—Eco, ¿me estás diciendo que nunca has visto una obra de teatro?
Eco levantó sus grandes ojos castaños hacia mí y negó con la cabeza.
—¿Nunca te has reído de los esclavos patosos que se dan batacazos? —añadí—. ¿Ni te has desmayado al ver que los piratas secuestran a la joven heroína? ¿Ni te has emocionado al saber que el héroe es el heredero secreto de una inmensa fortuna?
Los ojos de Eco se abrieron de par en par y negó con la cabeza con más energía.
—¡Pues eso hay que remediarlo hoy mismo! —exclamé.
Eran los idus de septiembre y el más bonito día de otoño que pudieran imaginar los dioses. El sol brillaba cálidamente en las estrechas callejas y en las gorgoteantes fuentes de Roma; una suave brisa llegaba del Tíber, refrescando las siete colinas; el cielo era una bóveda del más puro azul, sin una sola nube. Era el duodécimo día de los dieciséis que cada año se dedicaban al Festival Romano, la fiesta pública más antigua de la ciudad. Quizá el mismo Júpiter había decretado que el clima fuera tan perfecto; la fiesta era en su honor.
Para Eco, el festival fue una serie interminable de descubrimientos. Por primera vez en su vida presenció una carrera de carros en el Circo Máximo, vio espectáculos de lucha y boxeo en las plazas públicas, y comió unas salchichas de sesos de ternera con almendras que habíamos comprado a un vendedor callejero. La carrera le emocionó, sobre todo porque le encantan los caballos; los pugilistas le aburrieron, ya que había visto muchas trifulcas públicas con anterioridad; y la salchicha se le indigestó (aunque es posible que la culpa la tuviera el atracón de manzanas verdes con especias que se dio después).
Hacía cuatro meses que había rescatado a Eco en un callejón de la Subura de una banda de jóvenes que lo perseguían con palos y crueles burlas. Sabía algo de su historia, ya que lo había conocido durante una investigación realizada para Cicerón aquella primavera. Al parecer, su madre, viuda y desesperada, había abandonado al joven Eco para que se las arreglara por su cuenta. ¿Qué podía hacer sino llevármelo a mi casa?
Me pareció muy inteligente a pesar de sus diez años. Sabía su edad porque siempre que le preguntaba me enseñaba diez dedos. Eco podía oír (y sumar) perfectamente, aunque su lengua estuviera inutilizada.
Su mudez fue al principio un gran obstáculo para los dos. (No era mudo de nacimiento, pero parece que se había quedado así a causa de las mismas fiebres que habían acabado con la vida de su padre). Eco tiene una gran habilidad para la mímica, pero las señas no pueden transmitirlo todo. Alguien le había enseñado las letras, pero sólo leía y escribía lo más elemental. Yo había empezado a enseñarle, pero el progreso era difícil precisamente porque no hablaba.
Su conocimiento de las calles de Roma era profundo pero limitado. Conocía las entradas traseras de todas las tiendas de la Subura y dónde dejaban las sobras al final del día los pescaderos y carniceros del Tíber. Pero nunca había estado en el Foro ni en el Circo Máximo, nunca había oído disertar a un político (¡afortunado muchacho!) ni visto una obra teatral. Pasé muchas horas enseñándole la ciudad aquel estío, redescubriendo sus maravillas a través de los grandes ojos de un niño de diez años.
Y sucedió que el duodécimo día del Festival Romano un pregonero apareció corriendo por las calles, anunciando que la compañía de Quinto Roscio saldría a escena al cabo de una hora, y me dije que no debíamos perdernos la obra.
—¡Ah! ¡La compañía de Roscio el cómico! —exclamé—. Los magistrados que se encargan del festival no han reparado en gastos. ¡No hay actor vivo más famoso que Quinto Roscio, ni compañía con más renombre que la suya!
Fuimos desde la Subura hasta el Foro, cuyas calles estaban atestadas de gente debido a las fiestas. Entre el templo de Júpiter y las termas Senias habían levantado un teatro improvisado. Habían puesto varias filas de bancos delante de un escenario de madera que habían levantado en el estrecho espacio que quedaba entre las paredes de ladrillo.
—Algún día —dije— un agitador de multitudes construirá el primer teatro permanente de Roma. ¡Imagínatelo! Un auténtico teatro al estilo griego, hecho de piedra, y tan sólido como un templo. Los puritanos se escandalizarán. Odian el teatro porque viene de Grecia y piensan que todas las cosas griegas tienen que ser decadentes y peligrosas. ¡Por Baco! Hemos llegado muy pronto. Tendremos buen sitio.
El acomodador nos llevó a una localidad de pasillo, en un banco situado a cinco filas del escenario. Las cuatro primeras filas, destinadas a los senadores, habían sido aisladas con un cordón de tela violeta. A veces el acomodador llegaba correteando por el pasillo seguido de algún juez togado y de su grupo, y levantaba el cordón para permitirles el acceso a los bancos.
Mientras el teatro se llenaba a nuestro alrededor, indicaba a Eco los detalles del escenario. Delante de la primera fila de bancos había un pequeño espacio abierto, la orquesta, donde tocarían los músicos; a ambos lados había tres escalones que conducían al escenario. Detrás de éste, y cerrándolo por los dos lados, había una mampara de madera con una puerta plegable en medio y otras puertas en las alas izquierda y derecha. Por estas puertas entrarían y saldrían los actores. Fuera de la vista, debajo del escenario, se oía a los músicos calentando las flautas y ensayando fragmentos de tonadas conocidas.
Me di la vuelta y vi una figura alta y delgada que se perfilaba ante nosotros.
—¡Estatilio! —exclamé—. Me alegro de verte.
—Yo también. ¿Quién es éste? —dijo, acariciando el pelo castaño de Eco con sus largos dedos.
—Es Eco —dije.
—¿Un sobrino reencontrado?
—No exactamente.
—Ya. Una indiscreción de otros tiempos —dijo enarcando una ceja.
—Tampoco —dije ruborizándome. De pronto me pregunté qué pasaría si dijera: «Pues es mi hijo». No era la primera vez que pensaba en la posibilidad de adoptar legalmente a Eco… pero rápidamente se desvaneció el pensamiento. Un hombre como yo, que a veces pone en peligro su vida, no tiene nada que hacer como padre; eso me decía a mí mismo. Si realmente quisiera hijos, podía haberme casado hacía tiempo con una auténtica romana y tener la casa llena ahora. Rápidamente cambié de tema.
—Pero, Estatilio, ¿y tu disfraz y tu máscara? ¿Por qué no estás detrás del escenario preparándote para la representación? —Conocía a Estatilio desde que éramos niños; se había hecho actor en la juventud, uniéndose primero a una compañía y luego a otra, buscando siempre la experiencia de los cómicos veteranos. El gran Roscio lo había admitido un año antes.
—¡Bah! Tengo tiempo de sobra para ponerme a punto.
—¿Y cómo se vive en la compañía del actor más grande de Roma?
—¡De fábula, chico! ¡Genial! —Me estremecí ante la ironía de su voz—. ¡Ay, Gordiano! Siempre lees en mi corazón. De genial, nada. ¡Es un asco! ¡Roscio es un monstruo! Brillante, sí, pero un bruto. Si yo fuera esclavo, estaría lleno de magulladuras. Pero como no puede darme con el látigo, me golpea con la lengua. ¡Vaya jefe! Es un hombre implacable y nunca está satisfecho. Hace que un hombre se sienta peor que un gusano. No creo que las galeras ni las minas sean peores. ¿Es culpa mía que se me haya pasado la edad de representar papeles de heroína o que no tenga todavía la voz adecuada para hacer de avaro o de soldado fanfarrón? ¡Ah, es posible que Roscio tenga razón! Soy un inútil sin talento y llevaré a toda la compañía al descrédito.
—Todos los actores son iguales —susurré a Eco—. Necesitan más coba que los niños. ¡Tonterías! —dije, dirigiéndome a Estatilio—. Te vi en primavera, en la festividad de la Gran Madre, cuando Roscio representó Los dos Menecmos. Estuviste impresionante en el papel de los gemelos.
