… «¿QUIERE usted creer? He cometido la locura de levantarme temprano, a las cinco de la mañana, nada más que por satisfacer el capricho de ver a esa mujer de Liniers que tanto nos ha burlado. Y a fe que no me pesaría si lo hubiera conseguido. Era de noche cuando sentí la sirena de Claudio que me llamaba. Muy de prisa me levanté y salí vestido y bien abrigado.
—¡Más ligero, más ligero, amigo mío, podemos perder la salida del tren!… —me decía mientras íbamos—. Más de prisa…
Mi casa dista unas diez cuadras de la estación del ferrocarril. Habríamos caminado la sexta cuadra cuando sonó el tercer aviso del tren.
—¡Corramos —me dijo Claudio—, aún es posible ver algo, corramos!
Y emprendimos a correr. Hemos llegado. Verdad que casi me ahogo. ¡Qué locura! Pero alcanzamos el tren, por lo menos le vimos partir. Yo estaba excitadísimo. Cuando pude ver tras de los vidrios a los pasajeros instalados ya en sus asientos, busqué a la desconocida desde el andén, olvidado de Claudio. ¡Qué impresión! A través de una ventanilla cerrada con el vidrio solamente, creí ver una cara y un busto envuelto en gasas y telas negras. Es ella, pensé, y entonces principié a examinar, me dispuse a analizar pero ¡oh, imagen movible que yo no pude ver!, antes de que tal hiciera, suavemente principió a moverse el tren. Yo quise ir sobre el andén al lado del ventanillo hasta donde la velocidad me lo permitiera, pero cuando partía el ferrocarril, sentí la sirena de Claudio, corrí hacia él, y, desgraciado de mí, oí que me decía señalándome otro ventanillo que se escapaba de prisa:
—¿La vio usted? Aquí… allí… en aquel ventanillo, el tercero, ¿ve usted?… ¡Haber llegado tan tarde!
Créame usted, si hubiera estado solo me habría echado a llorar como un niño a quien le roban un lindo juguete. Y, para sufrir menos, contándonos nuestras desilusiones con la dama perdida, dejamos el andén silenciosos y pensativos: atravesamos las calles, como dos sombras en la obscuridad de la noche que moría, y nos despedimos en silencio con un apretón de manos, como dos cómplices de un mismo delito, como dos vencidos de una misma batalla, muy a prisa, para no llorar uno en presencia del otro —él de rabia; yo de desilusión—. Al entrar a mi alcoba creí que volvía de un sueño; volví a acostarme y sentí las sábanas frías, muy frías, pero ya usted sabe que las fiebres no me abandonan nunca, y aquel día con la lluvia de la víspera, sentía arder mi cuerpo, mi sangre, mi cerebro.
Cuando me abandoné en el lecho los gallos saludaron al día…»