirles cuando Cleón se lleve el oro.

El centurión Marco me miró con escepticismo.

—¡Y tú con él! ¿Qué te impide escapar con los piratas… y con el oro?

—Quinto Fabio me confió la gestión de este rescate. Eso debería bastarte.

—También a mi me dio ciertas instrucciones.

Marco cruzó sus bronceados brazos, cubiertos de pelos negros y plateados.

—Escucha, Marco. Conozco las intenciones de esos hombres. Si tengo razón, el muchacho está totalmente a salvo…

Marco dio un bufido.

—¡Ja! ¡El honor de los piratas!

—Totalmente a salvo —continué—, mientras el rescate se lleve a cabo exactamente como ellos desean. Además, si tengo razón, podrás recuperar el rescate después con bastante facilidad. Si intentas seguirles, o frustrar la transacción mientras se realiza, entonces serás tú quien ponga en peligro la vida del chico, además de la mía.

Marco se mordió las mejillas por dentro y arrugó la nariz.

—Si no haces lo que te digo —añadí—, y algo le ocurre al chico, piensa en la reacción de Quinto Fabio. ¿Qué dices? Cleón y sus hombres vendrán en cualquier momento.

Marco murmuró algo que tomé por un asentimiento y se dio la vuelta cuando uno de sus gladiadores llegó trotando junto a nosotros.

—¡Cuatro hombres y un carro, señor, vienen hacia aquí! Marco levantó un brazo. Sus hombres desaparecieron en las sombras del almacén. Alguien me golpeó la espalda.

—¿Y yo? —preguntó Belbo—. ¿Debo seguirles de nuevo, como esta mañana?

Negué con la cabeza y miré con nerviosismo la puerta abierta del almacén.

—Pero estarás en peligro —añadió Belbo—. Un hombre necesita un guardaespaldas. Haz que los piratas nos lleven a los dos.

—¡Cállate, Belbo! Ve a esconderte con los otros. ¡Ya! —Lo empujé con las dos manos y me di cuenta de que habría tenido más suerte empujando un tejo. Finalmente se alejó con cara de infelicidad.

Poco después apareció Cleón en la puerta, seguido por el carro con su conductor y dos jóvenes más. Al igual que Cleón, me parecieron griegos.

Les enseñé los cofres del oro y los fui abriendo uno por uno. Incluso en la semioscuridad reinante el brillo pareció deslumbrarle. Sonrió de oreja a oreja y se mostró un poco confundido.

—¡Cuánto! Me preguntaba qué aspecto tendría, pero no podía imaginar el aspecto que podían tener diez mil almendrucos de oro.

Sacudió la cabeza como para despejársela y se puso a trabajar con sus compañeros y a cargar los pesados cofres en el carro. Lo lógico era que unos piratas sedientos de sangre se pusieran a ejecutar un alegre zapateado en presencia de semejante botín, pero realizaban su trabajo con un humor sombrío, casi con fastidio.

Una vez terminado el trabajo, Cleón se enjugó el sudor de la frente y señaló un largo y estrecho espacio que había en el fondo del carro, entre los cofres.

—Hay sitio suficiente para que te tumbes, creo. —Miró inquieto hacia las sombras del almacén y elevó la voz—. Y te lo repito: mejor que no nos siga nadie. Tenemos vigilantes apostados por todo el camino. Sabrán si viene alguien detrás de nosotros. Si pasa algo que levanta nuestras sospechas, cualquier cosa, no me hago responsable de lo que suceda. ¿Entendido? —Envió la pregunta tanto al aire vacío como a mí.

—Entendido —dije. Mientras subía al carro, le cogí el brazo para apoyarme y le dije al oído para que los demás no pudieran oírme—: Cleón, realmente no quieres hacer daño al muchacho ¿verdad?

Me dirigió una extraña mirada, casi de pena, como si fuera un hombre largo tiempo incomprendido que de repente encuentra un espíritu que se hace cargo de sus infortunios. Luego endureció los rasgos y tragó saliva.

—No se le hará daño si nada va mal —dijo con voz ronca. Me instalé entre los cofres. Echaron la lona sobre el fondo del carro. El carro se puso en movimiento, arrastrándose con lentitud bajo su pesada carga.