—¿Lo dices de veras?
—Te lo juro. Me reí tanto que casi me caigo del banco.
Se iluminó un momento y luego se estremeció.
—Ojalá Roscio pensara lo mismo. Hoy estaba todo listo para que yo representara a Euclión, el viejo avaro…
—¡Ah! Entonces, ¿vamos a ver La olla?
—Sí.
—Es una de mis obras favoritas —dije a Eco—. Es posiblemente la comedia más divertida de Plauto. Cruda, pero relajante…
—Iba a representar a Euclión —dijo Estatilio con rudeza, para centrar la conversación en él— cuando de repente, esta mañana, Roscio tuvo un ataque de ira y dijo que toda mi interpretación estaba mal enfocada y que sería humillante verme hacer una chapuza delante de toda Roma. Y ahora tengo que representar a Megadoro, el vecino.
—Buen papel —dije, esforzándome por recordar quién era el personaje—. ¿Y quién se lleva el papel estelar de Euclión?
—El parásito de Panurgo… ¡un simple esclavo, con menos vis cómica que una babosa! —Se irguió bruscamente—. ¡Oh, no! ¿Qué es eso?
Seguí su mirada hasta el pasillo exterior, por el que el acomodador guiaba hacia la parte delantera a un hombre fornido y con barba. Le seguía de cerca un gigante rubio con una cicatriz en la nariz; era el guardaespaldas del hombre de la barba; conozco a un rufián de la Subura cuando lo veo. El acomodador los guió hasta el otro extremo de nuestro banco; se metieron entre las filas y avanzaron hacia nosotros para sentarse en el sitio vacío que había al lado de Eco.
Estatilio se inclinó para esconderse y me dijo al oído:
—Como si no tuviera bastantes problemas… es Flavio el prestamista, con uno de sus matones. El único hombre de toda Roma que es más monstruoso que Roscio.
—¿Y cuánto le debes exactamente al tal Flavio? —empecé a decir cuando, de repente, de detrás del escenario salió una voz de trueno que se elevó por encima del sonido discorde de las flautas.
—¡Idiota! ¡Incompetente! ¡No me vengas ahora con que no recuerdas el texto!
—Roscio —susurró Estatilio— gritándole a Panurgo, espero. Ese hombre tiene un genio terrible.
La puerta central del escenario se abrió de súbito, poniendo al descubierto a un hombre bajo y gordo, disfrazado ya con una espléndida capa de buen paño blanco. Su cara ceñuda y llena de bultos era la más indicada para meter miedo a los empleados y segundones, y sin embargo era, por consenso universal, el hombre más gracioso de Roma. Su legendaria bizquera volvía casi invisibles sus ojos, pero cuando miró hacia nosotros, sentí como si una daga hubiera pasado rozando mi oreja y se hubiera clavado en el corazón de Estatilio.
—¡Y tú! —bramó—. ¿Dónde estabas? ¡Al escenario inmediatamente! No, no te molestes en dar la vuelta… ¡sube por la orquesta, vamos, a escape! —Daba órdenes como si estuviera hablando con un perro.
Estatilio corrió por el pasillo, saltó al escenario y desapareció tras los bastidores, cerrando la puerta a sus espaldas, no sin lanzar antes una mirada furtiva al espectador que se había sentado al lado de Eco. Me volví y miré a Flavio el prestamista, que me devolvió la mirada de curiosidad con una mueca. No parecía estar del humor apropiado para ver una comedia.
Me aclaré la garganta.
—Hoy ponen la del puchero lleno de oro —dije, inclinándome sobre Eco para dirigirme a los recién llegados. Flavio dio un respingo y arrugó las peludas cejas, como si no comprendiese—. La olla, hombre, Aulularia —añadí—, una de las mejores obras de Plauto, ¿no la conoces?
Flavio abrió la boca y me miró recelosamente. El guardaespaldas rubio me miró con expresión de suprema estupidez.
Me encogí de hombros y miré hacia otro lado.
En la plaza que había detrás de nosotros, el pregonero dio el último aviso. Los bancos se llenaron rápidamente. Los rezagados y los esclavos se colocaron donde pudieron, poniéndose de puntillas. Dos músicos salieron a escena y descendieron hasta el foso de la orquesta, donde empezaron a soplar sus grandes flautas.
Un murmullo de reconocimiento recorrió la multitud cuando sonaron los famosos compases del tema del tacaño Euclión, la primera señal de la obra que íbamos a ver. Mientras tanto, el acomodador y el pregonero subían y bajaban por los pasillos, mandando callar a los miembros más ruidosos del público.
Por fin terminó la obertura. La puerta central se abrió con un crujido y salió Roscio, vistiendo su suntuosa capa blanca y con la cabeza tapada por una máscara de expresión grotesca y feliz. A través de los agujeros pude ver sus ojos bizcos; su voz meliflua resonó en todo el teatro.
—Nadie se pregunte quién soy —dijo—; os lo diré en pocas palabras. Soy el Lar de esta casa, que es la casa de Euclión. Hace ya muchos años que la ocupo… —y se puso a dar detalles para que el público entrara en antecedentes: los abuelos de Euclión habían escondido una olla de oro bajo el suelo de la casa, Euclión tenía una hija que estaba enamorada del sobrino del vecino y sólo necesitaba una dote para poderse casar felizmente, y el Lar había conducido al avaro Euclión hasta la olla para poner en marcha los acontecimientos.
Miré a Eco, que contemplaba embelesado la figura enmascarada, pendiente de cada palabra. A su lado, el prestamista Flavio tenía la misma cara de desdicha que antes. El guardaespaldas rubio estaba sentado con la boca abierta y se rascaba la cicatriz de vez en cuando.
Se oyó un murmullo entre bastidores.
—¡Ah! —exclamó Flavio con un susurro teatral—. Ya oigo a Euclión, y viene chillando como siempre. El viejo avaro echa de la casa a su vieja sirvienta, para que no se entere de su secreto. Me figuro que querrá dar un vistazo al oro, para comprobar que no se lo han quitado. —Silenciosamente, se fue por la puerta derecha del escenario.
Por la puerta central salió a escena una figura con máscara de anciano y vestida de amarillo brillante, el color tradicional de los codiciosos. Era Panurgo, el esclavo que representaba el papel protagonista del avaro Euclión. Salió arrastrando a otro actor, disfrazado de esclava, a quien lanzó al centro del escenario.
—¡Sal, te digo! —gritó—. ¡Fuera! ¡Por Hércules, vete de aquí, vieja fisgona, saco de huesos!
Estatilio se había equivocado al valorar la vis cómica de Panurgo; enseguida oí carcajadas a mi alrededor.
—¿Qué he hecho? ¿Qué? ¿Qué? —gimió el otro actor. Su sonriente máscara de mujer estaba coronada por una espantosa peluca revuelta. La túnica le colgaba hecha jirones hasta las nudosas rodillas—. ¿Por qué golpeas a una vieja que sufre?
—¡Para que tengas un verdadero sufrimiento del que lamentarte, por eso! ¡Y para que sufras tanto como sufro yo cuando te miro! —Panurgo y su colega corretearon por el escenario, para diversión del público. Eco saltaba en el banco y aplaudía. El prestamista y su guardaespaldas estaban sentados con los brazos cruzados, indiferentes.
CRIADA: Pero ¿por qué me echas de la casa?
EUCLIÓN: ¿Desde cuándo tengo que darte explicaciones? ¡Tú quieres más leña, vieja asquerosa! ¡Te lo estás buscando!
CRIADA: ¡No puedo más! ¡Ojalá los dioses me dieran fuerzas para arrojarme por un barranco!
EUCLIÓN: ¿Qué murmuras? ¡Te voy a sacar los ojos, maldita bruja!
