¡Septiembre!…
«MUCHAS cosas nuevas. ¿Verdad que hace tiempo que no le escribo?… Y no lo habría hecho a no tenerle este candoroso respeto al mes que se ha iniciado. Qué quiere usted, éste es un pueblo, un país de tísicos. Un centro donde concurren tísicos de todas partes y como hay cierto intercambio comercial, pienso en la pavorosa ciudad del porvenir, toda llena de tísicos. Tísicos para las grandes maquinarias, para las instalaciones, para las oficinas públicas. Y esta ciudad me obsesiona y este mes me horroriza. “¡Septiembre, se tiembla!”, decimos los enfermos. Es el mes final y obligado. Los que no hemos muerto durante el verano ya sabemos que en este mes pálido y odiable entregaremos, en una tarde de neblina, con un pequeño ahogo, una aspiración intensa y un crispamiento débil, nuestro sutil espíritu. Y los que pasamos septiembre podemos estar casi seguros que viviremos doce meses más.
¡En esos catorce días cuántos se han ido ya! La mayor de las hijas del cónsul Cortez, Mary, fue el dos, el cinco llevamos a Bernardi y el doce a la segunda de las G. Y. Sin embargo, vengo ahora del cementerio. ¡Hoy ha sido la “palomita”, como le decíamos aquí a sor Luisa de la Purificación! La vi hoy sobre su lecho de muerte, blanca, como los cirios que la alumbraban, y tenía las manos cruzadas y el pesado Cristo de plata sobre el pecho. Pero creo que entre el perfume de las rosas y el olor de los desinfectantes fenicados vagaba un olor húmedo y descompuesto. No podía ser otra cosa, sor Luisa tenía un aspecto de cadáver animado y a mí me hacía el efecto de una persona que salía, caminaba y rezaba siempre, pero que había muerto hacía mucho tiempo.
La última vez que la vi, cogía lirios blancos en su jardincito. Ella me sonreía siempre, me trataba con esa familiaridad de las gentes que se han consagrado a hablar con los dioses y los santos.
—¡Oh, Abel! ¿Cómo está usted?… ¿Ve usted qué hermosos lirios blancos?… Son los últimos que quedan en el jardín… En este mes de septiembre ya no salen, y los que se atreven a salir se tuestan… ¡Son éstos los últimos!…
Y sonreía seráficamente. Todos sabían que jamás habló con nadie y era la primera vez que hablaba conmigo. Se sonreía como una virgen, toda vestida de negro, con su toca blanca, evocando a Santa Teresa, pero una Santa Teresa buena, una Santa Teresa sin sabiduría, que no escribía oraciones, pero que las sugería. Su voz apagada, llena de dulcedumbre, no parecía humana. Era apacible, inocente, blanca. Y su cuerpecito surgía entre los arbolillos como una visión de ensueño. Aquel día no era ella la que hablaba. Por sus labios hablaba la tarde sin sol, serena y fresca; hablaba el azul inmenso del cielo; hablaba la brisa que agitaba las hojas; hablaba la tierra santa, buena y generosa; hablaban los jazmines y los lirios blancos. Y entre los pliegues del lino de su pecho, la gran cruz simbólica tendía sus brazos amorosamente. Cristo agonizaba en marfil con un supremo gesto de dolorosa resignación, su cuerpo extenuado, sus nervios tirantes y su cabeza divina de amor, inclinada bajo el peso de la corona de espinas que hacía sangrar su frente. ¡Los últimos bríos, las últimas flores, los últimos días!».