ASÍ termina el manuscrito de Abel. Hoy he recibido un billete cifrado con dos iniciales: M. L. Y una carta con letra cadenosa, letra de colegio de monjas francesas, que dice: «La dama del perfume agradece su envío y le recibirá en “Villa Helena” a la hora del té».
La dama del perfume es muy interesante pero yo debo tomar el tren hoy mismo, a las seis, para ir a B., la ciudad y la tumba de Rosell; pero dándome prisa podía hacer ambas cosas. Son las tres y no hay que perder tiempo. El té es a las cinco. Voy a hacer mi toilette.
A las cuatro estoy listo y un coche me lleva a la quinta de la dama. Un servidor de librea me recibe y me hace entrar en un lindo saloncito que tiene ventanas a los jardines. Estoy esperando con emoción intensa que aparezca la rarísima mujer que me imagino vestida de terciopelo negro con sus dos rosas rojas en el pecho, su gorro de pieles y sus ojos ocultos. Crujen las sedas en la habitación cercana y un criado aparece:
—¡La señora espera en el salón!
He debido palidecer pero he ido hacia la señora. ¡Cómo temblaba! En el salón un vago perfume de flor de lis me la evocaba de nuevo. Entonces vi en el fondo del salón, con su gran traje de terciopelo negro y sus dos rosas en el pecho, a la dama del perfume, pero ahora sin sombrero, sus ojos de unas sombras enormes y de una mirada de miel. Ojos negros, negrísimos, entre sus cejas arqueadas y su piel de melocotón maduro, era lo único que veía porque sus telas y las sombras del rincón se fundían. Me recibió con una sonrisa y me envolvió en su perfume.
Bien pronto nuestra conversación salió de las frases obligadas:
—¿Y va usted a vivir mucho en la capital?
—No, señora. Debo tomar el tren de la sierra a la seis de esta tarde.
Y como hiciese un gesto casi de admiración o de dicha:
—Yo no soy enfermo —le dije—, pero tuve a una persona muy querida en B. Hoy he venido y pudiendo llegar hasta la tumba de un amigo, quiero dejar allí un puñado de rosas…
—¿Cuándo ha muerto esa persona?
—Debió morir en el pasado septiembre. Un caso original, señora. Imagínese que mi amigo vivió en París; y allí enfermó y tuvo que venir a radicarse en B., desde donde me escribió muchas cartas tan raras como interesantes… Sí, B. ¡Los casos que me contaba!
Ella ha palidecido y no sé qué extraño gesto se nota en su cara, ella pregunta:
—¿Son muy interesantes las cartas?
—Muchísimo. Tanto que más que otra cosa quiero ver de cerca los lugares amados, las personas conocidas, las historias intrigadoras de mi amigo. Es tan original. Una ciudad llena de muertos, de poseídos, de locos, de tísicos, de espíritus raros. Historias inconclusas y macabras. Fiestas extraordinarias. Artistas de su enfermedad. Amantes sedientas. Tísicas abominables… ¡Qué sé yo!… Pero no he debido decirle todas estas cosas; en fin, es tan interesante…
Nos han servido el té. Ella nerviosa:
—Usted no debe ir.