Al final desapareció la esclava y el avaro volvió a su casa a contar el dinero; Megadoro, el vecino, y su hermana Eunomia ocuparon el escenario. Por la voz me pareció que el actor que representaba a la hermana era el mismo que había representado a la vieja; seguro que estaba especializado en papeles femeninos. Mi amigo Estatilio interpretaba bien a Megadoro, pensé, pero no estaba a la misma altura que Roscio, ni siquiera que su rival Panurgo. Sus ademanes cómicos eran recompensados con bufidos y risas contenidas pero no con carcajadas.
EUNOMIA: Diligente hermano, he querido que salieras de casa para hablar contigo en privado de algo que afecta al bienestar de tu casa.
MEGADORO: ¡Dame la mano, mujer excelente!
EUNOMIA: ¿Quién? ¿Dónde está esa mujer?
MEGADORO: Hablo de ti. ¡Eres la mejor mujer que conozco!
EUNOMIA: No seas ridículo. No hay mujeres mejores, todas son siempre peores que las demás.
MEGADORO: Ya. Bueno, bueno, pero digas lo que digas…
EUNOMIA: Préstame atención. Querido hermano, me gustaría que te casaras…
MEGADORO: ¡No, maldición! ¡Socorro! ¡Que me matan, que me matan!
EUNOMIA: ¡Oh! ¡Cállate!
Este diálogo, normalmente divertido para el público, sólo despertó risitas sin entusiasmo. Mi atención se desvió hacia el disfraz de Estatilio, de lana azul bordada en amarillo, y hacia su máscara, de cejas absurdamente burlonas. Pensé que era mala señal que el disfraz de un actor fuera más interesante que su interpretación. El pobre Estatilio había encontrado un hueco en la compañía de actores más respetada de Roma, pero no brillaba allí. ¡Estaba claro por qué el exigente Roscio había sido tan intolerante con él!
Incluso Eco se estaba poniendo nervioso. El prestamista Flavio se inclinó para susurrar algo al oído de su guardaespaldas rubio, sin hacer caso, pensé, del talento del actor que le debía dinero.
La hermana se fue al final; el avaro volvió para hablar con su vecino. Viendo a los dos en escena, Estatilio y su rival Panurgo, el abismo entre sus respectivos talentos era dolorosamente claro. El Euclión de Panurgo, se comía la escena y no porque sus tiradas fueran mejores.
EUCLIÓN: Así que quieres casarte con mi hija. Muy bien; pero debes saber que no tengo ni un clavo para dárselo de dote.
MEGADORO: No espero ni siquiera medio clavo. Su virtud y su buen nombre son suficientes.
EUCLIÓN: Lo he dicho para que no te creas que acaba de encontrar un tesoro enterrado en su casa, por ejemplo una olla de oro escondida por mi abuelo, ni…
MEGADORO: Claro que no… ¡qué tonterías se te ocurren! No digas nada más. Entonces, ¿me concederás a tu hija?
EUCLIÓN: De acuerdo. Pero ¿qué es eso? ¡Oh, dioses! ¡Estoy arruinado!
MEGADORO: Por Júpiter, ¿qué ocurre?
EUCLIÓN: Me ha parecido oír una pala… alguien está cavando…
MEGADORO: ¡Bah! Sólo es un esclavo al que he mandado arrancar unas raíces en mi jardín. Cálmate, buen vecino…
Lo sentía por mi amigo Estatilio; aunque su interpretación era floja, había aprendido a seguir sin equivocarse las indicaciones escénicas del maestro. Roscio era famoso no sólo por embellecer las viejas comedias con disfraces vistosos y máscaras que deleitaban la vista, sino también por la coreografía de los movimientos de los actores. Estatilio y Panurgo nunca estaban quietos en el escenario, como los actores de compañías menos importantes. Daban vueltas, uno alrededor del otro, en una danza cómica constante, un remolino de azul y amarillo.
Eco me tiró de la manga. Con un encogimiento de hombros señaló a los hombres que había a su lado. Flavio estaba otra vez susurrando al oído del guardaespaldas; el rubio fruncía el entrecejo con perplejidad. Entonces se levantó y anduvo pesadamente hacia el pasillo. Eco apartó los pies, pero yo fui más lento. El monstruo me pisó. Lancé un aullido. Algunos de los que me rodeaban hicieron lo mismo, pensando que estaba abucheando a los actores. El gigante rubio ni siquiera se disculpó.
Eco me tiró de la manga.
—Déjalo —dije—. Tenemos que aprender a convivir con la grosería en el teatro.
Eco entornó los ojos y cruzó los brazos con exasperación. Conocía aquel gesto: ¡si hubiera podido hablar!
En el escenario, los dos vecinos finalizaron los planes para que Megadoro se casara con la hija de Euclión; con el estridente chirriar de las flautas y el entrechocar de los címbalos, abandonaron el escenario y terminó el primer acto.
Los flautistas empezaron a tocar un nuevo tema. Al poco rato, dos nuevos personajes aparecieron en escena. Eran los belicosos cocineros, convocados para preparar el banquete de bodas. Al público romano le encantan los chistes sobre comida y glotonería, cuanto más crudos mejor. Mientras a mi se me revolvían las tripas con los horribles juegos de palabras, Eco se reía a carcajadas, emitiendo un sonido ronco y ladrante.
Se me enfrió la sangre en medio de tanta alegría. Por encima de las risas, oí un grito.
No era un grito de mujer, sino de hombre. No era un grito de miedo, sino de dolor.
Mire a Eco y éste me devolvió la mirada. Él también lo había oído. Nadie más parecía haberlo notado; pero los actores que estaban en escena tenían que haber oído algo. En aquel punto trabucaron un par de frases y se volvieron dubitativos hacia la puerta, pisándose entre sí. El público se limitó a reír con más fuerza ante aquella torpeza.
Los cocineros belicosos terminaron la escena y desaparecieron entre bastidores.
El escenario quedó vacío. Hubo una pausa prolongada. Entre bastidores se oían ruidos extraños e inexplicables, suspiros ahogados, arrastrar de pies, un alarido. El público empezó a murmurar y a moverse inquieto en los bancos.
Al final se abrió la puerta del lado izquierdo y entró en escena una figura con la máscara del avaro Euclión. Iba vestido de amarillo chillón, como antes, pero la capa era diferente. Elevó las manos al aire.
—¡Qué desgracia! —exclamó. Un escalofrío me recorrió la columna—. ¡Qué desgracia! —repitió—. ¡El matrimonio de una hija es una desgracia! ¿Cómo puede pagarlo un hombre? Acabo de llegar del mercado y es impensable lo que piden por el cordero… un brazo y una pierna por un brazo y una pierna, eso es lo que quieren…
El personaje era el avaro Euclión, pero el actor ya no era Panurgo, era Roscio el que estaba tras la máscara. El público no pareció darse cuenta de la sustitución o al menos no le dio importancia; todos empezaron a reírse casi inmediatamente del pobre Euclión aturdido por su propia tacañería.
Roscio recitó su tirada impecablemente, con la experiencia propia de quien ha interpretado un papel varias veces, pero a mi me pareció advertir un extraño temblor en su voz. Cuando se dio la vuelta y pude ver sus ojos detrás de la máscara, no vi señales de su famosa bizquera. Sus ojos estaban dilatados por la alarma. ¿Era Roscio el actor, asustado por algo muy real? ¿O Euclión, temeroso de que los bulliciosos cocineros encontraran el tesoro?
—¿Qué son esos gritos que vienen de la cocina? —exclamó—. ¡Por Júpiter! ¡Están pidiendo una olla más grande para cocinar el pollo! ¡Mi olla de oro! —Cruzó corriendo la puerta posterior, casi pisándose la capa blanca. Siguió un ruido de cacharros rotos.
La puerta central se abrió de súbito. Uno de los cocineros salió a escena, gritando aterrorizado:
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro!
¡Era Estatilio! Me puse tieso y fui a levantarme, pero resultó que los gritos eran parte de la obra.
—Esto es una casa de locos —dijo, colocándose bien la máscara. Saltó del escenario y echó a correr entre el público—. ¡El avaro Euclión se ha vuelto loco! ¡Nos está tirando ollas y sartenes a la cabeza! ¡Ciudadanos, venid a salvarnos!
