LA HISTORIA DE ROSSO
COMIMOS en el Insular frente a unas mejicanas bellísimas. Después de la comida les ofrecimos un coche y un paseo en la ciudad por el barrio de los extranjeros. Aceptaron. Nos fuimos deslizando entre alamedas que parecían litografiadas y entre mujeres elegantes con esa elegancia de los grabados de Gosé. En el puerto se come a las cinco de la tarde. Después del paseo, a las seis, dejamos a nuestras amigas y Henri quiso dar un paseo a pie.
—Vamos hasta la portada del norte —me dijo.
—Vamos; estoy a su disposición.
Y caminamos charlando de la ciudad en ruinas.
—¿Insiste usted en visitar las ruinas, señor mío? —le dije.
—Es mi único objeto. No siempre se puede hacer un viaje a América. No creo, por otra parte, que sea cierto lo que se dice. Los fantasmas americanos respetan a un francés… Pero se diría que tiene usted miedo, doctor…
—Tal vez… Y esto me presenta ante usted como un mal médico y un vulgar hombre. No es tolerable, piensa usted, que un hombre que se ha pasado la vida entre libros científicos tenga miedo de aparecidos. Bien está; pero hay casos innegables. Son varios los que se han quedado en esos subterráneos: todos los que han bajado.
—¿No han vuelto más?
—¡No! El señor Lawrence, jefe de los ferrocarriles del sur, bajó con su esposa en 1890. Un pintor saboyano, Rosso Benedetti, en 1898. La baronesa Misrahael, compatriota de usted y un señor Berthiel o Bertleliel, no recuerdo bien, en 1899. Desde esa fecha sólo se sabe del hijo del gobernador civil, Eleo Sans. Todos han desaparecido y nadie ha podido dar con rastro alguno. Ya antes de ahora se hablaba de otros casos y se citaba a un fraile franciscano, a un judío y a un viajero francés…
—Pero eso es demasiado concreto… ¿Usted que los conoce de cerca, ha visto algo?…
—Conozco el caso de Rosso Benedetti. Es la historia más original y la he visto tan de cerca que le suplico, señor D’Herauville, que no baje…
—Cuente usted el caso.
—Escuche, Rosso Benedetti, pintor de la nueva escuela, pasó casualmente por C**. Quiso conocer las ruinas de esta ciudad, y aquí, en el puerto, encontró uno de los Murillos extraídos de las ruinas, hace muchísimos años. Rosso se hizo grande amigo mío. Tengo, bien escondido por cierto, el boceto que me pintó en casa, es una joya que nunca mostraré y que a usted solo, D’Herauville, enseñaré.
Rosso tenía predilección, adoración, por un idolito de palo santo, modelado, según él, por Torcuato Pini, escultor florentino de los Borgias. El ídolo representaba una virgen con el niño en los brazos, todo en un solo trozo de madera de doce pulgadas. Efectivamente la escultura era un prodigio. Rosso la llevaba consigo y jamás se había separado de ella desde que su madre se la puso en las manos. Él creía que cuando se separaba de ella, algo malo le pasaba.
Una tarde Rosso quiso ir a las ruinas y, como usted, bajar a los subterráneos. Hice lo posible por disuadirlo de su empeño.
—Vamos —me dijo—, me deja usted en el cerro.
Yo consentí. Desde el cerro que divide la ciudad del puerto se domina perfectamente las ruinas con su anteojo. Así pues le acompañé. Subimos el médano y al doblar sobre él para descender a la ciudad, me dijo:
—Espéreme hasta las cinco. Son las cuatro apenas. Si no regreso hasta esa hora puede usted hacer como quiera, mas —dijo sonriendo— si como dicen no se está allí muy a gusto, daré golpes en los muros hasta que venga usted por mí. Adiós.
Y se fue Rosso tranquilo hacia las ruinas mientras yo le veía alejarse claramente desde el cerrito de arena con mi anteojo.
Pronto llega. Examina una construcción, pasa por un templo, se interna, luego sale y se dirige al centro. Ahora se pierde de vista en unas callejuelas pero reaparece por el lado del río, pasa el puente y ya lejos, más pequeño, llego a mirar cómo saca un papel del bolsillo, lo consulta, lo guarda, destapa en la plaza la entrada del subterráneo, me mira desde allí, y me hace un saludo con el pañuelo. Le contesto y luego principia a bajar un escalón… otro, luego otro, otro, otro… y desaparece en el suelo.
Entonces principio a esperar. Son las cuatro y veinte minutos. Espero, espero. Ya me parece que va a asomar la cabeza rubia del buen Rosso, ya pienso que se ha perdido en la obscuridad. ¡Las cinco! Rosso no ha vuelto… Principio a temer… Dudo. ¿Se habrá perdido Rosso?… Espero. Las cinco y cuarto… Rosso no ha salido aún. Entonces, verdaderamente nervioso me decido a bajar e ir acercándome prudentemente a la ciudad en un indescriptible estado de ánimo. Bajo. Principio a entrar en las ruinas. Aquí pasa algo horrible, D’Herauville. No puedo dudar que lo sentí aunque pudo ser resultado de mis nervios excitados. En una piedra enorme cerca de una casa caída me siento a descansar, a limpiarme el sudor de la cara pero, ¡oh, qué impresión!, saco mi pañuelo cuando ¿qué cree Ud. que sentí? Los golpes, señor D’Herauville, los golpes. Los golpes de Rosso abajo, profundamente abajo, en el seno de la tierra. Un frío intenso me bañó. Créame usted, tenía miedo. ¿Debía avanzar para buscar al amigo?… ¿Debía arriesgarme en un misterio insondable y negro para buscar a Rosso?… Tal vez sí; pero yo no tuve valor para hacerlo.
