VII

LA HORA NEGRA, FRANCINETTE

POR un momento estuve atento al menor ruido. El cordel corría entre mis manos a medida que Henri avanzaba en el corazón de la tierra. Yo sabía que cada vuelta de ovillo era una nueva distancia que me separaba de él para siempre. ¡Estaba tan convencido de que Henri no volvería a luz!

Sin embargo esperé unos minutos más. Ya mi naturaleza iba a estallar. Tenía el hilo entre los dedos, puesta toda mi alma en el tacto, para percibir cualquier señal de aviso, pues habíamos acordado con Henri que, si se sentía mal o se perdía, tiraría de la cuerda para avisarme.

Pero el hilo corría, corría hacia el fondo negro del pozo. Corría, corría y Henri no volvía a salir. Quise volver a llamarlo, me acerqué cuanto pude al pozo, y, al meter en él la cabeza para gritar su nombre sentí —al menos he creído sentirlo— que tiraban de la cuerda con insistencia.

Tiraba, no había duda, y yo seguía dando cuerda, pero —¡oh, qué impresión, Francinette!—, cuando volteé la cara para destorcer el hilo que se había enredado, me encontré que el hilo se concluía. Tres metros más y yo no habría tenido ya ninguna comunicación, habría perdido para siempre sobre la tierra a Henri. Antes, hasta ese momento, yo estaba con él moralmente, porque mi imaginación corría sobre el hilo e iba a perderse en el fondo misterioso del subterráneo donde me imaginaba a mi amigo; pero cuando se concluyese la cuerda, ¿qué lazo nos uniría?

Volví a sentir que tiraban de la cuerda nerviosamente y, con el tirón se gastaron dos metros más. No cabía duda: yo debía dejar y socorrer a mi amigo. Cualquier otra persona habría bajado, tal vez, teniendo la cuerda aún entre las manos; pero yo no me resolví. Pensé que siguiendo la cuerda, llegaría a donde estaba Henri y ¿quién sabía si lo encontraba? Quise todavía esperar y por fin, un tirón más débil, me arrebató la cuerda de las manos y yo vi cómo se fue resbalando el hilo, cómo se acababa el último metro, como si verdaderamente estuviera asistiendo a las agonías de mi amigo.

Al concluirse la cuerda pensé aún en entrar, tal vez era tiempo para salvarle, pero la luna caía de lleno sobre la ciudad, y en el subterráneo iba a seguir un misterio, una locura, una cosa que me arrebataba, sombras indecisas, animales, huesos; riquezas tal vez. Abajo se extendía un mundo de locos, de seres extraños que ya no conocían la luz, de seres que se reproducían tal vez en el misterio insondable de una noche eterna. Habría corrientes de agua, tumultuosas, que arrastraban a los exploradores, vapores malsanos que los enloquecerían, quién sabe si había allí debajo animales monstruosos que chupaban la sangre.

Todo esto me venía a la memoria atropelladamente, mientras el extremo de la cuerda entrada y se perdía en el pozo. En tanto arriba, sobre la tierra, se notaba la luna con su encantadora luz verde, bañando esa ciudad misteriosa. Arriba, sobre la tierra estaba el río, los antiguos palacios, los monasterios derruidos, los lienzos, los dorados vestigios de una muerta civilización, pero detrás de todo esto estaba el mar inmenso sembrado de barcos, estaba la ciudad nueva con sus malecones, sus muelles, sus avenidas, sus hoteles y sus mujeres, su barrio de extranjeros y sus salones de música y baile.

¡Pienso demasiado! Mi imaginación iba a estallar. Tuve miedo. Miedo de todo, de mí mismo, miedo de cosas invisibles.

