El esclavo me puso el trozo de papiro en la mano:
DE LUCIO CLAUDIO A SU AMIGO GORDIANO, SALUD. SI QUISIERAS ACOMPAÑAR A ESTE MENSAJERO, TE LO AGRADECERÍA. ESTOY EN CASA DE UN AMIGO QUE VIVE EN EL PALATINO; HAY UN PROBLEMA QUE SÓLO TÚ PUEDES RESOLVER. VEN SOLO. NO TRAIGAS AL CHICO. LAS CIRCUNSTANCIAS PODRÍAN ASUSTARLE.
Lucio no necesitaba advertirme que no llevase a Eco, ya que en aquel momento el joven estaba con su preceptor, en la clase diaria de latín. Maestro y discípulo habían encontrado en el jardín un rincón iluminado por el sol de la mañana, para protegerse del aire fresco, y el anciano declamaba mientras Eco escribía en la tablilla de cera. Aunque estábamos en octubre, un mes cálido por lo general, hacía una temperatura inusualmente baja.
—¡Bethesda! —exclamé. Pero la interpelada estaba ya detrás de mí, sosteniendo abierta la capa de lana. Mientras me la ponía en los hombros, echó un vistazo a la nota que tenía en la mano. Arrugó la nariz. Como no sabe leer, Bethesda recela de todo el lenguaje escrito.
—¿Lucio Claudio? —preguntó enarcando una ceja.
—Pues sí, pero ¿cómo…?
Entonces me di cuenta de que debía de haber reconocido al mensajero. Los esclavos se fijan en sus colegas más que los amos entre nosotros.
—Supongo que quiere que vayas a jugar con él, o a probar la última cosecha de sus viñedos. —Se apartó el cabello negro y frunció los dulces labios.
—No creo; parece más bien que quiere encargarme un trabajito.
Le bailoteó una sonrisa en la comisura de la boca.
—En cualquier caso, no es de tu incumbencia —añadí rápidamente. Desde que había recogido a Eco en la calle y lo había adoptado legalmente, Bethesda había dejado de comportarse como una concubina para adoptar una creciente actitud de esposa y madre. No estaba seguro de que me gustara el cambio; y aún estaba menos seguro de que tuviera algún control sobre el tema.
—Un trabajo feo —proseguí—. Probablemente peligroso.
Pero la inocente mujer estaba ya calculando cuántos nuevos sestercios entraban en las arcas de la casa. Al salir la oí tararear una alegre tonada egipcia de su niñez.
El día era luminoso y fresco. Las hojas secas se amontonaban a ambos lados de la estrecha y ventosa calle que bajaba por la falda del Esquilino hasta la Subura. El olor del humo flotaba en el aire, elevándose desde las cocinas. El mensajero se envolvió en la capa verde oscuro para protegerse del frío.
—¡Vecino! ¡Ciudadano! —me susurró una voz desde la pared que había a mi derecha. Al volverme, vi por encima del muro un par de ojos coronados por una calva semiesférica y llena de bultos que parecían chichones—. ¡Vecino… si, tú! Eres Gordiano, ¿no?
Lo miré cautelosamente.
—Sí, Gordiano es mi nombre.
—¿El Sabueso?
Asentí.
—Aclaras misterios. Resuelves enigmas.
—A veces.
—¡Pues tienes que ayudarme!
—Quizá, ciudadano. Pero no ahora. Un amigo me ha llamado…
—Será sólo un momento.
—No sé, vecino, hoy es un día muy raro. Estamos sólo en octubre y hace un frío de enero.
—¡Entra! Te abriré el postigo.
—No… mañana.
—¡Ahora! Vendrán esta noche, lo sé… incluso esta tarde, cuando aumenten las sombras. Mira, empieza a ponerse nublado. Si el sol se oculta, puede que vengan a mediodía, aprovechando el cielo oscuro y melancólico.
—¿A quién te refieres, ciudadano?
Sus ojos se agrandaron, aunque su voz se volvió aflautada, como el chillido de un ratón.
—Los lémures… —dijo con voz aguda.
El mensajero de Lucio Claudio se arrebujó en la capa. Yo también sentí un súbito escalofrío, aunque sólo fue una ráfaga de viento seco que llegó por la calle; o eso me dije.
—Lémures —repitió el hombre—. ¡Los muertos que no descansan en paz!
Las hojas se dispersaban y bailaban alrededor de mis pies. Un fino dedo de nube tapó el sol, tiñendo su fría luz de un gris inconsistente.
—Vengativos —proseguía el hombre—. Desdeñosos. Libres de remordimiento. Ya no humanos, espíritus carentes de calidez y misericordia, secos, quebradizos como astillas de hueso, no les queda nada salvo la maldad. Son muertos que no se han ido de este mundo como deberían. La venganza es su único alimento. El único regalo que ofrecen es la locura.
Miré fijamente durante un largo rato los ojos oscuros y hundidos de aquel hombre.
—He de atender a un amigo que me ha llamado —dije, haciendo una seña al esclavo para que continuáramos.
—Pero vecino, no puedes abandonarme. ¡He sido soldado de Sila! ¡He luchado en la guerra civil para salvar a la república! He recibido heridas… si entras podrás comprobarlo. La pierna izquierda no me sirve para nada, para andar tengo que apoyarme en un bastón. Mientras que tú eres joven, estás entero y sano. Un joven romano como tú me debe un respeto. Por favor… ¡no hay nadie más que pueda ayudarme!
—Yo trato con los vivos, no con los muertos —dije con determinación.
—Puedo pagarte, si es eso lo que quieres. Sila repartió tierras etruscas entre sus soldados. Yo he vendido la granja que me tocó… nunca había pensado ser granjero. Todavía tengo plata. Puedo pagarte una buena suma si me ayudas.
—¿Y cómo puedo ayudarte? Si tienes problemas con los lémures, consulta con un sacerdote o con un augur.
—¡Ya lo he hecho, créeme! En primavera, cuando llega mayo, tomo parte en las Lemurias, para alejar a los espíritus malignos. Murmuro los encantamientos y echo las judías negras por encima del hombro. Quizá funcione; los lémures nunca vienen en primavera y están lejos durante todo el verano. Pero tan seguro como que las hojas se secan y caen de los árboles, me buscan cuando llega el otoño. ¡Quieren enloquecerme!
—Ciudadano, no puedo…
—Han formulado un hechizo dentro de mi cabeza.
—¡Ciudadano, por los dioses! Tengo que irme.
—Por favor —susurró—. Yo fui soldado antaño, era valiente y arrojado, a nadie le tenía miedo. Maté a muchos hombres, por Sila y por Roma. He chapoteado en ríos de sangre y llanuras de miembros cercenados, y por Júpiter que nunca temblé. No temía a nadie. Y ahora… —Puso tal cara de autodesprecio que me di la vuelta—. Ayúdame —suplicó.
—Quizá… cuando vuelva…
Sonrió lastimosamente, como un hombre condenado a muerte al que hubieran indultado.
—Sí —susurró—, cuando vuelvas…
Me alejé a toda prisa.
La casa del Palatino, como las colaterales, tenía una fachada lisa, a pesar de estar situada en el distrito más selecto de la ciudad. Exceptuando las dos cariátides que sostenían el techo, el único adorno del pórtico era una corona funeraria de ciprés y abeto que había en la puerta.
El pequeño vestíbulo, flanqueado por máscaras de cera de nobles antepasados, conducía a un atrio modesto. En un féretro de ébano había un hombre de cuerpo presente. Me acerqué y miré el cadáver. Era joven, de menos de treinta años, y sin nada especial salvo una mueca que le contorsionaba las facciones. Normalmente, los embalsamadores consiguen borrar las señales de angustia y sufrimiento del rostro de los difuntos, suavizar las frentes arrugadas y relajar las quijadas tensas. Pero la cara de aquel muerto estaba demasiado tensa incluso para los embalsamadores. Su expresión no era de dolor o infelicidad, sino de miedo.
—Se desnucó —dijo una voz familiar detrás de mí. Me di la vuelta y vi a Lucio Claudio, antiguo cliente mío del que me había hecho amigo después. Estaba tan gordo como siempre y ni siquiera la suave luz del atrio podía oscurecer el rojo cereza de sus mejillas y su nariz.
Cambiamos saludos y volvimos a contemplar el cadáver.
—Es Tito —explicó Lucio—, el propietario de esta casa. Bueno, lo ha sido durante los dos últimos años.