Por otra parte ya eran las seis, el cielo, como ahora, enrojecía, y yo, sin discutirlo, tomé el camino de vuelta. Llegué a mi casa jadeante, delirando; estuve doce días en cama con fiebre alta y sintiendo por todas partes los golpes de Rosso sobre el muro. Entonces cambié de casa y me vine a vivir al hotelito que usted conoce donde traté, viviendo acompañado de una linda muchacha, de olvidar. No podía estar tranquilo, mis recuerdos y mis nervios eran mis peores enemigos. Por fin curé un poco, cuando supe, un año más tarde el caso de la señora Misrahael y del señor Bertleliel o Berthiel, entonces, no sé por qué me sentí más tranquilo; tal vez, si fue, porque el caso de éstos hacía olvidar y evitaba comentarios sobre la desaparición de Rosso.
Pero no había de terminar aquí mi mortificación. Una mañana, seis años más tarde, amanezco neurótico. Un temor de algo que no conocía me invade. Todo me da recelo. Pienso como si de una habitación obscura fuese a salir un hombre para asesinarme. Salgo de mi casa. Voy al Insular y encuentro a la señora Bretigne con sus dos niñas: Claudine y Fiorenze.
—¡Oh, señor doctor, llevadnos a la playa! ¡Queremos coger conchas! Llevadnos, doctor, seremos buenas, ¿verdad, Claudine?
—¡Oh, sí! ¡Llevadnos, dile, Fiorenze, que nos lleve!
Las rubias chiquillas me ofrecían una ocasión para disiparme.
—¡Bien!, iremos; pedid permiso y dad un beso a mamá.
Bajamos, yo entre las dos y cogiéndolas de las manos, las escaleras de madera del Insular, que dan a la playa, y nos alejamos sobre el arenado húmedo que besaban las olas desmayándose. Pronto nos alejamos del hotel y yo me eché sobre la arena mientras las chiquillas jugaban. Me había abstraído completamente. Detrás de mí, yo miraba hacia el mar, se elevaban las rocas musgosas que sangraban agua cristalina. Claudine hacía un castillo de arena húmeda y lo reconstruía cuando la ola se acercaba a sus frágiles muros, mientras Fiorenze, cerca de las rocas, cogía conchitas, huesos blancos de aves marinas, plumas, y formaba un montón de desechos sobre su mandil.
Yo pensaba. Dejaba correr mis ideas sobre el mar inmenso y oraba con la naturaleza con toda la tranquilidad que sólo dan las playas solas y abandonadas. Apenas se veían lejanos mástiles de los barcos mercantes en la bahía. De pronto un grito estridente, extraño, horrible, suena a unos treinta metros, y la niña Fiorenze, que lo había proferido, se lanza hacia mí, despavorida y blanca.
—¡Señor doctor! ¡Allí hay un horrible animal! Le he visto, señor doctor, un animal, ven, Claudine.
Y la niña casi loca me apretaba las piernas dejando caer sus objetos. Yo, de pie, estaba absorto. La cosa era tan imprevista que no dije nada. La niña lloraba desesperadamente. Yo pensé en un ataque nervioso, por un exceso de dulces; un mal frecuente de los niños, la examiné, y al tomar el pulso de la niña ¿qué cree usted, Henri, que tenía en la mano? Es horrible. ¡Tenía la virgencita en madera de Rosso!…
—¿Dónde has cogido esto?… di, Fiorenze, ¿dónde lo has cogido?…
—Allí, entre las piedras. ¡Allí hay un animal, señor! Yo quiero ir con mamá y Claudine…
—Iremos. ¿Dónde está el animal? —le dije pálido—, ¡llévame donde está!
—¡No, no! No vayamos, señor —y ante la idea de volver a aquel sitio, la niña sufrió un ataque de pavor horrible.
No quedaba más remedio que volver y volvimos. La niña se enfermó y mucho costó curarla. Ahora, señor D’Herauville, ¿quiere usted ir a las ruinas?…
La tarde había terminado y apenas quedaba sobre el mar un poco de la sangre del Sol. Yo estaba tan nervioso que se me notaba en la cara, pues Henri, regresando de la portada del norte, donde hacía rato descansábamos, me dijo, levantándose pensativo y tomándome del brazo:
—¿Hay luna esta noche?
—Sí.
—¿A qué hora alumbra?
—A las doce más o menos.
—Entonces regresemos; lo he pensado mejor.
—¡Oh! ¡Cuánto le agradezco que no baje! En fin, otro día, cuando se conozca el misterio.
—No. Bajaré.
—¿Cuándo?
—Esta noche. Usted vendrá conmigo. Pero como me hacen falta algunas cosas, es necesario comprar en el puerto dos o tres kilómetros de cuerda, para bajar.
Y sin querer darle mayor importancia, me propuso tomar un coche, ir por nuestras amigas, invitarlas a un té en el Insular o en el barrio de los extranjeros y terminó cantando su canzoneta favorita.
¡Oh láu-lá, las jovencitas!
Es al baile donde vamos
a bailar bellas cuadrillas,
con los chicardos que amamos
¡Oh láu-lá, las jovencitas
es el baile donde vamos!…