Rosalinda, la triste

1.º de febrero

«DOS días sin salir de casa. Hoy he querido dar un paseo por el cerro lleno de grutas y andando pausadamente he llegado hasta la gruta del cerro azul. Desde el día de las bodas de Margarita y Armando, yo no había visto la luz. La tarde está hermosísima, una brisa tranquila, un sol velado y un cielo azul por el lado de la sierra. He venido por el camino de las cañas junto al arroyo arenoso donde van a bañarse las tórtolas. Principio a acercarme a la gruta. Entro… ¿Quién ora?…

El velo es de Margarita, mas el cuerpo y la actitud son de Rosalinda.

Insensiblemente, sin hacer ruido me acerco. Ella, recostada sobre la gran piedra, tras la cual se eleva la virgencita musgosa entre los helechos, está dormida. ¡Qué serenidad angélica en su cara suave, en sus párpados caídos, en su boca rosada! Sus labios me llevan al beso, ella no lo ha sentido y duerme; quiero salir sin que se despierte, pero al ruido de mis pisadas sobre los guijarros ella abre sus grandes ojos de tísica:

—Abel. ¿Qué hacía usted?

—No quería despertarla. ¡Dormía usted tan bien!…

—Soñaba, amigo mío. Soñaba con la pobre Eva María… ¿Usted no fue al cementerio?…

—¿Cuándo?…

—¡Cómo! Ayer, la pobre Eva María…

—¿Ha muerto Eva María?

—Verdad; usted no lo sabía. A usted le llevaron esa misma tarde. Eva amaneció en la sala de Margarita en un gran diván, con un ramo de flores en el regazo, serena, serenísima… No parecía una muerta… Y a sus pies, dormido, estaba usted cuando se lo llevaron… Si hubiera visto a Eva, qué mirada amorosa conservaba a través de la muerte; y sus labios entreabiertos como si hubiera dado un gran beso…

Luego ¿yo era el que estaba dormido a los pies de la muerta? Luego… Me he quedado frío, he sentido las manos y el beso de la muerta. Esas manos me atrajeron y esos labios entreabiertos… ¡Qué horrible! Rosalinda ha continuado:

—¡Qué rígida y qué fría estaba, qué cara de amor!… Abel, ¿quiere usted acompañarme?…

—Sí.

Nos vamos deslizando, cogidos del brazo por entre las malezas. Ya va a caer la tarde, llegaremos a la población cerca de la noche…

—Rosalinda, ¿por qué está usted siempre tan triste?…

Ella místicamente, en voz baja y profunda musita:

—… tristeza

alma de las cosas

corazón del mundo…

Un dolor profundo

perfuma las rosas.

La naturaleza

es todo tristeza.

Todo lo que existe

es un alma triste

que al misterio reza…

Luego, silencio. La tarde se acaba. Los grillos inician su canto a la semiluz. Las aves se pierden buscando las ramas gruesas. Nuestras manos se enlazan. Obscurece.

—Rosalinda… usted espera algo que ha de venir; la salud, el amor, el placer…

—Si yo esperase, no sería mi tristeza serena y apacible. Yo sé que nada vendrá. Yo veo la vida desde un punto inaccesible para todo. Estoy en una distinta vida donde el tiempo no se mide. Sentí que hubo un momento en que terminaban las cosas y yo seguía viviendo… y yo no tengo qué esperar…

Avanzamos y una avecilla cruza delante de los dos. Se oye el ruido de la cascada lejana y dos luces rojas cruzan delante de nosotros en la obscuridad.

—Rosalinda, ¿ve usted esas luces que corren?

Se apagan y se encienden, el ave cruza ante nosotros. Yo me detengo instintivamente. Avanzamos muy juntos, ella mirando vagamente algo invisible, yo viendo hacia lo obscuro del camino. Vuelven las lucecillas a encenderse.

—Rosalinda, mire usted, se encienden.

—Es la “gallina ciega”, amigo mío…

Por fin llegamos. Hemos pasado por unas calles silenciosas y abandonadas, hasta llegar a mi “villa”.

—¿Quiere usted entrar, Rosalinda?

—No. Ya tengo la fiebre. ¿Siente usted cómo me queman las manos?… Abel, mañana en la gruta…

Y se ha esfumado hacia las rejas de su “villa” en silencio, paso a paso, hasta que se ha perdido entre las sombras. Sus manos estaban tan cálidas como las de Eva María…»