—¿Murió de una caída?
—Sí. Hay una galería en la fachada oeste de la casa, con una gran mirador que da a la empinada ladera del monte. Tito se cayo por allí hace tres noches. Se partió el espinazo.
—¿Murió inmediatamente?
—No. Aguantó toda la noche y murió al atardecer del día siguiente. Antes de morir contó una curiosa historia. Claro que tenía fiebre y muchos dolores a pesar de las infusiones de nepente que le daban… —Lucio removió con inquietud su considerable mole debajo de la capa negra y estiró la nervuda mano para rascarse la rizada corona de pelo cobrizo—. Dime, Gordiano, ¿qué sabes de los lémures?
Una extraña expresión debió de cruzar mi cara, pues Lucio frunció el entrecejo y arrugó la frente.
—¿He dicho algo indebido, Gordiano? —añadió.
—En absoluto. Pero es la segunda vez que alguien me habla hoy de lémures. Cuando venía hacia aquí, un vecino mío… pero no quiero aburrirte con la historia. ¡Toda Roma parece hoy obsesionada por los espíritus! Debe de ser este tiempo tan raro que hace… o la indigestión, como solía decir mi padre…
—No fue una indigestión lo que mató a mi marido. Tampoco fue este frío anormal en octubre ni los extravíos de la imaginación.
Quien hablaba era una mujer alta y delgada. Una estola de lana negra la cubría desde el cuello hasta los pies; sobre los hombros llevaba un mantón azul oscuro. Llevaba el pelo negro apartado de las mejillas y recogido encima de la cabeza con horquillas de plata y peinetas. Sus ojos eran de un azul resplandeciente. Su cara era juvenil, aunque ya no era ninguna niña. Se mantenía tan rígidamente tiesa como una vestal y hablaba con el tono imperioso de una patricia.
—Cornelia —dijo Lucio—, he aquí a Gordiano, el hombre de quien te hablé. —La mujer me saludó con una ligera inclinación de cabeza—. Gordiano —continuó Lucio—, he aquí a mi querida y joven amiga Cornelia. De la rama de Sila de la familia Cornelia.
Di un ligero respingo.
—Sí —dijo la mujer—, pariente consanguínea de nuestro recientemente desaparecido y profundamente añorado dictador. Lucio Cornelio Sila era mi primo. Estábamos muy unidos a pesar de la diferencia de edad. Estuve con él poco antes de que falleciera, en su villa de Neápolis. Un gran hombre. Un hombre generoso. —Su tono imperioso se suavizó. Volvió la mirada hacia el cadáver—. Ahora Tito también está muerto. Y yo estoy sola. Desamparada…
—Quizá deberíamos ir a la biblioteca —sugirió Lucio.
—Si —dijo Cornelia—. Hace frío en el atrio.
Nos condujo por un corto pasillo hasta una pequeña habitación. Mi antiguo cliente Cicerón no habría llamado biblioteca a aquella estancia que no poseía sino un pequeño armario con papiros, aunque habría sancionado su austeridad. Las paredes estaban pintadas de un rojo sombrío y las sillas no tenían respaldo. Un esclavo encendió el brasero situado en el centro de la habitación y se fue.
—¿Cuánto sabe Gordiano? —preguntó Cornelia a Lucio.
—Muy poco. Sólo le he explicado que Tito se cayó del mirador.
Cornelia me miró con una intensidad casi escalofriante.
—Mi marido se sentía perseguido.
—¿Por quién? ¿O por qué? Lucio ha hablado de lémures.
—No en plural, sino en singular —dijo—. Le obsesionaba un solo lémur.
—¿Y conocía a ese espíritu?
—Sí. Un amigo de su juventud; juntos estudiaron leyes en el foro. Era el propietario de esta casa antes de que fuera nuestra. Se llamaba Furio.
—Este lémur ¿se apareció a tu marido más de una vez?
—Empezó el verano pasado. Tito veía a aquel ser sólo durante unos momentos… junto al camino al dirigirse a nuestra villa de campo, o al otro lado del foro, o entre las sombras de delante de la casa. Al principio no estaba seguro de lo que era; se daba la vuelta, lo buscaba, pero se había desvanecido. Luego empezó a verlo dentro de casa. Fue entonces cuando se dio cuenta de quién y qué era. Desde entonces no quiso acercarse; al contrario, huía de él temblando de miedo.
—¿Tú también lo viste?
Cornelia se envaró.
—Al principio no…
—Tito lo vio la noche que se cayó —susurró Lucio. Se adelantó y cogió la mano de Cornelia, pero ésta la apartó.
—Aquella noche —dijo— Tito estaba cabizbajo y meditabundo. Me dejó en mi alcoba y salió a la galería a pasear y a respirar aire fresco. Entonces vio a aquel ser… o eso contó después, en su delirio. El ser se le acercó haciendo señas. Pronunció su nombre. Tito corrió hacia el final de la galería. El ser siguió avanzando. Tito se volvió loco de miedo y, sin saber cómo, se cayó.
—¿Lo empujó el ser?
Cornelia se encogió de hombros.
—Tanto si cayó como si lo empujaron, fue su miedo al ser lo que finalmente lo mató. No murió de la caída; agonizó durante la noche y el día siguiente. Llegó el anochecer. Tito empezó a sudar y a temblar. Incluso el más pequeño movimiento significaba un sufrimiento terrible para él, y aun así se revolvía en la cama, loco de pánico. Decía que no soportaría volver a ver al lémur. Al final murió. ¿Lo entiendes? Prefirió morir a afrontar otra vez al lémur. Ya has visto su cara. No fue el dolor lo que lo mató. Fue el miedo.
Me estiré la capa para cubrirme las manos y encogí los dedos de los pies. Me pareció que el brasero no acababa de ahuyentar el frío de la habitación.
—¿Cómo describía tu marido al lémur de marras? —pregunté.
—No era difícil reconocerlo. Era Furio, el anterior propietario de esta casa. Su piel estaba blanca y llena de pústulas, sus dientes rotos y amarillos. Su pelo era como paja ensangrentada, y tenía sangre alrededor del cuello. Despedía un olor nauseabundo… pero seguro que era Furio. Aunque…
—¿Sí?
—Aunque parecía más joven que Furio cuando murió. Parecía más cercano a la edad que tenía cuando Furio y Tito se conocieron en el foro.
—¿Cuándo viste tú al lémur?
—Anoche. Estaba en la galería, pensando en Tito y en su caída. Me di la vuelta y vi al ser, pero sólo un momento. Entré en la casa corriendo… y entonces me habló.
—¿Qué dijo?
—Dos palabras: Ahora tú. ¡Ay! —Cornelia dio un hipido de angustia, se arrebujó en el mantón y miró el fuego.
Me acerqué al brasero, estirando los dedos para calentarme.
—¡Qué día tan extraño! —murmuré—. Cornelia, sólo puedo decirte lo que hoy mismo le he contado a otro que me ha contado una historia de lémures: ¿por qué me consultas a mí y no a un augur? Éstos son misterios de los que sé muy poco. Cuéntame el caso de una joya perdida o de un documento robado; llámame por un asunto de chantaje o enséñame a una persona asesinada por un desconocido. Ahí te podría ayudar, de tales materias conozco algo. Pero no tengo ni idea de cómo apaciguar a un lémur. Desde luego, siempre acudo cuando mi amigo Lucio Claudio me llama; pero empiezo a preguntarme por qué estoy aquí.
Cornelia contempló los chisporroteos del brasero y no respondió.
—¿No crees posible —añadí— que este lémur no sea un lémur? Si en realidad es un hombre vivo…
—No importa lo que yo crea o deje de creer —dijo. Vi en sus ojos el mismo aire de súplica y desesperación que había visto en los ojos de mi vecino el soldado—. Ningún sacerdote puede ayudarme; no hay protección contra un lémur vengativo. Aunque cabe la posibilidad de que se trate de un ser humano. No es imposible, ¿verdad?
—¿Imposible? No, supongo que no.
—Y tú entiendes de esas cosas, de hombres que se hacen pasar por lémures, ¿no?
—Personalmente no tengo experiencia en tales situaciones, pero…
—Por eso le pedí a Lucio que te llamara. Si esta criatura es un ser humano vivo, podrías salvarme de ella. Si por el contrario es lo que parece ser, un lémur, entonces… entonces nada puede salvarme. Estoy condenada. —Dio un suspiro jadeante y se mordió los nudillos.
