La última voluntad no siempre es la mejor

Lucio Claudio era un noble con dedos como salchichas, mejillas de ciruela, nariz de fresa, una corona de pelusa roja en la coronilla y boca de culo de pollo.

El apellido Claudio no sólo le señalaba como noble sino también como patricio procedente de un pequeño grupo de viejas familias que fueron las primeras en engrandecer Roma (o que al menos engañaron al resto de los romanos para que lo pensaran). No todos los patricios son ricos; incluso las mejores familias pueden agostarse con el paso de los siglos. Pero por el gran sello de oro que Lucio llevaba, y por los otros anillos que le hacían juego (uno de plata con lapislázuli, otro de oro blanco con un pedrusco de cristal verde), sospechaba que era muy rico. Los anillos se complementaban con un collar de oro del que colgaban relucientes piedras de cristal en medio del ensortijado pelo rojo que brotaba de su carnoso pecho. Su toga era de la más fina lana y sus zapatos de piel estaban exquisitamente cortados.

Era la auténtica imagen del patricio rico, ni guapo ni de aspecto flamante, pero impecablemente vestido y acicalado. Sus ojos verdes centelleaban y el puchero de su boca se fruncía fácilmente en una sonrisa, traicionando su personalidad, agradable por naturaleza. Rico, bien nacido y con buena disposición, me pareció hombre que no debía de tener preocupación de ninguna clase; aunque obviamente la tenía, pues de lo contrario no habría venido a verme.

Nos sentamos en el pequeño jardín de mi casa del Esquilino. En otro tiempo, un hombre de la condición social de Lucio nunca habría sido visto entrando en la casa de Gordiano, el Sabueso, pero en los últimos años parece que he adquirido cierta respetabilidad. Creo que el cambio comenzó después del primer caso en que trabajé para el joven abogado Marco Tulio Cicerón. Parece que Cicerón, a mis espaldas, ha estado diciendo cosas simpáticas de mí a sus colegas de los tribunales, por ejemplo que me ha alojado en su casa una vez, gracias a lo cual ha averiguado que Gordiano, pese a ser un husmeador profesional que se codea con asesinos, sabe utilizar el tazón, la cuchara y el retrete de una casa particular, e incluso sabe qué diferencia hay entre estas tres cosas.

Lucio Claudio ocupó la silla que le había sacado al patio casi corriendo. Se movía con un poco de nerviosismo y jugaba con las sortijas, luego sonrió tímidamente y levantó su copa.

—¿Me sirves un poco más? —dijo poniendo una cara graciosamente imbécil.

—Desde luego —dije batiendo palmas—. ¡Bethesda! Más vino para el invitado. El mejor, el de la botella de arcilla verde.

Bethesda obedeció a regañadientes, tardó una eternidad en levantarse de donde estaba sentada con las piernas cruzadas, al lado de una columna, y desapareció dentro de la casa. Sus movimientos eran tan graciosos como los pétalos de una flor al abrirse. Lucio la siguió con un nudo en la garganta. Tragó saliva con fuerza.

—Una esclava muy guapa —susurró.

—Gracias, Lucio Claudio.

Esperaba que no quisiera comprarla, como muchos de mis clientes más ricos hacen. Mi esperanza fue en vano.

—Supongo que no se te habrá ocurrido, pero… —empezó.

—No, Lucio Claudio, no hay trato.

—Iba a decir que…

—Antes vendería la costilla que me sobra.

—Ya —asintió con un gesto de entendimiento, pero de pronto frunció el carnoso entrecejo—. ¿Qué has dicho?

—Nada, una expresión sin sentido que he aprendido de Bethesda. Según sus antepasados paternos, un dios llamado Adonái o Yavé formó a la primera mujer con una costilla del primer hombre. Por eso algunos hombres parecen tener una costilla de más.

—¿De veras? —Lucio se toqueteo la caja torácica, pero estaba demasiado lleno para notar las costillas.

Tomé un sorbo de vino y sonreí. Bethesda me había contado varias veces la historia hebrea del primer hombre y la primera mujer; cada vez que me la cuenta, me aprieto el costado y finjo gritar de dolor, hasta que ella empieza a fruncir el morro y acabamos partiéndonos de risa los dos. A mí me parece una historia extraordinaria, aunque no más rara que las historias egipcias que le contaba su madre sobre dioses con cabeza de chacal y cocodrilos que andan a dos patas. Si es cierto, este dios hebreo se merece todo el respeto. Ni siquiera Júpiter puede presumir de haber creado algo ni la mitad de exquisito que Bethesda.

Ya había perdido bastante tiempo haciendo que mi invitado se sintiera cómodo.

—Dime, Lucio Claudio, ¿qué es lo que te preocupa?

—Pensarás que soy tonto… —empezó.

—Hombre, no, ¿cómo puedes decir una cosa así? —le aseguré.

—Bueno, fue anteayer… o la víspera. Fue al día siguiente a los idus de mayo, de eso estoy seguro, fuera el día que fuese…

—Entonces fue anteanteayer —dije. Bethesda apareció y se detuvo en las sombras del pórtico, esperando que yo le hiciera una seña. Negué con la cabeza, dándole a entender que esperara. Otra copa de vino aflojaría la lengua de Lucio, pero ya estaba bastante aturdido—. ¿Y qué pasó anteanteayer?

—Resulta que estaba en este mismo barrio… bueno, no en la cima del Esquilino, sino en el valle, en la Subura…

—La Subura es un barrio fascinante —dije, tratando de imaginar que atractivo podían tener sus chillonas calles para un hombre que probablemente vivía en una mansión del Palatino. Casas de juego, burdeles, tabernas y delincuentes a sueldo… era en lo primero en que se pensaba.

—Verás —suspiró—, mis días están llenos de ocio. Nunca he tenido cabeza para la política o las finanzas, como otros de mi familia; me siento inútil en el Foro. He tratado de vivir en el campo, pero tampoco tengo mucho de granjero; las vacas me aburren. Tampoco me gusta la diversión… extraños que vienen a cenar, todos el doble de inteligentes que yo, y yo, obligado a idear entretenimientos para ellos… es un fastidio. Me aburro con facilidad, como ves. Me aburro muchísimo.

—¿Sí? —dije, reprimiendo un bostezo.

