El cuento de la cámara del tesoro

—Cuéntame una historia, Bethesda.

Era la noche más calurosa del verano más caluroso que recordaba haber pasado en Roma. Había arrastrado el triclinio hasta el peristilo, entre los tejos y las amapolas, para pescar el menor soplo de viento que pasara por el monte Esquilino. No había luna y el cielo estaba cuajado de estrellas. Pero el sueño no llegaba.

Bethesda estaba recostada en su triclinio, a mi lado. Podíamos haber dormido juntos, pero hacía demasiado calor para estar carne contra carne. Suspiró.

—Amo, hace una hora me dijiste que te cantara una canción. Y una hora antes, que te limpiara los pies con un trapo mojado.

—Si, mujer, la canción era dulce y el trapo fresco. Pero no puedo dormir. Y tú tampoco. Así que cuéntame una historia.

Se llevó la mano a la boca y bostezó. Su pelo negro resplandeció a la luz de las estrellas. El camisón de lino se le pegaba como gasa a los mareantes contornos de su cuerpo. Incluso bostezando era hermosa, demasiado, me he dicho a menudo, para ser la esclava de un hombre vulgar como yo. La diosa Fortuna me sonrió cuando la encontré en aquel mercado de esclavos de Alejandría, diez años antes. ¿Fui yo quien eligió a Bethesda o ella quien me eligió a mí?

—¿Por qué no la cuentas tú? —sugirió Bethesda con sumisión—. Te encanta hablar de tu trabajo.

—O sea, que quieres que sea yo quien te duerma a ti. Mi trabajo siempre te ha parecido aburrido.

—No es cierto —protestó con somnolencia—. Vuelve a contarme cómo ayudaste a Cicerón a resolver el caso de la mujer de Aretio. En el mercado se sigue hablando del tema, y de que Gordiano el Sabueso debe de ser el hombre más inteligente de Roma por haber solucionado un asunto tan sórdido.

—Qué marrullera eres, Bethesda, ¿crees que adulándome conseguirás que yo cuente cuentos y tú escuches? ¡Eres mi esclava, por Hércules, y ordeno y mando que me cuentes una historia!

Maldito el caso que me hizo.

—Vuelve a contarme la historia de Sexto Roscio —dijo—. El gran Cicerón nunca había defendido hasta entonces a un hombre acusado de asesinato, y mucho menos a un hombre acusado de matar a su propio padre. ¡Sólo tú sabes hasta qué punto le hizo falta la ayuda de Gordiano el Sabueso! ¡Pensar que terminaste matando a un gigante salido de la Cloaca Máxima, mientras Cicerón pronunciaba un discurso en el foro!

—No soportaría que fueras mi biógrafa, Bethesda. Aquel hombre no era precisamente un gigante, y no fui yo exactamente quien lo mató, y aunque es verdad que sucedió en las letrinas públicas que hay detrás del Santuario de Venus, el hombre, que no era ningún gigante, no salió de las cloacas. ¡Y tampoco fue el final del asunto!

Estuvimos largo rato en la oscuridad, escuchando el canto de los grillos. Una estrella fugaz cruzó el firmamento, haciendo que Bethesda murmurara un conjuro a uno de sus extraños dioses animales de Egipto.

—Háblame de Egipto —dije—. Nunca hablas de Alejandría. Es una gran ciudad. Muy antigua. Y muy misteriosa.

—¡Ajá! Vosotros los romanos creéis que cualquier cosa es antigua si es anterior a vuestro imperio. Alejandro y su ciudad ni siquiera eran un sueño en la mente de Osiris cuando Keops construyó la gran pirámide. Menfis y Tebas ya eran antiguas cuando los griegos estaban en guerra con Troya.

—Por una mujer —comenté.

—Lo que demuestra que no eran completamente idiotas. Aunque lo fueron al pensar que Helena estaba escondida en Troya, cuando en realidad estuvo todo el tiempo en Menfis, con el rey Proteo.

—¿Qué? ¡Nunca había oído nada semejante!

—Todo el mundo en Egipto conoce la historia.

—Pero eso significaría que la destrucción de Troya no tuvo ningún sentido. Y puesto que fue el troyano Eneas quien huyó de Troya y fundó la casta romana, el destino de Roma está basado en un cruel bromazo de los dioses. Sugiero que te guardes la historia para ti, Bethesda, y no vayas difundiéndola por el mercado.