—Pero era la muerte de tu esposo lo que deseaba ese ser…
—¿No me has oído? Te he contado lo que me dijo: ¡Ahora tú! —Cornelia se estremeció violentamente. Lucio fue a su lado. La mujer se calmó poco a poco.
—Muy bien, Cornelia. Te ayudaré si puedo. Ante todo, preguntas. Las respuestas engendran respuestas. ¿Puedes hablar?
Se mordió los labios y asintió.
—Dices —añadí— que el ser tiene la cara de Furio. ¿Tu marido era de la misma opinión?
—Mi marido lo comentaba una y otra vez. Vio al ser muy de cerca, en más de una ocasión. La noche del fatal accidente, la criatura se le acercó tanto que se percibía su fétido aliento. Lo reconoció sin ningún género de duda.
—¿Y tú? Dices que sólo lo viste un momento anoche, poco antes de echar a correr. ¿Estás segura de que era a Furio a quien viste en la galería?
—Me bastó sólo un momento. Horrible, descolorido, distorsionado, con una mueca nauseabunda, pero tenía la cara de Furio, sin duda.
—Pero más joven de lo que lo recuerdas.
—Si. No sé bien cómo, las mejillas, la boca ¿qué envejece o rejuvenece una cara? No lo sé, sólo puedo decir que a pesar de su fealdad, el ser se parecía a Furio de joven. No al Furio que murió hace dos años, sino al Furio joven, esbelto e imberbe.
—Ya veo. En tal caso, se me ocurren tres posibilidades. Primera: que todo esto sea cosa de Furio, no de su lémur, sino del ciudadano de carne y hueso. ¿Estás segura de que murió?
—Sí.
—¿No hay ninguna duda?
—Ninguna… —Cornelia tembló y pareció callar algo. Miré a Lucio, que apartó rápidamente los ojos.
—Entonces es posible que Furio tuviera un hermano. ¿Un gemelo, quizá?
—Tenía un hermano, sí, pero mucho mayor. Además, murió en la guerra civil.
—¿Sí?
—Luchando contra Sila.
—Entiendo. Puede que Furio tuviera un hijo que fuese el vivo retrato de su padre.
Cornelia negó con la cabeza.
—No tuvo más que una niña. Su mujer y su madre viven todavía, y creo que también una hermana.
—¿Y dónde están ahora?
Cornelia apartó los ojos.
—Me dijeron que se habían mudado a la casa de su madre, en el monte Celio.
—Así pues, Furio está muerto y enterrado, no tenía ningún hermano gemelo, ningún hermano vivo; y no dejó hijos. Y sin embargo, el ser que hechizó a tu marido, según su versión y la tuya, tenía la cara de Furio.
Cornelia dio un suspiro de exasperación.
—¡Esto es absurdo! Si he recurrido a ti ha sido porque estoy desesperada. —Se apretó los ojos con las manos—. La cabeza me retumba como un trueno. La noche está a punto de caer, ¿cómo voy a soportarla? Idos ya, por favor. Quiero estar sola.
Lucio me acompañó al atrio.
—¿Qué piensas? —dijo.
—Que Cornelia está asustada y que su marido estaba asustado. ¿Por qué el marido tenía tanto miedo de este lémur en particular? Si el fantasma había sido amigo suyo…
—Un conocido, Gordiano, no exactamente un amigo…
—¿Hay algo más que deba saber?
Se removió incómodo.
—Sabes que detesto los chismorreos. Y la verdad es que Cornelia no es tan venal como algunos creen. Hay mucho en ella que pocos saben ver.
—Será mejor que me lo cuentes todo, Lucio. Por el bien de Cornelia.
Frunció la pequeña boca, arrugó la carnosa frente y se rascó la calva coronilla.
—Muy bien —murmuró—. Como ya te dije, Cornelia y su marido han vivido en esta casa durante dos años. También hace dos años que murió Furio.
—¿No es una casualidad?
—Furio fue el primer propietario de la casa. Tito y Cornelia la compraron cuando ejecutaron a Furio por sus crímenes contra Sila y el Estado.
—Empiezo a entender…
—Eso espero. Furio y su familia se aliaron con quienes no debían durante la guerra civil; eran enemigos políticos de Sila. Cuando Sila consiguió el poder absoluto y que el Senado lo nombrara dictador, purgó la República de enemigos. Las proscripciones…
—Sí, recuerdo aquello demasiado bien.
—Una vez que un hombre aparecía en las listas de proscripciones, cualquiera podía perseguirlo y llevar su cabeza a Sila para recibir su recompensa. No tengo que recordarte el baño de sangre, pues estabas aquí; viste las cabezas clavadas en lanzas delante del Senado.
—¿Y la cabeza de Furio estaba entre ellas?
—Sí. Fue proscrito, detenido y decapitado. Preguntaste a Cornelia si estaba segura de que Furio estaba muerto. Ella vio su cabeza en una lanza, con la sangre manándole del cuello. Mientras tanto, su propiedad fue confiscada y vendida en pública subasta.
—Pero las subastas no siempre eran públicas —dije—. Los amigos de Sila tenían derecho de opción sobre las mejores granjas y villas.
—Y los parientes del dictador —añadió Lucio con una mueca—. Cuando Furio fue decapitado, Tito y Cornelia no dudaron en contactar con Sila rápidamente y poner su sello en esta casa. Cornelia siempre la había codiciado; ¿por qué dejar pasar la oportunidad de poseerla, y por una ganga? —Bajó la voz—. Los rumores dicen que les bastó hacer una sola oferta, ¡mil sestercios!
—El precio de una mala alfombra egipcia —dije—. Qué chollo.
—Si Cornelia tiene algún defecto, es la avaricia. En realidad es el mayor vicio de nuestra época.
—Pero no el único.
—¿Qué quieres decir?
—Dime, Lucio, ¿era el tal Furio realmente un enemigo tan grande de nuestro difunto y llorado dictador? ¿Era una amenaza tan terrible para la seguridad del Estado y la seguridad personal de Sila que mereciera incluírsele en las listas de proscritos?
—No entiendo.
—Hubo quienes terminaron formando parte de las listas porque eran demasiado ricos; porque poseían cosas que otros codiciaban.
Lucio arrugó el entrecejo.
—Gordiano, lo que te acabo de contar ya es bastante delicado y te pido que no lo repitas. No sé a qué conclusiones quieres llegar, ni yo quiero saberlo. Creo que deberíamos dejar el tema.
Por muy amigo que sea, Lucio no deja de tener sangre patricia; los vínculos que unen a los ricos están hechos de oro y son más fuertes que el hierro.
Volví a casa pensando en el extraño y mortal encantamiento de Tito y su mujer. Me había olvidado completamente de mi vecino el soldado hasta que, cuando llegaba a mi domicilio, le oí silbarme desde el muro de su jardín.
—¡Sabueso! Dijiste que volverías para ayudarme y por fin llegas. ¡Entra! —Desapareció y, al poco rato, se abrió un pequeño portillo. Me agaché, crucé la puerta y me encontré en un jardín descubierto, rodeado de una columnata. Cierto olor a quemado me cosquilleó la nariz; un viejo esclavo estaba recogiendo hojas con un rastrillo, y colocándolas en montones alrededor de un pequeño brasero que había en el centro del jardín.
El soldado me sonrió con la comisura de la boca. Juzgué que no era mucho más viejo que yo, a pesar de su calvicie y de las cerdas grises que le colgaban de las cejas. Los círculos oscuros que había debajo de sus ojos me indicaban que era un hombre que necesitaba dormir desesperadamente. Se adelantó y me alcanzó una silla para que me sentara.
—Dime, vecino, ¿te has criado en el campo? —Su voz estaba un poco cascada, como si hablar con amabilidad le supusiera un gran esfuerzo.
—No, nací en Roma.
—Yo me crié cerca de Arpino. Lo digo porque te he visto contemplar las hojas y el fuego. Sé que la gente de la ciudad detesta las hogueras y las evita excepto para calentar y cocinar. Quemar hojas es una costumbre del campo. Es peligroso, pero tengo cuidado.
Levanté la mirada hacia los árboles que se perfilaban como siluetas rígidas contra el cielo nublado. Entre ellos había algunos cipreses y tejos que todavía conservaban sus colgantes harapos verdigrises, pero la mayoría estaban pelados. Un arbolillo retorcido y de aspecto extraño, poco más que un arbusto, se alzaba en el rincón rodeado por una alfombra de redondas hojas amarillas. El viejo esclavo anduvo lentamente hacia el arbusto y empezó a rastrillar las hojas para juntarlas con las otras.