Desde aquel momento, pensé, ya no había razón para que algo fuera mal con el rescate. Marco había consentido en no seguirnos. Cleón tenía el oro. Pronto tendría yo a Espurio. Incluso si mis suposiciones sobre el secuestro eran erróneas, no había razón para que los captores hicieran daño al muchacho o a mí; nuestras muertes no les acarrearían ningún provecho. Mientras nada fuera mal…

Quizá fue lo reducido del lugar y la sofocante oscuridad lo que puso mis pensamientos a dar vueltas en el vacío. Había tomado el murmullo de Marco por un asentimiento a posponer la persecución, pero ¿le había interpretado bien? Sus hombres podían ir detrás de nosotros en aquellos instantes, incluso podía darse el caso de que se dejaran ver, de que pusieran sobre aviso a los vigilantes y de que éstos se asustaran en serio. ¡Alguien podría gritar, atacarían el carro, las espadas se cruzaban y zas! Una hoja rasgaría la lona, dirigiéndose directamente a mi corazón…

La fantasía parecía tan real que di un bote como si despertara de una pesadilla. Pero mis ojos estaban abiertos de par en par.

Respiré hondo para tranquilizarme, pero mis pensamientos seguían girando incansables y sin control. ¿Y si había juzgado mal a Cleón? ¿Y si sus expresivos ojos verdes y su conducta vacilante fueran un ardid, el deliberado disfraz de un asesino experimentado? El displicente y guapo joven que había visto por la mañana podría estar muerto ya y su arrogancia cortada tan en seco como su cabeza. El carro volvería a la cuadra en la que lo habían asesinado, me sacarían del carro, me amordazarían, me atarían y me arrastrarían hasta el barco, riendo estentóreamente y bailando el zapateado que habían omitido mientras cargaban el botín. ¡Eran piratas cilicios, los hombres más crueles que habían nacido de madre humana! Me llevarían a alta mar, pataleando y gritando tras la mordaza. A la luz de la luna, prenderían fuego a mis ropas y me convertirían en antorcha y, cuando estuvieran cansados de oírme gritar, me tirarían por la borda. Casi olía ya el hedor de mi propia carne chamuscada, casi oía el suspiro de las llamas al apagarse cuando el agua del mar se abriese bajo mis pies y a continuación se cerrase sobre mi cabeza. ¿Qué quedaría de Gordiano después de que los peces se dieran un festín con él?

En el reducido espacio, me las arreglé para enjugarme la sudorosa frente con una punta de túnica roja. Aquellas fantasías morbosas no tenían sentido, me dije. Tenía que confiar en mi propio juicio, y mi juicio había decretado que Cleón no era de los que matan a nadie, al menos a sangre fría. Ni siquiera Roscio el actor podía fingir tal inocencia. ¡Un pirata raro, a fe mía!

Entonces me sobrecogió un nuevo temor, más escalofriante que el resto. Belbo había dicho que Quinto Fabio quería que los piratas fueran pasados por las armas. «No tenemos que matar al chico, evidentemente…». Ahora bien, ¿lo sabía o lo suponía? Difícilmente podía estar al tanto de todas las órdenes secretas que el amo había dado a Marco. Espurio no era de su propia sangre; Quinto Fabio hablaba de él con desprecio. ¿Y si realmente quería que su hijastro muriera? Había enviado el rescate, sí, pero le habría resultado difícil negarse a hacerlo, aunque solo fuera para aplacar a Valeria y salvar la cara en publico. Pero si al final resultaba que el joven moría, a manos de los piratas, o se hacía parecer como que había ocurrido así…

Incluso era posible que el mismo Quinto Fabio hubiera organizado el secuestro; una inteligente manera de librarse de Espurio sin levantar sospechas. La idea era monstruosa, pero había conocido suficientes hombres retorcidos para urdir semejante trama. Pero si tal era el caso, ¿por qué había contratado mis servicios? Para que no quedaran dudas públicas sobre su preocupación, llamando a un extraño. Para demostrar a Valeria y al resto del mundo que se tomaba en serio la liberación de su hijo secuestrado. En cuyo caso, parte de su plan por librarse de Espurio incluiría la desgraciada muerte del Sabueso enviado a gestionar el trágicamente frustrado rescate…

El viaje parecía interminable. El camino se volvió más pedregoso y desigual. El carro traqueteaba y daba bandazos. Mis extravagantes fantasías de traición y muerte palidecieron de súbito ante el inminente peligro de morir aplastado si uno de los pesados cofres caía encima de mí. ¡Por Hércules! ¡El fondo del carro estaba caliente como una tahona! Cuando las ruedas se detuvieron, mi túnica estaba tan empapada como si me hubiera paseado vestido por unas termas.

Apartaron la lona y me azotó una brisa salada y fresca. Había creído que volveríamos a la cuadra en la que había visto a Espurio. Por el contrario, estábamos en una pequeña cala, rodeada de lomas, en alguna parte de las afueras de Ostia. Cerca de la playa había un bote varado, y a lo lejos, en aguas profundas, se veía un barco con al ancla echada. Salté del carro, contento de respirar otra vez aire fresco.

