Junio…
… «POR fin hoy le tocaba llegar, según los cálculos que hemos hecho yo y Claudio. Hemos ido a la estación. El tren llega a las ocho. Llueve copiosamente y los que esperamos con nuestros grandes paraguas nos acogemos bajo los tejados de la estación. Se anuncia la locomotora y en el fondo del camino de fierro aparece la linterna que va creciendo a medida que se acerca.
—Usted estará, Abel, en el andén izquierdo —me dice Claudio—, yo en el derecho. ¡Mucho cuidado! Viste de negro; tiene un gran velo en la cara y un perfume penetrante… Ya sabe usted, cuando suene la sirenita —y me muestra un precioso aparato que silba como una víbora furiosa.
Los ojos le brillan y las manos le tiemblan: está en un desasosiego horrible. Parece un perro de caza que ha sentido la presa sin verla. Principia a temblar la tierra y la locomotora poderosa y pujante, con el sonido de su monótono campaneo, pasa en el andén ante mí. Se detiene. Principian a bajar las gentes. Entonces una extraña sensación me invade. ¿Podré ver hoy, ahora, en este momento, a la mujer de Liniers, a la rival de Egadí, a la esposa enamorada del tísico?… Descienden gentes de todas clases enfundadas en sus sacos de viaje de color claro y saludando a los suyos abren el paraguas que se hincha como una cola de pavo real. Los pasajeros charlan un momento y principian a escaparse. Pero yo no he encontrado a la esquiva. ¿Se habrá ido?… Paso rozando, metiéndoles la cara a todas las mujeres vestidas de negro, mas de pronto siento el silbar de la sirena de Claudio, una, dos, tres veces y veo su cimbreante figura que sigue por la calle central, podría asegurarlo, a una mujer. No cabe duda: es “ella”. Voy hacia allá. Claudio toma más prisa, termina la cuadra y, verdadero perro de presa, hace silbar la sirena insistente, llamándome, mientras ella, la perseguida, le adelantará diez metros. Es una cacería descarada, audaz, insolente. Terminan la tercera cuadra y ya a tres metros, cuando yo veía a la dama, oigo chirriar los goznes de una reja y estoy junto a él, que se lleva las manos a la cabeza:
—¡Tarde! —me dice desesperado—. ¡La hemos tenido entre las manos!…
—¿Era ella?…
—Ya ve usted que sí. —Y señalándome la reja entreabierta—: Es la “villa” de Liniers… Pero generalmente sale después de comer a dar una vuelta por el jardín y alrededor de la “villa”. A las diez podremos verla unos dos minutos. Venga usted a mi casa para seguir la pesquisa…
Y, como la lluvia seguía, furiosa, insistente, monótona, nos dimos prisa por llegar a nuestras casas, caminando pegados a la pared uno tras otro, perdidos bajo los paraguas que nos protegían y rasgando los hilos de la lluvia nuestras sombras negras y silenciosas…
… La noche obscurísima. Ha cesado de llover y de la tierra se eleva un vapor tibio. Pegados a la pared, Claudio delante, llegamos a la esquina de la “villa” de Liniers. La casa está encendida en el fondo del jardín, pero sólo se ve las luces porque lo demás, todo lo demás, se pierde en una obscuridad profunda. De pronto tras de un árbol frondoso, en el jardín, que desde la calle se ve por entre los barrotes, Claudio cree adivinar algo. Llegamos a la reja abierta y entonces Claudio avanza hacia el jardín olfateando.
—¡Venga de prisa, Abel!… Vea —me dice en voz bajísima, inclinado sobre unos arbustos—. Vea usted cómo se agitan; ¡acaba de escaparse! ¡Si se mueven todavía las hojas! Vea sus pisadas; están frescas. ¿Siente usted el perfume?…
—¿Siente usted, siente?…
Y él aspiraba como un hambriento y con las narices abiertas se movía en el camino, husmeando el aire…
Efectivamente yo sentía el perfume que pronto se diluyó en el aire de esa noche de caza. Tenía los nervios excitadísimos. Cualquier ruido de las ramas se me antojaba hecho por ella y buscaba con la vista los rincones del jardín silencioso, mientras Claudio aspiraba aún el perfume ya esfumado. Volvió a anunciarse la lluvia y silenciosos abandonamos el jardín.
—¡Tarde! —me dijo Claudio—. ¡Siempre tarde!… ¡Mañana habrá necesidad de ir al tren!
Y por encima de las hierbas que bordean los canales bajo la lluvia copiosa principiaron a encenderse las luciérnagas…»