Egadí y la señora de Liniers

27 de marzo

«CLAUDIO me ha tomado del brazo en la estación a la llegada del tren para contarme algo “interesante”. ¡Y cuando él decía algo interesante! Figúrese usted que principia a hablarme de Liniers, Liniers, Felipe Liniers, es un hombre rico, tísico y licencioso; pero metódicamente licencioso. Se diría un burgués del pecado. Claudio me ha dicho:

—Este hombre, que no sé a ciencia cierta si es un millonario o un arruinado, vive carcomiéndose en su “villa”. Sale muy poco, y cuando se exhibe es con esa ardorosa tísica Egadí, que no lo deja un momento. ¿Usted se acuerda de la fiesta en casa de Margarita? Egadí junto a Liniers le robaba besos, le echaba rosas en el champagne, le besaba el dorso de las manos y le pasaba la cara ardiente por los carrillos.

—¿Pero Liniers es casado con esa Egadí?

—¿Casado? No. Egadí no es la auténtica. La verdadera es otra, una amantísima —¿quién sabe su nombre?— que viene, cada quince días a ofrecerse a Liniers, y se ofrece toda, íntegra, sin reservas; deseosa y hambrienta. Las otras amantes de Liniers ya saben el día que deben dejarlo. Un día y una noche cada quince días que pertenece a la auténtica. Ella vive en la capital. ¡Pero qué mujer, lindísima y enigmática!…

—¿Usted la ha conocido? —le pregunto.

—No; pero la conoceré: Ella no falta a su cita quincenal. Por amor, por capricho, o por extravagancia, ella es puntual a su amor tísico. El día de ayer —me lo ha contado la criada— le pertenecía a la dama auténtica de Liniers, mas Egadí, la querida, contra los protocolos y las prácticas establecidas, no quiso salir y dejarle el campo a la reina. La villa estaba sola. Yo he visto a la dama bajar con su traje negro, brillante y su velo espeso y entrar a la casa de Liniers. ¡Y Egadí aún no había salido! ¡La criada pesquisaba y me lo ha contado!

—¡Sal, Egadí, sal —decía Liniers— sal, es “ella”!

En la sala el timbre insistía y afuera la dama de negro esperaba. Egadí, en el fondo de un canapé, iracunda, resuelta, no se movía. La campanilla volvió a llamar y la dama, creyéndose sola, abrió la puerta, sin ver a Egadí, y se lanzó hambrienta de amor hacia Liniers que estaba encorvado y enjuto, lo besó repetidas veces. Entonces saltó Egadí como una tigresa y se mezcló entre los dos disputándose a besos a Liniers, que decía cayendo en el sofá extenuado, jadeante:

—¡Egadí! ¡Vete!

—¿Vete? —decía la tísica—. Ésta sólo viene cuando te desea. Yo te deseo siempre. Cuando estás con la fiebre, soy yo quien te ama. ¿No te da horror sentir un cuerpo frío, sano, sin fiebre, junto al tuyo?… Ella no te besa cuando te viene la tos… ¡kje!… ¡kje!… ¡Egadí sufre un acceso de tos! ¡kje!… ¡kje, kje!… (se le ha encendido el rostro y parece que sus mejillas van a reventar en sangre) ¡kje! ¡kje! (¡Por fin!).

Se pintan de sangre sus labios y ella se inclina sobre la escupidera, donde cae la sangre espumosa. Su respiración es fatigada. Las manos cogen dos brazos de sillas distintas y así, inclinada, tose, tose y arroja la sangre.

—¡Ha sido el esfuerzo! —dice.

Mas al volver el rostro no encuentra a nadie porque Liniers y la señora se han librado de ella.

Egadí se sienta en el alfombrado, reclina su cansada cabecita sobre la escalinata que va hacia la habitación de sus fugitivos y, así, calladita, silenciosa, espera. La dama de Liniers sale a las siete y cincuenta del otro día para tomar el tren y entra Egadí… Egadí es una mística del amor que para ella, como todas las religiones, tiene mitos, dioses, prácticas y creencias. Pero la desconocida no se me escapa —¿verdad que es muy interesante?—. ¡Ya la cazaremos, Abel, ya la cazaremos! Ya le contaré el resto y ¡estar al cuidado! Hoy se ha ido. Dentro de quince días organizaremos ¡la gran cacería! Ahora voy a buscar a Rosalinda, la triste que ama…

Y, sin más, se ha despedido. ¡Y tener que esperar quince días para conocerla!…»