Cleón y sus tres compañeros comenzaron a bajar los cofres del carro y a meterlos en el bote.

—¡Cómo pesan los malditos! —gruñó uno—. No vamos a poder llevarnos todos en un viaje. Tendremos que hacer al menos dos…

—¿Dónde está el chico? —pregunté, cogiendo a Cleón por el brazo.

—Estoy aquí.

Me di la vuelta y vi a Espurio aproximándose desde unas rocas que había al final de la playa. A causa del calor se había quitado la túnica y vestía solamente un taparrabos. Por lo visto no se había puesto otra ropa últimamente, ya que su esbelto y cincelado tórax y sus largos miembros estaban bronceados por el sol de un modo uniforme.

Miré a Cleón. Sus cejas se habían juntado como si se hubiera pinchado un dedo. Miró al joven y tragó saliva con fuerza.

—¡Ya era hora! —Espurio cruzó los brazos y me miró. La displicencia realzaba aún más su belleza.

—¿No te gustaría ponerte la túnica —sugerí— y salir de aquí cuanto antes? Si nos indicas por dónde se va a Ostia, Cleón, nos pondremos en camino. A menos que tengas intención de dejarnos el carro.

Cleón se había quedado mudo. Espurio se puso entre nosotros y me llevó aparte.

—¿Ha seguido alguien el carro? —susurró.

—Creo que no.

—¿Estás seguro?

—No puedo estar totalmente seguro.

Miré a Cleón, que no parecía escucharnos. El bote se dirigía hacia el barco con los primeros cofres y con el agua casi hasta la borda a causa del peso del oro.

—Pero ¿ha enviado Quinto Fabio guardias armados o no? ¡Contéstame! —Espurio me hablaba como si yo fuera un esclavo.

—Joven —dije con firmeza—, yo sólo tengo que dar cuenta de mis actos a tu padre y a tu madre, no a ti…

—¿Mi padre? ¡Es mi padrastro! —Espurio arrugó la nariz y escupió la palabra como si fuera un insulto.

—Mi trabajo consiste en devolverte a tu casa vivo. De modo que ten la boca cerrada hasta que lleguemos a Ostia.

La sorpresa le hizo callar durante un momento, luego me dirigió una mirada llena de desprecio.

—Bueno —dijo, elevando la voz—, creo que estos sujetos no tienen intención de soltarme hasta que todo el oro esté cargado en el barco. ¿Verdad, Cleón?

—¿Qué? ¡Ah, sí! —dijo Cleón. La brisa marina le revolvía el largo cabello negro y se lo echaba sobre el rostro. Parpadeó para contener las lágrimas, como si la sal le escociera los ojos.

Espurio me cogió del brazo y me llevó un poco más lejos.

—Ahora escucha —gruñó—. ¿Ha enviado o no hombres armados el roñica de Quinto Fabio? ¿O te ha enviado solo?

—Te he dicho que cierres el pico, hombre…

—Y yo te ordeno que me respondas. A menos que quieras que informe insatisfactoriamente de ti a mis padres.

¿Por qué Espurio insistía en saber aquel detallito? ¿Y por qué en aquel preciso momento? Mis sospechas sobre el secuestro parecían confirmarse.

Si no había hombres armados, Espurio podía quedarse tan ricamente con sus presuntos secuestradores, aunque sólo fuera para estar cerca del oro o de la parte que le correspondiera en el reparto. Siempre se podría obligar al padrastro a pagar otro rescate. Pero si había hombres armados esperando para intervenir, lo mejor que podía sucederle al «secuestrado» era que Gordiano el Sabueso lo «rescatara» inmediatamente, para que los pescadores (porque estaba claro que aquellos griegos del sur de Italia eran cualquier cosa menos piratas) tuvieran tiempo de huir con el oro.

—Supongamos que hay hombres armados —dije—. Si es así, a tus amigos les convendría irse de aquí enseguida. Pero imaginemos que consiguen huir sin que les ocurra nada. ¿Cómo recuperarás tu parte del oro entonces?

Espurio me miró atónito, luego esbozó una sonrisa tan encantadora que casi entendí por qué Cleón estaba irremediablemente prendado del muchacho.

—Sé que se esconden al otro lado del golfo. No se atreverán a engañarme. Podría delatarlos y hacer que los crucificaran a todos. Guardarán mi parte hasta que esté listo para reclamarla.

—¿Qué trato has hecho con ellos? ¿Cómo repartiréis el botín? ¿Nueve décimas partes para ti y una décima para ellos?