—Así que me dedico a vagar por la ciudad. Voy a Tarento a ver a los ancianos que alivian el dolor de sus articulaciones en los días cálidos de primavera. Voy al Campo de Marte para ver a los corredores adiestrando a los caballos. Subo y bajo por el Tíber, voy a los mercados de pescado, de ganado y de objetos extranjeros. Me gusta ver trabajar a la gente; me gusta ver cómo los demás se enfrascan en sus asuntos, con tanta determinación. Me gusta observar a las mujeres regateando con los vendedores, escuchar a un constructor discutiendo con los albañiles, ver cómo las mujeres asomadas a las ventanas de los burdeles cierran los postigos de golpe cuando aparecen los gladiadores haciendo el gamberro por la calle. Toda esta gente parece tan viva, tan llena de ideales y objetivos, tan… tan contraria al aburrimiento. ¿Lo entiendes, Gordiano?

—Creo que sí, Lucio Claudio.

—Entonces entenderás por qué me gusta la Subura. ¡Qué barrio! ¡Casi se puede respira la pasión, el vicio! ¡Las casas abarrotadas, los olores extraños, el espectáculo de la humanidad! Las calles estrechas y ventosas, los oscuros y húmedos callejones, los sonidos que salen por las ventanas de los pisos altos, extraños discutiendo, riendo, haciendo el amor… ¡qué lugar tan misterioso y vital es la Subura!

—No hay nada misterioso en la miseria —sugerí.

—¡Ah! Pero ahí está la cosa —insistió Lucio e imaginé que, en su caso, la cosa estaba allí, efectivamente.

—Cuéntame tu aventura de hace dos días, el día siguiente a los idus.

—Claro. ¿No podrías mandar a la chica a por más vino?

Di una palmada. Bethesda salió de las sombras. La luz del sol se reflejó en sus largos cabellos negriazulados. Mientras llenaba la copa de Lucio, éste parecía incapaz de mirarla. Tragó saliva, sonrió tímidamente y asintió con energía al paladear mi mejor vino, que probablemente era peor que el que él daba a sus esclavos.

Continuó.

—Aquella mañana, bastante temprano, estaba paseando por una de las travesías de la calle principal de la Subura, silbando una tonada y admirando las florecillas y brotes que la primavera había hecho crecer entre los adoquines. La belleza se reafirmaba a sí misma incluso allí, entre la miseria, pensaba para mí, y consideré la posibilidad de componer un poema, aunque no soy muy bueno midiendo pies…

—Y entonces sucedió algo, ¿no? —Le interrumpí.

—¡Oh, sí! Un hombre me gritó desde una ventana de un primer piso: «¡Por favor, ciudadano, ven enseguida! ¡Un hombre se está muriendo!». Vacilé. Después de todo, podía querer engañarme para que entrara y robarme o algo peor, y ni siquiera llevaba un esclavo conmigo para protegerme… me gusta salir solo, ¿sabes? Entonces apareció otro hombre en otra ventana del mismo piso y exclamó: «¡Por favor, ciudadano, necesitamos tu ayuda! El joven se está muriendo y ha hecho testamento… necesita siete ciudadanos para testificar y ya somos seis. ¿No quieres subir?».

»Bueno, pues subí. No es muy frecuente que alguien me necesite para algo. ¿Cómo podía negarme? El piso resultó ser un conjunto de habitaciones bonitamente amuebladas, no muy desordenado y en absoluto amenazador. En una de las habitaciones yacía un hombre en un colchón, envuelto en una manta, gimiendo y tiritando. Un hombre más viejo lo atendía, secándole la frente con un paño mojado. Había otros seis apiñados en la habitación. Ninguno parecía conocer a nadie… se habría dicho que nos habían reclutado a todos en la calle, uno por uno.

—¿Para testificar en la última voluntad del moribundo?

—Sí. Se llamaba Asuvio y era de Larino. Estaba de visita en la ciudad cuando fue víctima de una terrible dolencia. Yacía en la cama, cubierto de sudor y temblando de fiebre. La enfermedad le había envejecido mucho… según su amigo, todavía no tenía ni veinte años, sin embargo su cara estaba macilenta y llena de arrugas. Habían llamado a los médicos, pero no había servido de nada. El joven Asuvio temía que fuese a morir en cualquier momento. Como no había hecho testamento… claro, un hombre tan joven… había enviado a sus amigos a buscar una tablilla de cera y un estilo. No leí el documento cuando nos lo pasaron, pero vi que había sido escrito por dos manos diferentes. El enfermo debía de haber escrito las primeras líneas, con una caligrafía titubeante y temblorosa; supongo que su amigo terminó de escribir el documento por él. Se requerían siete testigos, así que, para acelerar las cosas, el hombre más viejo se había limitado a llamar a ciudadanos que pasaban por la calle. Mientras mirábamos, el pobre muchacho garabateó su nombre con el estilo y apretó contra la cera su anillo de sello.

—Después de lo cual, firmaste tú y pusiste el sello.

—En efecto, junto con los otros. Entonces el viejo nos dio las gracias y nos instó a que abandonáramos el cuarto para que el joven Asuvio pudiera descansar en paz hasta que le llegara la hora. No me importa confesar que estuve llorando a moco tendido cuando salí a la calle, y no fui el único. Vagué por la Subura lleno de melancolía, pensando en el destino de aquel joven, en su pobre familia de Larino y en cómo recibirían la noticia. Recuerdo que estuve paseando cerca de un burdel situado al final de la manzana, escasamente a cien pasos del cuarto del moribundo, y me sorprendió el contraste, la ironía de que entre aquellos muros se escondiera tanta rijosidad y tanto libertinaje, mientras unas casas más abajo la boca de Plutón se estaba abriendo para tragarse a un pobre pueblerino moribundo. Recuerdo haber pensado, ay de mí, qué bonito poema podía inspirar tal ironía…

—Sin duda se lo inspiraría a un poeta realmente grande —asentí rápidamente—. Así pues, ¿llegaste a saber qué pasó con el joven?

—Unas horas después, tras haber paseado por la ciudad sin rumbo fijo, me encontré sin advertirlo en la misma calle, como si la mano invisible de un dios me hubiera guiado hasta ella. Era poco después del mediodía. El propietario del inmueble me dijo que el joven Asuvio había muerto poco después de mi partida. El hombre más viejo… se llamaba Oppiánico, también de Larino… había llamado al propietario, llorando y lamentándose, y le había enseñado el cadáver envuelto en una sábana. Más tarde, el propietario vio a Oppiánico y a otro hombre de Larino bajar el cuerpo por la escalera y subirlo a un carro para llevarlo a los embalsamadores del otro lado de la puerta Esquilina. —Lucio suspiró—. Me agité y di vueltas toda la noche, pensando en la volubilidad de los Hados y en que la diosa Fortuna puede volver la espalda incluso a un joven que empieza a vivir. Me hacía pensar en todos los días que yo mismo había malgastado, en todas las horas de aburrimiento que…

Antes de que pudiera concebir otro aborto poético hice una seña a Bethesda para que llenara su copa y la mía.

