LA CIUDAD COLONIAL
YO le dije:
—Campo de gules. Tres estrellas y en el centro una corona real. El escudo es de forma romana y termina en un penacho de tres plumas doradas y la leyenda «Hic est Stella regis». Ésta es la estrella del rey. Como usted sabe, fue una poderosa ciudad tan orgullosa y celebrada que se diría que el tiempo ha querido castigar su orgullo como a una mujer coqueta…
—¿Cuándo cayó?…
—Estas ciudades, amigo mío, se fueron con la dominación hispana. Estas ciudades netamente españolas no podían vivir la delictuosa época de la República. Eran como esos nobles arruinados que, perdida la hacienda, se pegan un pistoletazo sobre el mismo tapete, antes que hacer una vida humilde. Nobles sin hacienda o damas aristocráticas que se niegan a lucir pobres en los saraos los restos de su pasada grandeza.
La independencia, palabra inventada para matar reyes y destruir recuerdos, mató a muchas de esas ciudades coloniales nobles y florecientes. Algunas dejaron que los mulatos independizados, los soldados ensoberbecidos, los criollos opulentos, pisotearan sus escudos, hollaran sus blasones y deshojaran sus lises de oro, mas ésta que a nuestros pies duerme el sueño de la muerte perteneció a las rebeldes, a aquellas que como Saúl se arrojaron sobre el filo de su espada antes que ver la humillante sonrisa del vencedor…
—¿Luego es una ciudad que murió íntegramente colonial?…
—Sí. El hálito de la república, que estallaba como un fermento, no logró invadirla. Tal es hoy, como fue con el último virrey y con el último prelado que visaron las armas reales. Verdad que hoy sólo queda de tanta gloria el cadáver de la ciudad y uno que otro apellido ilustre rodando por el mundo…
Entre esos muros terrosos y caídos, entre esas palideces de polvo, bajo esos techos derruidos, se dieron un día las fiestas más espléndidas. Por esas escalas que hoy nadie transita, ascendieron cortes de virreyes con capas bermejas, espadas de oro y damas blancas como lirios. Por sus calles silenciosas y despedradas hoy, pasaron los caballeros y las calesas; éstas con su tren dorado, sus caballos forzosos y sus portezuelas selladas, aquéllos con sus sombreros de picos, sus enredadas largas piernas y su trenzada cabellera rubia, mientras a través de los biseles transparentes se esfuma el rosa de las mejillas empolvadas sobre el terciopelo, como un desmayo de colores.
¿Conoce usted esta evocación de la ciudad?…
Escuche:
La evocación de la ciudad dormida
Por la ciudad en ruinas todo invita al olvido…
los viejos portalones y la plaza desierta,
el templo abandonado… La ciudad se ha dormido…
¡No hagáis ruido!… parece como que se despierta.
Una sombra se esfuma bajo los portalones
y se pierde en el templo donde ha muerto el sonido
de los lánguidos kiries y de las oraciones,
y en medio del silencio de sus meditaciones,
la ciudad se ha dormido…
Las escalas de mármol que ascendieran antaño
los nobles con escudos de lyses y de estrellas,
ocultas desde entonces tienen cada peldaño
y ahora, ¡pobres escalas!, nadie sube por ellas.
Las sombras de las damas de las venas azules
y manos transparentes, cuando agoniza el día,
lloran entre la sala donde rieron sus tules
la tristeza infinita de la sala vacía.
Y quedan los recuerdos que son como trofeos
sedosos miriñaques y mitones bordados
calados abanicos y griegos camafeos
que plegaban las telas en los hombros rosados.
Y los trajes sedosos brillantes, como soles,
que las damas lucieran en noches virreinales
enhebrados en perlas, con luces tornasoles,
largos como las colas de los pavos reales.
Pasa sin hacer polvo llevando a un caballero
bajo el arco que forman los frisos de la puerta
la calesa que guía el viejo calesero
en la empolvada ruta de la calle desierta.
Todo marcha en silencio con la luna de estío
hacia el viejo palacio de los inquisidores.