Correteó por el pasillo central hasta que se detuvo a mi lado. Se inclinó y habló entre dientes para que sólo yo pudiera oírle.
—¡Gordiano! ¡Ven entre bastidores enseguida!
Di un respingo. Miré los ojos ansiosos de Estatilio, a través de la máscara.
—¡Entre bastidores! —susurró—. ¡Rápido! Una daga… sangre… Panurgo… ¡muerto!
Al otro lado del laberinto de bastidores, toldos y plataformas, oía de vez en cuando el sonido de las flautas y las voces de los actores que discutían, seguidos por el rugido ahogado del público riéndose. Entre bastidores, sin embargo, la compañía de Quinto Roscio corría aterrorizada de aquí para allá, cambiándose de disfraz, poniéndose las máscaras unos a otros, murmurando el texto en voz baja, endilgándose cuchufletas o dedicándose frases de ánimo, y todos, de una manera u otra, procurando comportarse como si aquello fuera una de tantas funciones frenéticas y no hubiera un cadáver allí en medio.
Era el esclavo Panurgo. Estaba boca arriba, en un discreto entrante del callejón que había detrás del templo de Júpiter. El lugar era un retrete público, uno de los muchos construidos en los múltiples recodos y rincones que jalonaban el perímetro del foro. Estaba resguardado por dos paredes, y tenía el suelo inclinado hacia un desagüe que desembocaba en la Cloaca Máxima. Al parecer, Panurgo había ido a vaciar la vejiga entre dos escenas. Ahora estaba muerto, con un cuchillo hundido en el pecho. A la altura de su corazón, un gran círculo rojo manchaba su brillante disfraz amarillo. Un perezoso río de sangre se deslizaba por las baldosas hacia el desagüe.
Era más viejo de lo que pensaba, casi tan viejo como su maestro, con canas en el pelo y la frente llena de arrugas. Su boca y sus ojos estaban dilatados por la sorpresa; sus ojos eran verdes y, en la muerte, resplandecían como esmeraldas sin tallar.
Eco miró el cadáver y me cogió la mano. Estatilio llegó corriendo a nuestro lado. Se había vestido otra vez de azul y llevaba en la mano la máscara de Megadoro. Su rostro estaba gris.
—Locura —susurró—. Maldita locura.
—¿No debería interrumpirse la obra?
—Roscio se niega. Dice que por un esclavo no merece la pena. Y no se atreve a decírselo al público. Imagínate: un asesinato entre bastidores, en medio de una representación nuestra y en un día de fiesta consagrado al mismo Júpiter, a la sombra del templo del padre de los dioses… ¡vaya augurio! ¿Qué magistrado volvería a contratar a Roscio y a la compañía? No, el espectáculo continúa… aunque tengamos que arreglárnoslas para representar nueve papeles con cinco actores en lugar de seis. Por Baco, y yo sin saberme el texto del sobrino…
—¡Estatilio! —Era Roscio, que volvía del escenario. Se quitó la máscara de Euclión. Su cara real era casi tan grotesca a causa de las contorsiones de la furia—. ¿Qué crees que haces allí murmurando? ¡Si yo represento a Euclión, tú tienes que representar al sobrino! —Se frotó los ojos bizcos y se golpeó la frente—. Pero no, es imposible… Megadoro y el sobrino tienen que estar en escena al mismo tiempo. ¡Qué catástrofe! Júpiter, ¿qué he hecho yo para merecer esto?
Los actores se movían como avispas, mientras los de vestuario, semejantes a abejorros, revoloteaban a su alrededor. Todo era caos en la compañía de Quinto Roscio.
Miré la cara exangüe de Panurgo, a quien nada podía preocuparle ya. Todos los hombres son iguales en la muerte, esclavos y ciudadanos, romanos y griegos, genios y farsantes.
Por fin terminó la obra. El viejo solterón Megadoro había escapado de las garras del matrimonio; el avaro Euclión había perdido y recuperado la olla de oro; al honrado esclavo que se la había devuelto le daban la libertad; Megadoro había pagado y despedido a los cocineros revoltosos; y los jóvenes enamorados se habían prometido felizmente. No sé cómo lo habían conseguido en aquellas circunstancias. Por algún milagro del teatro, todo había transcurrido sin contratiempos. Los actores se reunieron en escena para recibir un caluroso aplauso y luego volvieron entre bastidores, reemplazando rápidamente el alborozo por la cruel realidad de la muerte.
—Locura —dijo otra vez Estatilio, revoloteando alrededor del cadáver. Sabiendo lo que sentía por su rival, tuve que preguntarme si no estaría celebrándolo para sí. Parecía realmente afectado, pero podía ser una interpretación.
—¿Y quién es éste? —ladró Roscio, quitándose de un tirón la capa amarilla que se había puesto para hacer el papel del avaro.
—Gordiano. Y me llaman el Sabueso.
Roscio enarcó una ceja y asintió.
—¡Ah, sí! He oído hablar de ti. La primavera pasada… el caso de Sexto Roscio; me alegra decir que no somos parientes y, si lo somos, es en un grado muy lejano. Supiste hacerte con partidarios en ambos lados del asunto.
Como sabía que el actor era amigo íntimo del dictador Sila, al que yo había ofendido más de la cuenta, me limité a asentir.
—¿Y qué estás haciendo aquí? —añadió Roscio.
—Yo lo he llamado —dijo Estatilio con desamparo—. Le dije que viniera entre bastidores. Fue lo primero que se me ocurrió.
—¿Invitaste a un extraño a meterse en esta tragedia, Estatilio? ¡Idiota! ¿Y si se va corriendo al foro para contárselo a todo el que pase? Un escándalo sería desastroso.
—Te aseguro que puedo ser muy discreto con un cliente —dije.
—¡Ya! Entiendo —dijo Roscio, mirándome de reojo con astucia—. Pero quizá no sea mala idea, siempre que seas realmente de alguna ayuda.
—Creo que podría serlo —dije modestamente, calculando el precio. Roscio era, después de todo, el actor mejor pagado del mundo. Los rumores aseguraban que ganaba al menos medio millón de sestercios al año. Podía permitirse ser generoso.
Miró el cadáver y sacudió amargamente la cabeza.
—Uno de mis discípulos más prometedores. No sólo un artista listo, sino un valioso objeto de mi propiedad. Pero ¿por qué iba nadie a matar al esclavo? Panurgo no tenía vicios, ni ideas políticas, ni enemigos.
—Hombre extraño es el que no tiene enemigos —dije. No pude dejar de mirar a Estatilio, que rápidamente apartó los ojos.
Hubo un alboroto entre los actores y los tramoyistas. El grupo se separó para dejar paso a una figura alta y cadavérica, y con un pelo tan rojo que tiraba de espaldas.
—¡Querea! ¿Dónde has estado? —gruñó Roscio. El recién llegado miró por encima de su larga nariz, primero al cadáver y luego a Roscio.
—He venido desde mi villa de Fidenas —dijo con alguna crispación—. El eje de mi carro se rompió. Parece que me he perdido algo más que la obra.
—Gayo Fanio Querea —me susurró Estatilio al oído—. Fue el primer amo de Panurgo. Cuando vio que el esclavo estaba dotado para la comedia, se lo pasó a Roscio para que lo entrenara en semipropiedad.
—No parecen muy amigos.
—Se han peleado por los beneficios que producían las actuaciones de Panurgo.
—Y bien, Quinto Roscio —dijo Querea, levantando la nariz—. Así es como cuidas de nuestra propiedad común. Una administración pésima, diría yo. Ahora el esclavo no vale nada. Te enviaré una factura por lo que me corresponde.
—¿Qué? ¿Crees que soy responsable de esto? —Roscio bizqueó con furia.