—Una historia triste, Lucio Claudio, pero no anormal. La vida urbana está llena de tragedias. Los extraños mueren a nuestro alrededor todos los días. Nosotros seguimos.

—Ahí está la cuestión… ¡que el joven Asuvio no está muerto! ¡Lo he visto esta mañana, paseando por la Vía Subura, sonriente y feliz! ¡Oh, dioses! Todavía está un tanto paliducho, pero era él, andaba por su propio pie y paseaba como quien quiere tomar el aire.

—Quizá te has equivocado.

—Imposible. Estaba con el hombre mayor, el tal Oppiánico. Los he llamado desde el otro lado de la calle. Oppiánico me ha visto, o al menos eso creo, pero ha cogido del brazo al joven y han desaparecido en una tienda de la esquina. Los seguí, pero en aquel momento pasó un carro por la calle y el cretino del conductor casi me atropella. Cuando finalmente entré en la tienda, ya se habían ido. Debieron de cruzarla para salir a la calle por la parte trasera y desaparecer.

Se echó atrás en la silla y sorbió un poco de vino.

—Me senté a la sombra, al lado de la fuente pública y traté de pensar en el asunto; entonces recordé tu nombre. Creo que fue Cicerón quien te mencionó delante de mí, ese joven abogado que se ocupó de un asuntillo legal que tuve el año pasado. No se me ocurría nadie más que pudiera ayudarme. ¿Qué dices, Gordiano? ¿Estoy loco? ¿O es cierto que los espíritus de la muerte se pasean al aire libre cuando llega el mediodía?

—La respuesta a las dos preguntas pudiera ser sí, Lucio Claudio, pero eso no explica lo que ocurrió. Por lo que me has dicho, yo diría que se trata de algo retorcido y a la vez demasiado humano. Pero dime, ¿qué te preocupa? No conoces a ninguno de esos hombres. ¿Cuál es tu interés en el misterio?

—¿No lo entiendes, Gordiano, después de todo lo que te he contado? Paso los días lleno de aburrimiento, mirando por las ventanas de la vida de otras personas. Hoy ha ocurrido algo que realmente me emociona. Me gustaría investigar las circunstancias por mí mismo, pero… —la gran mole de su cuerpo se encogió un poco—, no soy precisamente valiente…

Miré la joyería reluciente de sus dedos y su cuello.

—Entonces debería decirte que no soy precisamente barato.

—Y yo no soy precisamente pobre.

Lucio insistió en acompañarme, y eso que le avisé que si temía aburrirse, mis pesquisas iniciales serían probablemente más torturantes de lo que podría soportar. Buscar por la Subura a un par de forasteros no era exactamente mi idea de lo emocionante, pero Lucio quería seguirme a todos los lugares adonde fuera. Me limité a encogerme de hombros; si quería ir detrás de mí como un perro, estaba pagándome muy bien por el privilegio.

Empecé por la casa en la que supuestamente había muerto el joven y en la que Lucio había sido testigo de la firma del testamento. El propietario del inmueble no tenía que decir más de lo que ya le había dicho a Lucio… hasta que le di un codazo a mi cliente para indicarle que agitara su bolsa de monedas. El musical tintineo indujo al propietario a cantar.

El hombre mayor, Oppiánico, había alquilado la habitación hacía más de un mes. El tal Oppiánico tenía un círculo de amigos jóvenes de Larino y todos eran muy dados a la crápula; el casero pudo deducirlo por el olor a vino agrio que salía de la habitación, por el escándalo que armaban cada vez que jugaban y por el continuo desfile de prostitutas que les visitaban.

—¿Y el más joven, Asuvio, el que murió? —pregunté.

—Sí, ¿qué pasa con él?

—¿También era dado a la crápula?

El casero se encogió de hombros.

—Ya sabes cómo son estos jóvenes de provincias, sobre todo los que tienen algo de dinero. Vienen a Roma y quieren vivir un poco.

—Lástima que se muriera.

—Eso no tiene nada que ver conmigo —protestó el casero—. Este edificio es un lugar sano y seguro. Otra cosa sería si hubieran matado al chico en una de mis habitaciones. Pero no fue así. Cogió una enfermedad y murió.

—¿Parecía muy frágil?

—No, pero la mala vida puede destrozar la salud de cualquier hombre.

—Pero no en un mes.

—Cuando la enfermedad ataca, ataca; ni los hombres ni los dioses pueden prolongar el tiempo de una persona cuando los Hados han medido el hilo de su vida.

—Sabias palabras —dije. Cogí unas monedas de la bolsa de Lucio y las puse en la mano abierta del casero.

El burdel que había en aquella calle era uno de los más respetables de la Subura, lo que equivale a decir que era de los más caros. Varios esclavos bien vestidos aguardaban en la puerta, esperando a que sus amos salieran. El suelo del pequeño vestíbulo estaba decorado con un mosaico blanco y negro donde se veía a Príapo persiguiendo a una ninfa de los bosques. Ricos tapices rojos y verdes cubrían las paredes.

La clientela no era tampoco cualquier cosa. Mientras esperábamos al dueño del establecimiento, pasó un cliente camino de la puerta. Por lo menos era un magistrado menor, a juzgar por su sello de oro, y parecía conocer a Lucio, al que dirigió una mirada confusa.

—¿Tú… Lucio Claudio… aquí en el Palacio de Príapo?

—Sí, ¿qué pasa, Gayo Fabio?

—¡Nunca habría imaginado que tuvieras ni un solo hueso lujurioso en todo el esqueleto!

Lucio levantó la nariz con desdén.

—Da la casualidad de que me traen aquí importantes negocios.

—¡Oh! Ya veo. Por supuesto. ¡Tranquilo, no te interrumpiré! —El hombre reprimió una sonrisa hasta que cruzó la puerta. Lo oí rebuznar en la calle.