—Demasiado tarde. —Incluso en la oscuridad vi una sonrisa malvada en sus labios.

Permanecimos tumbados en silencio unos momentos. Una suave brisa sopló entre las rosas. Bethesda dijo finalmente:

—¿Sabes? Los hombres como tú no son los únicos que pueden resolver misterios y enigmas.

—¿Quieres decir que también los dioses pueden hacerlo?

—No. Quiero decir las mujeres.

—¿Es un hecho comprobado?

—Sí. Pensar en la estancia de Helena en Egipto me ha recordado la historia del rey Rampsinito y su cámara del tesoro, y que fue una mujer quien resolvió el misterio de la plata desaparecida. Pero supongo que debes conocer la historia, ya que es muy famosa.

—¿El rey Rabanito? —pregunté. Bethesda resopló con delicadeza. A veces le cuesta vivir en un lugar tan culturalmente atrasado como Roma. Sonreí a las estrellas y cerré los ojos.

—Bethesda, te ordeno que me cuentes la historia de ese rey Rabobonito y su cámara del tesoro.

—Muy bien, amo. Rampsinito, Rampsinito, ¿estamos?, sucedió al rey Proteo (que fue anfitrión de Helena) y a él le sucedió el rey Keops.

—El que construyó la gran pirámide. Muy famoso, sí señora. Keops debió de ser un gran rey.

—Insoportable, mi amo, el hombre más odiado de la larga historia de Egipto.

—¿Por qué?

—Precisamente porque construyó la gran pirámide. ¿Qué significa una pirámide para la gente normal, salvo un trabajo interminable y unos impuestos tremendos? El recuerdo de Keops es despreciado en Egipto; los egipcios escupen cuando pronuncian su nombre. Sólo los visitantes de Roma y Grecia miran su pirámide y ven una construcción maravillosa. Un egipcio mira la pirámide y dice: «Mira, ahí está la piedra que partió el espinazo a mi tatara-tatara-tatarabuelo»; o: «Ahí está el pilón ornamental que llevó a la ruina la granja del tatara-tatara-tatarabuelo de mi tío». No, el rey Rampsinito caía mucho mejor al pueblo.

—¿Y cómo era ese Rampsinito?

—Muy rico. No ha habido rey de ningún tipo que haya sido ni la mitad de rico que él.

—¿Ni siquiera Midas?

—Ni siquiera Midas. El rey Rampsinito tenía una gran fortuna en piedras preciosas y oro, pero su mayor tesoro era su plata. Tenía bandejas de plata, copas de plata, monedas de plata y espejos, pulseras y grandes lingotes de pura, sólida y brillante plata. Había tanta que decidió construir una cámara de seguridad sólo para su plata.

»Así pues, el rey contrató a un hombre para que diseñara y construyera la cámara de seguridad en el patio al que daba su dormitorio, fundiéndola con la muralla que rodeaba el palacio. El proyecto tardó varios años en completarse, pues hubo que ahuecar la muralla y cortar, pulir y poner en su sitio las pesadas piedras. El arquitecto era un hombre de gran voluntad, pero de salud frágil y, aunque sólo era un cuarentón, apenas llegó a vivir lo suficiente para ver terminada su obra. El mismo día que el gran tesoro de plata fue metido pieza por pieza en la cámara y las grandes puertas fueron cerradas y selladas, el arquitecto murió. Dejó viuda y dos hijos que acababan de llegar a la edad viril. El rey Rampsinito llamó a los hijos a su presencia y le dio a cada uno un brazalete de plata en señal de la gratitud que sentía hacia su padre.

—Un regalo poco generoso —dije.

—Quizá. Dicen que el rey Rampsinito era imparcial y justo, nunca roñica ni espléndido.

—Me recuerda a Cicerón.

Bethesda se aclaró la garganta pidiendo silencio.

—Una vez al mes, el rey mandaba que rompieran los sellos y pasaba una tarde en la cámara del tesoro, admirando sus objetos de plata y contando sus monedas. Transcurrieron algunos meses; el Nilo creció y decreció, como todos los veranos, y la cosecha fue buena. El pueblo estaba contento y Egipto en paz.