—El esclavo estaba a tu cuidado; ahora está muerto. ¡Faranduleros! Gente irresponsable. —Querea se pasó los huesudos dedos por la roja melena y se encogió de hombros con altanería antes de darse la vuelta—. Te enviaré la factura mañana —dijo pasando a través del grupo para reunirse con el séquito de ayudantes que esperaba en el callejón—. O te veré ante los jueces.
—¡Indignante! —exclamó Roscio—. ¡Tú! —dijo, señalándome con un dedo rechoncho—. ¡Es tu trabajo! Descubre quién lo hizo y por qué. Si fue un esclavo o un plebeyo, lo haré pedazos. Si fue un rico, lo sepultaré en demandas por destruir mi propiedad. ¡Antes recurriré al Hades que dar a Querea la satisfacción de decir que ha sido culpa mía!
Acepté el trabajo asintiendo seriamente con la cabeza y procuré no sonreír. Casi podía sentir en mi cabeza el tintineo de la plata. Entonces miré el rostro contorsionado del difunto Panurgo y comprendí la importancia de mi misión. En Roma rara vez se hace justicia a un esclavo muerto. Encontraría al asesino, me dije, no por Roscio y su plata, sino para honrar el espíritu de un artista cruelmente abatido en su mejor momento.
—Muy bien, Roscio. Tengo que hacer algunas preguntas. Que ningún miembro de la compañía se vaya antes de que haya terminado. En primer lugar, me gustaría hablar contigo en privado. Una copa de vino nos calmaría a los dos…
A última hora de la tarde estaba sentado en un banco, a la sombra de un olivo, en una calle tranquila, no muy lejos del templo de Júpiter. Eco estaba a mi lado, observando pensativo el movimiento que producían las sombras de las ramas en los adoquines.
—Y bien, Eco, ¿qué opinas? ¿Hemos descubierto algo que merezca la pena?
Negó seriamente con la cabeza.
—Juzgas demasiado rápido —dije riéndome—. Piensa: la última vez que vimos a Panurgo vivo fue en la escena con Estatilio, al final del primer acto. Luego los dos abandonaron el escenario; los flautistas tocaron un interludio y aparecieron los cocineros alborotadores. Fue cuando oímos el grito. Debió de ser Panurgo al recibir la puñalada. Se formó un alboroto entre bastidores; Roscio fue a comprobar qué pasaba y descubrió el cadáver en la letrina. La noticia se extendió rápidamente. Roscio se puso la máscara del muerto y una capa amarilla, lo más parecido que tenía al ensangrentado disfraz de Panurgo, y salió a escena para continuar su actuación. Estatilio, mientras tanto, se puso un disfraz de cocinero para meterse entre el público y pedirme ayuda. De modo que al menos sabemos una cosa cierta: los actores que hacían de cocineros son inocentes, así como los flautistas, porque estaban a la vista cuando se cometió el homicidio.
Eco hizo una mueca para decir que no estaba impresionado.
—Sí, lo admito —proseguí—, todo esto es muy elemental, pero para construir una pared tenemos que empezar poniendo un ladrillo. Ahora veamos: ¿quién estaba entre bastidores en el momento del asesinato, quién carece de coartada que explique su paradero en el momento del grito y quién podría haber deseado la muerte de Panurgo?
Eco se puso en pie de un salto, listo para empezar el juego. Interpretó una pantomima, agitando la mandíbula como si hablase y abanicándose exageradamente con las manos.
Sonreí con tristeza; el desagradable retrato sólo podía corresponder a mi parlanchín y absorto amigo Estatilio.
—Estatilio es el más sospechoso, aunque lamento decirlo. Sabemos que tenía motivos para odiar a Panurgo; mientras el esclavo estuviera vivo, nunca le darían los mejores papeles a un hombre de menos talento como Estatilio. También hemos sabido, después de interrogar a la compañía, que cuando se oyó el grito nadie vio a Estatilio. Quizá sólo sea una coincidencia, ya que entre bastidores suele haber una situación caótica durante una representación. El mismo Estatilio asegura que estaba en un rincón poniéndose el disfraz. En su favor diré que parece realmente consternado por la muerte del esclavo, pero quizá esté disimulando. Yo lo llamo amigo, pero ¿lo conozco realmente? —me pregunté—. ¿Quién más, Eco?
Se encorvó, hizo una mueca y miró de reojo.
—Sí, Roscio también estaba entre bastidores cuando Panurgo gritó, y nadie parece recordar haberlo visto en aquel momento. ¿Fue él quien encontró el cadáver o estaba allí cuando cayó el cuchillo? Roscio es un hombre violento; todos sus actores lo dicen. Le oímos gritar con furia antes de que comenzara la obra. ¿Lo recuerdas? «¡Idiota! ¡Incompetente! ¡No me vengas ahora con que no recuerdas el texto!». Me han dicho que le estaba gritando a Panurgo. ¿Tanto le fastidió la actuación del esclavo durante el primer acto que le dio un ataque de ira, perdió la cabeza y lo mató? No parece probable; a mí me pareció que Panurgo lo hizo muy bien. Y Roscio, como Estatilio, parecía sinceramente afectado por el asesinato. Claro que Roscio es un actor muy hábil.
Eco puso los brazos en jarras, levantó la nariz y empezó a pavonearse.
—¡Ah, Querea! Precisamente iba a hablar de él. Asegura que llegó después que la obra terminara, pero no pareció muy sorprendido cuando vio el cadáver. Parecía incluso demasiado indiferente. Fue el primer propietario del esclavo. A cambio de desarrollar el talento de Panurgo, Roscio se quedó con la mitad de la posesión, pero Querea parece poco satisfecho con el arreglo. ¿Decidió quizá que el esclavo valía más para él muerto que vivo? Querea considera a Roscio culpable de la pérdida y trata de presionar a Roscio para que le pague la mitad del valor del esclavo en plata. En un tribunal romano, con el abogado indicado, seguramente ganaría Querea.
Me apoyé en el olivo. Sentía cierta desazón.
—De todas formas —proseguí—, ojalá hubiéramos descubierto a alguien de la compañía con algo parecido a un motivo y una oportunidad de cometer el asesinato. Pero nadie parece tener ojeriza a Panurgo y casi todos pueden probar dónde estaban cuando la víctima gritó.
»Claro que el asesino podría ser alguien ajeno a la compañía; cualquiera que pasara por el callejón que hay detrás del templo pudo entrar en el retrete en el que apuñalaron a Panurgo. Y Roscio nos dice, y los demás lo confirman, que Panurgo no trataba casi con nadie ajeno a la compañía, no jugaba ni iba a burdeles; no pedía dinero prestado ni tenía líos con mujeres casadas. Su oficio le ocupaba todo el tiempo; eso dicen todos. Incluso si Panurgo hubiera ofendido a alguien, la parte agraviada seguramente habría discutido el asunto, no con Panurgo, sino con Roscio, ya que era el propietario del esclavo y, legalmente, el responsable de cualquier fechoría.
Di un suspiro de contrariedad.
—El cuchillo que había en su corazón —añadí— era una daga común, sin rasgos distintivos. No había huellas alrededor del cadáver. Ni sangre reveladora en ninguno de los disfraces. No hubo testigos o, al menos, ninguno que conozcamos. ¡Por Hércules! —La lluvia de plata de mi imaginación amainó hasta convertirse en cuatro gotas; sin nada que enseñar, suerte tendría si conseguía que Roscio me pagará un día de trabajo a cambio de mis desvelos. Peor aún: sentía el espíritu del muerto observándome. Había jurado que encontraría a su asesino, pero creo que fue una imprudencia temeraria.
Aquella noche cené en el revuelto jardín de mi domicilio. Las llamas de las lámparas estaban bajas. Pequeñas polillas plateadas revoloteaban entre las columnas del peristilo. Los ruidos de una juerga lejana se elevaban ocasionalmente sobre las calles de la Subura, al pie de la colina.
—Bethesda, la cena estaba exquisita —dije, mintiendo con mi gracia habitual. Creo que habría podido ser actor.