—¡Ejem, ejem! Que se ría y chismorree a mis espaldas —dijo Lucio—. Voy a componer un poema satírico para vengarme, tan ofensivo y mordaz que a ese payaso se le quitarán las ganas de volver por aquí… ¿cómo ha llamado a este lugar?

—Palacio de Príapo —canturreó una voz aduladoramente cordial. El propietario del establecimiento apareció de repente entre nosotros y nos deslizó los brazos por los hombros—. ¿Y qué placeres puedo ofrecer para divertir a tan elegantes especímenes de la población romana? —El hombre me sonrió mansamente, luego sonrió a Lucio y por último a las piedras que decoraban el cuello y los dedos de Lucio. Se chupó los labios y avanzó hasta el centro de la habitación, se dio la vuelta y batió palmas. Una hilera de mujeres ligeras de ropa entró en la habitación.

—En realidad —dije rápidamente—, hemos venido en nombre de un amigo.

—¿Cómo?

—Un hombre que estos últimos días, según creo, ha sido cliente asiduo de tu establecimiento. Un joven llamado Asuvio, forastero en Roma.

Por el rabillo del ojo vi un súbito movimiento entre las chicas. Una de ellas, con el pelo rubio como la miel, tropezó y estiró los brazos para no perder el equilibrio. Volvió hacia mí un par de asombrados ojos azules.

—¡Ah, sí! Ese joven tan encantador de Larino —barbotó nuestro anfitrión—. No lo vemos desde hace al menos día y medio… Empezaba a preguntarme qué había sido de él.

—Estamos aquí en su nombre —dije, pensando que no sería una mentira cuando se aclarase todo—. Nos ha enviado a buscar a su chica favorita… pero me temo que no recuerdo su nombre. ¿Lo recuerdas tú, Lucio?

Lucio dio un respingo y parpadeó para salir del trance. Tenía los ojos clavados en las chicas y amenazaban con salírsele de las órbitas.

—¿Yo? ¿Qué? ¡Ah! No. No recuerdo nada. —Una expresión de avaricia pura y dura cruzó la cara de nuestro anfitrión—. ¿Su favorita? Déjame pensar… sí, debe de ser Merula. ¡Seguro que es Merula! —Otra palmada hizo aparecer a un esclavo, que pegó el oído a los labios susurrantes de su amo y salió corriendo de la estancia. Al poco rato apareció Merula, una etíope que quitaba el resuello y tan alta que tenía que inclinar la cabeza para pasar por debajo del dintel. Su piel era del color de la medianoche y sus ojos brillaban como estrellas fugaces.

Lucio, visiblemente impresionado, buscó su bolsa, pero le detuve la mano. Se me ocurrió que nuestro anfitrión nos estaba ofreciendo su propiedad más cara, no la chica que necesariamente había sido la favorita del joven Asuvio.

—No, no —dije—. Estoy seguro de que habría recordado un nombre como Merula.

—¡Ah! Pero Merula canta como un jilguero —dijo nuestro anfitrión.

—Sin embargo, yo diría que hemos venido a buscar a ésa. —Señalé a la rubia, que me devolvió la mirada con inquietud.

La taberna que había al otro lado de la calle estaba agradablemente fresca y oscura, y casi vacía. Columba, envuelta en la capa que Lucio le había puesto sobre la transparente túnica, parecía pensativa.

—¿Antes de ayer? —dijo frunciendo el entrecejo.

—Sí, el día siguiente a los idus de mayo —confirmó Lucio, seguro al fin de que tenía la cronología correcta y deseoso de ser útil.

—¿Y dices que viste a Asuvio en su habitación, agonizando? —La chica continuaba con el entrecejo arrugado.

—Eso parecía cuando el tal Oppiánico me dijo que subiera. —Lucio se apoyó en un brazo, mirándola con devoción, sin prestar atención a la copa de vino. No sé por qué, habría jurado que no estaba acostumbrado a la compañía de mujeres hermosas.

—¿Y fue por la mañana? —preguntó Columba.

—Sí, muy temprano.

—¡Pero Asuvio estaba entonces conmigo!

—¿Estás segura de lo que dices?

—Completamente, porque pasamos juntos toda la noche, en mi habitación del Palacio, y nos levantamos muy tarde. Ni siquiera entonces salimos de la habitación…

—¡Ah, la juventud! —suspiré. La ramera se ruborizó ligeramente.

—Estuvimos en mi habitación hasta la hora de la comida. Así que ya ves, o te has confundido de día o…

—¿O qué?

—Bueno, es muy extraño. Algunos libertos de Asuvio estuvieron en el Palacio ayer mismo, preguntando por él. Parecía que no sabían dónde estaba. Tenían cara de preocupación. —Me miró, súbitamente recelosa—. ¿Por qué estáis interesados por Asuvio?

—No estoy muy seguro —dije, sin faltar a la verdad—. ¿Importa eso? —Saqué una moneda de la bolsa de Lucio y la deslicé por la mesa, hacia ella. La chica la miró con ojos calculadores y puso su manita blanca encima.

—Detestaría que le hubiera pasado algo a Asuvio —dijo tranquilamente—. Es realmente un muchacho encantador. ¿Sabes lo que me dijo cuando llegó al Palacio hace un mes? Que era la primera vez que estaba con una mujer en la cama. Desde luego, acabé por creérmelo, después de su torpeza y de su… —Se detuvo con un suspiro de nostalgia, sonrió tristemente y volvió a suspirar—. No me gustaría que fuera cierto que cayó enfermo y murió de repente.

—Pero si no ha muerto —dijo Lucio—. Por eso estamos aquí; porque no entendemos nada. ¡Yo lo he visto sano y salvo esta mañana!

—Entonces, ¿cómo puedes decir que estaba agonizando hace dos días y que el propietario del inmueble vio que se llevaban el cadáver en un carro? —Columba frunció otra vez el entrecejo—. Te he dicho que pasó conmigo toda la mañana. Asuvio no estaba enfermo en absoluto; debes de estar confundido.

—Así que lo viste por última vez anteanteayer, el mismo día que llamaron a Lucio Claudio para que fuera testigo de la última voluntad del muchacho —comenté—. Dime, Columba, y esto es muy importante: ¿llevaba encima el anillo de sello?

—Llevaba encima muy poco —dijo con franqueza.

—Eso no es una respuesta.

—Bueno, el anillo lo lleva siempre. ¿No lo llevan todos los ciudadanos libres? Estoy convencida de que lo llevaba aquella mañana.

—Pareces muy segura. ¿Me juras que no estuvo firmando documentos en tu habitación?