»Pero el rey empezó a notar algo preocupante: faltaban piezas de plata de la cámara del tesoro. Al principio pensó que sólo lo imaginaba, ya que no había manera de abrir las grandes puertas sin romper los sellos, y los sellos sólo se rompían cuando él iba en visita oficial. Pero cuando sus sirvientes cerraron el inventario de su plata, fue evidente que faltaba una gran cantidad de monedas, así como otros pequeños objetos.

»El rey estaba tan dolido como desconcertado. En su siguiente visita, echó en falta más plata, incluido un cocodrilo de plata maciza del tamaño del brazo de un hombre, uno de los objetos que más valoraba el rey.

»El rey se puso furioso; estaba más desconcertado que nunca. Entonces se le ocurrió poner trampas dentro de la cámara del tesoro para que cualquiera que se escurriese entre las monedas y los cofres quedara atrapado y encerrado en una jaula de hierro. Y eso hizo.

»Y hete aquí que, en la siguiente visita, el rey descubrió que una de las trampas había saltado. Pero dentro de la jaula, en lugar de un bandido desesperado y suplicante, había un muerto.

Bethesda hizo una pausa dramática.

—No me extraña —murmure, mirando soñoliento las estrellas—. El pobre ladrón había muerto de hambre, o del susto, cuando la jaula de hierro le cayó encima.

—Quizá. ¡Pero le habían cortado la cabeza!

—¿Qué? —exclamé parpadeando.

—Y la cabeza no estaba por ninguna parte.

—Qué raro.

—Y que lo digas —asintió seriamente Bethesda.

—¿Faltaba más plata?

—Sí.

—Entonces debía de haber otro ladrón con él —deduje.

—Quizá —dijo Bethesda con astucia—. Pero el rey Rampsinito no estaba más cerca de resolver el misterio.

»Entonces se le ocurrió que quizá el infortunado ladrón tuviera parientes en Menfis, en cuyo caso querrían que se les devolviera el cuerpo para purificarlo y enviarlo a su viaje hacia la otra vida. Naturalmente, no podía esperarse que fueran a reclamar el cadáver, así que Rampsinito decidió dejar el cuerpo sin cabeza, bien visible, delante de la muralla de palacio. El hecho se anunció como una advertencia a los ladrones de Rampsinito, pero el verdadero objetivo era capturar a quienquiera que supiese algo sobre el extraño sino del ladrón. A los dos guardias de más confianza del rey (unos sujetos grandes y con barba, los mismos que solían proteger los sellos de la cámara del tesoro) se les encargó que observaran el cadáver día y noche, y que detuvieran a cualquier persona que gimiese o se lamentara.

»A la mañana siguiente, en cuanto se levantó, el rey Rampsinito corrió hacia la muralla de palacio y miró por encima, ya que el misterio de la plata desaparecida había llegado a dominar sus pensamientos, tanto dormido como despierto. ¿Y qué fue lo que vio? A los dos guardias medio dormidos, ambos con una mejilla rasurada, y el cadáver sin cabeza había desaparecido.

»Rampsinito ordenó que llevaran a los guardias a su presencia. Apestaban a vino y su memoria estaba embotada, pero recordaban que había pasado un mercader cuando se estaba poniendo el sol, empujando un carro lleno de odres de vino. Uno de los odres se había roto y dejaba escapar un hilo de líquido. Los guardias cogieron una copa y la llenaron con el vino que caía, dando gracias a los dioses por su buena suerte. El mercader montó en cólera; sin razón, ya que no era culpa de los guardias que se hubiera roto el odre. Se las arreglaron para tranquilizar al mercader con algunas palabras pacíficas y éste se detuvo un rato junto a la muralla de palacio, y les explicó que se sentía débil e irritado después de un largo día de trabajo. Para hacerse perdonar su rudeza, ofreció a cada guardia una copa llena de su mejor vino. Ninguno de los guardias recordaba lo que había pasado después, o al menos eso aseguraban los dos. Cuando recuperaron la noción de las cosas, ya era de día y el rey Rampsinito estaba gritándoles desde la muralla de palacio, los dos tenían una mejilla afeitada y el cadáver decapitado había desaparecido.

—Bethesda —la interrumpí, sufriendo un ligero sobresalto por culpa de un grillo que saltaba entre los tejos—. Espero que no sea una de esas historias egipcias de fantasmas en las que los cadáveres se pasean por ahí, a la buena de Amón-Ra.