—¿Hace mucho que vives en esta casa? —pregunté.
—Tres años. Vendí la granja que me dio Sila y compré este lugar. Me retiré antes de que terminaran las hostilidades. Mi pierna estaba inservible. Otra herida me inutilizó el brazo de la espada. La espalda todavía me duele de vez en cuando, sobre todo en esta época del año, cuando el tiempo empieza a refrescar. —Hizo una mueca, aunque no supe decir si a causa del dolor fantasmagórico del hombro o de los fantasmas del aire.
—¿Cuándo empezaste a ver a los lémures? —pregunté. Ya que aquel hombre se había empeñado en robarme tiempo, no tenía sentido ser sutil.
—Poco después de mudarme a esta casa.
—Puede que los lémures estuvieran aquí antes de que llegaras.
—No —dijo con seriedad—. Creo que vinieron detrás de mí. —Cojeó hasta el brasero, se agachó con rigidez, recogió un puñado de hojas y las esparció sobre el fuego—. Sólo un puñado a la vez —dijo suavemente—. No quería ser descuidado con un fuego en el jardín. Además, hace que el placer dure más. Un poco hoy, otro poco mañana. Quemar hojas me recuerda mi infancia. Este jardín también.
—¿Cómo sabes que te siguieron? Me refiero a los lémures.
—Porque los reconozco.
—¿Quiénes son?
—Nunca he sabido sus nombres. —Miró fijamente el fuego—. Pero recuerdo la cara del etrusco cuando mi espada le abrió las entrañas y me miró boquiabierto e incrédulo. Recuerdo los ojos inyectados en sangre de los centinelas que sorprendimos una noche, en las afueras de Capua. Habían estado bebiendo, los muy ilusos; cuando les hundimos la espada en el vientre, percibí el olor del vino en medio del hedor que les echaban las tripas. Recuerdo al joven que maté en una batalla tan joven y tierno que mi espada le rebanó limpiamente el cuello. Su cabeza salió volando; uno de mis hombres la cogió y me la devolvió riéndose, como si fuera una pelota. Aterrizó a mis pies. Juro que los ojos del muchacho estaban todavía abiertos y que sabía lo que le estaba pasando…
Se agachó, gruñendo por el esfuerzo, y recogió otro puñado de hojas.
—Las llamas lo purifican todo —susurró—. El olor a hojas quemadas es el olor de la inocencia. —Observó el fuego largo rato—. Llegan en esta época del año. Los lémures. Buscando venganza. No pueden herirme en el cuerpo; tuvieron la oportunidad de hacerlo cuando estaban vivos y lo más que consiguieron fue lisiarme. Fui yo quien arrojó sus cuerpos al río de la muerte, yo quien salió triunfante. Ahora quieren volverme loco. Han arrojado un hechizo sobre mí. Me nublan el cerebro y me arrastran hacia el abismo. Chillan y bailan alrededor de mi cabeza, se rajan el vientre encima de mí y me entierran con sus vísceras, se desmembran y me ahogan en un mar de tripas y sangre. De alguna manera siempre consigo librarme, pero mi voluntad se va debilitando con el paso de los años. Un día me arrojarán al abismo y nunca más podré salir. —Se cubrió la cara—. Vete, Gordiano. Me avergüenza que tengas que verme así. Cuando volvamos a reunimos, será más terrible de lo que puedas imaginar. ¿Vendrás cuando envíe a buscarte? ¿Vendrás y los verás tú mismo? Un hombre tan inteligente como tú puede llegar a un acuerdo incluso con los difuntos.
Dejó caer las manos. Me resultó difícil reconocer su cara: sus ojos estaban rojos, sus mejillas macilentas, sus labios temblorosos.
—Júrame que vendrás, Sabueso. Aunque solo sea para que mi destrucción tenga testigos.
—No me gusta jurar.
—Sea. Deja a los dioses fuera de esto y prométemelo como hombre. Te ruego que vengas cuando te llame.
—Vendré —dije suspirando y preguntándome si una promesa hecha a un loco era realmente vinculante.
El viejo esclavo, cabeceando con preocupación, me guió hasta el postigo.
—Me temo que tu amo está loco —susurré—. Esos lémures son fruto de su imaginación.
—Oh, no —dijo el viejo esclavo—. Yo también los he visto.
—¿Tú?
—Sí, tal como él los describe.
—¿Y los otros esclavos?
—Todos hemos visto a los lémures.
Miré al esclavo a los ojos, tranquilos e inmóviles, durante un rato. Luego crucé la puerta y él la cerró tras de mí.
—¡Una epidemia de lémures! —dije mientras me reclinaba en el triclinio aquella noche, para cenar—. ¡Roma, por lo que se ve, está infestada! —Bethesda, que presentía la inquietud detrás de mis bromas, arqueó una ceja, pero no dijo nada—. ¿Y esa estúpida advertencia que Lucio Claudio escribió en su nota esta mañana? —añadí—. «No traigas al chico, las circunstancias podrían asustarle». ¡Ua! ¿Qué podría ser más atractivo para un muchacho de doce años que la oportunidad de ver a un lémur de verdad?
Eco masticaba un trozo de pan y me observaba con los ojos como platos, no muy seguro de si bromeaba o no.
—Todo el asunto me parece absurdo —aventuró Bethesda. Se cruzó de brazos con espíritu impaciente. Como era costumbre, ya había comido en la cocina y se limitaba a observar mientras Eco y yo nos poníamos las botas—. Como sabe incluso el más necio de los egipcios, el cuerpo de un muerto se descompone si no se ha embalsamado cuidadosamente, de acuerdo con las leyes antiguas. ¿Cómo podría un muerto vagar por las calles de Roma y asustar a ese Tito para que saltara desde la galería? Y tratándose de un muerto al que le cortaron la cabeza en vida. A ese hombre lo empujaron, eso es obvio. ¡Apuesto a que fue su mujer quien lo hizo!
—Entonces, ¿qué pasa con el encantamiento del soldado? Su esclavo jura que todos los habitantes de la casa han visto a los lémures. No uno, sino todo un enjambre.
—¡Bah! El esclavo miente para disculpar la debilidad mental de su amo. Es leal, como tiene que ser un esclavo, pero no necesariamente sincero.
—Incluso así, creo que acudiré si el soldado me llama, para juzgar por mis propios ojos. Y el asunto del lémur del Palatino vale la pena investigarlo, aunque sólo sea por los honorarios que promete Cornelia.
Bethesda se encogió de hombros. Para cambiar de tema, me volví hacia Eco.
—Y hablando de honorarios fuera de lo común, ¿qué te ha enseñado hoy ese bandido de preceptor?
Eco saltó de su triclinio y corrió a buscar el estilo y la tablilla de cera.
Bethesda descruzó los brazos.
—Si continúas con estos temas —dijo con voz afectada, para disimular su propia inquietud—, creo que tu amigo Lucio Claudio te ha dado un buen consejo. No hay necesidad de que lleves a Eco. Está ocupado con sus clases y debería quedarse en casa. Aquí está a salvo, tanto de los hombres perversos como de los malos espíritus.
Asentí, pues yo había estado pensando lo mismo.
A la mañana siguiente pasé en silencio ante la casa encantada del soldado. Éste ni me oyó ni me llamó, pero supuse que estaría despierto y en el jardín olí el aroma de las hojas quemadas que flotaba en el aire.
Había prometido a Lucio y a Cornelia que volvería a la casa del Palatino, pero había otra visita que quería hacer antes.
Unas preguntas en los oídos indicados y unas monedas en las manos competentes me bastaron para encontrar en el monte Celio la casa de la madre de Furio, a la que había huido su familia después de que él fuera proscrito, decapitado y despojado. La casa era pequeña y estrecha, y estaba empotrada entre otras casas pequeñas y estrechas que debían de haberse levantado hacía un siglo. La calle había sobrevivido, sin que se supiera cómo, a los incendios y a las constantes reconstrucciones que continuamente cambiaban el aspecto de la ciudad, y parecía introducirme en una Roma más antigua y sencilla, en aquella época en que tanto los ricos como los pobres vivían en moradas modestas, antes de que los poderosos empezaran a hacer ostentación de sus riquezas con grandes mansiones y los pobres se hacinaran en viviendas de varios pisos.