Pero Bethesda no era tonta. Me miró por entre las pestañas y sonrió con la mitad de la boca. Se peinó con la mano la cabellera negra, suelta y brillante, se encogió de hombros con un movimiento elegante y empezó a quitar la mesa.
Mientras iba a la cocina, contemplé el sinuoso movimiento de sus caderas bajo la túnica verde y suelta. Cuando la compré, hace años, en el mercado de esclavos de Alejandría, no fue por su habilidad culinaria. Desde entonces no habían mejorado sus recetas, pero en muchos otros aspectos alcanzaba casi la perfección. Observé la negrura de sus largos cabellos que le caían en cascada hasta la cintura; imaginé las polillas doradas perdidas en aquellos mechones, como estrellas titilantes en el firmamento azul oscuro. Antes de que Eco entrara en mi vida, Bethesda y yo habíamos pasado casi todas las noches juntos, sólo los dos, en la soledad del jardín…
Me sacó de mis recuerdos una mano que me tiraba del borde de la túnica.
—Sí, Eco, ¿qué pasa?
Eco, reclinado en el triclinio que había al lado del mío, juntó los puños y los separó de arriba abajo, como si desenrollase un papiro.
—¡Ah! La hora de tu clase de lectura. Hoy no hemos tenido tiempo, ¿verdad? Pero mis ojos están cansados, lo mismo que los tuyos, sin duda. Y tengo otras cosas en la cabeza.
Me miró con el entrecejo fruncido, con fingida altanería, hasta que cedí.
—Muy bien. Acerca esa lámpara. ¿Qué quieres leer esta noche?
Eco se señaló a sí mismo, negó con la cabeza y me señaló a mí. Se tapó las orejas con las manos y cerró los ojos. Prefería (y secretamente yo también) que eligiera yo, para darse el gustazo de escuchar. Todo aquel verano, durante tardes perezosas y largas noches estivales, habíamos pasado muchas horas en el jardín. Mientras le leía la historia de Aníbal escrita por Pisón, Eco, sentado a mis pies, veía elefantes entre las nubes; mientras le recitaba la historia de las Sabinas, contemplaba la luna, tendido de espaldas. Últimamente le había leído fragmentos de un viejo y medio roto papiro de Platón, un regalo que Cicerón iba a tirar a la basura. Eco sabía griego, pero no conocía el alfabeto, y seguía con fascinación las sutilezas del filósofo, aunque, a veces, en sus grandes ojos castaños, veía un chispazo de pena por no poder participar nunca en aquella clase de debates.
—¿Leo un poco más de Platón? Dicen que la filosofía, después de comer, ayuda a la digestión.
Eco asintió y corrió a coger el papiro. Salió de las sombras del peristilo un momento después, sujetándolo cuidadosamente con las manos. De repente se detuvo y se quedó con una extraña expresión en la cara.
—Eco, ¿qué pasa?
Por un momento pensé que estaba enfermo; el pescado rebozado y los rábanos con salsa de comino que había preparado Bethesda habían quedado muy sosos, pero no tan mal como para ponerle a uno enfermo. Se quedó mirando al vacío, sin oírme.
—¿Eco? ¿Estás bien? —Estaba rígido y temblando; una expresión que podía haber sido de miedo o de éxtasis le cruzó la cara. Luego saltó hacia mí, puso el papiro bajo mis narices y lo señaló frenéticamente.
—Nunca había conocido a un joven tan deseoso de aprender —dije riendo. Pero Eco no estaba jugando. Su expresión era de mortal seriedad—. Eco, es el mismo volumen de Platón que te he estado leyendo durante todo el verano. ¿Por qué estás tan nervioso de repente?
Eco dio un paso atrás para representar otra pantomima. Una daga atravesándole el corazón sólo podía referirse a Panurgo.
—Platón y Panurgo. Eco, no veo la relación.
Eco se mordió los labios e hizo un aspaviento, desesperado por hacerse entender. Al final entró en la casa y salió con dos objetos, uno de cristal verde. Me los puso en las rodillas.
—¡Eco, ten cuidado! El vaso es de mucho valor y lo trajeron expresamente de Alejandría. ¿Y por qué me traes un trozo de teja? ¿Se ha caído del tejado?
Eco señaló los dos objetos por turno, pero yo no me enteraba de lo que quería decir.
Desapareció de nuevo y volvió con una tablilla de cera y un estilo, y escribió las palabras «verde» y «rojo».
—Si, Eco, ya veo que el vaso es verde y la teja roja. ¿La sangre es roja? —Eco negó con la cabeza y se señaló los ojos—. ¿Panurgo tenía los ojos verdes?
Los vi en mi memoria, mirando sin vida al cielo.
Eco dio una patada en el suelo y negó con la cabeza para hacerme saber que estaba equivocado. Cogió el vaso y la teja de mis piernas y empezó a pasárselos de una mano a otra.
—¡Eco, no hagas eso! ¡Te he dicho que el vaso es de gran valor!
Dejó ambos objetos y volvió a empuñar el estilo. Borró las palabras «verde» y «rojo» y en su lugar escribió «azul». Pareció querer escribir algo más, pero vacilaba como si no supiera cómo se escribía. Mordisqueó el estilo y sacudió la cabeza.
—Eco, creo que tienes fiebre. No tiene ningún sentido lo que haces.
Cogió el papiro de mis rodillas y empezó a desenrollarlo, mirándolo con desamparo. Aunque el texto hubiera estado en latín, le habría costado descifrar las palabras y encontrar lo que buscaba, fuera lo que fuese, pero las letras eran griegas y totalmente extrañas para él.
Tiró el papiro y empezó a hacer gestos de nuevo, pero estaba nervioso y obraba con torpeza; yo no encontraba ningún sentido a todo aquel espectáculo. Me encogí de hombros y de repente Eco empezó a llorar de frustración. Volvió a coger el papiro y se señaló los ojos. ¿Quería decir que tenía que leer el papiro o se refería a las lágrimas? Me mordí el labio inferior y le enseñé las palmas, incapaz de ayudarle.
Eco dejó el papiro y salió llorando del jardín. Un gruñido ronco y ahogado salió de su garganta, no el sonido del llanto normal; me desgarró el corazón oírlo. Tendría que haber tenido más paciencia, pero ¿cómo iba a entenderle? Bethesda salió de la cocina, me miró con cara de jueza, y siguió el rastro del llanto de Eco hasta el pequeño cuarto donde dormía el joven.
Miré el papiro; había demasiadas palabras en él. ¿Cuáles habrían inspirado a Eco y qué tendrían que ver con la muerte de Panurgo? «Rojo», «verde», «azul»… vagamente recordé haber leído un pasaje en el que Platón hablaba de la naturaleza de la luz y del color, pero apenas lo recordaba, entre otras cosas porque no lo había entendido. Era algo sobre conos encadenados y proyectados desde los ojos hacia un objeto, o del objeto a los ojos, no lo recordaba bien; ¿sería aquello lo que había producido a Eco alguna asociación de ideas?
Eché un vistazo al papiro, buscando la referencia, pero fue imposible encontrarla. Mis ojos estaban cada vez más débiles. La lampara empezó a chisporrotear. Todas las letras griegas parecían iguales. Normalmente Bethesda se habría presentado para llevarme a la cama, pero por lo visto había preferido consolar a Eco aquella noche. Me quedé dormido en el triclinio, bajo las estrellas, pensando en una capa amarilla manchada de rojo y en unos ojos verdes sin vida, iluminando el cielo azul.
Al día siguiente, Eco estaba enfermo o lo fingía. Bethesda me informó solemnemente de que se negaba a abandonar la cama. Me asomé a su cuarto y le hablé con dulzura, recordándole que las fiestas continuaban y que aquel día habría un espectáculo de fieras salvajes en el Circo Máximo y otra obra de teatro, representada por otra compañía. Me dio la espalda y se cubrió la cabeza con la colcha.
—Debería castigarle —me dije, tratando de pensar lo que haría un padre romano normal.
—No, no deberías —susurró Bethesda al pasar junto a mí. Su atrevimiento me dejó humillado.