Bethesda estiró la mano y sus largas uñas corretearon juguetonamente por mi brazo desnudo, poniéndome la carne de gallina. Aparté sus dedos de un manotazo. Soltó una risa baja y gutural. Al cabo de un momento continuó:

—Cuando les llegó el turno de describir al mercader de vinos, los guardias se expresaron con vaguedad. El uno dijo que era joven, el otro que cuarentón. El uno que llevaba barba abundante, el otro que sólo tenía una ligera pelusa en la mandíbula.

—El vino, o lo que hubieran puesto en él, debió de confundir sus sentidos —dije—. Suponiendo que estuvieran contando la verdad.

—Fuera como fuese, Rampsinito ordenó que se presentaran todos los vinateros de Menfis y desfilaran delante de los guardias.

—¿Y reconocieron los guardias al culpable?

—No. El rey Rampsinito no supo más que al principio. Para empeorar las cosas, algunos vinateros, al abrir la tienda aquella mañana, habían visto a los dos guardias dormidos y medio afeitados, y rápidamente se había extendido el rumor de que habían tomado el pelo a los guardias del rey. La noticia sobre el cadáver sin cabeza y el tesoro robado se había propagado por la ciudad, y pronto todo Menfis estuvo cuchicheando a espaldas del rey. El rey Rampsinito estaba muy disgustado.

—¡No me extraña!

—Tan disgustado que ordenó que los guardias debían permanecer afeitados a medias durante un mes, para que los viera todo el mundo.

—Un castigo leve, está claro.

—No en el Menfis de aquellos tiempos. Ser visto con una sola mejilla afeitada era tan vergonzoso entonces como para un noble romano ser visto en el Foro con sandalias y sin toga.

—¡Inconcebible!

—Pero Fortuna es una espada de dos filos, como decís los romanos, y al final resultó bueno para el rey que los cotilleos se propagaran, porque rápidamente llegaron a los oídos de una joven cortesana que vivía encima de una tienda de alfombras, cerca de las puertas de palacio. Se llamaba Naia y se había enterado de lo que ocurría porque varios de sus clientes eran miembros del cortejo del rey. Tras reflexionar sobre todo lo que había oído y sobre todo lo que sabía de la cámara del tesoro, y sobre su construcción y vigilancia, creyó tener la solución del misterio.

»Naia pudo haber ido directamente al rey y denunciar a los ladrones, pero dos cosas la hicieron vacilar. Primero, no tenía pruebas tangibles; segundo, como te he dicho, el rey no era famoso por su generosidad. Probablemente se limitaría a darle las gracias, a regalarle una pulsera de plata y a decirle que adiós, muy buenas. Así que cuando fue a ver a Rampsinito, sólo dijo que tenía un plan para resolver el enigma y que llevarlo a cabo costaría tiempo y dinero; si su ardid no daba resultado, la misma Naia correría con los gastos…

—¡Qué locura! Yo siempre pido que me abonen los gastos más una tarifa, tanto si resuelvo el misterio como si no.

—… pero si conseguía identificar a los ladrones y explicar cómo había sido robada la plata, Rampsinito tendría que pagarle tanta plata como su mula pudiera cargar y, además, concederle un deseo.

»Al principio, al rey le pareció un precio exagerado, pero cuanto más lo pensaba, más justo le parecía. Después de todo, había desaparecido de su cámara del tesoro mucha más plata de la que una mula podía cargar, y seguiría desapareciendo mientras no cesaran los robos. ¿Y qué deseo podía tener una cortesana que el rey de Egipto no pudiera conceder con un simple movimiento de la mano? Además, no parecía probable que una joven cortesana pudiera resolver el misterio que había confundido al rey y a todos sus consejeros. Aceptó el trato.

»Naia hizo unas cuantas indagaciones. No tardó mucho en descubrir el nombre del sujeto del que sospechaba, ni del lugar donde vivía. Mandó a su criado que observara sus movimientos y que la avisara inmediatamente la próxima vez que pasara cerca de su ventana.

»Pocos días después, el sirviente llegó corriendo a su habitación, sin aliento, y le dijo que mirara por la ventana. Un joven con ropas y sandalias recién compradas estaba mirando unas caras alfombras en la puerta de la tienda que había debajo. Naia se sentó en la ventana y envió al criado con un mensaje para el hombre.

—¿Acusó a aquel truhán allí mismo? —pregunté.

