Septiembre
«Y hoy, cuando vi a Sor Luisa en su lecho de muerte, me parecía encontrar en su rostro esa seráfica sonrisa, porque tenía como aquella tarde, entre las manos, un puñado de lirios y sobre los pliegues inmóviles del lino que cubría su pecho, el Cristo agonizante en marfil sobre la cruz de plata. Y ahora me parecía que Sor Luisa se había dormido, pero que el Cristo sonreía…
¿Qué día es hoy?, ¿qué hora es? No lo sé. Cuando me acosté había en el velador un jarro de rosas del Príncipe y ahora los pétalos riegan el mármol y los cálices se secan. ¿Cuánto tiempo he dormido? No he soñado en nada. Había un silencio absoluto en todas las cosas, y, ahora, que estoy despierto, el silencio sigue. Nada alegra esta vida monótona. Verdad que estamos a fines de septiembre y ya no quedan flores en los jardines que han principiado a secarse.
Una niebla espesa lo invade todo y los objetos, las cosas, los tejidos se confunden en el gris de este día tétrico. Salgo y no hay nadie. La plaza que es inmensa está despoblada y sopla el trágico viento de estas tardes misteriosas y frías de septiembre. ¡Septiembre! Los jardines secos y tostados, las tardes grises, los tísicos arropados y temerosos en el rincón de sus alcobas. Veo venir ahora, por el lado del puente viejo, un hombre. ¿Quién? Viene de prisa. El trágico viento le arrebataba las telas de la capa, como al Dante, en el Infierno. Se acerca, ¡ah!, es Mariguard. Mariguard que quiere hacernos creer que no está tísico.
—¿Cómo está usted, Mariguard?…
—Bien. Ahora he salido a gozar de esta tarde gris…»