Me miró fríamente y luego habló muy despacio.

—A veces, cuando un hombre y una mujer están en la intimidad, hay motivos para darse cuenta de que uno de los dos lleva un anillo. Por ejemplo, que uno sienta cierta molestia… o un estorbo. Sí, estoy segura de que llevaba el anillo.

Asentí satisfecho.

—¿Cuándo se fue de tu lado?

—Después de comer. Claro que después de comer echamos un… ¿debería decir que fue dos horas después del mediodía? Sus amigos de Larino fueron a buscarlo.

—¿No sus libertos?

—No. Asuvio no suele recurrir a los criados, dice que sólo sirven para estorbar. Siempre les encarga recados absurdos para mantenerlos lejos de él. Dice que lo único que saben hacer es contar chismes a sus hermanas, allá en Larino.

—Y supongo que también a sus padres.

—Asuvio es huérfano. Su padre y su madre murieron en un incendio hace solamente un año. Ha sido una época difícil para él, ya que tuvo que hacerse cargo de las obligaciones de su padre a toda prisa y después de una tragedia tan terrible. ¡Todas las grandes granjas que posee y todos los esclavos! Todo el papeleo, y anotar cifras y más cifras para saber lo que posee. ¡Oyéndole hablar se diría que los ricos tienen más trabajo que los pobres!

—Es lo que pensaría cualquier joven que prefiriese vivir con despreocupación y en libertad —dije.

—Esta temporada en Roma eran sus vacaciones, después de un año de luto, duelo y trabajo. Fueron sus amigos quienes le sugirieron el viaje.

—Los mismos amigos que fueron a buscarle anteanteayer.

—Sí, el joven Vulpino y el viejo cascarrabias de Oppiánico.

—¿Vulpino? Vaya nombre. ¿Tiene hocico y rabo como los zorros?

—¡Ah! Su nombre real es Marco Avilio, pero todas las chicas del Palacio le llaman Vulpino porque es un zorro. Siempre está metiendo la nariz en todo y nunca parece completamente sincero, ni siquiera cuando no hay ninguna razón para mentir. Sin embargo, tiene mucho encanto y no es mal parecido.

—Conozco a esa clase de sujetos —dije.

—Juega a ser una especie de hermano mayor de Asuvio, ya que Asuvio no tiene hermanos varones… lo trajo a la ciudad, le buscó un sitio para quedarse y le enseñó a pasárselo bien.

—Ya veo. Y hace dos días, cuando se fueron del Palacio, ¿dieron Oppiánico y el Zorro alguna pista de hacia dónde se llevaban al joven Asuvio?

—Más que una pista. Dijeron que se iban a los jardines.

—¿Qué jardines?

—Pues los que hay al otro lado de la puerta Esquilina. Oppiánico y Vulpino habían estado diciéndole a Asuvio lo maravillosos que eran, con fuentes que salpicaban y flores preciosas… mayo es un mes perfecto para visitarlos. Asuvio estaba deseoso de ir. Hay muchos lugares públicos que todavía no ha visto por haber pasado la mayor parte del tiempo… bueno, disfrutando de placeres privados. —Columba esbozó una sonrisa traviesa—. Apenas ha salido de la Subura. ¡Creo que ni siquiera ha estado en el foro!

—¡Ah, sí! Y como es natural, un joven forastero de Larino no quería perderse la visita a los famosos jardines del otro lado de la puerta Esquilina.

—Supongo que no, por la forma en que Oppiánico y Vulpino se los describieron… túneles de hojas verdes, estanques maravillosos, prados alfombrados de flores, estatuas impresionantes. Ojalá pudiera verlos yo también, pero el amo casi no me deja salir de casa, a no ser que sea por negocios. ¿Creerías que hace dos años que vivo en Roma y nunca había oído hablar de esos jardines?

—Te creo —dije con seriedad.

—Pero Asuvio dijo que si el lugar era a la postre tan especial como aseguraban sus amigos, me llevaría él mismo dentro de unos días, y me dio su palabra. —Su cara se iluminó un poco. Suspiré.

La acompañamos hasta el Palacio de Príapo. Su amo se sorprendió al verla regresar tan pronto, pero no se quejó del pago.

La calle se oscureció durante un momento debido a una nube que tapaba el sol.

—Sea cual fuere la verdad, el joven Asuvio no murió en su cama anteanteayer —dije—. O estaba con Columba, vivito y coleando, o, si lo viste con fiebre en su piso, se recuperó y lo has visto en la calle esta mañana. Sin embargo, empiezo a temer por el muchacho. Temo por él desesperadamente.

—¿Por qué? —preguntó Lucio.

—Sabes tan bien como yo, Lucio Claudio, que no hay jardines al otro lado de la puerta Esquilina.

Por la puerta Esquilina se pasa de la ciudad de los vivos a la ciudad de los muertos.

A la izquierda del camino está la necrópolis pública de Roma, donde se amontonan casi juntas las tumbas de los esclavos y las modestas sepulturas de los romanos pobres. Hace mucho, cuando Roma era joven, se descubrieron pozos de cal cerca de allí. Así como la ciudad de los vivos se arracimaba alrededor del río, del foro y de los mercados, la ciudad de los muertos se extendía alrededor de los pozos de cal, los crematorios y los templos en los que se purifican cadáveres.

A la derecha del camino están los pozos negros en los que los habitantes de la Subura y barrios colindantes arrojan sus basuras. Toda clase de desechos se amontona en los fosos de arena: vajilla y muebles rotos, restos podridos de comida, prendas desechadas, sucias y rasgadas que ni siquiera un mendigo querría usar. Aquí y allá, los guardianes encendían pequeñas hogueras para quemar los desechos, luego echaban arena sobre los rescoldos con un rastrillo.

Se mire en la dirección que se mire, seguro que no hay jardines al otro lado de la puerta Esquilina, a no ser que uno se fije en las flores aisladas que crecen entre el moho de la basura, o las macilentas vides que se abren paso entre las viejas y descuidadas tumbas de los muertos olvidados. Empezaba a sospechar que Oppiánico y el Zorro tenían un sentido del humor negro muy especial.

Una mirada a Lucio me informó que estaba pensándose otra vez lo de acompañarme en aquella parte de la investigación. La Subura y sus vicios podían ser llamativos y vistosos, pero ni siquiera Lucio podía encontrar aliciente en la necrópolis y en los montones de basura. Arrugó la nariz y espantó un batallón de moscas de su cara, pero no se dio la vuelta.