Sonrió como si le hubiera pillado haciendo algo malo, pero inteligente.

—Creo que no he sido tan generoso.

—¿Cómo encontraste a estos «piratas»?

—Me eché a las aguas del golfo de Neápolis y fui de embarcación en embarcación hasta que encontré a la tripulación indicada. No tardé en darme cuenta de que Cleón haría cualquier cosa por mí.

—Entonces, ¿la idea de esta huida final es totalmente tuya?

—¡Por supuesto! ¿Crees que un pescador retrasado mental podría idear un plan semejante? Estos pobres diablos nacieron para obedecer órdenes. Son como peces en mi red. Me adoran como a un dios; Cleón por lo menos me adora; bueno, ¿y por qué no?

Arrugué el entrecejo.

—Mientras tú estabas aquí de vacaciones con tus admiradores, retozando al sol en pelota, tu madre estaba medio loca de desesperación. ¿No significa eso nada para ti?

Espurio se cruzó de brazos y sonrió como un bendito.

—Un poco de preocupación no la matará. En todo caso, es culpa suya. Podría haber obligado al viejo avaro a que me diera más dinero si hubiera tenido valor para hacerle frente. Pero no quiso, así que tuve que urdir mi propio plan para que Quinto Fabio aflojara un poco de lo que, por derecho, me pertenece de todas formas.

—¿Y qué pasa con estos pescadores? Los has puesto en un peligro terrible.

—Conocen el riesgo. También saben lo que pueden ganar.

—¿Y Cleón? —Miré por encima del hombro y pillé al susodicho mirando a Espurio con expresión de carnero degollado—. Ese infeliz sufre mal de amores. ¿Qué has hecho para ponerlo en tal estado?

—Nada que enturbie la reputación de Quinto Fabio, si es eso lo que insinúas. Nada que Quinto Fabio no haya hecho también de tarde en tarde con sus esclavos más guapos. Sé cuál es mi sitio y lo que es indicado para un hombre de mi posición social; tomamos el placer, no lo damos. No como César, que jugó a ser la mujer de Nicomedes. Venus gastó una broma pesada al pobre Cleón, enamorándolo de mí. Se adecuaba muy bien a mis propósitos, pero me alegraré de librarme de él. Sus atenciones me resultan ya empalagosas. Prefiero que me espere un esclavo en el triclinio, a que me acose un pretendiente por las calles; de un esclavo te puedes librar dando una sencilla palmada.

—Cleón podría resultar herido antes de que esto termine. Incluso podría morir si algo saliera mal.

Espurio arqueó las cejas y miró a mis espaldas, hacia las lomas que rodeaban la caleta.

—Entonces, hay hombres armados…

—Ha sido un plan ridículo, Espurio. ¿De verdad pensabas que saldría bien?

—¡Saldrá bien!

—No, pollo; por desgracia para ti, tengo intención de rescatarte y de recuperar el dinero del rescate. Una parte de ese oro es mía.

Lanzarle el desafío a la cara fue un error. Podría haberse ofrecido a comprar mi silencio, pero Espurio era aún más tacaño que su padrastro. Hizo una seña a Cleón, que vino corriendo.

—¿Está todo el oro cargado?

—Este es ya el último viaje —dijo Cleón. Las palabras parecían atragantársele—. El bote está cargado y listo. Me voy con ellos. ¿Y tú? ¿Vienes con nosotros, Espurio?

Espurio volvió a mirar hacia las lomas que limitaban la playa.

—Todavía no estoy seguro. Pero hay una cosa que sé… que a este hombre hay que hacerle callar para siempre.

Cleón miró lastimosamente a Espurio, luego me miró a mi con inquietud.

—Bien, Cleón —añadió Espurio—, tienes un cuchillo y él no. Debería ser muy fácil. Adelante, hazlo. ¿O voy a tener que decírselo a un hombre de verdad?

Cleón parecía muy desgraciado.

—¡Cleón, por los dioses! —prosiguió el otro—. Me contaste que una vez mataste a un hombre en una pelea, en un asqueroso tugurio de Pompeya. Es una de las razones por las que te elegí para que me ayudaras. Siempre supiste que podría llegar un momento así.

Cleón tragó saliva y buscó la funda que colgaba de su cinturón. Sacó un cuchillo de filo dentado, de los que los pescadores utilizan para destripar y limpiar los peces.

—¡Cleón, aguarda! —dije—. Lo sé todo. El mancebo te está utilizando. Tienes que saberlo. Malgastas tu afecto con él. Envaina el cuchillo. Pensaremos en alguna manera de rectificar lo que has hecho.

Espurio rió y negó con la cabeza.