—Claro que no. El sirviente le dijo al joven que su señora le había visto por la ventana, que se había dado cuenta de que era un hombre de gusto y de recursos, y que deseaba invitarle a subir a su habitación. Cuando el joven miró hacia arriba, Naia estaba apoyada en la ventana de tal manera que muy pocos hombres se habrían resistido a la invitación.

—Esta Naia —murmuré— está empezando a recordarme a otra egipcia que conozco…

Bethesda no me hizo caso.

—El joven fue directamente a su habitación. El sirviente llevó vino frío y fruta fresca, y se sentó al otro lado de la puerta, tocando dulcemente la flauta. Naia y su invitado hablaron un rato y pronto resultó evidente que el joven la deseaba con todas sus fuerzas. Pero Naia insistió en que primero jugaran a un juego. Relajado por el calor del día y con la lengua suelta por el vino y la pasión, el joven accedió. He aquí el juego: cada uno debía revelar al otro dos secretos, empezando por el joven. ¿Cuál era el peor delito que había cometido en su vida? ¿Y cuál su trampa más inteligente?

»El joven se quedó pensativo al oír aquellas preguntas y una sombra de tristeza cruzó su rostro, seguida de una carcajada.

»Puedo contestarte fácilmente —dijo—, pero no estoy seguro de cuál es cuál. Mi mayor delito ha sido cortarle la cabeza a mi hermano. Mi principal trampa ha sido volver a juntar su cabeza y su tronco. ¡Aunque quizá sea al revés! —Sonrió arrepentido y miró a Naia con ojos de deseo—. ¿Y tú? —susurró.

»Naia suspiró.

»Me pasa lo que a ti —dijo—. No estoy segura de cuál sea cuál. Creo que mi mejor trampa ha sido descubrir al ladrón que ha robado en la cámara del tesoro de Rampsinito y mi delito peor llevarlo ante el rey. Aunque es posible que sea al revés…

»El joven dio un respingo y recuperó la cordura. Se levantó y corrió hacia la ventana, pero una gran jaula de hierro, como la que había atrapado a su hermano, cayó desde el techo encima de él. No podía escapar. Naia envió a su criado a buscar a los guardias del rey.

»—Y ahora —dijo—, mientras esperamos, explícame lo que todavía no sé sobre el robo de la plata real.

»Al principio, el joven estaba furioso, pero luego empezó a gemir, dándose cuenta del destino que le aguardaba. La muerte sería el castigo más dulce que podía esperar. Era más probable que le cortaran las manos y los pies, y tuviera que vivir el resto de sus días tullido y mendigando.

»—Pero si ya lo sabes todo —gimió—. ¿Cómo me has descubierto?

»Naia se encogió de hombros.

»—Durante cierto tiempo pensé que los dos guardias debían de estar compinchados y que el cuerpo sin cabeza era del tercer cómplice, al que habían matado para que no les traicionara. Pero los guardias conocían las trampas y, por lo tanto, podían haberlas evitado; y dudo que ningún hombre de Menfis se hubiera atrevido a aparecer medio afeitado ante el rey, aunque fuera para disimular su culpa. Además, todo el mundo está de acuerdo en que las puertas de la cámara del tesoro no pueden abrirse sin romper los sellos. Así que tenía que haber otra entrada. ¿Era posible aquello sin que el arquitecto lo hubiera planeado? ¿Y quién podía conocer la existencia de una entrada secreta sino los dos hijos del arquitecto?

»—Es cierto —dijo el joven—. Mi padre nos la enseñó antes de morir, una entrada secreta que se abre presionando una piedra de la muralla de palacio, imposible de encontrar para quien no conozca las medidas exactas. Dos hombres, incluso uno, pueden abrirla de un simple empujón, llevarse todo lo que puedan de la cámara del tesoro, y luego sellar la puerta tras ellos de manera que nadie pueda encontrarla nunca. Le dije a mi hermano mayor que nos estábamos llevando mucho y que el rey se daría cuenta; pero nuestro padre nos había dicho que el rey había sido un tacaño con él y que le había pagado una miseria por todos sus años de trabajo, y que gracias a su ingenio nosotros tendríamos siempre unos ingresos fijos.

»—Pero entonces tu hermano quedó atrapado en la jaula de hierro —dijo Naia.

»—Sí. Consiguió sacar la cabeza entre los barrotes, pero nada más. Me rogó que se la cortara y me la llevara; de lo contrario, alguien de palacio podía reconocerle y toda nuestra familia iría a la ruina.