Una llamada en la puerta bastó para que me abriera un verdadero gigante, un esclavo macizo, de pecho como un tonel, ojos conspiradores y boca desdeñosa; no era el esclavo portero de una casa respetable y de confianza, sino obviamente un guardaespaldas. Retrocedí unos pasos para no tener que mirarle echando atrás la cabeza, y le dije que quería ver a su amo.
—Si vinieras por algo lícito, sabrías que en esta casa no hay amo —gruñó.
—Desde luego —dije—. Ha sido una confusión. Quería decir tu ama, la madre del difunto Furio.
Frunció el entrecejo.
—Has vuelto a confundirte, desconocido, ¿o es que no sabes que la vieja ama está en estado de postración desde la muerte de su hijo? Ella y su hija viven apartadas y no ven a nadie.
—¿En qué estaría yo pensando? Me refería, naturalmente, a la viuda de Furio…
Pero el esclavo ya había tenido suficiente y cerró la puerta en mis narices.
Oí un cacareo detrás de mí, me di la vuelta y vi a una vieja esclava sin dientes, barriendo el pórtico de la casa del otro lado de la calle.
—Te habría resultado más fácil ver al dictador Sila cuando estaba vivo —dijo riéndose.
Sonreí y me encogí de hombros.
—¿Siempre son así de cordiales?
—Con los extraños sí. No puedes culparles… una casa llena de mujeres, sin más hombre que el guardaespaldas…
—No hay hombres en la casa desde que Furio fue ejecutado.
—¿Lo conoció? —preguntó la esclava.
—No exactamente. Pero he oído hablar de él.
—Fue terrible lo que le hicieron. No era enemigo de Sila. Furio no tenía estómago para la política ni para la lucha. Era un hombre bondadoso que ni siquiera habría apartado con el pie a un perro dormido en la puerta de su casa.
—Pero su hermano empuñó las armas contra Sila y murió luchando contra él.
—Su hermano, no Furio. Los conocía a los dos, ya que cuando eran niños crecieron en esa casa con su madre. Furio fue un joven pacífico y un hombre cauteloso. Un filósofo, no un luchador. Lo que le hicieron fue una injusticia terrible… declararle enemigo del Estado, quitarle todas sus propiedades, cortarle la… —Dejó de barrer y se aclaró la garganta. Crispó los músculos de la mandíbula—. ¿Quién eres? ¿Otro intrigante que viene a atormentar a sus mujeres?
—En absoluto.
—Porque desde ya te digo que nunca conseguirás ver ni a su madre ni a su hermana. Desde su muerte y después de la postración de la anciana, ninguna de las dos se ha movido de ahí. Mucho tiempo para guardar luto, dirás, pero Furio era lo único que tenían. La viuda sale a hacer la compra con la pequeña. Las tres encajaron muy mal la muerte de Furio.
En aquel momento se abrió la puerta de la casa de enfrente. Apareció una mujer rubia vestida con una estola negra; detrás de ella, cogida de su mano, iba una niña de mirada fija y rizos negros. Detrás, cerrando la puerta, estaba el gigante, que me vio y frunció el entrecejo.
—De compras —susurró la vieja esclava—. Suele ir al mercado a esta hora de la mañana. ¡Ah! Mira a la pequeña, qué seria va y qué guapa es. La verdad es que no se parece a su madre, no es tan rubia; yo siempre he dicho que es el vivo retrato de su tía.
—¿De su tía? ¿De su padre no?
—También de él, por supuesto…
Hablé un rato con la vieja y luego me apresuré a seguir a la viuda. Esperaba una oportunidad para hablar con ella, pero el guardaespaldas me dio a entender que tenía que mantener las distancias. Los seguí en secreto, observando sus compras mientras estuvieron en el mercado de carne.
Al final desistí y me dirigí a la casa del Palatino. Lucio y Cornelia corrieron al atrio incluso antes de que el esclavo anunciara mi llegada. Estaban pálidos por la falta de sueño y la preocupación.
—El lémur volvió anoche —dijo Lucio.
—El ser estaba en mi dormitorio. —La cara de Cornelia estaba pálida—. Me desperté y lo vi al lado de la puerta. Fue el olor lo que me despertó… ¡un olor nauseabundo! Quise levantarme y no pude. Quise gritar, pero mi garganta se había congelado… el ser me lanzó una maldición. Dijo otra vez: ahora tú. Y desapareció por el pasillo.
—¿Lo perseguiste?
Me miró como si estuviera loco.
—Luego fui yo quien vio al ser —dijo Lucio—. Me encontraba en el dormitorio del final del pasillo. Oí pasos y llamé en voz alta, pensando que era Cornelia. No hubo respuesta y los pasos se aceleraron. Salté del triclinio y salí al corredor…
—¿Y lo viste?
—Sólo un momento. Grité; el ser se detuvo, y se dio la vuelta, luego desapareció entre las sombras. Lo habría seguido. De verdad, Gordiano, juro que lo habría hecho. Pero en aquel instante me llamó Cornelia. Di media vuelta y corrí a su habitación.
—Así que el ser huyó y no lo persiguió nadie. —Ahogué una maldición.
—Me temo que no —dijo Lucio, haciendo una mueca—. Pero cuando el ser me miró en el pasillo, un rayo de luz de luna le dio en la cara.
—¿Lo viste entonces?
—Si, Gordiano. Yo no conocí bien a Furio, pero lo conocía lo bastante para reconocerlo en la calle o en el foro. Y esa criatura, a pesar de sus dientes rotos y de sus pústulas… ¡ese espíritu maligno tenía la cara de Furio!
Cornelia ahogó un grito y empezó a tambalearse. Lucio la sostuvo y pidió ayuda. Algunas mujeres de la casa la acompañaron a su alcoba.
—Tito estaba igual antes de su caída —suspiró Lucio, cabeceando con resignación—. Se desmayaba y sufría ataques, se mareaba y era incapaz de respirar. Dicen que tales males son causados frecuentemente por lémures rencorosos.
—Quizá —dije—. O por una conciencia culpable. Me pregunto si estos lémures dejarán algún rastro de su presencia. Enséñame dónde viste al ser.
Lucio me condujo por el pasillo.
—Allí —dijo, señalando un lugar situado a pocos pasos de su habitación—. Por la noche, un rayo de luz cae exactamente ahí; todo lo demás está oscuro.
Caminé hasta el lugar y miré alrededor, luego olfateé el aire. Lucio también olfateó.
—Huele a podrido —murmuró—. El lémur ha dejado un rastro inconfundible.
—Un mal olor, eso seguro —dije—, pero no el hedor de un cadáver corrompido. ¡Mira aquí! ¡Una huella de pisada!
Dos débiles manchas marrones con forma de sandalias habían quedado en las baldosas del suelo, delante de nosotros.
A la brillante luz de la mañana se podían ver otras manchas del mismo color alejándose en ambas direcciones. Las que iban hacia el dormitorio de Cornelia, y que se habían cruzado con otros regueros de huellas, pronto se volvieron confusas e inidentificables. Las que se alejaban mostraban sólo la impronta de la punta de la sandalia, sin la marca de los talones.
—El ser se detuvo aquí, tal como dijiste; luego echó a correr, dejando estas leves impresiones. ¿Por qué un lémur correría de puntillas? ¿Y qué es esta mancha?
Me arrodillé y miré de cerca. Lucio, desprendiéndose de su dignidad patricia, se puso a gatas a mi lado. Arrugó la nariz.
—¡Huele a carne corrupta! —volvió a decir.
—No es carne corrupta —repliqué—. Es mierda corriente. Ven, vamos a ver dónde conducen las huellas.
Las seguimos por el pasillo y dimos la vuelta a la esquina; los pasos terminaban delante de una puerta cerrada.
—¿Da al exterior? —pregunté.
—No, por Júpiter —dijo Lucio, patricio otra vez de repente y poniendo cara de turbación—. Da a la letrina interior.
—Qué curioso. —Abrí la puerta y entré. Como era de esperar en una casa dirigida por una mujer como Cornelia, los detalles eran de lujo y el lugar no tenía una sola mancha, salvo unas huellas reveladoras en el suelo de piedra caliza. Había ventanas en la parte superior de la pared, protegidas por barrotes de hierro. Encima del agujero había un asiento de mármol. Miré dentro y examine el conducto del desagüe.
—Baja en línea recta la falda del Palatino, desagua en la Cloaca Máxima y por ésta en el Tíber —comentó Lucio. Los patricios pueden ser unos puritanos en lo que toca a las funciones corporales, pero de la ingeniería romana están justamente orgullosos.