—Cleón será un papanatas, pero no es corto de entendimiento. La suerte está echada. No tiene más remedio que seguir adelante. Y eso significa librarse de ti, Gordiano.

Cleón gruñó. Me miraba a mí, pero habló a Espurio.

—Aquel día, en el golfo, cuando llegaste nadando a nuestro bote y subiste a bordo, en el momento en que puse los ojos en ti, supe que sólo me traerías problemas. Tus ideas disparatadas…

—Pues yo creía que mis ideas te gustaban, sobre todo cuando mencioné lo del oro.

—¡Olvida el oro! El oro preocupa a los demás. Yo sólo quería…

—Sí, Cleón, sé lo que realmente querías. —Espurio puso los ojos en blanco—. Y prometo que uno de estos días te lo daré. Pero ahora… —agitó las manos con impaciencia—. Imagina que es un pez ¡Sácale las tripas! Una vez solucionado este punto, subiremos al bote y volveremos a Neápolis con el oro.

—¿Vendrás con nosotros?

—Claro. Pero no hasta que le hayas cerrado la boca para siempre. Sabe demasiado. Nos denunciará a todos.

Cleón se acercó. Consideré la posibilidad de huir… pero lo pensé mejor. Cleón tenía que estar más acostumbrado a correr por la arena que yo, y no podía soportar la idea de que me clavaran aquel cuchillo en la espalda. También sopesé la posibilidad de enfrentarme a él; éramos de la misma estatura y probablemente yo tenía más experiencia que él en la lucha cuerpo a cuerpo. Pero la experiencia me servía de poco mientras él tuviera un cuchillo y yo no.

Mi única ventaja era que Cleón no estaba convencido de lo que hacía. Había una ternura desgarradora en su voz cada vez que hablaba con Espurio, aunque también una nota de resentimiento. Si aprovechaba en mi favor esta circunstancia, tal vez consiguiera escurrir el bulto. Traté de idear alguna manera de explotar su frustración, de volverlo contra el mancebo o, al menos, de tenerlo confundido.

Pero antes de que pudiera hablar vi un cambio en la cara de Cleón. Tomó una decisión en un abrir y cerrar de ojos, como quien dice. Durante un breve instante pensé que se lanzaría contra Espurio, como un chucho que se lanzara contra su amo. ¿Cómo le explicaría yo a Valeria que estaba allí impotente mientras su querido hijo era apuñalado ante mis ojos?

Pero era una fantasía que se ceñía demasiado a mis deseos. Cleón no se lanzó contra Espurio. Se lanzó contra mí.

Luchamos. Sentí un calor repentino en el brazo derecho, más parecido a un latigazo que a un corte. Pero debió de ser un corte, ya que mientras el mundo giraba vertiginosamente a nuestro alrededor, vi salpicaduras de sangre en la arena.

Caímos a tierra. La arena se me metió entre los dientes. Percibí el calor y el sudor del cuerpo de Cleón. Había trabajado duramente, cargando el oro en el bote, y estaba cansado, lo cual me convenía; hasta el momento había tenido fuerza suficiente para mantenerlo alejado, pero entonces una figura llegó corriendo de las lomas que había al final de la playa.

Antes de darme cuenta, Cleón estaba encima de mí, aplastándome los brazos y acercándome el cuchillo a la garganta; pero un instante después, un dios lo había cogido por la túnica y lo había enviado volando hacia el cielo. En realidad fue Belbo quien lo había arrancado de mí, levantándolo en el aire y tirándolo después al suelo. Sólo la blanda arena impidió que Cleón se rompiera en dos. No obstante, éste siguió empuñando el cuchillo, pero un puntapié de Belbo lo mandó volando por los aires. Belbo le puso las rodillas en el pecho, impidiéndole respirar, y levantó el puño como si fuera un martillo.

—¡No, Belbo, no lo hagas! ¡Lo matarás! —grité.

Belbo volvió la cabeza y me lanzó una mirada de confusión. Cleón se agitó como un pez con aquel peso sobre su pecho.

Entretanto, los tres amigos de Cleón habían saltado del bote. Mientras la pelea había sido sólo entre Cleón y yo, se habían mantenido al margen, pero ahora que Cleón estaba reducido y en inferioridad numérica, acudieron en su defensa, sacando los cuchillos mientras corrían.

Me puse en pie y corrí a buscar el cuchillo de Cleón. Lo cogí y sentí náuseas al ver mi propia sangre en la hoja de sierra. Belbo ya estaba en pie y con la daga en la mano. Cleón seguía tirado de espaldas y jadeando. Así pues, pensé, tres contra dos y ambas partes armadas. Yo tenía un gigante de mi parte, pero el brazo derecho herido. ¿Equilibraba esto la situación?