—¿Que no? Sería perder un momento extraordinario. Un placer o dolor único. Una sensación intensa…
—Precisamente si usted va, romperá el encanto de todo lo que llegó a usted a través de un temperamento más artístico que el suyo… me atrevo a decir, puesto que ha logrado impresionarlo. Si usted va, se expone a ver las cosas de otro modo. Muchos de los que en su historia vivían habrán muerto ya, y otros que viven todavía serán ya inconocibles o habrán perdido el encanto… Yo le aconsejo: no vaya…
—Iré, sólo por ver ciertas cosas y conocer ciertas personas. Me atrae. El señor Alphonsin de que me hablaba Abel, ¿cómo no conocerle? Un tipo originalísimo y artístico, señora; luego el buenmozo; una señorita Rosalinda, «Rosalinda la triste», que decía Abel; el Cónsul, aquel célebre Cónsul, con sus dos hijos tísicos, y sobre todo a la señora de Liniers… Figúrese usted una dama casi misteriosa que iba a visitar quincenalmente a su esposo tísico… hasta quisiera conocer a esa Egadí, una amantísima, un tipo original, señora…
Cuando terminé, ella recostada en el sillón del rinconcito donde tomábamos el té, me miró con unos ojos que nunca he visto. En la casi obscuridad de la sala y de la hora, las sombras fundían en un solo tono del rincón el mueble y las telas de terciopelo de ella y sólo sus ojos se veían fijos en mí. Entonces me dijo, tratando de aparecer tranquila:
—Es usted un artista. Ahora yo le aconsejo que no vaya. Se lo aconsejaba hace un momento y entonces no había usted perdido nada. Ahora ya llevará usted una desilusión. No vaya usted. ¿Quién sabe si vive Rosalinda la triste? ¿Quién, si ya ha muerto el Cónsul y sus dos hijos tísicos? Hernando debe haber muerto también. Alphonsin no se sabe dónde está. Visitará usted una ciudad fantástica y encontrará una vulgar aldea de sierra. ¡Buscará usted casos extraordinarios y hallará tuberculosos agónicos! El único caso que podía usted constatar, porque aún existe, sería el de la dama de Liniers y ése ya está perdido para usted, amigo mío; yo soy Magdalena, la esposa de Liniers, la misteriosa de Abel Rosell y de B., la que cada quince días va a visitar a su amado tísico…
Y Magdalena se irguió poderosa, esbelta, admirable. Tenía un color rosado intenso en los carrillos, sus manitas de cera temblaban, su movimiento desparramó el perfume de su cuerpo que me envolvió como una nube.
Era en ese instante, como la realización tangible de un presentimiento vago, de un temor indeciso, de una sensación extraña que me había invadido a través del manuscrito de Abel. Se presentaba a mis ojos como una revelación, como un enigma descubierto, con sus rosas encendidas de sangre sobre el terciopelo negro que acusaba el seno.
Y yo tuve la sensación de vivir varias vidas, sentí en mi propio espíritu el alma inquieta de Abel y de sus compañeros, que, dentro de mí, con mis propios ojos, con mis propios sentidos, veían, escuchaban, aspiraban, sentían a aquella mujer hecha de color, de sonidos sutiles, de perfumes capitosos, de carne rosada, misteriosa y exúbera.
Me miró un momento. Yo vi en el rincón donde ella surgía, sus ojos, sólo el blanco de sus ojos. Estaba inmóvil. Ni un pliegue de su traje se movía y entonces dudé, quise moverme, convencerme de que no soñaba, que aquél no era un lienzo; que yo no estaba alucinado por un perfume.
Momento terrible e inolvidable. Allí mismo estaba tangible, palpable, el misterio desconocido de Abel, el misterio de toda su vida; y yo estaba ante él, absorto, sin ser capaz de deshacerlo, ni de realizarlo.
Se arrancó una de las rosas del pecho y me la ofreció mientras me tendía la mano y me decía con profunda pena:
—Se lo aconsejaba: ¡no romper el encanto de lo misterioso; no hacer reales nuestros deseos; no conocer aquello que se nos presenta esfumado, porque la realidad habrá desvanecido lo extraño y lo ideal se habrá perdido para siempre!
La sala empezó a obscurecerse. Era la caída de la noche seguramente. Nuestros cuerpos principiaron a tomar, ante mí mismo, aspecto de sombras, de cosas trágicas, misteriosas y extrañas. Tuve miedo. Magdalena se sentó. Volvió a romper el silencio, pero sus frases ya no me parecían las de antes, el sonido de su voz me parecía sepulcral, sin sonoridades, hueco:
—¡Adiós!…
Pero fue un adiós frío y mortuorio, un adiós para siempre, eterno, inolvidable. La última palabra que debí oír de la enigmática y bella mujer que supo encadenar a su misterio, mi espíritu enamorado de lo desconocido.
Y salió. La luz agonizante de la tarde bordeaba los pliegues de su traje de terciopelo, como en un lienzo antiguo. Y con ella se fue el encanto de esa aventura, la luz de aquellos ojos únicos y el perfume cuyas ondas la escoltaban envolviéndola en una nube de cosas vaporosas, de irrealidades suaves, de apariciones de ensueño, de misterios revelados…
* * *