—No es lo bastante ancha para que quepa un hombre.
—¡Qué idea tan desagradable!
—Y sin embargo…
Llamé a un esclavo, que se las arregló para encontrarme un cincel.
—¿Qué vas a hacer, Gordiano? ¡Un momento! Esas baldosas son carísimas. No les desportilles las esquinas.
—¿Ni siquiera para descubrir esto? —Metí el cincel debajo del borde de una losa y la levanté.
Lucio se echó atrás, abrió la boca, se inclinó hacia delante y miró fijamente la oscuridad.
—¡Un túnel! —susurró.
—Eso parece.
—Hay que ver adónde conduce —dijo Lucio. Me miró y enarcó una ceja.
—Yo no, por Hércules. Ni aunque Cornelia me doblara los honorarios.
—No estaba sugiriendo que fuera un valiente como tú, Gordiano. —Levantó la vista hacia el joven esclavo que había traído el cincel. Era un joven delgado y ágil. Cuando vio lo que quería Lucio, se echó hacia atrás y me miró con expresión suplicante.
—No, Lucio Claudio —dije—, nadie necesita correr ese riesgo; todavía no. Quién sabe lo que este joven podría encontrar… lémures, monstruos, trampas, escorpiones o una caída que le podría causar la muerte. Primero deberíamos saber adónde da el túnel. Debe de ser sencillo, si se limita a seguir el curso natural de los desagües.
Así era. Desde la galería de la parte oeste de la casa era bastante fácil juzgar por qué parte de la falda montañosa bajaban los desagües subterráneos para internarse en el valle que había entre el Palatino y el Capitolino, punto en el que desembocaban en la Cloaca Máxima. Al pie de la colina, directamente debajo de la casa, en un descampado lleno de basura, detrás de unos almacenes y graneros, divisé un matorral. Los arbustos eran tan densos incluso sin hojas que no se podía ver entre ellos.
Lucio insistió en acompañarme, aunque su volumen y su costosa túnica no eran los más indicados para bajar dando tumbos por la empinada ladera. Finalmente llegamos al pie de la colina, luego nos adentramos en el matorral, agachándonos bajo las ramas gruesas y rompiendo otras para abrirnos paso.
Al final llegamos al centro del matorral, donde nuestra perseverancia fue recompensada. Escondido tras las densas y pobladas ramas de un ciprés estaba el final del túnel. La boca estaba toscamente hecha, bordeada de pegotes de argamasa y ladrillo roto. Era lo bastante grande para que cupiera un hombre, pero la peste que salía de allí era suficiente para mantener alejados a vagabundos y niños curiosos.
Por la noche, escondido tras los almacenes y cobertizos, aquel lugar tenía que estar más aislado que un nido de leprosos. Un hombre, o para el caso un lémur, podía ir y venir sin ser visto por nadie.
—Frío —se quejó Lucio—, frío, húmedo y oscuro. Habría tenido más sentido quedarse esta noche en casa, donde se está caliente y seco. Podríamos habernos quedado en el pasillo y atrapar a este espíritu malo cuando saliera del pasadizo secreto. ¿Por qué, en cambio, estamos encogidos aquí, en la oscuridad y el frío, aguardando vete a saber a quién, y dando un bote de miedo cada vez que sopla una ráfaga a través del matorral?
—No tenías por qué haber venido, Lucio Claudio. No te pedí que lo hicieras.
—Cornelia habría pensado que soy un cobarde si no lo hubiera hecho —dijo en son de queja.
—¿A quién le importa la opinión de Cornelia? —le solté y me mordí la lengua. El frío y la humedad nos habían puesto al límite. Caía una llovizna, oscureciendo la luna y envolviendo el matorral en tinieblas más lóbregas. Habíamos estado escondidos entre las zarzas y los cardos desde poco después de que cayera la noche. Había advertido a Lucio que la espera era probable que fuera larga e incómoda y posiblemente inútil, pero había insistido en acompañarme. Se había ofrecido a contratar algunos rufianes para que nos escoltaran, pero si mis sospechas eran fundadas, no íbamos a necesitarlos; además, no quería que hubiera más testigos de los necesarios.
Una ráfaga de viento helado se me metió bajo la capa y me produjo un escalofrío en el espinazo. Los dientes de Lucio empezaron a castañetear. Mi humor se ensombrecía por momentos. ¿Y si, después de todo, estaba equivocado? ¿Y si el ser que veíamos no era humano, sino otra cosa?
Crujió una ramita, luego muchas más. Algo avanzaba por el matorral. Hacia nosotros.
—¡Es un ejército entero! —susurró Lucio, agarrándose a mi brazo.
—No —le respondí también entre susurros—. Sólo dos personas, si lo que supongo es cierto.
Dos formas en movimiento, oscurecidas por la maraña de arbustos y la profunda oscuridad, llegaron muy cerca de nosotros y doblaron hacia el ciprés que ocultaba la boca del túnel.
Poco después oí la voz de un hombre, maldiciendo.
—¡Alguien ha tapado el agujero! —Reconocí la voz del gigante gruñón que guardaba la casa del monte Celio.
—Quizá el túnel se haya hundido. —Cuando Lucio oyó la segunda voz, volvió a cogerme el brazo, no de miedo, sino de sorpresa.
—No —dije en voz alta—. El túnel se ha tapado a propósito para que no podáis volver a usarlo.
Hubo un momento de silencio, seguido por el rumor de dos cuerpos que se alejaban arrastrándose.
—¡Quedaos donde estáis! —dije—. ¡Por vuestro propio bien, quedaos donde estáis y escuchadme!
Los rumores cesaron y se hizo de nuevo el silencio, rasgado únicamente por una respiración jadeante y unos susurros confusos.
—Sé quiénes sois —dije—. Sé por qué habéis venido aquí. No tengo intención de haceros daño, pero tengo que hablar con vosotros. ¿Quieres hablar conmigo, Furia?
—¿Furia? —susurró Lucio. Había dejado de llover y la luz de la luna iluminaba la confusión de su cara.
Hubo un largo silencio, luego más susurros… el gigante estaba tratando de disuadir a su ama. Finalmente ésta gritó:
—¿Quién eres?
—Me llamo Gordiano. No me conoces. Pero sé que tú y tu familia habéis sufrido mucho. Se os ha maltratado injustamente. Que os venguéis de Tito y Cornelia puede que sea lícito a los ojos de los dioses; no puedo juzgarlo. Pero se os ha descubierto y ha llegado el momento de que os detengáis. Voy a ir hacia vosotros. Somos dos. No llevamos armas. Dile a tu esclavo que no os queremos perjudicar y que hacernos daño a nosotros no os servirá de nada.
Caminé despacio hacia el ciprés, una mancha negra, grande y peluda en medio de la oscuridad general. Al lado había dos figuras, una alta y otra baja.
Furia ordenó a su esclavo por señas que permaneciera donde estaba, luego anduvo hacia nosotros. Un rayo de luna cayó sobre su cara. Lucio abrió la boca y se echó hacia atrás. Aunque me lo esperaba, la visión me produjo un escalofrío que me recorrió las venas.
Estaba ante lo que parecía ser un joven con una capa andrajosa. Su cabello corto estaba acartonado por la sangre y tenía manchas de sangre alrededor de todo el cuello, como si le hubieran rebanado éste, pero sin que la cabeza se le hubiera despegado de los hombros. Sus ojos eran oscuros y parecían vacíos. Su piel era tan pálida como la muerte y estaba moteada de pústulas horribles, y sus labios estaban resecos y agrietados. Cuando Furia tomó la palabra, su voz dulce y amable contrastó extrañamente con su horrible aspecto.
—Me habéis descubierto —dijo.
—Sí.
—¿Eres el hombre que estuvo en casa de mi madre esta mañana?
—Sí.
—¿Quién me ha traicionado? No puede haber sido Cleto —susurró, mirando al guardaespaldas.
—Nadie te ha traicionado. Hemos descubierto el túnel esta mañana.
—Mi hermano lo hizo construir durante los peores años de la guerra civil para que tuviéramos un camino de escape si llegaba una crisis repentina. Por supuesto, cuando el monstruo llegó a ser dictador, no hubo camino de escape para nadie.
—¿Era tu hermano realmente enemigo de Sila?
—No de una manera activa; pero hubo quienes deseaban pintarle como a tal, quienes codiciaban todo lo que tenía.
—¿Furio fue proscrito sin razón?