Al parecer no, pues los pescadores se detuvieron en seco, tropezaron entre sí en la confusión y volvieron corriendo al bote, dando gritos a Cleón de que los siguiera. Acaricié durante un momento la ilusión de que les había asustado (con un poco de ayuda de Belbo, claro), hasta que me percaté de que antes de dar media vuelta y echar a correr habían visto algo detrás de mí. Me volví. Marco y sus hombres habían aparecido en las lomas y corrían hacia la playa con la espada desenvainada.

Cuando los pescadores llegaron al bote, dos empuñaron los remos mientras el otro se volvía hacia la playa y gritaba a Cleón que se reuniera con ellos. Cleón estaba ya a cuatro patas, pero no parecía capaz de ponerse en pie. Miré a Marco y a sus hombres, luego a los pescadores del bote y finalmente a Espurio, que estaba no muy lejos de Cleón con los brazos cruzados y el entrecejo fruncido, como si asistiese a una comedia irremediablemente sosa.

—Por Hércules, Espurio, ¿por qué no le ayudas al menos a ponerse en pie? —grité y corrí para hacerlo yo mismo. Cleón se incorporó con paso vacilante y lo empujé en dirección al bote—. ¡Corre! —exclamé—. ¡Corre si no quieres morir!

Hizo lo que le decía y corrió entre las olas. De repente se detuvo. El bote se alejaba ya, pero Cleón se dio la vuelta y miró a Espurio, que le devolvió una mirada burlona.

—¡Corre! —grité—. ¡Corre, imbécil! —Los hombres del bote también lo llamaban, incluso mientras remaban rápidamente para alejarse. Pero Espurio le miraba fijamente a los ojos y Cleón estaba como paralizado, esforzándose por mantenerse en pie entre las olas, con la cara convertida en una máscara de infelicidad.

Corrí hacia Espurio, le puse las manos en los hombros y le hice dar media vuelta.

—¡Quítame las manos de encima! —barbotó. Pero el hechizo se había roto. Cleón pareció despertar. Su rostro se endureció. Se dio la vuelta, se arrojó entre las olas y nadó en pos del bote.

Me dejé caer en la arena, apretándome el brazo herido. Poco después, Marco y sus hombres llegaban a la playa blandiendo las armas.

Marco comprobó que Espurio no estaba herido y a continuación descargó su ira sobre mí.

—¡Has dejado escapar a uno! ¡He visto cómo le ayudabas a levantarse! ¡Te he oído decirle que corriera!

—Marco. No lo entiendes.

—Entiendo que han escapado. Ahora están demasiado lejos para ir tras ellos. ¡Maldita sea! Pero no importa. Les dejaremos llegar al barco. El Espolón Rojo se encargará de ellos.

Antes de que pudiera adivinar lo que quería decir, Belbo soltó un grito y señaló el agua. Cleón finalmente había alcanzado el bote. Sus amigos le estaban ayudando a subir a bordo. Pero algo iba mal; el bote estaba sobrecargado y empezó a inclinarse. Los experimentados pescadores deberían haber sabido enderezarlo, pero sin duda les había entrado el pánico. El bote no tardó en volcar.

Marco sonrió. Espurio tragó saliva. Todos gritaron al unisonó: «¡El oro!».

A lo lejos, los pescadores del barco se apresuraban a hacerse a la vela. Parecían tener muchísima prisa por abandonar a sus amigos; luego vi la razón de su premura. Habían visto aproximarse el barco de guerra antes de que lo hubiéramos divisado cuantos estábamos en la playa. Era el barco de guerra rojo que había visto amarrado en el puerto de Ostia. Los remos peinaban el agua al unísono. La broncínea cabeza del espolón perforaba las espumeantes olas. El Espolón Rojo, le había llamado Marco. Tan pronto como apareció por un extremo de la cala, Marco hizo una señal a uno de los hombres que se había quedado en la loma y éste empezó a agitar en el aire una capa roja: era la señal de que Espurio había sido rescatado y de que podía comenzar la acción contra los piratas.

No creo que nadie hubiera querido que ocurriera lo que por desgracia ocurrió. Sin duda, El Espolón Rojo quiso acostarse al barco pesquero y abordarlo para recuperar el oro. Un barco de guerra debería haber sido capaz de conseguir semejante captura con facilidad. Pero no habían contado con la actitud de los infortunados pescadores. Así como sus colegas del bote se habían dejado llevar por el pánico, ellos también. Cuando El Espolón Rojo viró para acercarse de costado, el pesquero pareció dar la vuelta como si buscara deliberadamente la destrucción, como un gladiador que corriera al encuentro de la espada del enemigo, y ofreció el flanco de estribor a la broncínea y maciza cabeza del espolón.