»—Y tú hiciste lo que te pedía. ¡Tuvo que ser terrible para ti! Pero fuiste un buen hermano. Recuperaste su cuerpo, lo juntaste con la cabeza y lo enviaste a la otra vida.

»—Por mí no lo habría hecho, pero mi madre insistió. Me disfracé y engañé a los guardias para que bebieran vino emponzoñado con una sustancia. En la oscuridad saqué el cuerpo de mi hermano y lo escondí en el carro, entre los odres de vino. Antes de llevármelo, afeité una mejilla a cada guardia para que el rey no creyera que habían conspirado conmigo.

»Naia miró por la ventana.

»—Esos mismos guardias vienen ya corriendo por la calle.

»—Por favor —dijo el joven, sacando la cabeza de la jaula—. ¡Córtame la cabeza! ¡Deja que comparta el destino de mi hermano! De otra forma, ¿quién sabe qué horribles castigos me infligirá el rey?

»Naia cogió una larga espada y fingió pensárselo.

»—No —dijo por fin, cuando ya los pasos de los guardias resonaban en la escalera—. Creo que es mejor dejar que la justicia siga su curso.

»Así que el joven fue llevado en presencia del rey Rampsinito, junto con Naia, que fue a reclamar la recompensa. El escondite de la plata del ladrón fue encontrado en su casa y la plata devuelta a la cámara del tesoro. La entrada secreta fue sellada y a Naia se le permitió llevarse toda la plata que una mula pudo cargar.

»En cuanto al destino del ladrón, Rampsinito anunció que permitiría a los deshonrados guardias vengarse en él primero, y que a la mañana siguiente decidiría el castigo, decapitarle o cortarle las manos y los pies.

»Iba el rey a abandonar la sala de recepción cuando lo llamó Naia.

»—¿Recuerdas el resto de nuestro trato, gran rey?

»Rampsinito la miró confuso.

»—Dijiste que me concederías un deseo —le recordó Naia.

»—¡Ah, si! —asintió el rey—. ¿Y cuál es tu deseo?

»—¡Quiero que perdones a este joven y que lo dejes en libertad!

»Rampsinito la miró horrorizado. Lo que pedía era imposible, pero no había manera de negárselo. Entonces sonrió.

»—¿Por qué no? —dijo—. El misterio está resuelto, la plata ha sido devuelta y la entrada secreta está sellada. Había pensado que este ladrón era el hombre más inteligente de Egipto… ¡pero tú eres aún más inteligente, Naia!

Otra estrella fugaz cruzó el firmamento. Los grillos cantaban. Me estiré.

—Y supongo que se casaron.

—Eso dice el cuento. Es lógico que una mujer tan inteligente como Naia acabe casada con un hombre tan inteligente como el ladrón. Con la plata que ella había obtenido y el ingenio de ambos, estoy segura de que fueron muy felices.

—¿Y el rey Rampsinito?

—Su recuerdo se celebra todavía como el último de los buenos reyes, antes de que Keops comenzara una larga dinastía de chapuceros. Dicen que después de que se resolviera el misterio de la plata desaparecida, fue al lugar que los griegos y los romanos llaman Hades y jugó a los dados con Deméter. Ganó una tirada y perdió otra. Cuando ya iba a regresar, Deméter le dio una servilleta de oro. Y ése es el motivo por el que los sacerdotes se tapan los ojos con paños amarillos cuando siguen a los chacales al templo de Deméter la noche de la fiesta de la primavera.

Debí de quedarme dormido, porque me perdí el resto de la historia, fuera cual fuese, que Bethesda había comenzado. Cuando desperté, guardaba silencio, pero por su respiración habría jurado que todavía estaba despierta.

—Bethesda —susurré—. ¿Cuál ha sido tu peor delito? ¿Y tu mejor trampa?

Al cabo de un momento dijo:

—Creo que todavía están por llegar. ¿Y los tuyos?

—Ven aquí y te lo diré al oído.

La noche había refrescado. Una brisa constante llegaba dulcemente del valle del Tíber. Bethesda se levantó del triclinio y vino al mío. Acerqué los labios a su oreja, pero en vez de susurrarle secretos, hicimos otra cosa.

Y al día siguiente, en la calle de los plateros, le compré una sencilla pulsera de plata, un recuerdo de la noche que me contó el cuento del rey Rampsinito y su cámara del tesoro.