Pasamos varias veces de la parte izquierda a la derecha y viceversa, preguntando, a las pocas personas que encontramos, acerca de tres forasteros que podían haber estado por allí tres días antes… un viejo, un pillo con pinta de zorro y un muchacho normal y corriente. Los cuidadores de los muertos nos hacían señas de que nos fuéramos, pues no tenían paciencia para tratar con los vivos; los vigilantes de los montones de basura se encogían de hombros y sacudían la cabeza.

Nos detuvimos al borde de los pozos de arena y vimos un paisaje que podría haberse parecido al Hades si hubiera habido un sol que iluminara los calcinados desechos del Hades a través del humo. De repente oímos un sonido silbante a nuestra espalda. Lucio dio un salto. Mi mano corrió en busca de la daga.

El responsable del ruido era un desecho humano, una piltrafa encorvada, que andaba arrastrando los pies y que nos había estado observando desde detrás de un montón de humeante basura.

—¿Qué quieres? —pregunté, con la mano muy cerca de la daga.

El bulto de pelo y harapos mugrientos se ladeó un poco y dos ojos acuosos se levantaron hacia mí.

—He oído que estáis buscando a alguien —dijo finalmente.

—Quizá.

—En ese caso, quizá pueda ayudaros.

—Habla claro.

—¡Sé dónde encontrar al joven! —La figura se encorvó y me miró de soslayo—. Os he oído preguntar a uno de los trabajadores hace un rato. Vosotros no me visteis, pero yo sí os vi, y os escuché. Os oí preguntar por los tres hombres que estuvieron aquí hace dos días, el viejo, el joven y el que iba con ellos. ¡Sé dónde está el joven!

—Enséñanoslo.

La criatura alargó una mano tan sucia y seca que parecía una rama partida. Lucio retrocedió espantado, pero buscó su bolsa. Lo detuve.

—Cuando nos lo enseñes —dije. El ser me silbó. Dio una patada al suelo y gruñó. Finalmente dio media vuelta y nos hizo señas de que le siguiéramos.

Cogí el brazo de Lucio y le susurré al oído.

—No debes venir. Una criatura como esa es posible que nos lleve a una trampa. Mira las joyas que llevas y la bolsa. Ve al crematorio, donde estarás a salvo. Yo seguiré a este hombre solo.

Lucio me miró con los labios fruncidos y los ojos abiertos de par en par.

—Gordiano, debes de estar bromeando. ¡Ningún poder humano ni divino me impedirá ver lo que ese hombre tenga que enseñarnos!

La criatura vaciló y se tambaleó por encima de los montones de basura y arena sucia. Anduvimos a zancadas, internándonos entre los desperdicios. Los montones de ceniza y escombros eran cada vez más altos a nuestro alrededor, ocultándonos la vista del camino. La criatura nos condujo al otro lado de una loma de arena. Una niebla naranja nos envolvió. Una nube de humo acre revoloteaba a nuestro alrededor. Me atraganté. Lucio se llevó la mano a la garganta y empezó a toser. El aliento caliente de una llama me sopló en la cara.

A través del aire turbio vi al desecho humano perfilado contra el fuego. Movía la cabeza y señalaba algo entre las llamas.

—¿Qué es? —dije—. No veo nada.

Lucio dio un respingo. Me cogió el brazo y señaló. Allí, dentro del infierno, en medio de los confusos montones de basura ardiendo, vi los restos de un cuerpo humano.

El montón de basura en llamas cayó sobre éste, soltando un chorro de chispas anaranjadas. Me cubrí la cara con la manga y puse el brazo sobre el hombro de Lucio. Juntos huimos rápidamente del calor de las llamas y del humo. La piltrafa escapó detrás de nosotros con la manaza marrón estirada y la palma hacia arriba.

—No hay pruebas de que el cadáver que el mendigo nos enseñó fuera el de Asuvio, —dije—. Por lo que sabemos, podría haber sido el de cualquier otro mendigo. La verdad no se puede probar. Éste es el intríngulis de la cuestión.

Bebí un largo sorbo de vino. La noche había caído sobre Roma. Los grillos cantaban en el jardín. Bethesda estaba sentada bajo el pórtico, al lado de una lámpara que daba una suave luz. Hacía como que cosía una túnica desgarrada, pero escuchaba todas y cada una de las palabras que pronunciábamos. Lucio Claudio estaba sentado a su lado, mirando el reflejo de la luna en su copa.

—Dime, Gordiano, ¿cómo explicas las discrepancias entre lo que yo vi y la historia que Columba nos contó? ¿Qué pasó realmente la víspera de los idus de mayo?

—Creía que la serie de los acontecimientos estaba clara.

—A pesar de eso…

—Muy bien, así es como contaría yo la historia. Erase una vez un joven huérfano y rico que vivía en un pueblo llamado Larino y que escogió a sus amigos muy mal. Dos de estos amigos, un viejo bribón y un libertino sin escrúpulos, le hablaron de ir a Roma a pasar unas largas vacaciones. Los tres alquilaron un piso en una de las partes de la ciudad más miseras, y procedieron a revolcarse en todos los vicios capaces de dejar vulnerablemente estupefacto a un muchacho de las verdes praderas. Lejos de las observadoras hermanas del chico y de los cotilleos de Larino, el libertino Zorro y el viejo Oppiánico podían llevar a cabo su plan con total libertad.

»Una mañana en que Asuvio estaba entretenido con su puta favorita, el Zorro se hizo pasar por el chico y se metió en la cama, fingiendo una enfermedad mortal. Oppiánico llamó a los extraños que pasaban por la calle para que hicieran de testigos de una última voluntad… gente que no distinguiría a Asuvio del gran Alejandro. Oppiánico cometió al menos un error, pero se salió con la suya.

—¿Qué error?

—Alguien debió de preguntar la edad del moribundo. Oppiánico, sin pensar, dijo que todavía no había cumplido los veinte años; tú lo dijiste. Era cierto si se refería a Asuvio. Pero era el Zorro el que yacía en la cama fingiendo ser Asuvio, y deduzco que el Zorro hace mucho que ha pasado de los veinte. Incluso así, tú mismo atribuiste esta discrepancia a la enfermedad… dijiste que tenía la cara «macilenta y llena de arrugas», como si la enfermedad le hubiera hecho envejecer cuarenta años. Probablemente, los otros testigos pensaron lo mismo. La gente acepta lo que sea para que lo que tiene delante de los ojos se adapte a lo que otros dicen que es la verdad.