Oímos el impacto, el chasquido de la madera, los gritos de los pescadores. La vela cayó. El barco pesquero se convulsionó y se dobló por el centro. Y desapareció en el mar ondulante incluso antes de que pudiéramos entender el horror de lo que pasaba.

—¡Por los dioses! —murmuró Belbo.

—¡El oro! —barbotó Marco.

—Tanto oro… —suspiró Espurio. Los hombres del bote zozobrado que se habían dirigido a nado hacia el barco pesquero, flotaban ahora en el agua, atrapados entre El Espolón Rojo y los hombres de la costa.

—Tendrán que salir del agua alguna vez —murmuró Marco—, los del bote y los supervivientes del barco. Rodearemos la cala y los cogeremos según vayan saliendo del agua. ¡Hombres! ¡Oídme!

—¡No, Marco! —Me apreté el brazo y me puse en pie tambaleándome—. No puedes matarles. ¡El secuestro ha sido una farsa!

—¿Una farsa? Y el oro perdido, ¿ha sido sólo una ilusión?

—Pero esos hombres no son piratas. Son simples pescadores. Espurio les propuso todo el asunto. Actuaron bajo sus órdenes.

—Han extorsionado a Quinto Fabio.

—¡No merecen morir!

—No eres tú quien debe decidirlo. Mantente al margen de este asunto, Sabueso.

—¡No! —Corrí hacia las olas. Los pescadores se agitaban en las olas con desesperación. Estaban demasiado lejos para que identificara a Cleón—. ¡No os acerquéis! —grité—. ¡Os matarán en cuanto alcancéis la costa!

Algo golpeó mi cabeza por detrás. El mar y el cielo se fundieron en una sólida luz blanca que inmediatamente se convirtió en oscuridad.

Me desperté con punzadas en la cabeza y un dolor sordo en el brazo derecho. Al tocármela, comprobé que tenía la cabeza vendada. También el brazo.

—¡Por fin despiertas! —Belbo estaba inclinado sobre mí con cara de alivio—. Empezaba a pensar…

—Cleón… y los otros…

—Acuéstate o volverá a sangrarte el brazo. Sé lo que digo; aprendí algunas cosas sobre heridas cuando era gladiador. ¿Tienes hambre? Eso es lo mejor, comer. Devuelve el fuego a la sangre.

—¿Hambre? Sí. Y sed.

—Bien, estás en el mejor lugar para satisfacer ambas cosas. En El Pez Volador tienen todo lo que un estómago necesita.

Miré la pequeña habitación. Mi cabeza empezaba a despejarse.

—¿Dónde está Espurio? ¿Y Marco?

—Volvieron a Roma con el resto, ayer. Marco quería que yo también fuera, pero no quise. Alguien tenía que quedarse contigo. El amo lo entenderá.

Me toqué el colodrillo con cuidado, por encima de las vendas.

—Me golpearon. —Belbo asintió—. ¿Marco?

Belbo negó con la cabeza.

—Espurio. Con una piedra. Iba a golpearte otra vez cuando le detuve. Luego me quedé a tu lado para asegurarme de que no volvería a hacerlo.

—El muy canalla…

—Tenía sentido, desde luego. Su plan había fallado y lo mejor que Espurio podía esperar era el silencio de todos los que estaban al tanto de su complot, incluido yo.

—Cleón y los demás…

Belbo bajó los ojos.

—Los soldados hicieron lo que Marco ordenó.

—Pero no puede haberlos matado a todos…

—Fue horrible. Ver a los hombres morir en el circo ya es desagradable, pero al menos hay deportividad cuando se trata de dos hombres armados, ambos entrenados para luchar. Pero ver a aquellos pobres diablos saliendo del agua agotados, jadeando, suplicando clemencia, y a los hombres de Marco matándolos de uno en uno…

—¿Y Cleón?

—Él también, por lo que sé. «¡Matadlos a todos!», dijo Marco, y sus hombres obedecieron. Espurio les ayudó, gritando cada vez que veía a alguno a punto de llegar a la costa. Mataron a los piratas uno por uno y devolvieron los cadáveres al mar.

Me imaginé el espectáculo y la cabeza empezó a latirme.

—No eran piratas, Belbo. Nunca hubo ningún pirata. —De repente la habitación se volvió borrosa. No era por el golpe en la cabeza; eran las lágrimas que fluían de ira de mis ojos.

