La muchacha flotaba, boca abajo, en las quietas y azules aguas del lago. Detuve la camioneta y me acerqué a la ribera: vi que vestía una blusa blanca y un jean azul sucio; su pelo, relativamente largo, era rubio y se mecía suavemente con las mínimas olas de este ojo de agua situado a casi cuatro mil metros de altura, entre las rocas grises y rojizas de los Andes. La soledad era total; ni animales, ni plantas, salvo algunas matas de yerba pajiza; ni un pájaro, ni una nube. Apagado el motor de mi camioneta, no se escuchaba sino el esfuerzo de mi corazón, sobrecargado ahora por la imagen de la mujer que flotaba en el agua y que, lentamente, se acercaba a la orilla, como si pocos minutos antes hubiese caído del cielo al centro del lago y ahora, con la decisión de la muerte, fuera transportada a tierra.
Quizá fuera la altura o el asoleado terror del silencio, o la necesidad de desvariar; sentí que avanzaba algunos minutos hacia el futuro: la muchacha ya estaba en la orilla, yo la pescaba y la extraía del agua y le daba vuelta. En el momento en que, en esta breve alucinación, reconocía su rostro, una especie de grito mental me volvía atrás y la vi nuevamente a unos diez metros lago adentro, aún boca abajo.
Volví a la camioneta y saqué mi caña de pescar; regresé al borde del agua. No sé por qué lo hice: la caña apresuraría muy poco la extracción del cadáver. Me senté a esperar, y el fenómeno se repitió, pero en esta oportunidad la muchacha, todavía muerta, estaba rígidamente sentada a mi lado. Yo no me atrevía a mirarla: sabía que no resistiría reconocerla. Pero en mi visión le preguntaba:
«¿Qué te pasó? ¿Te caíste al agua?».
Ella soltaba una risita, y decía, con una voz que me volvió al presente —si es que era el presente—:
«No te hagas el tonto. Todos saben que me mataste».
El cadáver, entretanto, se había aproximado a unos cuatro o cinco metros de la playita. Hice un intento con la caña de pescar y, finalmente, logré tocarle un hombro. Comencé a guiar el cuerpo, suavemente, hacia mí. Al cabo de unos instantes más, pude inclinarme sobre ella y arrastrarla a tierra, aún boca abajo. Algo me impidió darle vuelta, creí prever un rostro destruido por las aguas o por eventuales peces, si los había, o simplemente por la descomposición. Yo no sabía cuánto tiempo llevaba muerta. Ahora sé, claro, que ése no era el verdadero motivo de mi indecisión.
El mundo volvió a cambiar, y me vi manejando mi camioneta, con su cadáver al lado, sentado tan rígidamente como antes junto al lago, bamboleándose ligeramente con el vehículo. Mi terror a verle la cara seguía insólitamente total y, además, crecía a cada segundo.
«¿Quieres volver a deshacerte de mí?», preguntó con ironía. ¡Esa voz! ¡Esa voz extraña, pero familiar!
Escuché: «¿Hasta cuándo va a continuar esto? ¿Es que no voy a descansar nunca?».
Decidí hacer un esfuerzo gigantesco y mirarla. En ese momento, me sorprendí llevándola en brazos a mi camioneta, mirando fijamente hacia adelante, mientras el agua helada chorreaba por mis brazos y pantalones.
Junto a la camioneta, la deposité en el suelo y abrí la puerta del lado derecho, para acomodarla en el asiento. Mientras lo hacía, me vi nuevamente mirando hacia adelante en la camioneta en marcha, y escuché esa voz tan conocida pero deformada, que preguntaba, con un dejo de curiosidad: «¿Todavía no has escogido tu futuro?».
«No comprendo», dije, hablando por primera vez y refiriéndome tanto a la pregunta como a la cadena de sucesos que se había iniciado cuando, desde la camioneta, vi a la muchacha que flotaba, boca abajo, en las quietas y azules aguas del lago. Detuve la camioneta y me acerqué a la ribera: vestía una blusa blanca y un jean azul sucio; su pelo, relativamente largo, era rubio y se mecía suavemente con las mínimas olas de este ojo de agua situado a casi cuatro mil metros de altura, entre las rocas grises y rojizas de los Andes.
Esta vez corrí de vuelta a la camioneta, decidido a huir del lugar. Pero al acercarme al vehículo, vi una sombra erecta en el asiento del lado derecho. Miré hacia el lago: las aguas estaban quietas y vacías. Seguí hacia la camioneta, di la vuelta por delante y abrí mi puerta. Me senté, arranqué y, temblando con un sudor frío, la escuché comentar: «Eres cruel».
Me decidí a mirarla: a través del vacío sobre su asiento, vi el lago, con el cadáver de una muchacha flotando tranquilamente en él. El asiento estaba húmedo, olía a algas y a muerte, y yo estaba llorando, como cuando la maté.
(La batalla del café, 1984)