—¡La única razón que había era la codicia de esa puta! —Su voz era dura y amarga. Miré a Lucio, que estaba curiosamente silencioso ante aquella agresión contra Cornelia.
—Pero acosaste a Tito primero…
—Sólo para que Cornelia supiera lo que le esperaba. Tito era un pusilánime, un don nadie fácil de asustar. Pregunta a Cornelia; ella siempre podía intimidarle para que hiciera cualquier cosa que ella quisiera, incluso si eso significaba destruir a un inocente. Fue Cornelia quien convenció a su querido primo Sila de que incluyera el nombre de mi hermano en las listas de proscritos, sólo para quedarse con nuestra casa. Como los hombres de nuestra línea han perecido y Furio era el último, Cornelia pensó que su calumnia quedaría siempre impune.
—Pero ahora hay que detener todo esto, Furia. Debes contentarte con lo que has hecho hasta ahora.
—¡No!
—Una vida por otra —dije—. Tito por Furio.
—¡No, ruina por ruina! La muerte de Tito no nos devolverá nuestra casa, ni nuestra fortuna, ni nuestro buen nombre.
—Ni la muerte de Cornelia tampoco. Si sigues, seguro que te cogerán. Tienes que contentarte con la mitad de la venganza y olvidar el resto.
—¿Piensas decírselo, entonces? ¿Ahora que me has descubierto?
Vacilé.
—Primero, dime la verdad, Furia: ¿empujaste a Tito de la galería?
Me miró sin expresión; la luz de la luna hacía que sus ojos relucieran como pedazos de ónice.
—Tito saltó de la galería. Saltó porque pensó que veía el lémur de mi hermano y no pudo soportar su propia maldad ni su culpa.
Incliné la cabeza.
—Vete —susurré—. Coge a tu esclavo y vete; vuelve con tu madre, tu sobrina y la viuda de tu hermano. No vuelvas nunca.
Levanté la cabeza y vi lágrimas corriendo por sus mejillas. Era una extraña visión, ver llorar a un lémur. Llamó al esclavo y salieron del matorral.
* * *
Subimos la colina en silencio. Los dientes de Lucio dejaron de castañetear, y empezó a soplar y resoplar. Al llegar junto a la casa de Cornelia, me lo llevé aparte.
—Lucio, no debes contárselo a Cornelia.
—Pero ¿cómo entonces…?
—Le diremos que encontramos el túnel, pero que no apareció nadie; que su acosador está asustado de momento, pero puede volver, en cuyo caso ella puede organizar sus propias defensas. Sí, déjale pensar que la misteriosa amenaza todavía está en el aire, planeando su destrucción.
—Pero Cornelia merece…
—Merece lo que Furia le reservaba. ¿No sabías que Cornelia había puesto el nombre de Furio en las listas sólo para quedarse con esta casa?
—Yo… —Lucio se mordió el labio—. Yo ya sospechaba la posibilidad. Pero no fue tan excepcional, Gordiano. Todo el mundo hacía lo mismo.
—Todo el mundo no. Tú no, Lucio.
—Cierto —dijo, asintiendo tímidamente—. Pero Cornelia te acusará de no haber capturado al impostor. Se negará a pagarte los honorarios completos.
—No me importan los honorarios.
—Yo abonaré la diferencia —dijo Lucio.
Apoyé la mano en su hombro.
—¿Qué es más raro que un camello en las Galias? —dije. Lucio arrugó la frente—. ¡Un hombre honrado en Roma! —Me eché a reír y le oprimí el hombro.
Lucio me apartó la mano con un típico gesto de malestar.
—Aún no entiendo cómo supiste la identidad del impostor.
—Te dije que había visitado la casa del monte Celio por la mañana. Lo que no te dije es lo que me contó la vieja esclava de la casa de enfrente: que Furio sólo tenía una hermana y que se parecía muchísimo a él… tanto que con sus rasgos más suaves y femeninos podría haber pasado por una versión más joven de Furio.
—Pero su horrible apariencia…
—Una ilusión. Cuando seguí a la viuda de Furio hasta el mercado, la vi comprar una considerable cantidad de sangre de vaca. También juntó un puñado de bayas de enebro, que llevaba su pequeña hija.
—¿Bayas?
—Las pústulas de la cara de Furia… eran bayas de enebro cortadas por la mitad. La sangre era para apelmazar el cabello y mancharle el cuello. Y en cuanto al resto de su apariencia, el maquillaje y la ropa cadavéricos… nosotros, Lucio, sólo podemos imaginar el ingenio de unas mujeres unidas por un objetivo común. Furia ha estado recluida durante meses, lo que explica la extraña palidez de su piel, que pudiera cortarse el pelo y que nadie se diera cuenta. —Cabeceé—. Una mujer notable. Me pregunto por qué no se habrá casado. Supongo que la confusión de la guerra civil destruyó cualquier plan que tuviera, y la muerte de sus hermanos destrozó sus proyectos para siempre. La desdicha es como un guijarro arrojado a una charca, que origina una onda que no hace más que crecer.
Aquella noche me dirigí a casa cansado y triste. Hay días en los que uno ve demasiado la perversidad del mundo y sólo un largo sueño en la segura reclusión del hogar restaura las ganas de vivir. Pensé en Bethesda y en Eco, y traté de apartar la cara de Furia de mi cabeza. Ya ni me acordaba del soldado maldito y su legión de lémures.
Pasé ante el muro de su jardín, percibiendo el olor familiar de las hojas quemadas, pero no pensé nada especial hasta que oí abrirse el postigo de madera y la voz de su viejo criado.
—¡Sabueso! ¡Gracias a los dioses que por fin has vuelto! —susurró con voz ronca. Parecía sufrir una extraña dolencia, porque el hueco del postigo tenía altura suficiente para permitirle estar totalmente derecho, y sin embargo permanecía extrañamente inclinado. Sus ojos habían perdido brillo y le temblaba la mandíbula—. El amo envió recaderos a tu casa. Volvieron con la noticia de que estabas fuera, pero cada rato vuelven para informarse. Cuando los lémures llegan, el tiempo se detiene. ¡Por favor, entra! ¡Salva al amo… sálvanos a todos!
Del otro lado del muro brotaron lamentos, no de un hombre solo, sino de varios. Oí los gritos de una mujer y el ruido de objetos pesados que se volcaban. ¿Qué locura se había adueñado de la casa del soldado?
—¡Por favor, ayúdanos! ¡Los lémures, los lémures! —El viejo esclavo puso tal cara de horror que empecé a retroceder. Metí la mano bajo la túnica y acaricié el puño de la daga. Pero ¿de qué iba a servir una daga contra los que ya estaban muertos?
Crucé el postigo. Mi corazón latía como un martillo que golpease un yunque.
El aire del jardín estaba lleno de humo; después de la llovizna, un frío húmedo había descendido como una manta sobre las colinas de Roma, impidiendo que ascendiera el humo de las chimeneas y haciendo el aire espeso e inmóvil. Tragué una irritante bocanada de aire y tosí.
El soldado salió corriendo de la casa. Tropezó, cayó, avanzó de rodillas, me rodeó la cintura con los brazos y me miró con los ojos llenos de terror y pánico.
—¡Ahí! —Señalaba hacia la casa—. ¡Me persiguen! Dioses, tened piedad… ¡el muchacho sin cabeza, el soldado con las tripas fuera, todos, todos!
Miré la oscuridad nebulosa, pero no vi nada excepto una ligera espiral de humo. De repente me sentí mareado y aturdido. Seguramente, me dije, porque no había comido en todo el día; habría tenido que ser menos orgulloso con la hospitalidad de Cornelia y haber aceptado por lo menos un plato de comida. De pronto, mientras miraba, la espiral de humo empezó a expandirse y a cambiar de forma. Una cara salió de la sombría oscuridad: la cara de un joven, retorcida por el sufrimiento.
—¡Mira! —gritó el soldado—. ¡Mira al pobre muchacho con su propia cabeza en la mano, igual que Perseo cuando sostenía la cabeza de la Gorgona! ¡Fíjate en cómo me mira, cómo me acusa!
La verdad es que entre el humo y la oscuridad empecé a ver exactamente lo que el desgraciado describía, un joven decapitado, vestido para la batalla, que sujetaba en alto y por los pelos su propia cabeza. Abrí la boca lleno de terror. Detrás del muchacho empezaron a aparecer otras formas… primero unas pocas, luego muchas, después una legión de fantasmas cubiertos de sangre y retorciéndose en el aire como quimeras.