Por primera vez después de mucho tiempo, y plenamente consciente de que Eco no estaba a mi lado, di solo el paseo matutino. La Subura parecía muy aburrida al no verla a través de los ojos de un niño de diez años. Mis ojos ya la habían visto un millón de veces.
Decidí comprarle un regalo; les compraría un regalo a los dos, pues siempre era buena idea aplacar a Bethesda cuando se ponía desdeñosa. Para Eco compré una pelota de cuero rojo, de las que usan los niños para jugar al trigón, pasándosela unos a otros con los codos y las rodillas. Para Bethesda quería un velo azul noche lleno de mariposas plateadas, pero me dije que me conformaría con otro de lino. En la calle de los vendedores de telas encontré la tienda de mi viejo amigo, Ruso.
Quise ver un velo azul oscuro. Como por arte de magia, el vendedor sacó exactamente el velo que había imaginado, una gasa que parecía hecha de plata y telarañas negriazules. También era el artículo más caro de la tienda. Le increpé por tentarme con un artículo de lujo que estaba más allá de mis posibilidades.
Ruso se encogió de hombros con bondad.
—Nunca se sabe; podrías haber jugado a los dados, haber sacado la suerte de Venus y haber ganado una fortuna. Mira, estos son más baratos. —Sonrió y puso unos cuantos ante mí.
—No —dije al no ver nada que me gustara—. He cambiado de idea.
—¿Y un velo de un azul más claro? Un azul como el del cielo.
—No, creo que no.
—¡Ah! Pero mira antes lo que tengo que enseñarte. ¡Félix…! ¡Félix! Tráeme uno de los velos que han llegado de Alejandría, los azul claro con bordado amarillo.
El joven esclavo se mordió los labios con nerviosismo e hizo como si se encogiera de miedo. Aquello me pareció extraño, pues sabía que Ruso no era un amo cruel.
—Vamos, ¿a qué estás esperando? —Ruso se volvió hacia mí y sacudió la cabeza—. Este esclavo nuevo… ¡es peor que inútil! No es muy listo, dijera lo que dijese el vendedor. Lleva los libros bastante bien, pero aquí en la tienda. ¡Mira, ya ha vuelto a hacerlo! ¡Increíble! Félix, muchacho, ¿qué te pasa? ¿Haces esto sólo para fastidiarme? ¿Quieres una paliza? ¡Escúchame bien, chico! ¡No pienso soportarlo más tiempo!
El esclavo retrocedió con aire confuso y desamparado. En la mano llevaba un velo amarillo.
—¡Siempre hace lo mismo! —gritó Ruso, apretándose la cabeza—. ¡Quiere volverme loco! ¡Se lo pido azul y me lo trae amarillo! ¡Se lo pido amarillo y me lo trae azul! ¿Has visto alguna vez a alguien tan estúpido? ¡Te voy a dar para el pelo, Félix, lo juro! —Y corrió detrás del pobre esclavo blandiendo una barra de medir.
Entonces lo entendí todo.
Mi amigo Estatilio, como suponía, no estaba en su alojamiento de la Subura. Cuando pregunté a su casero, el viejo me miró como un cómplice acusado de borrar pistas y me dijo que Estatilio había salido de Roma y se había ido al campo.
No estaba en ninguno de los lugares en los que podía haber estado un día de fiesta. No le habían servido en ninguna taberna ni lo habían admitido en ningún burdel. Y no tenía lógica que se dejara caer por las casas de juegos… Entonces supe que la verdad estaba en el punto opuesto.
Empecé a buscar en los lugares de juego de la Subura y lo encontré con bastante rapidez. En un apartamento atestado del segundo piso de un viejo bloque de viviendas, le descubrí en medio de un grupo de hombres bien vestidos, algunos incluso con toga. Estatilio estaba a cuatro patas en el suelo, agitando una cajita y murmurando oraciones a la diosa Fortuna. Tiró los dados; el grupo se apiñó en un estrecho círculo y se apartó profiriendo exclamaciones. La tirada era buena: III, III, III y VI… la suerte de Remo.
—¡Así! ¡Mucho! —gritó Estatilio levantando las manos. Los otros le entregaron sus monedas.
Lo cogí por el cuello de la túnica y lo arrastré chillando hasta el pasillo.
—Me parece que ya tienes bastantes deudas —dije.
—¡Al contrario! —protestó, sonriendo de oreja a oreja. Tenía la cara roja y la frente perlada de sudor, como hombre que tuviera fiebre.
—¿Cuánto le debes exactamente a Flavio el prestamista?
—Cien mil sestercios.
—¡Cien mil!
El corazón se me subió a la garganta.
—Pero ya no. Ya ves, ¡ahora puedo pagarle! —Levantó la mano cargada de monedas—. Tengo dos bolsas llenas de plata en la otra habitación, mi esclavo las está vigilando. Y… ¿puedes creerlo?… la escritura de una casa del monte Celio. Me lo he ganado a pulso, ¿no lo ves?
—A costa de la vida de otro hombre.
Su sonrisa se volvió borreguil.
—Así que lo has descubierto. Pero ¿quién podría haber previsto esa tragedia? Desde luego, yo no. Y cuando Panurgo murió, no me alegré de su muerte… tú lo viste. No lo odiaba, de veras que no. Pero si el Hado decidió que era mejor él que yo, ¿quién soy yo para discutirlo?
—Eres un gusano, Estatilio. ¿Por qué no le dijiste a Roscio lo que sabías? ¿Por qué no me lo dijiste a mí?
—¿Qué sabía, realmente? Alguien, seguramente un desconocido, mató al pobre Panurgo. Yo no fui testigo del hecho.
—Pero imaginabas la verdad, que es lo mismo. Por eso me llamaste entre bastidores, ¿no? Temías que el asesino pudiera volver por ti. ¿Qué era yo? ¿Tu guardaespaldas?
—Que yo sepa, no volvió, ¿verdad?
—Estatilio, eres un gusano.
—Eso ya lo has dicho.
La sonrisa cayó de su cara como una máscara que se desecha. Se deshizo de mi tenaza con una sacudida.
—Me ocultaste la verdad —dije—. Pero ¿por qué se la ocultaste a Roscio?
—¡Qué! ¿Debía decirle que tenía pendiente una sucia deuda de juego y a un conocido prestamista amenazándome con matarme?
—A lo mejor te habría prestado el dinero para que le pagaras.
—¡Nunca! No conoces a Roscio. Cree que soy afortunado sólo porque estoy en su compañía; créeme, no es de los que se hacen cargo de las deudas de un subordinado y menos cuando ascienden a cien mil sestercios. Y si hubiera sabido que mataron a Panurgo por error, en lugar de matarme a mí, ¡oh, dioses! ¡Roscio se habría puesto furioso! En su opinión, un Panurgo vale diez Estatilios. Entonces sí que habría sido hombre muerto, con Flavio a un lado y Roscio al otro. ¡Me habrían desgarrado entre los dos, como cuando se arranca un muslo de pollo! —Dio un paso atrás y se estiró la túnica. La sonrisa vaciló y volvió a sus labios—. No se lo dirás a nadie, ¿verdad?
—Estatilio, ¿alguna vez dejas de actuar? —Desvié la mirada para evitar su hechizo.
—¿Qué?
—Mi cliente es Roscio, no tú.
—Pero yo soy tu amigo, Gordiano.
—Le hice una promesa a Panurgo.
—Panurgo no te oyó.
—Los dioses sí.
Encontrar al prestamista Flavio fue fácil; unas preguntas en el oído indicado y unas monedas en las manos que correspondía. Me enteré de que llevaba a cabo sus gestiones en una bodega, en un pórtico cercano al Circo Flaminio, donde vendía vino malo de su Tarquinia natal. Pero en un día de fiesta, según me dijeron mis confidentes, tendría más posibilidades de encontrarlo en una casa de dudosa reputación que había al otro lado de la calle.
