HENRI D’Herauville tenía el gesto de lo insondable. Usted lo sabe: todos los hombres de gran talento tienen un gesto particularísimo. Hugo tenía un gesto de fiera acorralada: en él eran los ojos de Byron, el del insaciable, el gesto de los golosos de amor no satisfechos nunca. Sarah, el gesto de toda su raza en éxodo, una mirada nómada, casi bíblica. Mendelssohn, el de la pavura. Cervantes, el de la seguridad. D’Annunzio, el del convencimiento.
Henri había venido a C**, el puerto, por conocer la ciudad vieja que se extiende detrás a tres kilómetros del mar. Yo era médico en C** y tenía que recibir el barco. El Jeroboam llegó a la bahía a las doce en plena noche, con un mar agitadísimo y con una patente sucia. Opté por no recibirlo y dejar en cuarentena el barco. Estaba en el camarote del piloto, habiendo salido éste, cuando se acerca a mí un caballero y me dice en español con marcado acento francés:
—¿Es usted, señor, el médico que debe recibir el barco…?
—Sí, caballero, pero pienso no recibirlo. Trae sucio el patente…
—Necesito bajar a tierra esta misma noche, doctor. Debemos estar pocos días —tres o cuatro— y si éstos los gastamos en arreglar el patente, no podré conocer la ciudad vieja ni los subterráneos. Venir de Vendôme para conocer los subterráneos de una ciudad colonial de América y no poder llegar a ellos…
—¿Usted es parisién?
—Francés, pero no parisién. Ha debido usted alguna vez leer mi nombre —agregó el caballero sonriendo—. Me llamo Henri D’Herauville.
—¿D’Herauville?… Oh, si he leído sus libros…
—¿Bajaremos, doctor?… (¿y la patente sucia?).
—Bajaremos, caballero.
Y esa noche ocupaba tranquilamente un departamento del Insular-Hotel, después de haberme invitado a cenar. En la cena se limitó a pedirme ciertos datos y concluyó aquélla dándome un apretón de manos:
—Espero a usted mañana a la hora del desayuno… ¿vendrá usted?…
—Vendré, señor D’Herauville…
Aquella noche saqué del armario Misterios de mi nuevo amigo y leí casualmente la página del silencio. Aquel hermoso capítulo que usted conocerá, Francinette, ese artículo de las perspectivas, de las proporciones y de los gestos; aquella pintura de Little Tich tan intensa y tan gráfica del silencio, que el autor de «El cuervo» no la habría soñado mejor. Usted sabe las imágenes macabras, lorrenescas que provoca el libro de Henri; los locos serían capaces de volver a la razón con sus narraciones.
Al día siguiente, viernes, fui al hotel Insular. Ya Henri me esperaba, pero aún estaba en cama. Me hizo entrar. Se desperezaba en el lecho pero bien se conocía en sus ojos que no había dormido tranquilamente.
—Coja usted un cigarro de la petaca —me dijo—, son egipcios auténticos. Estoy seguro que no los ha fumado mejores. Entre tanto yo me levantaré; el baño me espera en la otra habitación. Usted proceda como en su casa.
Se había colocado un kimono de seda gris y unas pantuflas bordadas. Sacó de la maleta abierta sobre el sofá, polvos, frascos y cepillos y haciendo una graciosa reverencia se perdió en la habitación contigua.
Entonces junto a la maleta vi varios libros y encima de las ropas un dije raro y curioso. Un esqueleto de marfil viejísimo que tenía sobre la cabeza una antorcha ardiendo. El fuego eran varios rubíes que rodeaban a uno de gran tamaño. ¿Conoció usted este dije, Francinette?… Poco después regresaba Henri.
—Qué tal el baño, señor mío —le dije.
—Agradable. La luz del cuarto mala. Pero hablemos de C** y de la ciudad vieja mientras hago mi toilette.
—Con una condición.
—¿Cuál?
—Que desista usted de ir a conocerla…
—Pero ¿cree usted en todo lo que se dice de la ciudad?…
—Si le refiero lo que sé de ella, ¿me promete usted no ir?
—Según lo que usted me refiera, doctor.
—Creo que le convenceré.