Agosto…
«HOY, comentando periódicos de Europa, pregunté a Alphonsin su opinión acerca del valor oratorio de Jaurés. Alphonsin ha querido expresarme con los ojos algo que yo no he comprendido y, a mi insistencia, ha respondido:
—¡Jaurés es un hombre terciario!…
Me ha dicho esto así, abandonadamente, como quien no quiere seguir hablando por no molestarse, pero, después, en un arranque súbito, casi violento:
—¡Los oradores! Los oradores, amigo mío, desaparecerán pronto, cuando los hombres se hayan sutilizado bastante. Estáis —me ha dicho, recalcando—, estáis todavía en un estado terminal de la lenta transformación de vuestros cerebros.
El orador es el hombre terciario. La palabra como medio de expresar el espíritu es el más primitivo, el más grosero, el más animal de los medios de que dispone el hombre para hacer creer a sus semejantes que tiene alma…
Imagínese usted al hombre, en un principio, cuando la célula principiaba a diferenciarse en él y en los demás animales, imagínese al primer hombre, con sus brazos largos, sus pies flexibles, su piel cubierta de cabello. ¿A qué recurre este hombre para manifestar que quiere algo, a otro animal igual a él, que va a grandes saltos entre las peñas? Lanza un gruñido salvaje, amigo mío. Ese gruñido es el que evoluciona a través del tiempo, y se transforma en el discurso que, sobre cuestiones sociales, acaba de pronunciar M. Jaurés.
Lo instintivo es lo animal y el lenguaje es instintivo. Pero todo no es animalidad. Cuando el hombre terciario principia a evolucionar y a darse cuenta de algunas cosas se realiza en él un primer proceso psicológico: coge un hueso de asno y hace una línea sobre la corteza de un abeto. Esta línea terciaria, nos llega, transformada, en el perfil de la Hebe. El dibujo acusa, pues, un poco de psicología sobre el lenguaje. Pero el hombre terciario sigue viendo la vida. Un día, a la orilla del río, coge la tierra húmeda y ve que en sus manos cambia de aspecto y crea la forma que, influenciada ya por el arte asirio, fenicio y egipcio, se halla en el Louvre, entrando en el pabellón de la izquierda; ésta es la Venus de Milo.
Todos estos descubrimientos provocan en aquel hombre este juicioso y discreto pensamiento: “Hay muchas cosas que yo no conozco”. Cuando siente el dolor, grita; cuando lo recuerda, piensa. Entonces nace un medio de expresión superior a los otros: la música. Vea usted a qué grande distancia nos encontramos ahora del lenguaje. ¿No le parece que el lenguaje es primitivo?…
El orador —imagínese a Dantón— tiene que dominar a las masas. Imagíneselo usted, exaltado, fogoso, desmelenado y gritando furiosamente. Para convencer, tiene que levantar los brazos, enseñar los puños, congestionarse el rostro, sudar. Y todavía, al final de un frío día del brumario, marcha a la guillotina, una prueba más de que no ha convencido. Piense usted en esto, amigo mío. Piense además que todas las cosas terrenas y muchas de las espirituales giran al derredor del frágil femenino y que, gritando, a la manera de los grandes oradores, desde Demóstenes hasta el honrado industrial que desde un coche ofrece su panacea, no se llega a la forma intangible.
Efectivamente, Velázquez no necesitó sudar ante una multitud para decir algunas cosas que perduran sobre los héroes de la tribuna, a despecho de no poderse expresar verbalmente.
Y no me niegue usted que para ver a Monna Lisa Gioconda, hay que acercarse de puntitas, pisando despacio, para no ahuyentar esa sonrisa leve y serena. Bien, Leonardo no hablaba. Hay aún más, amigo mío. Este buen viejo Verlaine escribió en un día gris:
Les sanglots longs
des violons
de l’automme
blessent mon coeur
d’une longueur monotone.
Y un señor Wagner ha hecho armonía de algunas sensaciones que, en verdad, valen algo más que los discursos académicos de Castelar. Cuando usted se acerca a su amada, le dice: “Yo te amo”. Ella no contesta. Usted dice a media voz, cogiéndola las manos: te amo. Ella silencia, pero oprime débilmente las vuestras, y cuando las dos almas están a un mismo nivel, ella inclina la frente y usted la besa en silencio. Si hay la línea, el color, la armonía, el ritmo y el gesto, ¿para qué hablar? Convénzase usted, amigo mío. Las palabras ahuyentan el espíritu. El silencio habla a las almas, porque el silencio es bueno.
Y calló…»