Lucio frunció el entrecejo.

—¿Por qué el testamento estaba escrito por dos manos distintas?

—Sí, recuerdo que lo mencionaste. El Zorro lo comenzó, fingiendo tener la mano tan débil que no podía terminarlo; semejante estratagema les ayudaría a explicar por qué su firma no sería reconocible como la de Asuvio… todo el mundo pensaría que era el garabato de un hombre a punto de morir.

—Pero el Zorro puso su propio sello en la cera —protestó Lucio—. Yo le vi hacerlo. No pudo haber sido el sello de Asuvio, que estaba con Columba y llevaba su anillo.

—Ya llegaré a eso. Bien, una vez que el testamento fue firmado por todos los testigos, tú y los demás fuisteis alejados de la habitación. Oppiánico envolvió al Zorro en una sábana, se mesó el pelo y se esforzó por derramar algunas lágrimas; luego llamó al propietario del inmueble.

—¡Que vio el cadáver!

—Que creyó ver el cadáver. Lo único que vio fue un cuerpo envuelto en una sábana. Pensó que Asuvio había muerto de una enfermedad repentina; no se molestó en examinar el cadáver.

—Pero más tarde vio a dos hombres llevándoselo en un carro.

Vio a Oppiánico y al Zorro, que ya se había puesto sus ropas, llevándose algo envuelto en una sábana… un saco de mijo, por lo que sabemos.

—¡Ah! Y una vez que se perdieron de vista, se deshicieron del carro y del mijo, y fueron a buscar a Asuvio a la casa de putas.

—Sí, para dar el prometido paseo por los «jardines». El mendigo vio el resto, cómo condujeron al aturdido joven hasta un lugar alejado, donde el Zorro lo estranguló y cómo lo desnudaron y lo escondieron entre la basura. Fue entonces cuando le quitaron el sello del dedo. Más tarde borraron del testamento el sello del Zorro y aplicaron el verdadero sello de Asuvio.

—Hay una ley contra eso —dijo Lucio sin mucha convicción.

—Sí, la ley Cornelia, promulgada por nuestro querido Senado hace tres años. ¿Por qué crees que aprobaron semejante ley? Porque falsificar testamentos se ha convertido en algo tan corriente como ser senador y arrugar la nariz en público.

—Así que el hombre que vi con Oppiánico en la calle era el mismo de cuya última voluntad fui testigo…

—Si, pero fue el Zorro ambas veces, no Asuvio.

Lucio asintió.

—Y así el plan está completo; el falso testamento engaña a las hermanas de Asuvio y a otros parientes, y deja una envidiable fortuna a sus queridos amigos Oppiánico y Marco Avilio, alias el Zorro por buenas razones.

Asentí.

—¡Tenemos que hacer algo!

—Sí, pero ¿qué? Supongo que podrías denunciar a los culpables e intentar probar que el testamento es falso. Te costaría mucho tiempo y dinero; si crees que sufres de aburrimiento ahora, espera a haber pasado un par de meses yendo de funcionario en funcionario, haciendo solicitudes en el foro. Y si Oppiánico y el Zorro encuentran un abogado la mitad de astuto que ellos, no serás tú el último que ría.

—Olvida el falso testamento. ¡Esos hombres son culpables de un asesinato a sangre fría!

—¿Pero podrás probarlo sin un cadáver y sin testigos de confianza? Aun en el caso de que pudieras encontrarlo de nuevo, nuestro mendigo no es hombre cuyo testimonio pueda impresionar a un jurado romano.

—¿Me estás diciendo que hemos llegado al final de este asunto?

—Te estoy diciendo que si quieres ir más allá, necesitas un abogado y no a Gordiano el Sabueso.

Diez días después, Lucio Claudio volvió a llamar a mi puerta.

Verle fue una sorpresa. Después de haberme puesto en la pista del joven Asuvio y de haberme seguido hasta el final, yo pensaba que no tardaría en perder el interés y que caería en su aburrimiento de costumbre. Por el contrario, me informó que había estado haciendo algunas gestiones jurídicas por su cuenta.

Me invitó a dar un paseo. Mientras andábamos no me habló de nada en particular, pero me di cuenta de que nos dirigíamos hacia la calle en la que había sucedido la historia. Lucio comentó que estaba sediento. Entramos en la taberna que hay enfrente del Palacio de Príapo.

—He estado pensando mucho en lo que dijiste, Gordiano, sobre la justicia romana. Tienes razón; ya no podemos confiar en los tribunales. Los abogados juegan con las palabras y las leyes para servir a sus propios fines, pervierten los sentimientos de los jurados, recurren a la intimidación y al soborno abiertamente. Sin embargo, la verdadera justicia debe resplandecer. No dejo de pensar en las llamas y en el cadáver de aquel joven, arrojado a un pozo de basura y quemado hasta quedar convertido en cenizas. Por cierto, Oppiánico y el Zorro han vuelto a la ciudad.

—¿Es que se habían ido?

—Volvían a Larino cuando los vi aquel día, antes de ir a verte. Oppiánico se cuidó de enseñar el testamento de Asuvio a todo el que quiso verlo y luego se lo llevó a los funcionarios del foro de Larino para que lo legalizaran. Eso me dijeron los observadores que envié a Larino.

—¿Observadores?

—Sí, se me ocurrió ponerme en contacto con las hermanas de Asuvio. Algunos de sus libertos han llegado a Roma esta mañana.

—Entiendo. Y Oppiánico y el Zorro están aquí ya.

—Sí. Oppiánico se aloja con unos amigos en una casa del Aventino. Pero el Zorro está al otro lado de la calle, en el piso en el que representaron la pequeña farsa.

Me di la vuelta y miré por la ventana. Desde donde estábamos sentados podía ver la puerta de la planta baja del edificio y la ventana del primer piso, la misma desde la que habían llamado a Lucio para que hiciera de testigo. Los postigos estaban cerrados.

—¡Vaya barrio! —dijo Lucio—. Algunos días pienso que en la Subura puede pasar casi cualquier cosa. —Estiró el cuello y miró por encima de mi hombro. Desde la calle me llegó el ruido de una muchedumbre que se acercaba.

Habría unos veinte hombres, blandiendo cuchillos y porras. Se congregaron delante del edificio y empezaron a golpear la puerta con las porras y a exigir que les dejaran entrar. Como la puerta no se abría, la derribaron y entraron en tropel.

