Junio…
«HOY, después que entré en mi casa, vino a buscarme Eduardo, el hijo del Cónsul. Es un muchacho moreno de amplio vestido americano, gordo y perfectamente tísico. ¡Si viera usted sus acuarelas! Tiene impresiones de viaje, dibujadas sobre la baranda del barco. Quiere que vayamos a jugar esta noche en casa de Gastón, el buenmozo, a las diez. Se jugará fuerte. Asistiré.
He llegado muy temprano, son las nueve y media y voy a dar una vuelta por la villa de Gastón, que está rodeada por los cuatro lados de alamedas enormes y frondosas.
Muy de prisa me oculto bajo un árbol, porque veo acercarse una sombra misteriosa y olfatear hacia el jardín. Pasa delante de mí sin verme. Arroja una piedrecita a los cristales. Baja alguien y abre la reja. Entra silenciosamente al pabellón de la izquierda. Una aventura de Gastón. ¡Este buenmozo! Al poco rato, entre el jardín se esfuma otra sombra, sale alguien; hablan, discuten. Las voces se perciben.
—No, vete, vete… ¡no!…
Y el que ha salido echa al visitante hacia la calle. Y luego pasa algo horrible; se mete él y ella vuelve, pero la reja está cerrada. Entonces ella juega el picaporte, pero no puede abrir; busca furiosa la manera de pasar las rejas y se va dando la vuelta por la “villa”, como los lobos hambrientos en las jaulas.
Dos sombras rondan ahora como moscardones por el castillo, arrojan piedrecitas, se esfuman, vuelven a aparecer; mas ahora, ¿será posible?… Sí… Es la hija del Cónsul que se acerca y arroja piedrecitas… me decido a salir. Ya está todo silencioso. Llamo a la puerta. Sale el criado y me hace pasar. ¿Era el criado que echaba a una importuna? ¿Era una amante que Gastón arrojaba, lo que yo había visto?
Detrás de mí, llegaron, sucesivamente, el Cónsul, Gastón y Eduardo…
Y durante la sesión de tresillo las piedrecitas caían en los cristales y, a cada una, sonreía Alphonsin y yo me imaginaba a las tísicas, sedientas, febriles, enamoradas, impacientes, rondando la “villa” del hombre buenmozo, como una bandada de moscones negros, de sombras trágicas del amor, de formas indecisas, de cadáveres, de aparecidos, de almas en pena…
Hoy, al atardecer, he encontrado a Alphonsin junto a la gruta. Venía del campo.
—Lindísima excursión, amigo mío: luz, aire, sembríos. Y, ¿quiere usted creer?, ¡versos! —Y me mostró unos borradores—. Baladas; va usted a oírlas; pero sentémonos a ver morir el sol…
Y nos sentamos junto al arroyo, sobre la grama fresca y verde, mientras susurraba el agua escapándose entre las piedras del cauce. Alphonsin leyó místicamente:
I
Viene de las montañas
un viento frío
y es como sangre de las entrañas
de las montañas,
el río.
II
Cesa de silbar el viento
y del mar viene la brisa,
eglogal eco del cuento
que nos ha contado el viento:
la brisa.
III
El sol marchita las rosas
y hace iris en las fontanas
donde rondan mariposas
que han venido de otras rosas
lejanas.
IV
Va por el cañaveral
la niña en pos de una rosa,
carcomida por el mal;
va por el cañaveral
silenciosa.
V
Bajo la paz de los sauces
crecen la sombra y la fe
y el dolor abre sus fauces,
bajo la paz de los sauces
de Musset.
VI
Con el Ángelus la pena
crece en la paz forestal
y dulce llora en la quena
con el Ángelus, la pena
del zagal.
VII
Los bueyes van desuncidos
y sin cargas, en descanso,
inclinados y vencidos;
los bueyes van desuncidos
al remanso.
VIII
El sol lanza como un vago
resplandor. La noche empieza
como el conjuro de un mago
y hay como el perfume vago
de tristeza…
IX
Cesa de silbar el viento
y del mar viene la brisa;
eglogal eco del cuento
que nos ha contado el viento:
la brisa.
Después, en silencio hemos visto morir el sol que, al ocultarse, pintó de lila la cima de los cerros; y nos hemos perdido como dos sombras en el camino del cerco…»