El lugar era de techo bajo y con olor a vino y a humanidad. Vi a Flavio al otro lado del establecimiento, de palique con un grupo de semejantes, es decir, empresarios cuarentones con modales rústicos, vestidos con túnica cara y capa de una calidad que contrastaba con la patanería de quienes la llevaban.
Cerca de él, apoyado en la pared (y con aspecto de ser bastante fuerte para sujetarla), estaba el gorila del prestamista. El gigante rubio parecía borracho, o más idiota que de costumbre. Parpadeó lentamente cuando me acerqué. Una vibración identificadora animó sus ojos acuosos y desapareció.
—Los días de fiesta son buenos para beber —dije, levantando mi copa de vino. Me miró sin expresión al principio; luego se encogió de hombros y asintió—. Dime —añadí—, ¿conoces a alguna de estas espectaculares bellezas? —y señalé un grupo de cuatro mujeres que merodeaban por el extremo más alejado del establecimiento, cerca de las escaleras.
El gigante, malhumorado, negó con la cabeza.
—Pues entonces es tu día de suerte —proseguí. Me acerqué a él y percibí el olor a vino que le echaba el aliento—. Acabo de hablar con una. Me ha dicho que tiene ganas de conocerte. Parece que le gustan los hombres con rizos dorados y espaldas anchas. Me ha dicho que por un hombre como tú… —susurré en su oído.
El velo de lujuria que cruzó su cara le hizo parecer aún más idiota.
—¿Cuál? —preguntó con susurro ronco.
—La de la túnica azul —dije.
—Ah.
Asintió con la cabeza y eructó, me apartó con el brazo y fue tambaleándose hacia las escaleras. Como había supuesto, pasó de largo ante la mujer de verde, ante la de coral y ante la de marrón. En cambio, puso la mano abierta en la cadera de la mujer de amarillo, que se volvió y le dirigió una mirada sorprendida, pero no hostil.
—Quinto Roscio y su socio Querea se han quedado boquiabiertos ante mi inteligencia —expliqué aquella noche a Bethesda. Fui incapaz de contenerme, agité teatralmente la bolsita de plata en el aire y la dejé caer en la mesa, donde aterrizó con un tintineo—. No es una olla de oro, pero son unos honorarios lo bastante generosos para que pasemos un buen invierno.
Sus ojos se pusieron tan redondos y brillantes como las monedas. Se dilataron aún más cuando saqué el velo de la tienda de Ruso.
—¡Ooooh! ¿De qué está hecho?
—De noche y mariposas —dije—. De telarañas y plata.
Bethesda echó la cabeza atrás y extendió el transparente velo sobre su cuello y sus brazos desnudos. Parpadeé, respiré hondo y me dije que la compra había valido la pena.
Eco estaba vacilante en el umbral de su pequeño cuarto, desde el que me había visto entrar y oído mi apresurada versión de los sucesos de la jornada. Parecía haberse repuesto de su indisposición matutina, pero su expresión era sombría. Alargué la mano y se aproximó con cautela. Cogió la pelota de cuero rojo con presteza, pero seguía sin sonreír.
—Es sólo un pequeño regalo. Pero tengo otro más grande.
—Todavía no lo entiendo —protestó Bethesda—. Has dicho que el gigante rubio era idiota, pero ¿cómo puede ser alguien tan idiota como para no distinguir un color de otro?
—Eco lo sabe —dije, dedicándole una sonrisa de arrepentimiento—. Lo descubrió anoche y trató de decírmelo, pero no supo cómo. Recordó un pasaje de Platón que le había leído meses antes; yo lo había olvidado por completo. Mira, creo que ahora podré encontrarlo.
Cogí el rollo de papiro, que todavía estaba en mi triclinio.
—«Podemos observar —leí en voz alta— que no todos los hombres perciben los mismos colores. Aunque es extraño, los hay que confunden los colores rojo y verde, y también los que no distinguen el amarillo del azul; también hay otros que no parecen distinguir los distintos matices del verde». Luego da una explicación de todo esto, pero no entiendo ni jota.
—¿Así que el guardaespaldas no distinguía el azul del amarillo? —dijo Bethesda—. Aun así…
—El prestamista fue ayer al teatro con la intención de cumplir la amenaza de matar a Estatilio. Recuerdo que Flavio dio un respingo cuando le dije que íbamos a ver una obra de Plauto sobre un puchero lleno de oro. ¡Seguro que pensó que estaba hablando de la deuda que Estatilio había contraído con él! Se quedó entre el público el tiempo suficiente para ver que Estatilio iba disfrazado con una capa azul. Luego envió al asesino rubio entre bastidores, sabiendo que el callejón que hay detrás del templo de Júpiter estaría desierto, para que esperara al actor de la capa azul. Eco debió de oír parte de sus instrucciones, o quizá sólo la palabra azul. Incluso entonces debió de intuir que algo andaba mal y trató de decírmelo, pero había mucha confusión, el gigante me pisó el dedo gordo del pie y el público abucheaba a nuestro alrededor. ¿Estoy en lo cierto?
Eco asintió y se golpeó una mano con el puño: exacto.
—Desgraciadamente para el pobre Panurgo y su capa amarilla, el asesino que confundía los colores también era excepcionalmente idiota. Necesitaba más información que el color azul para saber que mataba al hombre indicado, pero no se molestó en preguntar; y si lo hizo, Flavio se limitaría a soltarle un gruñido y a empujarlo, incapaz de comprender su confusión. Al pillar a Panurgo solo e indefenso, con su capa amarilla, que podría haber sido azul perfectamente, el asesino hizo su trabajo, y metió la pata.
»Al saber que Flavio estaba en el teatro preparado para matarlo, enterarse de que Panurgo había sido apuñalado y ver que el asesino a sueldo ya no estaba entre el público, Estatilio se imaginó la verdad; es indudable que la muerte de Panurgo le conmocionó, ya que sabía que la víctima verdadera era él.
—¡Así que han matado a otro esclavo y por equivocación! Ya no hay justicia —dijo Bethesda de mal humor.
—No exageremos. Panurgo era una propiedad valiosa. La ley permite a sus propietarios demandar al responsable de su muerte por su valor en el mercado. Creo que Roscio y Querea van a pedir a Flavio cien mil sestercios cada uno. Si Flavio contraataca y pierde, tendrá que desembolsar el doble. Conociendo su avaricia, sospecho que admitirá tácitamente su culpa y se decidirá por la cantidad menor.
—Una justicia pequeña para un crimen insignificante.
Asentí con la cabeza.
—Y una recompensa pequeña por la destrucción de un talento grande. Pero es la única justicia que permite la ley romana, cuando un ciudadano mata a un esclavo.
Un pesado silencio descendió sobre el jardín. Reivindicada su perspicacia, Eco concentró su atención en la pelota de cuero. La tiró al aire, la cogió y asintió con aire pensativo, complacido porque encajaba en su mano.
—¡Ah, Eco! Como estaba diciendo, hay otro regalo para ti. —Me miró expectante—. Está aquí. —Acaricié la bolsa de plata—. No volveré a enseñarte a leer y escribir con mis métodos rudimentarios. Tendrás un preceptor como es debido, que vendrá todas las mañanas a enseñarte latín y griego. Será inflexible y sufrirás, pero cuando haya terminado, leerás y escribirás mejor que yo. Un chico tan inteligente como tú no merece menos.
La sonrisa de Eco fue radiante. Nunca había visto a un niño lanzar una pelota tan alto.
Esta historia habría terminado ya de no ser por otro desenlace.
Aquella noche, mucho más tarde, estaba en la cama con Bethesda. Lo único que nos separaba era el velo de gasa de hebras plateadas. Durante unos fugaces instantes me sentí completamente satisfecho de la vida y el universo. En mi relajación, sin quererlo, murmuré en voz alta lo que estaba pensando.
—Creo que debería adoptar al niño…
—¿Y por qué no? —dijo Bethesda, marimandona incluso a punto de dormirse—. ¿Qué más pruebas quieres que te dé? Eco no se parecería más a un hijo tuyo ni aunque fuera de tu carne y de tu sangre.
Desde luego, tenía razón.