* * *

Pocos días después estaba otra vez en las termas Senias, tendido desnudo en un banco, mientras un esclavo de Lucio Claudio me daba masajes. Mi cuerpo apaleado necesitaba mimos. Mi conciencia magullada necesitaba soltar toda la sórdida historia en la absorbente oreja de Lucio.

—¡Sorprendente! —murmuró al final—. Tienes mucha suerte de estar vivo, me parece a mí. Y cuando regresaste a Roma, ¿fuiste a ver a Quinto Fabio?

—Desde luego, para recoger mis honorarios.

—¡Por no hablar de tu parte del oro, supongo!

Hice una mueca, y no por el masaje.

—Ése es un punto doloroso. Como Quinto Fabio indicó, tenía que pagarme la veinteava parte del oro que se recuperase. Como el oro se perdió…

—¿Te engañó con un tecnicismo? ¡Típico de los Fabios! Pero seguro que parte del oro fue arrastrada a la playa. ¿No se tiraron al agua a buscarlo?

—Lo hicieron, y los hombres de Marco recuperaron algo, pero sólo una pequeña porción. Mi parte apenas consiste en un puñado de monedas.

—¿Sólo eso, después de todo tu trabajo y después de haberte puesto en semejante peligro? ¡Quinto Fabio debe de ser tan tacaño como asegura su hijastro! Supongo que le contarías la verdad sobre el secuestro.

—Sí. Por desgracia los únicos hombres que podían apoyarme, los pescadores, están muertos, y Espurio insiste alegremente en que fue secuestrado por piratas.

—¡Maldito mentiroso! Seguro que Quinto Fabio es lo bastante listo para no creerle.

—Al menos, acepta la versión de su hijastro. Pero sólo para evitarse la vergüenza de un escándalo, creo. Probablemente ha sospechado la verdad desde el principio. Creo que es la verdadera razón por la que me contrató, para descubrir que era cierto. Y por eso ordenó a Marco que matara inmediatamente a los cómplices de su hijastro, para impedir que se supiera la verdad. ¡Desde luego! Sabe lo que pasó realmente. Debe de odiar a Espurio más que nunca y la hostilidad es mutua.

—¡Ah! El clásico resentimiento familiar que acaba en…

—Asesinato —dije, atreviéndome a pronunciar en voz alta la desgraciada palabra—. No me importaría apostar a ver cuál de los dos entierra al otro.

—¿Y Valeria, la madre del pérfido muchacho?

—El pérfido muchacho la hizo sufrir sólo para satisfacer su avaricia. Pensé que tenía derecho a saberlo. Pero cuando intenté decírselo, pareció volverse sorda de repente. Si oyó alguna palabra de cuanto le dije, no lo manifestó. Cuando hube terminado, me dio las gracias formalmente por haber liberado a su hijo de los horribles piratas y me despidió. —Lucio movió la cabeza—. Pero conseguí de Quinto Fabio algo que quería —añadí.

—¿Sí?

—Ya que se negó a darme mi parte completa del rescate, quise que me diera otra cosa que le pertenecía y que claramente subvaloraba.

—Ah, sí, tu nuevo guardaespaldas. —Lucio miró a Belbo, que estaba al otro lado de la habitación con los brazos cruzados, vigilando el entrante donde estaba mi ropa como si contuviera el rescate de un senador—. Ese hombre es un tesoro.

—Ese hombre me salvó la vida en la playa de las afueras de Ostia. Puede que no sea la última vez.

De vez en cuando, el trabajo me lleva al sur, a las cercanías de Neápolis y el golfo, y siempre visito la costa donde se reúnen los pescadores. Pregunto en griego si alguno de ellos conoce a un joven llamado Cleón. Pero nunca se dirá, ay, que en la boca de un napolitano hayan entrado las moscas. Ninguno ha admitido nunca que conozca a ningún pescador con ese nombre, aunque en Neápolis sin duda tuvieron que conocerlo.

Examino las caras que veo en los botes de pesca, por si alguna vez lo identifico. Por ninguna razón especial, me he convencido de que, de alguna manera, esquivó a los hombres de Marco aquel desgraciado día y encontró la forma de escapar.

Una vez casi estuve seguro de haberlo visto. Iba sin barba, pero sus ojos eran los ojos de Cleón. Lo llamé desde el muelle, pero el bote se alejó antes de que pudiera mirarlo bien. Nunca pude confirmar si era Cleón o no. Quizá fuera un pariente o simplemente un hombre que se le parecía. No investigué el asunto como debiera, quizá temeroso de que la verdad no me gustara. Prefiero creer que era Cleón después de todo, con pruebas o sin ellas. ¿Podía haber dos hombres en el mundo con idénticos ojos verdes e igual de expresivos?