La luna castamente se copia sobre el río
y se disipan estos cuadros evocadores…
Por la ciudad en ruinas todo invita al olvido…
los viejos portalones y la plaza desierta,
el templo abandonado… La ciudad se ha dormido…
¡No hagáis ruido!… parece como que se despierta…
—Sí, sí, señor D’Herauville, por las calles de esa ciudad muerta pasaron los soldados del rey, las músicas de los clarines, los caballos espumosos y violentos, de largas crines y serenas colas; los pregoneros de dulces de azúcares blancos y de almendras y de frutas de nogal almibarados y tiernos; las tapadas de ojos incendiarios, las damas de la Corte, las criollas riquísimas que hacían de sus trajes obras de arte y de tiempo y los severos administradores de justicia, los reales oidores, los guardadores del tesoro.
Y en esas noches de luna que hoy ven la ciudad muerta como el cuerpo abandonado de una amante en desgracia, cuántas citas de amor tras de las rejas, cuántos caballeros caídos de una estocada, cuántos virreyes disfrazados salvando muros, atravesando frondas de granados en flor y de naranjeros y jazmines para llegar a la ventana entreabierta o a la celosía de una noble Julieta.
Esos palacios, que no otra cosa eran, y en los que bajo el estucado de los techos o las alegorías de los cielo rasos pendían arañas monumentales con bujías rosadas, en esos salones donde había amorcillos, marquesas y nobles perfiles en relieves dorados, vitrinas que encerraban San Josés y baratijas, vírgenes y amuletos, frutas maduras enhebradas en hilos de oro, nísperos forrados en papeles de plata y negritos vestidos de boda.
Aquella noche no sé por qué, Francy, venían a mí los recuerdos con más claridad y fijeza. Mi imaginación evocaba mejor que nunca la ciudad colonial y le seguía contando a Henri:
—Hay un arco truncado —le decía— donde termina la población. Era el arco triunfal bajo el que entraban a la ciudad sobre ladrillos de plata maciza y hierbas aromosas los virreyes y su Corte, los arzobispos y sus morados familiares. Las damas aristocráticas les arrojaban flores y hacían pender de los barandales de sus balcones tapices finísimos y mantones bordados.
Y los trajes. Sedas purísimas, velos transparentes hoy descoloridos por el tiempo, con piedras incrustadas en derroche, como en los modernos cuadros de Mancini, que son verdaderos joyeles. Gorgueras impecables, mitones de hilos inverosímiles, miriñaques, abanicos de marfil y gasa con amorcillos y mariposas, camafeos que juntaban pliegues sobre hombros de rosa, peinetas monumentales del color de las cabelleras y, sobre todo aquello, un par de ojos con visiones de Versalles y un par de labios con sentencias horacianas.
Imagínese usted, D’Herauville, la ciudad viva. Son las cuatro. En casa de los marqueses se toma la comida de la tarde. La vajilla de plata, signada con escudos reales, ofrece en sus fruteros manzanas pudorosas, melocotones aterciopelados, nísperos rojos, lúcumas como yemas de huevos y granadas reventando como cofres de rubíes. ¡Las granadas maduras! ¡Joyeles de vinos de las piedras sangre, las piedras labios, las piedras herida!
¿Conoce usted la evocación de las granadas? Ahora están descoloridas, pero en un tiempo fueron rojas.
La evocación de las granadas
Orgullosas y frescas se elevan juntas
sus coronas, coronas de cinco puntas
que va a ofrecer abril,
cúpulas en que rojas flores marchitas
duermen; y que se elevan como mezquitas
por donde el fruto se va a abrir…
Las Granadas redondas como joyeles
son ánforas que ocultan líquidas mieles,
como la sangre del rubí,
y ofrecen a los ojos formas poliedras
talladas y bermejas, líquidas piedras
en rota esfera de marfil…
Triunfando en el tranquilo follaje espeso
cada fruto es un labio que ofrece un beso
bajo la sombra del jardín.
Y las que aún no maduran crecen cerradas
son los redondos pechos de las amadas
que nos reserva el porvenir…
Ahora, amigo mío, me imagino ver llegar a los saraos a los nobles en sus calesas doradas y desfilar ante los cuadros de Rubens.
Los cuadros de Rubens que tienen el claroscuro de esas épocas lejanas que se ensombrecen con los tiempos inquisitoriales y lucen por las épocas de fasto, de boato y de grandeza, por esas fiestas que no volverá a ver la historia[1].