Los postigos se abrieron de golpe. Una cara apareció en la ventana. Si el Zorro era realmente encantador, como nos había dicho Columba, en aquel momento era imposible decirlo. Los ojos se le salían de las órbitas de puro pánico y toda la sangre había desaparecido de sus mejillas. Miró hacia la calle y tragó saliva, como si estuviera reuniendo valor para saltar. Vaciló un momento demasiado largo; unas manos lo cogieron por los hombros y lo arrastraron dentro de la habitación.

Poco después lo sacaban por la puerta. La multitud lo rodeó y lo empujó calle arriba. Los vendedores y los desocupados se dispersaron y desaparecieron tras las puertas. Las ventanas se abrieron y rostros curiosos se asomaron por ellas.

—Date prisa —dijo Lucio, bebiéndose de un trago el vino que le quedaba— o nos perderemos la diversión. El Zorro ha salido de su madriguera y los raposeros lo van a hostigar desde aquí hasta el foro.

Salimos a la calle a toda prisa. Cuando pasamos por delante del Palacio de Príapo, miré hacia arriba. Columba estaba en una ventana, mirando lo que sucedía con cara de confusión y nerviosismo. Lucio la saludó con una sonrisa. La muchacha dio un saltito y le devolvió la sonrisa.

Lucio se puso las manos abiertas alrededor de la boca y gritó:

—¡Ven con nosotros!

Como la chica se mordiera el labio, en señal de titubeo, Lucio la incitó moviendo las dos manos.

Columba desapareció de la ventana y al poco rato corría calle arriba para reunirse con nosotros. Su dueño apareció en la puerta, gesticulando y dando patadas al suelo. Lucio se dio media vuelta y agitó la bolsa.

Los libertos de Asuvio vociferaron durante todo el camino hasta el foro. Los que formaban el círculo exterior golpeaban con las porras en las paredes y en los carros que pasaban; los que formaban el círculo interior rodeaban al Zorro de cerca. Empezaron a canturrear:

—¡Justicia! ¡Justicia! ¡Justicia!

Cuando estábamos llegando al foro, el Zorro estaba ciertamente hecho unos zorros.

El batallón de libertos empujaba al Zorro de un lado a otro, obligándole a trazar círculos enloquecedores. Al final llegamos al tribunal de los ediles, cuya obligación más descuidada es mantener el orden en las calles, y que también, por cierto, incoan investigaciones preliminares cuando hay acusaciones de delitos violentos. A la sombra de un pórtico, el confiado edil de la Subura, Quinto Manilio, estaba sentado mirando con los ojos entornados un montón de papiros. Levantó la vista alarmado cuando el Zorro llegó tambaleándose ante él. Los libertos, enfebrecidos por aquel simulacro de linchamiento, empezaron a hablar a la vez, organizando un alboroto indescifrable.

Manilio arrugó la frente. Golpeó la mesa con el puño y levantó la mano. Todo el mundo se calló.

Incluso entonces pensaba yo que el Zorro burlaría a sus acusadores. Sólo tenía que defender sus derechos de ciudadano y tener la boca cerrada. Pero los malos son a menudo cobardes; incluso el corazón más frío puede sentir remordimientos por un delito, y los zorros humanos caen a menudo en trampas puestas por ellos mismos.

El Zorro se arrojó llorando en el banco.

—¡Sí! ¡Sí, es cierto que lo maté! ¡Oppiánico me obligó a hacerlo! A mí nunca se me habría ocurrido semejante plan. ¡Fue idea de Oppiánico desde el principio, fue idea suya falsificar el testamento y luego matar a Asuvio! ¡Si no me crees, llama a Oppiánico ante este tribunal y oblígale a decir la verdad!

Me di la vuelta y miré a Lucio Claudio, que tenía el mismo aspecto que había tenido siempre, dedos como salchichas, mejillas de ciruela y nariz de fresa, pero que a mí nunca más me parecería ni tonto ni atontado. Sus ojos chispeaban de manera extraña. Parecía un poco asustado, eso sí, pero muy seguro de sí mismo, lo que equivale a decir que parecía lo que era, un noble romano. En su cara había una sonrisa como la que deben de tener los grandes poetas cuando han terminado una obra maestra.

El resto de la historia contiene un poco de todo.

Me gustaría poder contar que Oppiánico, y el Zorro recibieron su justo castigo, pero la justicia romana, ay, prevaleció, lo que quiere decir que el honorable edil Quinto Manilio resultó no ser tan honorable, dado que aceptó un soborno de Oppiánico; al menos eso es lo que se rumorea en el foro. Manilio anunció al principio que acusaría de asesinato al Zorro y a Oppiánico y, de repente, abandonó el caso. Lucio Claudio estaba amargamente decepcionado. Le aconsejé que hiciera de tripas corazón; según mi experiencia, los malos como Oppiánico y el Zorro suelen tener un mal final, aunque muchos otros sufren antes de que lo alcancen.

Quizá no fuera una coincidencia, pero al mismo tiempo que se desestimaban las acusaciones de asesinato, el falso testamento se perdió en Larino. En consecuencia, las propiedades del difunto Asuvio fueron divididas entre sus parientes vivos. Oppiánico y el Zorro no sacaron ningún provecho de su muerte.

El dueño del Palacio de Príapo estaba furioso con Columba por haber salido del establecimiento sin su permiso y amenazó con castigarla poniéndole carbones encendidos en los pies, a causa de lo cual Lucio Claudio se ofreció a comprarla en el acto. Estoy seguro de que la tratan bien en la nueva casa. Puede que Lucio no sea el gallardo e incansable joven que fue Asuvio, pero eso no le ha impedido comportarse como un enamorado cumplidor y humano.

Estos días he visto a Lucio Claudio a menudo en el foro, en compañía de picapleitos aceptablemente honrados como Cicerón y Hortensio. Roma siempre puede utilizar a otro hombre sincero en el foro. Lucio me ha dicho que acaba de terminar un libro de poemas de amor y está pensando en ejercer el mismo oficio. Organiza cenas de vez en cuando y pasa su tiempo de ocio en el campo, revisando sus granjas y viñedos.

Como solían decir los etruscos, la última voluntad ha de ser buena antes que última. El pobre Asuvio no dejó testamento, después de todo, pero creo que, a pesar de los pesares, Lucio Claudio fue su beneficiario.