¡… LA LUNA!
AL día siguiente —Francinette, encantadora amiga— tomé el barco que me condujo adonde nos conocimos y donde nos habríamos casado, a no haber yo sabido ocho días antes, que usted era prometida de Henri y que yo tuve la culpa de esa gran desgracia.
Yo sé que él me perdonará —donde esté— el haberle dejado bajar a los subterráneos, perdóneme usted también porque yo quería a Henri. Fue un buen amigo para mí, tenía un gran corazón y un gran talento, pero ¡la luna!…
—¡Oh, Francinette! Desconfíe usted de las noches de luna, no busque nunca las ciudades viejas, ambas cosas conducen al misterio, a la locura, al crimen, a la fatalidad. La luna es la virgen de los alucinados, de los poetas, de los neurasténicos, de los locos y de los criminales. Su mismo espíritu es dudoso y ambiguo, «Dime, ¡oh, reina de la noche!, si en tu lánguido semblante palideces hay de vicios o blancuras de inocencia».
—La luna es de todos aquellos seres que no tienen en la vida sino su alma incomprensible, soñadora y grande como las horas de la luna, como el misterio blanco de la luna, como la luz verde, criminal y lujuriosa de la luna…