En el centro se eleva el Tribunal caído de la Santa Inquisición. ¿No es verdad que había mucho de justicia en aquellos santos oficios? ¡Quemar a las infieles, a los herejes, a los hechiceros! Había a través de esas crueldades un profundo amor a la Historia y al Pasado. Los severos inquisidores amaban, más que nosotros, aquellas cosas. Para ellos deshojar el encanto de las creencias, deshacer el pasado con un estudio arqueológico, quitar la gloria a un personaje de otros siglos porque se hubiese descubierto una nueva verdad, eran crímenes horribles. Ni la verdad valía tanto para ellos como el Pasado, archivo de recuerdos de esta vieja Humanidad.
Y en verdad, señor D’Herauville, bien vale que queden las cosas como están, como hablaron a nuestros padres y a nuestros abuelos. Amar el pasado es como alargamos más la vida… ¿Qué importa que Homero no sea el cantor heleno, el aeda ciego y errante?… Llamemos Homero al que haya sido el cantor. Ya el poeta no es el hombre que se arrastraba en Grecia sino el símbolo de una música sublime que se eleva sobre el mundo, sobre la Raza y sobre el Tiempo.
Dejemos al heleno poeta, al sajón filósofo y al Inca de las narraciones. Garcilaso, Shakespeare, Homero. ¿Qué importa que se llamasen Valera, Bacon, Kalikrates…?
¡Y si usted, señor D’Herauville, viera los cuadros! Allí hubo Murillos de formas celestiales, Velázquez de caballos panzudos triunfadores, Riveras. Pero esos cuadros quedan como cadáveres que han vivido la misma vida de esas damas jóvenes y lindas que después, al casarse, alfombraban la calle desde sus señoriales mansiones hasta la puerta del templo, de esas damas que después fueron abuelas y que ya viejas se entregaron en cuerpo y alma al pincel de un gran evocador, Ignacio de Merino[2]. ¡Estos versos son casi lienzos robados al gran pintor!
La evocación de las abuelas
Yo vi entre la negra sombra de las telas
cual suave conjuro de Hada Melisanda
entre terciopelos, las nobles abuelas
reír en sus galas de telas de Holanda.
Sus labios el fino divino Merino
pintó con la sangre bermeja de bueyes
en tono tan suave, tan rosa, tan fino…
¡Oh, aquellas abuelas de rostro divino
que eran el encanto de los visorreyes!
Las manos exangües que besan los velos
son el fiel trasunto de las regias manos
que entre las caricias de los terciopelos
pintaron las tintas de los castellanos
al pintar la manos de reyes abuelos.
El oro amarilla los viejos blasones
y en los pechos graves insignias de reyes
y orla ricamente los decamerones
de los finos lienzos cuyas gradaciones
eran el encanto de los visorreyes.
Los pies hebillados, los hilos del pelo
contarse pudieran besando las golas
y el sedoso regio y azul terciopelo
que aristocratizan en el lienzo abuelo
aquellas liliales damas españolas.
Líneas azulinas que en sus manos finas
proclaman augusta prosapia de reyes,
las sangres bermejas, las bocas divinas,
los pies hebillados de aquellas meninas
que eran el encanto de los visorreyes.
Los vi entre la negra sombra de las telas
cual suave conjuro de Hada Melisanda.
¡Qué nobles reían aquellas abuelas
en sus golas blancas de telas de Holanda!
D’Herauville me escuchaba con esa religiosidad que después vi en él cuando bajaba el subterráneo y que usted, Francinette, le había conocido.
Tomamos el desayuno hablando de cosas diversas. En seguida invité a Henri a dar un paseo por los malecones y los muelles y a almorzar en mi casa. Henri accedió a mi invitación y ella se cumplió íntegramente. Era el viernes doce de febrero. Después de almorzar debía yo ir a despachar y recibir un barco mercante y sólo podía estar con él a las cinco. Así se convino y que Henri se quedaría en casa leyendo o escribiendo en la biblioteca.
Todavía después del almuerzo charlamos bastante en el mirador de casa. Desde allí se veía el mar inmenso, la bahía llena de mástiles y la población a la que el calor intensísimo daba un ambiente de ensueño. D’Herauville me hizo repetir algunos versos…
A lo lejos se balanceaba rítmico el Jeroboam. Reinaba en el puerto un profundo silencio y las olas lamían la orilla produciendo un ruido de sedas. Entonces bajé en la paz inmensa de la tarde y a poco surcaba el mar en dirección al barco mercante.