Dudé un momento todavía y quise bajar pero no tuve bastante valor. Entonces vi de nuevo la luna, verde, verde, verde. El cielo de un azul clarísimo se había coloreado como el agua de mar vista en un vaso. Debía ser ya muy tarde y yo, poseído de horror indecible volteé la cara sin mirar el pozo y regresé, de prisa, apuradísimo, como un criminal por el centro de las calles y de las plazoletas, temiendo acercarme demasiado a los edificios y atisbando las sombras de éstos que proyectaba la luna.

Quise dar la vuelta para no tocar con la piedra del Rosso y me perdí en un laberinto de callejuelas. No volveré a sufrir más que aquella noche. Cuando creía haber encontrado el camino me hallaba en un patio inmenso, especie de caballeriza. Quise salir de él y me interné en el resto del edificio arruinado. Como un poseído subí a una escalera de piedra y no le podría decir, Francinette, cómo bajé. Estaba casi loco y así corrí por las calles, me perdí por las plazoletas, torcí por las esquinas, y, ya cansado, sin esfuerzo, febril, sudoroso, en un estado de incapacidad física y mental, me dejé caer, sin ver nada, en el suelo.

Cuando me serené un poco examiné el lugar, estaba en la plaza del subterráneo. Otra vez, como si Henri me hubiere atraído. Sin darme cuenta había pasado el puente y había tomado a la plazoleta. Ya la luna declinaba: media hora más y yo me habría quedado a obscuras en aquel infernal laberinto. Rápidamente tomé una decisión: salir por el camino que conocía. Así lo hice. Tomé mucha prisa temeroso de que me dejase la luna y volviendo a cada diez pasos la cara para convencerme de que todavía me alumbraba.

Así llegué hasta la piedra del Rosso y aquí, otra vez, Francy, los golpes fatales sonaban, lejos, pero muy lejos. Entonces no pude más. Tuve miedo y eché a correr, con todas mis fuerzas, subí al cerro casi arrastrándome, y antes de emprender la bajada me aterroricé. La luna ya no alumbraba y la ciudad estaba envuelta en una sombra total. Nada se veía. Entonces no tuve miedo, porque, al otro lado del mar, bajando el cerro, la ciudad nueva alumbraba y el puerto, lleno de luces, me acompañaban. Allí estuve gozando no sé por qué, alegrándome no sé de qué, pero yo, Francinette, me alegraba en ese momento.

Empecé a bajar. El aire del mar me daba de lleno en la cara y, sereno —sereno en medio de esas horas funámbulas—, me acordé de Henri, pensé en la responsabilidad que tenía yo sobre mí, como médico, como amigo íntimo de él. Aquella tarde nos habían visto juntos y usted comprenderá que mi condición era delicadísima respecto a los demás, y fuera de eso, yo mismo, íntimamente, me acusaba: si yo le hubiera impedido, Henri no habría bajado a las ruinas. Estaba pensando en esto cuando veo que un hombre, ya en la población, se acerca y me reconoce. Un frío intenso baña todo mi cuerpo. Me dice:

—Doctor, casi lo he desconocido. ¿Qué se hace usted a estas horas?… Le hemos buscado desde las cinco para que despache usted un barco y he tenido que hacerlo yo. Mejor así, si le he evitado una molestia porque sale el Jeroboam

—¿Cómo? —le interrumpí—. ¿Han despedido el Jeroboam?…

—A las siete de la tarde… Hubo un pequeño inconveniente; faltaba un pasajero francés, M. de D’Herauville, pero, naturalmente se cree que ha querido quedarse en el puerto…

Llegué a casa y me arrojé desesperado sobre la cama. Allí estaba, sobre el velador, desde la víspera, el libro de Henri abierto en la página del silencio. Maquinalmente, fastidiado, cerré el libro que lució su carátula en la cual aparecía el título mundial de la novela Misterio. Por la ventana entreabierta que daba hacia el mar vi la bahía lejana y pude notar tres luces que en triángulo se perdían sobre la curva inmensa del mar.

—El Jeroboam —pensé.

Volteé la cara y no me acuerdo más de aquella noche.