Era un espectáculo terrorífico. Habría huido, pero tenía los pies clavados al suelo. El soldado se cogió a mis rodillas. El viejo esclavo empezó a llorar y a balbucir. Dentro de la casa se oían gemidos y gritos de consternación.
—¿No los oyes? —exclamó el soldado—. ¡Los lémures, chillando como arpías! —El ejército de cadáveres empezó a lloriquear y a lamentarse… ¡era imposible que no lo oyese toda Roma!
Al igual que el hombre que se ahoga, una mente sometida a mil tensiones se aferra a cualquier cosa para salvarse. Un poco de paja puede flotar, pero no sostendrá a un hombre exhausto; un madero puede darle un respiro, pero lo mejor es una roca firme en medio de la corriente furiosa. Así manoteaba mi mente, tratando de aferrar cualquier cosa que pudiera salvarla de aquel horror inexplicable. Había llegado el momento de decir basta y en aquel momento infinitamente frágil cruzó mi alma un chorro de imágenes, de recuerdos, de escenas y de ideas. Me así a las pajas. La locura me arrastraba hacia abajo, como una corriente invisible en un océano de aguas negras. Me hundía… hasta que de repente encontré la sólida verdad a la que aferrarme.
—¡La zarza! —susurré—. ¡La zarza ardiente que habla!
El soldado, pensando que había conseguido ver algo en medio de la masa de lémures, se sujetó a mí entre temblores.
—¿Qué zarza? ¡Ah, sí! ¡Es increíble! Yo también la veo…
—No, ¡el arbusto que hay aquí, en tu jardín! Ese arbolillo retorcido que hay entre los tejos, con hojas amarillas a su alrededor. Pero sus hojas han sido arrastradas entre las otras, quemadas con las otras en el brasero, y el humo sigue en el aire…
Saqué al soldado del jardín a empujones, por el postigo. Volví a buscar al viejo esclavo y luego, uno por uno, a todos los demás. Se apiñaron todos sobre los adoquines de la calle, temblando y confundidos, con los ojos dilatados por el terror e inyectados en sangre.
—¡No hay lémures! —susurré con la garganta irritada por el humo, aunque continuaba viendo a los lémures por encima del muro, contoneándose y agitando sus intestinos en el aire vacío.
Los esclavos chillaban y se abrazaban entre sí. El soldado se cubrió con las manos.
* * *
Cuando los esclavos se fueron calmando, los guié por grupos a mi casa, donde se quedaron apelotonados, asustados pero a salvo. Bethesda estaba perpleja y disgustada por la repentina invasión de extraños medio locos, pero Eco estaba encantado por la oportunidad de quedarse levantado hasta el amanecer en circunstancias tan insólitas. Fue una noche larga y fría, caracterizada por accesos de pánico y brotes de mutuo apaciguamiento, mientras esperábamos que volviera la cordura.
La primera luz de la mañana apareció, trayendo un fresco rocío que fue un tónico para los sentidos todavía confusos por la falta de sueño e intoxicados por el humo. Mi cabeza retumbaba como un trueno, con una resaca mucho peor que cualquiera que hubiera podido causarme el vino. Un rayo de sol pálido era como un cuchillo para mis ojos, pero dejé de ver visiones de lémures y de oír sus lamentos desenfrenados.
El soldado, ojeroso y aturdido, me rogó que le diera una explicación.
—La verdad llegó a mí de repente —dije—. Tu rito anual de quemar hojas, y la visita anual de los lémures… el humo que llenaba tu jardín y la epidemia de espíritus malignos… todo esto estaba conectado de alguna manera. Ese arbolillo extraño y retorcido que tienes en el jardín no es originario de Roma, ni de Italia. No tengo ni idea de cómo llegó allí, pero sospecho que sus semillas vinieron de Oriente, donde no son raras las plantas que causan alucinaciones. Existe una planta etíope que llaman de la culebra, cuyo jugo causa unas alucinaciones tan terribles que llevan a los hombres al suicidio; los condenados por sacrilegio son obligados a beberlo como castigo. También conozco la planta fluvial que crece en las orillas del Indo y que es famosa porque hace desvariar a los hombres y les produce extrañas visiones. Pero sospecho que el arbolillo de tu jardín es un espécimen de arbusto raro descubierto en las montañas rocosas del Egipto oriental; Bethesda sabe una historia sobre él.
—¿Qué historia? —dijo Bethesda.
—¿Ya no te acuerdas? La historia que tu padre el hebreo te contó sobre un antepasado suyo, un tal Moisés, un pastor que encontró una zarza que ardía y al mismo tiempo le hablaba. Las hojas de tu arbusto, vecino, no sólo hablan, sino que producen visiones poderosas.
—Aun así, ¿por qué vi lo que vi?
—Viste lo que más temías… los espíritus vengativos de los hombres que mataste luchando por Sila.
—¡Pero los esclavos veían lo mismo que yo! ¡Y tú también!
—Vimos lo que tú sugerías. ¿No te diste cuenta de que empezaste a ver una zarza ardiendo cuando yo dije «zarza ardiente»?
Cabeceó.
—Nunca había sido tan poderoso como anoche. ¡Fue peor que nunca!
—Probablemente porque, en el pasado, sólo quemabas un puñado de hojas amarillas a la vez, y el viento frío se llevaba gran parte del humo; las alucinaciones afectaban a algunos, pero no a todos los habitantes de la casa. Pero anoche quemaste un buen montón de hojas amarillas al mismo tiempo. El humo llenaba el jardín y se metió en tu casa. Todo el que lo respiró quedó intoxicado y afectado de locura temporal. Una vez escapamos del humo, la locura pasó, como una fiebre que se consume sola.
—Entonces, ¿los lémures no han existido nunca?
—Creo que no.
—Y si arranco ese arbusto maldito y lo tiro al Tíber, ¿volveré a ver a los lémures?
—Quizá no.
Aunque podrás verlos siempre en tus pesadillas, pensé.
—Entonces fue como yo supuse —dijo Bethesda aquella tarde, con un paño húmedo en la mano, para refrescarme la frente. Todavía cruzaban mis sienes algunas punzadas de dolor, y cada vez que cerraba los ojos, se perfilaban en la oscuridad alarmantes visiones.
—¿Tal como supusiste? ¡Qué tontería! —dije—. ¡Pensaste que Tito había sido empujado desde la galería y que lo había hecho su mujer, Cornelia!
—Una mujer que fingía ser un lémur le obligó a saltar. Es casi lo mismo —insistió.
—Y dijiste que el viejo esclavo del soldado mentía al decir que había visto a los lémures, cuando de hecho estaba diciendo la verdad.
—Lo que dije es que los muertos no pueden pasearse por ahí a menos que hayan sido cuidadosamente embalsamados; y en esto, estaba totalmente en lo cierto. Y fui yo quien te habló una vez de la zarza ardiente que hablaba, ¿recuerdas? Sin eso, nunca habrías deducido la causa.
—Es verdad —admití, decidiendo que era imposible ganar la discusión.
—Esa curiosa idea romana sobre los lémures que persiguen a los vivos es completamente absurda —continuó.
—De eso no estoy seguro.
—¡Pero has visto la verdad por tus propios ojos! Con tu propio ingenio has probado, no una sino dos veces, que lo que todo el mundo pensaba que eran lémures no lo eran en absoluto, sólo un plan de venganza en un caso y humo embriagador en el otro… ¡y en el fondo de los dos casos, una conciencia culpable!
—Confundes el punto de vista, Bethesda.
—¿Qué quieres decir?
—Que los lémures sí existen… quizá no como visitantes perceptibles por los sentidos, sino de otra manera. Los muertos tienen poder para sembrar la desgracia entre los vivos. El espíritu de un hombre puede acarrear estragos incalculables desde la tumba. Cuanto más poderoso es el hombre, más terrible es su capacidad de hacer el mal. —Tirité, no por las llamativas alucinaciones del jardín del soldado, sino por la verdad desnuda, que era infinitamente más horrorosa—. Roma es una ciudad encantada. El lémur de Sila nos persigue a todos. Es posible que esté muerto, pero no en paradero desconocido. Su maldad permanece, llevando la desesperación y el sufrimiento tanto a sus amigos como a sus enemigos.
Bethesda no tuvo respuesta para esto. Cerré los ojos y ya no vi más monstruos, pero dormí con un sueño inquieto hasta el amanecer del día siguiente.